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Channel: Vicente Luis Mora. Diario de Lecturas
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El lectoespectador

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Se acaba de publicar, tanto en papel como en versión digital, mi ensayo El lectoespectador (Seix Barral). Os transcribo el índice, para que tengáis una visión general de los temas desarrollados en el mismo:
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Índice

Prefacio

Nota de lectura

Re/iniciando

Pangea. Morfología de una realidad más amplia

La percepción fractal

Google

Literatura textovisual en Pangea: nuevas tecnologías narrativas:

La poética pangeica

De la écfrasis a la interface

La piel y la interface

El cambio de paradigma: de la letra a la imagen

Explicación con ejemplos

Problemas textuales: la ansiedad de la fluencia

Casas de hojas

Narradores automáticos

La desaparición del narrador omnisciente

La novela por venir

Literatura pangeica y continuidad

Internexto

La Pantpágina

Nuevo conceptualismo

Un ejemplo concreto de conexión conceptualista

La literatura pangeica como especies de espacios

Google (de nuevo)

El microespacio o la hipertrofia de la mirada: la metafísica del píxel

Los lugares de la obra: las narraciones cross-media

Conclusión

Diez apotegmas sobre televisión y glosas reflexivas

El ciberespacio como inconsciente colectivo

WWWeltanschauung. La crítica literaria y su ajuste en nube

MetaTwitter

Inmaterialidad y mercado. La gestión cultural de lo invisible

Góngora asistido

Notas para un poemario con imágenes

Despedida y cierre



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De un tiempo a esta parte me he dado cuenta de que me siento algo saturado. Creo que mi falta de respuesta a algunos libros que en otras circunstancias hubieran sido reseñados (
El rey pálido, Libertad, etc.) se debe a que siento cierto cansancio en lo tocante a lecturas "obligadas". Durante unos meses voy a dejar la crítica literaria de actualidad, centrándome en lecturas realizadas por puro gusto, sin necesidad de opinar sobre ellas. Haré algunas recomendaciones puntuales, sin honduras analíticas, y aún tengo que subir la lectura de una reciente edición de Gargantúa y Pantagruel, pendiente de publicación en otro lugar. Cuando vuelva, lo haré con las pilas cargadas y con voluntad de seguir compartiendo lecturas, como hasta ahora. Hasta entonces, El lectoespectador es mi aportación crítica a la conversación. Ojalá os guste.

Tamaños que importan

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Como ya comenté, esta va a ser la última crítica durante un tiempo. Una versión más corta y sin notas apareció hace un par de semanas en el suplemento cultural de La Voz de Asturias.



François Rabelais, Gargantúa y Pantagruel; Acantilado, Barcelona, 2011. Prefacio de Guy Demerson, traducción del francés y notas de presentación de Gabriel Hormaechea. 1520 págs.

Según Julián Bravo Vega[1], el primer traductor de la obra de Rabelais en España fue Eduardo Barriobero Herrán (Gargantúa;López del Arco, Imp. Felipe Marqués Madrid), en el año de 1905. Teniendo en cuenta que la primera aparición de Gargantúa en Francia tuvo lugar en 1535, la magna obra del genio galo llegó a España con un ligero retraso de 370 años, lo que dice bastante, creo, de las peculiaridades, limitaciones y tristuras de la “modernidad” española (si es que alguna vez la hubo). Después de las versiones de Barriobero, pirateadas incluso por alguna editorial, hubo un lógico silencio rabelesiano durante la dictadura franquista, paliado por las ediciones argentinas, como ha expuesto Silvia Zenarruza. Más tarde proliferaron las versiones y se normalizó la recepción de Rabelais en España, en un iter compuesto de numerosas ediciones, entre las que destaca esta espléndida versión de Gabriel Hormaechea, que Acantilado completa con un excelente prólogo de Guy Demerson. Además de su traducción exquisita, Hormaechea elabora una pequeña y esclarecedora introducción antes de cada capítulo, sin la cual sería ya imposible, por el largo tiempo pasado, entender muchas de las locaciones, vocaciones y provocaciones que Rabelais asume con su obra.

