Una de las cosas que más me sorprendió de la recepción de El lectoespectador fue que al menos dos de los críticos que se ocuparon de él mostraron su extrañeza ante el hecho de que se incluyera un ensayo sobre televisión, alegando que parecía anacrónico frente al resto. Como si la televisión estuviese ya pasada de moda o no siguiese siendo fundamental. Parece que piensan a la manera del narrador omnisciente de Mario Crespo en su novela Biblioteca Nacional (2012), para quien “en el mundo de hoy la tele se ve en YouTube, el periódico se lee en formato digital y los amigos se hacen en redes sociales como Facebook”[1]. Chocaba más todavía cuando una de las recensiones venía firmada por el autor de dos recientes libros sobre series de televisión. Y digo que choca porque las series televisivas, uno de los fenómenos narrativos más difundidos y exitosos de nuestro tiempo, por más que se vean ilegalmente vía Internet, están siemprepensadas, diseñadas y concebidas para la televisión; incluso en ocasiones su estructura gira alrededor de las pausas publicitarias obligatorias en la pequeña pantalla. Y en aquellas donde no hay publicidad, está siempre la limitación “metafísica” de los 50-60 minutos de duración, muy televisiva (en absoluto cinematográfica), una frontera puramentetelevisiva, que sólo es sobrepasada en casos excepcionales (como en los episodios finales de una temporada). De forma que todo en estas series es televisión pura y dura. Y hoy en día son una de las formas de consumo cultural más difundidas e incluso respetadas[2] en los últimos tiempos, como es natural, debido a la altísima calidad de alguna de sus manifestaciones.
Precisamente, el fenómeno de las teleseries viene a demostrar que la televisión está más viva que nunca y que no pierde importancia. Ello llevó a Eloy Fernández Porta a hablar de las “series de esta nueva Era Dorada de la televisión”[3]. Sí, es cierto que hay mucha gente que apenas se sienta delante de un televisor, yo entre ellos, pero eso no quiere decir que lo visto en streaming a través de la Red no sea televisión emitida por otros medios. Por no hablar de que muchos acontecimientos de gran trascendencia social (mundiales de fútbol, olimpiadas, partidos de tenis, Eurocopa, etc.), deben seguirse por la pequeña pantalla porque las páginas de difusión por streaming quedan inmediatamente saturadas. Estamos hablando de fenómenos que concitan la atención de millones o cientos de millones de personas y que es imposible seguir con imagen vía Internet.
En Narrativas transmedia (Deusto, 2013), el libro de Carlos Scolari que estoy leyendo estos días, se recogen varias entrevistas con algunos protagonistas de los cambios narrativos en los medios audiovisuales. Uno de ellos, el productor Mikel Lejarza, señala que “hacer contenidos televisivos o radiofónicos que carezcan de elementos transmedia sería como hacer televisión en blanco y negro (…) La televisión, tan denostada por algunos, ha sido el medio que mejor se ha adaptado a los nuevos lenguajes, y de ahí que esté mejor que la prensa o el cine, que tienen enormes dificultades para hacerlo”[4]. En efecto, se cierran cabeceras de periódico o pasan a la Red, y se hacen menos películas, pero ninguna cadena de televisión desaparece; si acaso, es absorbida por otra y su licencia de emisión es rápidamente ocupada por otra naciente. Pero regresemos al elemento creativo, apuntado por Lejarza, de renovación de lenguajes: algunas series televisivas están llevando a cabo una auténtica revolución expresiva, desde Breaking Bad a American Horror Story pasando por la ya clásica Lost, que no tardará en tener repercusión en el modo en que lo narrativo es entendido en nuestros días. El único enemigo serio de la televisión no es Internet, que en realidad la multiplica y consolida como generador de contenidos que luego la red transmite, sino los videojuegos. Pero esa es otra historia.
