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Channel: Vicente Luis Mora. Diario de Lecturas
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Diario de una pelea con Evan Dara

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Miércoles, 28 de mayo. Cometo el error de leer de un tirón casi 100 páginas de la novela de Evan Dara El cuaderno perdido (Pálido Fuego, Málaga, 2015, traducción de José Luis Amores). Tal hecho no es en sí mismo un error, porque las disfruto como un enano a pesar de la complejidad de entrada; el error que cometo es que al día siguiente salgo de viaje y aparco durante cuatro días la lectura de la obra. #fail

Domingo, 31 de mayo: Regreso y recorro 120 páginas más. Leo con sensación de jet-lag mental; no por el viaje, sino porque debido al tiempo transcurrido no recuerdo bien los detalles e ignoro si la parte que estoy leyendo tiene relación o no con la leída cuatro días atrás. A pesar de mi sensación de pérdida me doy cuenta de que los personajes sufren otra sensación similar y de que hay cierta fluidez o liquidez (Dara habla en esta novela, publicada por primera vez en 1995, de identidad líquida–pág. 236– cinco años antes de que Zygmunt Bauman hiciera la descripción teórica de la figura) en la estructura novelesca; intento decir que siento que si la hubiera leído de un tirón no estaría mucho más perdido. Me asombra el modo de Dara –o de quien se disfrace tras ese nombre– de cruzar historias, hilos narrativos y discursos prescindiendo de cualquier fijación o hito y de cualquier ancla significante sencilla de descifrar, sin que eso afecte a la lectura, que discurre fácil, tranquila, asombrada y maravillada a ratos, como quien cruza en coche una ciudad desconocida.

Lunes, 1 de junio, 4pm: Me pregunto cómo J. L. Amores, el traductor, sabía cuál de los sucesivos narradores en primera persona era hombre o mujer, teniendo en cuenta que en inglés casi nunca es identificable el género en una voz que cuenta desde un yo. No tengo a mano el original para buscar los marcadores genéricos que ha podido seguir, pero imagino la inmensa dificultad de la traducción. / Me topo con esta cita y creo que guarda algún sentido fractal respecto a la propia significación de la novela: “la agudeza de nuestro entendimiento sobrepasa con creces lo que recibe a través de la experiencia… o, lo que es lo mismo (…) reconstruimos el cristal con fragmentos de vidrio dispersos… ¿cómo aprendimos a hacerlo?... es decir, desde luego yo no fui a la escuela de fragmentos, ¿y tú?” (p. 264, también 310). Yo sí, pero a la vista está que no he aprendido nada. / En 266 leo: “las páginas de la carta se habían desordenado con el ajetreo, pero encontré el hilo, sin dificultad, tras reorganizarlas un poco”. Pues serán las tuyas, yo sigo felizmente perdido y devorando páginas. Sigo leyendo con una idea feliz en la mente: encontrarme ante el primer libro que puedo terminar sin haber comprendido. Y que eso me dé igual.

Lunes, 1 de junio, 6pm: Me viene a la mente una cita de Madera de boj de Cela: “todo esto viene muy desorganizado”. Entiendo que varias imágenes o metáforas de El cuaderno perdido tienen algo en común. Relacionan motivos o fenómenos caracterizados por la mixtión entrópica o por la unión cruzada y azarosa de elementos o estructuras con la incompletud del ser humano y de su experiencia. Por ejemplo, la música de Harry Partch (pp. 287ss). La referencia a Beethoven: “por qué se enamoraría de esa forma del reciclaje, de contar la misma historia una y otra vez; y fue esto lo que fundamentó mi trabajo (…) intentando generar el infinito dentro de un área finita” (pp. 49-50). La narrativa sentimental de la narradora del tramo central de la novela, cuando se explica que “la narrativa tenía que servir para algo, aunque sólo fuera para ayudar a consolar la pérdida que ella misma había garantizado” (p. 300). El discurso sobre la ausencia de centro (p. 333). La cita shakespeariana que abre la novela: “este trigo esparcido en un mismo haz, / estos miembros rotos en un solo cuerpo”. El “campo de presencia ininterrumpido” infantil que consiste para Piaget en una “fluida mezcolanza de sensaciones, estímulos y percepciones” (p. 444). Las recurrencias a Chomsky y sus saberes aprendidos de antemano, que te guían a través de “los árboles del lenguaje” (p. 204). Y, sobre todo: “progresar implica adentrarse en el error, traer a un primer plano el titubeo experimental” (p. 356).