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Es difícil referirse a un texto sobre el que tanto se ha escrito, aunque me da la impresión de que, con las debidas excepciones (Juan Goytisolo en particular), el legado rabelesiano no tuvo en España el debido calado y la resonancia narrativa que pudiera haber alcanzado. Gargantúa y los cuatro libros de Pantagruel presentan un atrevido fresco de una larga época de la historia de Francia (1535-1565), pero también de un lapso convulso e importante en la historia de Europa; un momento tenso, conciliar, donde se iban a decidir varios movimientos del espíritu y de la cartografía del continente. Rabelais, médico, políglota, humanista y científico, comprendió la importancia del período histórico y supo simbolizar y recoger en estos cinco libros muchos de sus entresijos y criticar en marcha alguno de los procesos políticos, religiosos y hasta estéticos que se iban produciendo. Ningún detalle del pasado ni del presente fue ajeno a un libro proteico y aglutinador donde, junto a una espléndida tormenta de todos los registros del idioma francés, caminan miles de referencias grecolatinas soldadas a infinitos episodios fantásticos, bromas procaces, apologías de la comida y la bebida, retratos cruentos de gobernantes de la época (españoles entre ellos), críticas a la rapacidad de los abogados y a la ociosidad de los monjes, discusiones serias y jocosas, revisiones de temas eternos, poemas y calambures, juegos visuales, descripciones sin verecundia y alusiones sin piedad. Esta mezcla de géneros, temas y tonos era posible, entre otras cosas, porque “los libros protagonizados por Gargantúa y Pantagruel fueron escritos en un momento en que la novela europea estaba naciendo, todavía alejada de cualquier norma; desbordan de posibilidades que la futura historia de la novela llevará adelante o dejará de lado, pero que permanecen, todas ellas, con nosotros como inspiraciones: paseos en lo improbable, provocaciones intelectuales, libertad de la forma”, como escribiese Milan Kundera en El telón[2].

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Dos aspectos son reseñables en esta portentosa obra, que se hace breve a pesar de las 1520 páginas de lectura: la actualidad de la crítica social y la imaginación visionaria de Rabelais. Aunque algunos de los temas, como aclara Hormaechea, son revisiones de asuntos clásicos (algo, por lo demás, en sintonía con la estética imperante de la época de considerar la imitación clásica como prueba del talento), la mano del autor se escapa de la preceptiva y acaba brindando momentos inigualables, como la alucinante imagen de la isla con caminos vivos como animales (p. 1389), la meada del gigante Pantagruel desde las campanas de Notre Dame, que causa miles de muertes por ahogamiento, o el viaje de Alcofribas dentro de la boca del gigante Pantagruel: “yo andaba allí como uno hace en Santa Sofía, en Constantinopla, y vi grandes roquedales como los montes Carpantos (creo que eran sus dientes), y grandes prados, grandes bosques, enormes y robustas ciudades, no menos grandes que Lyon o Poitiers” (p. 560). La constante apelación de los distintos narradores (en otros libros es el propio Rabelais quien sostiene la voz elocutoria) a la “veracidad” de la historia contada, sobre todo en los episodios más desmesurados, nos sitúa ante una de las primeras manifestaciones de narrador infiel, cuyo descaro es uno de los muchos atractivos de la obra.

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Respecto a la crítica social, me parece muy pertinente la aclaración de Demerson en su prefacio respecto a la presunta condición “antirreligiosa” de la obra de Rabelais. Sus constantes rapapolvos a los monjes rijosos y vacantes, e incluso a las jerarquías eclesiásticas en momentos puntuales, se han sacado en ocasiones de contexto o se han magnificado. Ni siquiera es preciso salir del libro para atisbar que lo que Rabelais critica es la práctica distorsionada o negligente de la religión católica; de hecho, arremete en varias ocasiones contra el calvinismo, sobre todo en el libro III. En puridad, Rabelais defiende una práctica de la joie de vivre que no sea incompatible con un hondo y verdadero sentimiento religioso: basta leer la misiva que Gargantúa envía a Pantagruel en el libro II, para comprender hasta qué punto un sentimiento pío sostiene siempre la moral de los personajes. Lucien Febvre terminaba su vasto estudio Le problème de l’incroyance au XVIe siècle (1947) diciendo que en Rabelais y otros escritores de su época predomina una “fe profunda”, si bien compatible con el espíritu racional, muy semejante a la fe de un Descartes, por ejemplo. Las tensiones de la Reforma religiosa y la presencia del legado erasmista son claves en esta obra, que también muestra otro tipo de preocupaciones o de ocupaciones sociales de Rabelais, sobre todo en cuanto a la unión de todo tipo de registros culturales, desde los elevados de la corte, la universidad y el alto clero hasta los más rurales, zafios y vulgares. En este orden de cosas, Bajtín y Michelet han destacado cómo Rabelais recoge el habla popular y expresiva de los refranes, dichos y jergas y lo convierte en parte medular de la alta cultura literaria[3], como había hecho Chaucer en Inglaterra y luego hará Lope de Vega en España. Yendo aún más allá, autores como Jean Paris y Michel Jeanneret han señalado que en algunos textos sobre el lenguaje, como el fabuloso episodio de las palabras congeladas del libro IV, Rabelais llega a anticipar “las teorías lingüísticas estructurales sobre la esencial ambigüedad y polivalencia de todas las afirmaciones verbales; que su ambiguo, paradójico y discontinuo texto era un resultado directo de la contingencia del lenguaje, y que su prólogo (…) propone una nueva concepción del hecho de leer, en el que el lector es responsable de la interpretación que elige imponear al texto, cuya verdadera intención nunca será conocida” (Elizabeth Chesney Zegura, The Rabelais Encyclopedia; Greenwood Press, London, 2004, pp. 44-45, traducciónmía).