De hecho, es abrumadora la cantidad de literatura actual que tiene a la televisión en el foco de su eje narrativo: La mendiga (2000), de César Aira[5]y Rating (2011), de A. Barrera Tyzska, se construyen con las telenovelas como fondo; Los muertos (2010), de Jorge Carrión, y Aire nuestro (2010), de Manuel Vilas, con las series o la programación televisiva como eje estructural. En 2666 (2005), de Roberto Bolaño, "La parte de Fate" contiene una importante presencia televisiva. En la reciente Show Time (Lost Coast Press, 2012), de Phil Harvey, que imagina un reality show de supervivencia en condiciones extremas (un poco al estilo de Hunger Games). Por no hablar de la importante presencia que tiene el medio en novelas como A.B.U.R.T.O. (2011), del mexicano Heriberto Yépez (que además le dedicó el ensayo Contra la tele-visión); Fabulosos monos marinos (2010), de Óscar Gual; El público (2012), de Bruno Galindo; Sonría a cámara (2010) de Roberto Valencia, o en relatos como “Por culpa de la televisión”, de Germán Sierra (Alto voltaje, 2004). En la novela de Carlos Gámez, Artefactos (Sloper, 2012), un espíritu utiliza la televisión para comunicarse con el personaje (p. 40). Incluso en poesía encontramos ejemplos recientes (podríamos citar textos de Raúl Quinto, Cristina Morano o Sergi de Diego Mas), entre los que espigamos este poema de Marta Agudo:
Pongo la tele y sonrisas húmedas. Zapping de orden y museos. Animales ejecutados y orejas desalojadas. Correas tras espasmos de gloria, segundos de pedestal y la destreza del suelo. Como en un truco de magia, cada ficha se recoloca en su casilla hasta el pistoletazo del día siguiente. Ciudad peregrina pero en orden, albergas películas y santuarios, frecuencias que sin rozarse construyen la veracidad de un mapa…[6]
El televisor como objeto está perdiendo lugar e importancia en los hogares, esto es cierto, a pesar de los intentos de revitalización provenientes del 3D. Pero mientras el electrodoméstico “televisor” decae, la televisión como generador se reinventa, se invisibiliza y disuelve, inteligentemente, dentro de la pantalla como concepto aglutinador, como realidad mayúscula y vital (Laura Borràs[7]) que ha terminado por incluir en sí al televisor, a Internet, a los móviles, al libro electrónico, etc. La pantalla no es sólo un “soporte” o un “canal”; es una interfaz con el usuario que ha terminado por ser el modo de recibir la información que el sujeto necesita y que no está en su inmediato entorno físico (sea práctica o de entretenimiento, profesional, intelectual o de ocio). No vemos Internet, ni televisores, ni tabletas: lo que vemos en todo momento son proteicas pantallas en que cualquier tipo de contenido puede aparecer, y muchos de ellos, y no los menos atractivos, siguen siendo producidos por cadenas de televisión en formato televisivo. En consecuencia, sola en compañía de Internet, que al englobarla y difundirla la refuerza, la televisión sigue teniendo una importancia sociológica y aun estética fundamental, y en buena medida sigue configurando los hitos más relevantes del imaginario colectivo.
[1] M. Crespo, Biblioteca nacional; Eutelequia, Madrid, 2012, p. 59.e
[2]“Actualmente hay series de televisión, fundamentalmente norteamericanas, de una altura narrativa sobresaliente. Las películas son una suerte de versión audiovisual de los cuentos, de los relatos cortos, mientras las series de televisión se han convertido, a mi parecer, en el equivalente a las novelas, a las novelas en el sentido más decimonónico y auténtico del término, las de mucho antes del ‘Noveau Roman’ y todas esas cosas”; Ángela Vallvey, “El hombre del corazón negro”, Cuadernos Hispanoamericanos, nº 729, marzo 2011, p. 26.
[3] Eloy Fernández Porta, €®O$. La superproducción de los afectos; Anagrama, Barcelona, 2010, p. 34.
[4] Carlos Scolari, Narrativas transmedia. Cuando todos los medios cuentan; Deusto, Barcelona, 2013, p. 35.
[5] En Las conversaciones (2007) también concede Aira gran protagonismo a la televisión.
[6] Marta Agudo, 28010; Calambur, Madrid, 2011, p. 41.
[7] “De hecho ya es una realidad que gran parte de nuestras vidas transcurre entre pantallas, que hemos aprendido a relacionarnos con ellas leyendo, mirando, viendo, ignorando elementos visuales que nos estorban en nuestro propósito, tocando, escuchando… O sea que puede que leer en digital, con un verdadero aprovechamiento de las posibilidades del medio represente, en función de los objetivos artísticos, leer más”; L. Borràs, “Nuevos lectores, nuevos modos de lectura en la era digital”, en Salvador Montesa (ed.), Literatura e Internet. Nuevos textos, nuevos lectores; Universidad de Málaga, Publicaciones del Congreso de Literatura Española Contemporánea, Málaga, 2011, p. 47.