Leo bastante poesía actual, especialmente española aunque no sólo, y sigo viendo un mal muy común, sobre el que he escrito alguna vez: el poema entendido como testimonio del momento en que el poeta se siente poeta. El poeta da un paseo puntual por el campo y, aterido por el brusco reencuentro con la naturaleza, quiere recuperar los lazos perdidos con el mundo y escribe un poema. El poeta sale a ligar un sábado, no liga, se emborracha y al llegar a casa escribe un poema triste sobre escribir poemas tristes. El poeta visita el Louvre, ve la Gioconda de lejos, y escribe un poema sobre la Belleza o sobre el turismo de masas. El poeta liga y escribe un poema (es posible que yo haya publicado alguno de este tipo). El poeta escucha Lohengrin, recuerda súbitamente que es poeta, y escribe un poema. Y así vamos tirando.
En realidad, la poesía suele aparecer de otra manera. “Un poeta -no les choquen mis palabras- no tiene como función sentir el estado poético: eso es un asunto privado. Tiene como función crearlo en los otros.”[1], decía Paul Valéry, y creo que tenía razón. La poesía no debería ser un desahogo, sino un ahogo: el provocado por el esfuerzo de escribir un poema digno. Dejarse la piel en el poema, sí, pero no por la “veracidad” de la emoción expresada, sino por el esfuerzo invertido en crear un texto a la altura de los lectores. Ya se trate de la “emotion recollected in tranquillity”de la que habla Wordsworth en el famoso prefacio a las Lyrical Ballads, o la serenidad con que fray Luis de León aborda “lo que es, lo que será, lo que ha pasado”, lo importante de las emociones es qué se hace literariamente con ellas, pues emociones tenemos todos, ya las conocemos; estamos sobreemocionados, de hecho. Demasiado corazón, decía la copla de Willy DeVille. La minúscula emoción de saberse poeta también la tenemos, así que incluso ésa hay que someterla a crítica -autocrítica- y hacer de ella algo valioso. El escritor es libre de decidir si sufre o no escribiendo, pero el texto ha de sufrir siempre.
En fin, que voy a hablar de algunos libros cuyos autores se han tomado la molestia de trabajar con dignidad, esfuerzo y humildad, de forma que nos resulta posible disfrutar de esos valores en el resultado final.
En Cuerpos a la deriva (2017) recuerda Alberto Ruiz Samaniego que la potencia del pensamiento nietzscheano proviene, en parte, de que siempre está categóricamente unida a un cuerpo, a lo orgánico. La materialidad, la carne, nutre o da asiento a lo abstracto, sujetándolo a un lugar y recordando que no es posible disociar mente y cuerpo, pensamiento y carnalidad. Quizá en esta evidencia reside también la potencia expresiva de Historial (Calambur, 2017), de Marta Agudo, un poemario sobre la enfermedad que, partiendo de los lugares teóricos conocidos, como la Susan Sontag de La enfermedad y sus metáforas, llega, vía metafórica, a lugares más complejos e irisados. Si en el anterior libro de la autora, 28010(2011), leíamos “Me llamo Marta, me llaman Marta y me persigue el idioma en que se expresa el moribundo”, en Historial la voz y el idioma se ceden a otra garganta: no al yo que reflexiona sobre el mal del cuerpo, sino a la propia enfermedad. Historial busca, a mi juicio, un lenguaje del negror y de la expresión de lo terminal, en todos los sentidos de la palabra, a través de una sintaxis poética rota -cuál otra podría explicar mejor la rotura-. Versos blancos, libres y versículos chocan contra fragmentos en prosa y estancias alucinadas, en las que me parece apreciar algún eco de Gamoneda y donde queda explícita la huella lorquiana, ese otro cantante del dolor de los insomnios enfermizos (“Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos / y hay barcos que desean ser mirados para poder hundirse tranquilos”, Poeta en Nueva York). Si en 28010 era su nombre propio el que le permitía juegos mitad lingüísticos, mitad identitarios, ahora es su apellido el nomenque sitúa a la autora en el umbral del sentido, identificándose con los casos agudos, los terminales, a los que “se les llenan de arena los pulmones” (p. 72).
Un tema, el de la enfermedad, que no es nuevo en Marta Agudo; en su primer libro, Fragmento (2004), ya podía leerse este poema:
Ser en destrozos.
Adentro el cáncer
concede a la metralla
su trazo sosegado.
Así,
serena y eficaz perduras:
naturaleza
Casi década y media después el padecimiento sigue rondando a esta voz singular, a la que no le importa adentrarse en los demonios propios y ajenos, en los que con toda naturalidad entra a hierro con la espada del lenguaje y con el acero del pensamiento: “las dos gestiones más señaladas de nuestra vida no las cursamos nosotros”. Y el dolor expuesto como un cuchillo, a veces en poemas de una sola línea, que nos dejan imágenes de puro desasosiego:
Mientras, la anciana lleva en su carrito vacío al niño que no tuvo.