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Gargantúa y Pantagruel es un conjunto que debe leerse regido por su misma ética epicúrea: por la alegría de vivir y la vindicación del goce que Rabelais defiende como principio máximo. Por ese motivo animo al lector con escaso tiempo libre a saltarse sin ningún pudor el Libro III, muy plano y por momentos tedioso, y pasar directamente al impar Libro Cuarto en el que Pantagruel se echa a los mares para continuar sus aventuras y su descubrimiento del mundo. Disfruten sin ningún rebozo ni embarazo de esta obra áurea y de sus innumerables maravillas, que siguen y seguirán superando la prueba del tiempo.

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[Relaciones con autor y editorial: ninguna]



[1] Julián Tomás Bravo Vega, “Eduardo Barriobero, primer traductor español de Rabelais”, en Ignacio Iñarrea Las Heras y María Jesús Salinero Cascante (coor.),El texto como encrucijada: estudios franceses y francófonos;Vol. 2, 2003, ISBN 84-95301-86-5 [págs. 513-524], p. 515.

[2]Milan Kundera, El telón. Ensayo en siete partes; Tusquets, Barcelona, 2005, p. 71-99.

[3] Cf. Mijail Bajtín, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. En el contexto de François Rabelais; Alianza, Buenos Aires, 2003, pp. 8ss.

De la videovigilancia literaria al videocontrol de Black Mirror

Anatomy of criticism

Dopplegänger

Lech Majewski

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Roe's Room (1998), de Lech Majewski, es sólo hasta cierto punto una película. También es plástica, o cuadro, tangencialmente. En realidad se presenta como una búsqueda a medio camino entre lo cinematográfico, lo plástico, lo musical y lo escenográfico. Las únicas palabras son las cantadas. No hay diálogos. La palabra es la gran ausente en un esfuerzo plástico volcado por completo en la capacidad de resonancia y expresión de la imagen. Es la de Majewski imagen en sentido puro, precisamente porque persigue la visualidad menos pura imaginable: una imagen barroca, contaminada, imposible, onírica, sobrecargada, sobrerrepresentada. Sólo la música recuerda a lo temporal -disculpen la aparición a trasmano de Lessing- en un arte preocupado por lo espacial, por la imagen esculpida, tarkovskiana, orientada a una inmanencia en sí misma, a una perduración. Telas de Zurbarán, gestos de David, enfoques de primitivos flamencos, miradas de Rembrandt. Majewski es pintor de formación, formado en la Academia de Varsovia, y también de devoción. En la habitación de Roe irrumpen a un tiempo la naturaleza telúrica y el manierismo de la Historia del Arte. No hay perdón para una contradicción así; tampoco disculpa para mantenerse al margen. Estéticamente es un divino fracaso, en el sentido de Cansinos-Asséns, y por tanto algo digno de verse, como el momento en que un gigante cae de rodillas.

Un par de cosas

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Cordobeses, mañana estaré en la Facultad de Filosofía y Letras, en una mesa redonda con Marisol Oviaño, de www.proscritos.com, donde hablaremos de literatura en red, movimientos cívicos, activismo en redes sociales y todo lo demás que vosotros queráis. A las 12 de la mañana, nos vemos allí si podéis ir.

Por otro lado, Jesús Ortega me ha incluido en su interesante "Proyecto escritorio". Razón aquí:

http://proyectoescritoriojesusortega.blogspot.com.es/2012/05/vicente-luis-mora.html

Loros, logos y coros. Objetividad narrativa en La Saga / Fuga de J.B.

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Loros, logos y coros. Objetividad narrativa en La Saga / Fuga de J.B.


Previa: objetividad y narración

Decía José-Carlos Mainer en su ensayo La escritura desatada que “no hay palabras que den la objetividad absoluta a una representación” (2000:168). Siendo esto exacto con carácter general, también es cierto que hay maneras narrativas que se aproximan mucho a una presentación distanciada de los hechos en una narración o, si se quiere, a una presentación con la menor dosis de subjetividad posible. En estos casos no es que la objetividad sea absoluta, pero desde luego la subjetividad es mínima. Son varias las posibilidades de aumentar esa objetividad en la narrativa; una de las más conocidas es la focalización externa, “una técnica muy vinculada al modo cinematográfico, asumiendo la literatura del cine esa capacidad de representación pura, objetivista, donde se niega la introspección y la evaluación subjetiva, en una forma próxima también al relato periodístico de noticias” (Vallés 2008:215). Otras, más habituales, serían la heterodiegesis genettiana, las narrativas de ojo de cámara y las técnicas dialogadas descritas por Stanzel (Fludernik 2009:96) la utilización de la tercera persona en la elocución (Provencio 1993:122), así como el narrador ausenteo impersonal (R. de la Flor y Pujals 1995:11; Vallés 2008:225) y en general cualquier modo narrativo que espante al narrador omnisciente (limitado o no) y/o autodiegético de la narración.