Lunes 1, 7pm. Leo esta bestialidad:




Madrugada del lunes 1 al martes 2, 5am. Me despierto súbitamente pensando que el personaje de Raymond puede haber sido en realidad el marido de Carla y que eso explicaría muchas cosas. Le daría un sentido complementario al personaje de Greg -el padre de Tom-, que funcionaría como espejo o personaje anticlimático. Le doy vueltas en la cama a esta posibilidad un rato, angustiado, hasta que caigo en la cuenta de que Carla no es un personaje de El cuaderno perdido, sino de la última novela de Gopegui. Caigo dormido de nuevo.

Martes 2, tarde. Pienso, a la vista de las páginas anteriores a la soberbia resolución lorquiana de la novela[1], si hay en ella una temprana crítica del Big Data, mediante el modo en que la sobredosis de información puede utilizarse para ocultar una verdad mediante la asfixia de informes. En su última parte la novela entronca con White Noise de Don DeLillo y con películas sobre desastres químicos, que en los 80 poblaron el imaginario estadounidense a partir de varios casos reales de contaminaciones industriales. Me da pena que se acabe la novela. Como se dice en cierto punto, “no quería que la película acabase, que no se resolviera de ninguna forma; yo quería que la película simplemente continuara, que continuara elaborando más versiones de su historia, que continuara produciendo más personajes” (p. 75).

Miércoles 3, tarde. Releo algunas páginas. Rebusco en las notas que he ido tomando. Reviso algunas partes enteras y copio todas las citas que he ido subrayando –que, juntas, suman bastantes páginas–. Releo el excelente prólogo de Stephen J. Burns y encuentro allí que la interconexión de voces de la novela tiene un componente ecológico (p. 12, ¡!). De pronto se abre la mente y entiendo este thriller ecológico, como alguien ha definido la novela. Creo que veo algo. Vuelvo a las páginas donde alguien describe la creación de un artefacto imaginario capaz de extraer energíadel lenguaje (pp. 107-108), pienso que ese artefacto existe y se llama El cuaderno perdido.El puzle se arma en la cabeza. Aunque el puzle es más tipo John Ahsbery que tipo Conan Doyle, por supuesto, lleno de piezas faltantes y otras sobrantes. Un puzle que no casa, que no cuadra, y que por eso nos refleja. A la perfección.

Las alusiones científicas (relatividad, principio de incertidumbre) no son casuales. El uso de testimonios parciales (fragmentos de cartas hiper-subjetivas, la colisión de testimonios de primera y de segunda mano, el estilo indirecto para narrar hechos que por científicos debieran ser objetivos) y la ausencia de voces autorizadas, así como de autoridad narrativa en la novela, no son casuales. La discusión sobre la inconmensurabilidad del lenguaje no es casual. Con esto no quiero decir que Dara pretenda hacer una justificación tan burda como mi novela es incompleta y en parte incomprensible porque el mundo también lo es, sino, más bien, todo lo contrario, porque tal aserto implicaría haber atisbado y entendido –globalmente- el mundo: hay en El cuaderno perdido una metafísica, o una cosmovisión, si prefieren, de lo incompleto o de lo humano incompletoque parece iluminar la visión del mundo de todos los personajes y, al mismo tiempo, rige la estética de la novela. Nunca como en esta novela ha sido tan cierto aquello que decía Eagleton de la literaturacomo “acontecimiento, en el sentido de que su completud está en movimiento perpetuo, pues solo se hace realidad en el acto de leer”[2].  Desde este punto de vista, El cuaderno perdido puede referirse, no lo sé, no tengo ni idea, podríareferirse a la falta existencial de cuaderno de bitácora, a la ausencia de un manual de instrucciones para entender la vida y para entendernos a nosotros mismos. La pérdida del lenguaje final ante la inminencia de la tragedia es una metáfora de la desaparición de lo humano ante el terror, anunciando el regreso a la pura animalidad, representada en el deseo de supervivencia. Creo. Qué sé yo. Qué más da. Lo mejor es que la lean, con la absoluta conciencia de que recorren, entendiéndola o no, lo cual es lo de menos, una novela grande como pocas, narrativa en estado puro con escasísimos parangones. Déjense atrapar por la selva del lenguaje y el diagrama de flujo de la literatura. Y disfruten.






[Relación con autor y editorial: ninguna]



[1]La casa de Bernarda Alba, claro, pero sin virginidad.
[2]Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 245.

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