La enfermedad está en el cuerpo y nos recuerda que tenemos cuerpo -esto ya se ha dicho mucho, Thomas Mann lo dejó escrito en La montaña mágica-, pero también es un asunto mental, y un trabajo íntimo de aceptación. Es en ese momento cuando comprendemos que los neurocientíficos tienen razón, y que pensar que existe una dualidad mente-cuerpo es un cartesianismo superado. No hay un más allá del cuerpo -aunque el cuerpo está roto-, no hay más límite que la capacidad de sentir el dolor. Es el lenguaje del mundo. “Estamos prisioneros en nuestra piel”[2], escribió Ludwig Wittgenstein en sus diarios. “Así la piel, con veinte uñas mordidas”, responde con fiereza Marta Agudo.
[1]P. Valéry, “Poesía y pensamiento abstracto”, Teoría poética y estética; Visor Distribuciones, Madrid, 1998, p. 80.“El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma; análogamente (diría yo) la poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro. Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física que suscita cada lectura”; Jorge Luis Borges, “Prólogo”, Obra poética 1923-1964; Emecé, Buenos Aires, 1972, p. 11.
[2]Ludwig Wittgenstein, Movimientos del pensar. Diarios 1930-1932 / 1936-1937; Pre-Textos, Valencia, 2000, p. 52.
José Vicente Quirante, Vesubios; Los Libros de la Frontera, col. El Bardo, Alhaurín el Grande, 2017.
José Vicente Quirante ha escrito un libro grecorromano, donde pueden encontrarse sin dificultad ecos virgilianos, horacianos, pindáricos, y también odas anacreónticas y epigramas catulianos. A pesar de su entronque con la ciudad de Nápoles, donde residiera el poeta un tiempo, la anécdota local es transcendida y los poemas se insertan en propósitos de mayor alcance, intentando encontrar un tono moderno y clasicista al mismo tiempo, algo nada fácil de hacer y que de cuando en cuando cosecha excelentes frutos. Su estilo puede recordar a algunos poemas de Juan Antonio González Iglesias, aunque Quirante tiene su propia voz y su acidez brinda a veces poemas algo nihilistas, pero que atraviesan la diana, como “Mistificaciones”. Detrás de cualquier paraíso, leemos en varios poemas, lo único que acecha es la nada: “No basta un viaje para alejarme / de mí”, dice el poeta, con ecos senequistas. El Vesubio puede ser leído también como la causa de que la diversión más honda se cubra al instante de ceniza. Una poesía muy personal y cuajada de culturalismo con momentos de desolado acierto:
Comentando unos versos de El jornal (1965), primer libro de José-Miguel Ullán, en los que el poeta salmantino reproduce hablas campesinas (“estripa / terrones / Paco / Estripa / pasado / amigo,”), Julián Jiménez Heffernan se pregunta: “Pero: ¿quién ha expresado la tierra? Ahí yace parte del misterio”[1].Recuerdo los versos de Ullán y las palabras de Jiménez Heffernan al leer el último libro de versos de la gallega Luz Pichel, CO CO CO U (La uÑa RoTa, Salamanca, 2017, versión de Ángela Segovia), un libro configurado como un ahondamiento en el habla rural gallega, que Segovia traduce, inteligentemente, al “navero” hablado en los campos de Las Navas del Marqués, en Ávila. Un libro cuya escritura se convirtió en una lucha contra el corrector de errores del procesador de textos Word (según señala en su excelente epílogo la siempre atenta María Salgado), programa ridiculizado en algunos de los versos por su pulsión normativa. Un libro deslenguado que trae a mi memoria los interesantes juegos con el idioma gallego que Pichel había desarrollado en Cativa en su lughar / casa pechada (2013), un poemario del que hablamos aquí que reescribía versos antiguos y defendía el castrapo y su pronunciación de la gh en la zona de Alén, para elevarlo a símbolo de la resistencia lingüística contra la uniformidad. Y después de leer esta búsqueda de un habla local, donde subyace un elemento político (el de devolver la voz a las personas que usan un idioma devenido casi literatura menor en el sentido deleuziano), recuerdo al Fruela Fernández de Una paz europea (2016) y al Juan Carlos Reche de Los nuestros (2016), empeñados también en un retorno al origen mítico -digo mítico porque el origen, una vez alcanzada cierta autoconsciencia cultural y tras residir en otros lugares y países, es esencialmente irrecuperable- a través de la reconstrucción poética de sus hablas en los poemas. Y me vienen también a la cabeza los últimos libros de Hasier Larretxea y el Juan Manuel Uría de Harria (2016), que escriben sobre las raíces a través de las prácticas de herri kirolak familiares. Y no olvido que Amalia Iglesias Serna también retrocede en La sed del río (2016) a sus antecedentes ancestrales y su geografía rural, incorporando incluso unas “Bucólicas” en la parte final del poemario. Y es entonces que me doy cuenta de que debería de hacer algo largo y complejo con todo este corpus, pero eso será el próximo año, porque éste ya tengo suficientes líneas de investigación abiertas y no puedo estirarme más. Pero lo importante es recomendar el libro de Luz Pichel, y felicitar a la traductora, a la epiloguista y a La uÑa RoTa por su esmerada edición.
[1]Julián Jiménez Heffernan, “No hay más cera que la que arde. José-Miguel Ullán”, en Los papeles rotos; Abada, Madrid, 2004, p. 297.
[Relación con las editoriales: ninguna. Relación con Luz Pichel y José Vicente Quirante, ninguna; con Marta Agudo, muy cordial.]