Hay otras tres formas de objetivación menos utilizadas pero que, curiosamente, sustentan buena parte de los propósitos narrativos de Gonzalo Torrente Ballester en La saga / fuga de J. B. (1972), novela considerada como una de las cimas técnicas de la narrativa española de finales del siglo XX, por su complejidad y variedad de recursos estilísticos. Estas tres formas de objetivación serían la cosificación, la incomunicabilidad y la animalización. Luego volveremos sobre ellas, examinando sus distintas apariciones en el texto, pero deberíamos enfatizar antes hasta qué punto la novelística de Torrente Ballester tiene, de forma característica, el virtuosismo técnico y la variedad de recursos expresivos como grandes señas de identidad. Ángel Loureiro ha explicado que si bien la terminología narratológica propuesta por Gerard Genette tiene gran interés para examinar esta novela del autor gallego, sus límites teóricos quedan desbordados, entre otras razones porque las voces narrativas “no presentan menos heterogeneidad” que las narraciones intercaladas; de hecho, amén de los personajes heterodiegéticos y homodiegéticos (Bastida como principal, como autodiegético en buena parte de la obra), además hay que contar “desde anónimos autores de códigos medievales hasta un loro” (Loureiro 1990:75); amén de voces seudónimas, metamórficas y de “narradores complementarios” (Gil González 2003:64). El tejido de voces, perspectivas y polifonía de la novela tiene pocos parangones no sólo en la literatura de la época, sino también en la posterior y anterior. El lector asiste maravillado a una amplia e imaginativa panoplia de recursos narrativos que hacen que la larga novela parezca mucho más breve de lo que realmente es, convirtiéndose en un prodigio de maestría narrativa. Como se ha dicho, para resumir la importancia de esta novela dentro de la obra de su autor y de la novelística española de finales del XX, La saga/fuga de J.B. en cualquier caso, supone la decantación de ese Torrente mayor, en la plenitud de sus facultades creativas, en la que se concitarán las características más propias de esa época central y de madurez de su narrativa: el humor, el torrenteverbal, el dominio técnico y expresivo y la complejidad estructural, la subversión del realismo por lo maravilloso, la parodia, la sátira, el experimentalismo, la problematización de la identidad, el mito, el erotismo, el tratamiento de la historia, la religión, el arte o la propia literatura” (Gil González y Becerra 2010). Pasamos por tanto a examinar los tres procedimientos de objetivación más destacables en la novela de Torrente Ballester.



1) La cosificación. Hablar con labios inmóviles

El caso era encontrar una clave que me permitiera entender cualquiera de los sistemas e identificar a aquellos sujetos
G. Torrente Ballester, La saga / fuga de J. B.

El primer procedimiento sería la objetivación narrativa porcosificación, dejando la voz narrativa a las cosas, como cuando se dice: “en las estrellas se guarda la clave de los secretos y están cifrados los destinos” (Torrente 1998: 462, en adelante citaremos por esta edición), reconociendo la posibilidad de una escrituray de una lectura no humanas. Es obvio que esta licencia de Torrente Ballester está relacionada con su voluntad de huir de un realismo chato y alicorto, que ya le hacía reflexionar en Los cuadernos de un vate vago que diluir una ciudad en la niebla “sería demasiada coña, una cosa así, en una novela realista” (1982:82); más tarde no sólo disolverá la urbe, sino que se atreverá a hacer volar a Castroforte, llegado el caso. Para Torrente la libertad narrativa es un desiderátum, pero paradójicamente puede conjugarse ese libertinaje narrativo con la existencia de textos prescritos y pre-escritos, aquellos que desde su dictum estático arrojan mensajes a las siguientes generaciones.  Esta técnica es especialmente visible en el capítulo II de La saga / fuga, sobre todo dentro del largo apartado “¡Guárdate de los Idus de marzo!”. En este capítulo los relieves de los coros y de los capiteles de los templos de Castroforte, los remates de las gárgolas, los parteluces de la Capilla de Santiago, ofrecen con su imaginería pétrea historias y narraciones congeladas que son descifrados gracias a la hermenéutica de Perfecto Reboiras o de José Bastida. Según el primero, “el arquitecto y escultor (…) que había o habían edificado la Colegiata y dejado en ella todo un libro de signos, símbolos y alegorías para que las leyera quien pudiera o supiese, dejaron o dejó convenientemente profetizado el episodio” (p. 388). Relieves de pájaros y peces (es frecuente en la novela la visión de los pájaros como mensajeros o Hermes alados) son interpretados para resolver el episodio de los estorninos y las lampreas, sobre el que luego volveremos. En otro coro pétreo, una escena esculpida aparentemente baladí y decorativa resulta ser “una representación de los siete planetas conjuntados” que alienta una nueva interpretación de los gestos que debe ejecutar el próximo J.B. (p. 389). Bastida, por su parte, no cesa de encontrar retratos de coetáneos en los rostros de los relieves de la Colegiata (p. 385-86), a veces en actitudes deshonrosas que explican o simbolizan sus actos presentes, aunque las esculturas resulten ser muy antiguas. Pero en el capítulo I ya habíamos tenido antecedentes del mismo comportamiento: don Perfecto Reboiras se dedica a la Mántica (“o adivinación por señales”, p. 210), y, en consecuencia, declara sin rubor: “yo he aprendido a leer los signos del Universo y los jeroglíficos de las catedrales, que me convencen de que la palabra existe. Más aún, de su necesidad urgente” (p. 207). El resultado es que se dedica a intentar escudriñar las señales que anuncian la llegada del nuevo J.B. en los lugares más insospechados, un comportamiento similar al de otros personajes exégetas, que operan por diversas vías. Los personajes de La saga / fuga, por tanto, observan las figuras de los edificios y extraen lección de ellas, les añaden sentido, las convierten en símbolos, leyendo y descifrando significados en una hermenéutica socio-histórica del relato detenido en piedra. Escribe Gadamer, pensando sobre cómo leer un edificio, que “la lectura me parece, de hecho, un prototipo de la exigencia que se le hace a cualquier contemplación de obras de arte, precisamente también de obras de artes plásticas (…) interpretar no es otra cosa que leer” (1998:144). Torrente y sus personajes no cesan de leer para entender y descifrar el mundo; en otros momentos de la novela, elementos inanimados como un cañonazo (p. 120), la distribución de los lunares en el cuerpo de Lilaila Souto (cuya interpretación planetaria es discutida por los protagonistas en la página 404), o el color de la niebla (p. 214) también pueden hacer las veces de símbolos o presagios y son definidos como tales[1].

En este sentido, La saga / fuga de J. B. puede entenderse como una novela hermenéutica, que tiene al hecho mismo de la exégesis como uno de sus leitmotiv. Uno de los momentos en que esto resulta más claro es cuando Torrente Ballester reproduce los delirantes intentos paracientíficos de explicar “racionalmente” los vericuetos insondables del ser humano e interpretarlos; varias veces se oponen razón y vida y la ciencia a la magia como modelos explicadores: así sucede en el hilarante “esquema de componentes de la personalidad humana” descrito en las páginas 126 y siguientes, o en el episodio de la resurrección de la carne, cuando el canónigo Balseyro consigue despertar los pudendos restos del capitán Barallobre (p. 530). Los códigos hermenéuticos de anclaje esotérico quedan al descubierto mediante la navaja de Ockham empuñada por Torrente, que siempre prefiere la explicación más simple, mientras que sus personajes se inclinan, jocosa  e indefectiblemente, por la más abstrusa y complicada.


2) Incomunicabilidad: logias y logos

El segundo procedimiento de objetivación sería la persecución de un idioma incomunicable, aquel cuyo sentido es deliberadamente apartado del giro o tráfico normal de la inteligibilidad común[2]. En la novela la idea de un lenguaje sólo para iniciados parece ya como consustancial a la Logia jotabesca, aquella consagrada al descubrimiento de quién será el próximo J. B., ya que la tía Celinda tenía el “convencimiento de que la Logia necesitaba un lenguaje propio (me recuerda esta manía o esta preocupación suya la de don Prudencio Pedrosa, que, en el Lazareto, se entretenía en la invención de un idioma para uso de los reclusos; un idioma que nos permitiera comunicarnos delante de los guardianes sin que ellos los entendiesen” (p. 106). Mucho más adelante, José Bastida comunica a Barallobre que estuvo a punto de ser ajusticiado a causa de escribir en el 36 un poema al Frente Popular. “Después, cuando me metieron en la cárcel, el dichoso soneto para cualquier ocasión fue decisivo como cargo (…) En la cárcel, a pesar de lo mal que estaba, podíamos contemplar unos preciosos atardeceres, y usted debe saber lo que ayuda a pensar un buen conjunto de nubes y colores. Decidí que, en lo sucesivo, escribiría mis versos en un alfabeto con clave, pero lo pensé mejor y, como tenía mucho tiempo libre, inventé un idioma.” “¿Y no le da pena que su poesía no la pueda leer nadie?” “Eso es precisamente lo que busco” (p. 391). Gil González y Becerra han visto en esta lengua inventada un “recuerdo del trampitánde Juan de la Coba” (2010), el poeta gallego cuya búsqueda de la palabra justa en un idioma sin sentido(similar al del poema “Jabberwocky” de Lewis Carroll), ha sido recordada por autores como Eduardo Berti, Carlos Casares o José María Merino en sus Leyendas españolas de todos los tiempos (2000).

José Bastida tiene numerosas funciones en la novela; es uno de los personajes centrales, pero además es el narrador de buena parte de la misma. Su función es la de narrador homodiegético, pero también es la de intérprete y descifrador de claves. Incluso desempeña alimenticiamente durante cierto tiempo el trabajo de médium, como transmisor falsario de mensajes entre los vivos y los muertos (pp. 42-44), que es otra forma de intermediación idiomática. No tiene desperdicio a este respecto ver la desopilante “paráfrasis relativamente aproximada al texto original” que Bastida en las páginas 242 y 243 hace de uno de sus propios poemas, alternando en el lado izquierdo el poema en su lenguaje incomprensible y en el derecho su “traducción” al castellano, bastante improbable y contradictoria en sí misma.

El procedimiento recuerda un poco al utilizado por Witold Gombrowicz en Ferdydurke:


Y después de meditar un largo rato logré traducir a un idioma comprensible el contenido de la siguiente estrofa:
EL VERSO
Los horizontes estallan como botellas
la mancha verde crece hacia el cielo
me traslado de nuevo a la sombra de los pinos
y desde allá
tomo el último trago insaciable
de mi primavera cotidiana.

MI TRADUCCION

Los muslos, los muslos, los muslos,
Los muslos, los muslos, los muslos, los muslos,
El muslo.
Los muslos, los muslos, los muslos. (2001:187)


Si hay aquí una más de las numerosas andanadas que Torrente lanza contra los poetas a lo largo de la novela, es difícil de saber, pero también fácil de imaginar. Lo importante es que la incomunicabilidad, la existencia de lenguajes propios e incomprensibles, surge en La saga / fuga de J. B. como medio constante de añadir algo objetivo, inverificable, inaccesible a la apropiación del yo ajeno, que introduce un elemento de distancia no transferible cuando al autor le parece necesario.


3) Animalización: logos y loros
Los loros eran verdes
José Viñals

El tercer procedimiento para buscar la objetividad, y uno de los más repetidos en la novela de Torrente, sería la animalización elocutiva o elocutoria. La animalización elocutiva (no confundir con la habitual animalización de personajes o cosas en obras literarias mediante metamorfosis), consiste en ceder la voz narrativa o parte de ella a un animal, que cuenta la historia. Con larga tradición histórica, en su mayor parte centrada en las fábulas de la Antigüedad, la animalización puede ser un recurso muy válido y en nuestro tiempo puede ser relacionado con la experimentación literaria, como ha visto Cristina Rivera Garza: “resulta así claro que el hipopótamo de Pizarnik no sólo es cuestión de tópico humorístico y transgresor, sino también, y acaso sobre todo, cuestión de forma. Materia de exploración formal. Un método” (Rivera Garza 2008:184). Dentro de La saga / fuga de J. B. tiene especial importancia el uso animalizado de los loros, que dejamos para después, pero hay otra larga serie de animales que se comportan del modo preciso para generar algún tipo de mensaje o simbolismo. Por ejemplo, los estorninos que entran en masa en el pueblo y luego combaten con las lampreas, dejando estupefactos a los habitantes (p. 381). En este caso el diario local hace un llamamiento para que “los doctos respondan” (p. 384), aclarando las posibles causas del hecho. Otro ejemplo vendría casi al término de la novela, en el episodio marino, cuando la aparición del féretro con el Cuerpo Santo genera una especie de milagro; su emersión hace salir a la superficie toda clase de peces, crustáceos y celentéreos que “entre todos, disciplinados y seguros, iban formando una vistosa alfombra, ornamentada de ramajes laterales, en la que se representaban muy a lo vivo y con verdadero arte las principales escenas de la Vida y la Muerte de Santa Lilaila de Éfeso, doncella especialmente vinculada a la mar” (p. 667). A esta “verbena” se suma además la “procesión de ahogados que pedían perdón con sus labios inmóviles” (ibídem) y los gatos que acuden al espiritista (p. 477).

Respecto a los loros, no ha sido Torrente el único en utilizarlos como “instrumento extraordinario” (p. 197) de investigación: en su novela The Broom of the System (1987), el narrador estadounidense David Foster Wallace también incluía lo que Juan Francisco Ferré ha llamado “una cacatúa logomáquica” (2008:32); también está el loro disecado de Flaubert del que habla Julian Barnes en El loro de Flaubert (1984) y Daniel Kehlmann, muy recientemente, ha escrito: “aquel pájaro enjaulado, en casa de su abuela (…) sabía decir claramente varias palabras. En el fondo, en los setenta y dos años siguientes, nada la ha fascinado tanto como aquel animal parlante” (2009:69). En el caso de Torrente, se ha apuntado que su utilización puede estar relacionada con el folclor pontevedrés, donde ya aparecen loros memoriosos con síndrome de Funes (Gil González 2001:214).

La primera mención a los loros de La saga / fuga de J. B. está en el capítulo I, en la presentación de don Perfecto Reboiras. Ahí se dice que se tienen noticias del loro desde la fundación de la botica en 1849, y se añade: “sobre la ancianidad del loro corrían varias leyendas. El loro, a veces (…) dejaba escapar frases en gallego medieval, frases guerreras de aliento, órdenes de ataque y de defensa; otras veces se dirigía a personas desconocidas u olvidadas: las llamaba por su nombre y les preguntaba por su salud y por su fortuna. Se decía que la inmensa memoria del loro de Reboiras había almacenado los recuerdos de la ciudad desde su fundación” (p. 57). En el mismo lugar se habla de otro loro, perteneciente a Clotilde Barallobre, “que hablaba en latín y al que llamaba su dueña Obispo y don Jerónimo indistintamente”, aunque “no era más que copia sin valor, verdadero pastiche del de Reboiras” (ibídem). Más adelante se hace referencia a un tercer psitácido, el de don Acisclo, que tuvo una confrontación abierta con el de don Perfecto de la que salió malparado. Según cuenta la historia, don Perfecto desafió a don Acisclo a un debate entre sus loros, ya que pensaba que el de don Acisclo “debía ser un loro oligofrénico y zampatortas, porque aguantaba al preste” (p. 305), frente a la memoria precisa y la vetusta longevidad del suyo. Don Acisclo dio muchas vueltas a la derrota de su loro: “ducho en toda hermenéutica, intentaba averiguar su sentido, bien aisladamente, bien en conexión con otros hechos aparentemente insignificantes” (ibídem), y más tarde “extrapolaba, y volvía a interpolar” (p. 310) los mensajes en latín de su loro. También son exegéticos los fines de don Perfecto con su ave: “él estaba buscando la palabra clave que le hiciese recordar [al loro] los hechos pasados en una serie ordenada, al mismo tiempo cronológica y temática (…) y que por ese procedimiento lograría averiguar la verdadera historia de la ciudad y, asimismo, lo concerniente a los Jota Be” (pp. 305-306). El loro como voz en off, el loro como oráculo (como loráculo), como emisario objetivo, animalizado, de fines y destinos anteriores y en cierta manera superiores a los hombres. El loro como don, o “superdon”, superdotado, ya que el loro de don Perfecto avisa a éste de la llegada de clientes, insulta a las putas, aclara filiaciones (p. 192) o canta himnos inconvenientes; sin embargo, la importancia simbólica del loro no reside tanto en su don de lenguas como en un hecho fundamental para los conspiradores de la Tabla Redonda: el ave psitácida atesora en su memoria oral el discurso que don Emilio Salgueiro, último Rey Artús “había inútilmente intentado pronunciar ante el tribunal que iba a condenarlo”, y que sólo repite cuando don Perfecto pone en el gramófono la Marcha Turca de Mozart (pp. 58-59), o cuando los milites la tocan para variar el repertorio. En varios lugares, por tanto, se apela a que su longevidad puede ser de 500 años (p. 244) y que ha sido testigo y recipiendario de toda la historia de Castroforte, y en consecuencia el único capaz de reconstruirla, de darle sentido. Don Acisclo intenta cruzar su loro con el de Clotilde, pero no con fines de perpetuar la especie, sino para cruzar datos, para obtener de sus parlamentos conjuntos claves para la interpretación de los hechos históricos y de las señales para desentrañar quién será el próximo J.B.


Conclusión

Cosificar, incomunicar, animalizar: en cualquiera de estos casos, Torrente Ballester propone el conflicto entre un mensaje y sus diversas interpretaciones como eje de la narración. En el caso de los coros congelados en piedra, se impone el deber de descifrar la leyenda oculta en sus “relieves proféticos” (p. 523); en el supuesto de la incomunicable lengua poética de Bastida, queda patente la inclinación de ocultar el mensaje mediante la corrupción de los signos, una especie de hermenéutica inversa en que la dirección interpretativa va desde el sentido al sinsentido. Por último, los loros representan la voz atávica y secular de la historia oral, el mensaje conservado durante siglos, de padres a hijos, tan inherente a la cultura rural gallega, cuyas tradiciones y transmisiones conoce a la perfección el autor de La saga / fuga de J. B.Un legado oral que la novela de Torrente Ballester viene a ajusticiar en cierta manera, entregándola a la modernidad, puesto que la tradición ancestral no requiere de exégesisni descifrado: “la interpretación mata al mito, o al menos revela su muerte; ningún miembro de una sociedad oral hubiera tenido la idea de interpretar sus relatos” (Pardo 2006:47). En esa tensión entre mensaje y silencio, entre modernidad y pasado, entre mito y logos, transita la valiosa y diversa objetividad narrativa de La saga / fuga de J. B. y el importante legado novelístico de Gonzalo Torrente Ballester.



Bibliografía
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[1] No es La saga / fuga la única obra de Torrente donde la interpretación tiene importancia en el desarrollo de la trama; en Filomeno a mi pesar (1988), la reseña de un crítico literario sobre el único poemario publicado (bajo seudónimo) por el protagonista, sugiriendo la tensión homosexual del autor, desconcierta por completo a Filomeno, quien se obliga a un profundo examen de conciencia para ver si el crítico pudiese tener razón y pudiese él no conocerse a sí mismo tan bien como pensaba.
[2]Algo con su tradición literaria: “James Joyce dio un paso más, creando palabras completamente nuevas, completamente suyas; y Francesco Paolo Michetti, aunque no comprendamos el motivo que le indujo a sentir esa necesidad, dio un paso más aún, creándose una lengua suya que únicamente él comprendía, y que, después de él, nadie comprende ya”, narra Alberto Savinio (2010:262). “Mirko Floo, al que expulsaron de su cátedra universitaria en una ciudad alemana cuando se puso a dar las clases en una lengua de su invención” (Aguado, 2010: 200).

La línea ballardiana y otras hierbas

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La línea ballardiana

Sergi de Diego Mas, E-mails para Roland Emmerich; Honolulu Books, Barcelona, 2012
Rubén Martín, Radiografía del temblor; Renacimiento, Sevilla, 2007.
Raúl Quinto, Ruido blanco; La bella Varsovia, Córdoba, 2012

Hay ruido
demasiado ruido
Javier Moreno, Cadenas de búsqueda

Pero donde hay asombro, hay esperanza.
Rubén Martín, Radiografía del temblor

¿No es este el tiempo de la razón ardiente?
Guillaume Apollinaire

Aunque muchos somos los ballardianos, es extraño ver huellas del visionario inglés en textos actuales, aunque sí parecen rastreables en los casos de Rubén Martín (Granada, 1980), Luis Gámez (Córdoba, 1981), Raúl Quinto (Cartagena, 1978) y Sergi de Diego Mas (Barcelona, 1975), que como puede comprobarse tienen una edad muy similar. Aunque todos ellos tienen presente al autor británico en sus trabajos, es Sergi de Diego Mas quien lleva a cabo en su poemario E-mails para Roland Emmerich (2012) un homenaje en toda regla. Numerosas influencias son rastreables en este primer poemario (de David Foster Wallace a David Lynch, de las letras de Sonic Youth al cine de Tarkovski), pero la ballardiana destaca sobre todas: si Ballard habla de “ese elaborado holograma llamado realidad”[1], S. de Diego Mas completa diciendo que “la única realidad es que ya todo es ficticio” (ERE, p. 69), y cita también hologramas, como luego veremos. Simulacro referencial, sexo degradado, residuos de la era tecnológica y poesía devastada se encuentran remezclados en un primer libro prometedor y diferente.


Rubén Martín, en Radiografía del temblor (2007) y Raúl Quinto en Ruido blanco (2012) llevan a cabo lo que podría entenderse como un diálogo directo, que por la línea ballardiana encuentra un tercer interlocutor en de Diego Mas. Entre los tres poemarios se ven algunos puntos de contacto: la desconfianza hacia la ciudad como núcleo humano afectivo y acogedor; la denuncia de la videovigilancia y la deshumanización técnica, y la conversión socioeconómica de los seres humanos y sus cuerpos en máquinas productivas: “el alma es un parásito en la maquinaria perfecta del cuerpo” (RQ, Ruido blanco, p. 33); “en el parque hay hologramas en blanco / y negro jugando al baloncesto” (SDM, ERE, p. 23) “somos máquinas que duermen su temor a sí mismas” (RM, Radiografía del temblor, p. 29). Utilizan un ambiente descriptivo donde el tono visionario o la razón ardiente mencionada por Apollinaire se imponen como ejes discursivos. Además se advierte un generalizado uso de la terminología quirúrgica, la imagen de las ondas de radio (“tranmisiones de radio: una señal / emite todas las frecuencias”, RQ, RB, p. 11; “una emisora perdida / retransmite lo que somos / en el limbo de las interferencias”; RM, RT, p. 40), de las estrellas muertas aún visibles (SDM, ERE, p. 58; RQ, RB, p. 43); y de los límites entendidos como cicatrices y las cicatrices como límites. A lo anterior hay que sumar los denominadores comunes del tono apocalíptico, la imagen violenta, la estética televisiva, la omnipresencia de residuos técnicos y de basura, así como la semántica de la radiación nuclear, estilemas todos marcadamente presentes en la obra de Ballard y casi señas de identidad de su narrativa.

Teniendo en cuenta la potencia simbólica de la obra ballardiana, cuya recepción en la literatura en castellano (pienso en Rodrigo Fresán, Javier Fernández[2] o Javier Calvo[3], por ejemplo, además de en los autores citados) aún está por estudiar, entiendo que esta línea ballardiana de la poesía española representa en la lírica, con notable acierto, la parte más negra y desesperanzada de nuestra realidad actual, los excesos de la tecnología y el sistema de consumo y la angustiosa sensación terminaly de fin de época que nos rodea.




Carlo Padial  
Erasmus, orgasmus y otros problemas; Libros del Silencio, Barcelona, 2012

No pude tener acceso a Dinero gratis, el primer libro de Carlo Padial (Barcelona, 1977), pero voces autorizadas me hicieron saber que era un debut notable. En Erasmus, orgasmus y otros problemas, su primera novela, Padial demuestra tener varias dotes infrecuentes: un sentido del humor polifacético y hondo que podría emparentarle con una escogida tradición de estilistas de la mofa (Mihura, Jardiel Poncela); una fina capacidad de análisis social y de observación caracteriológica, e inteligencia para encarnar ideas y ponerlas a chocar unas con otras en situaciones descacharrantes. Padial es algo más que un humorista y el acertado capítulo final del libro, un monólogo balbucido por un desharrapado que abandonó su vida pequeñoburguesa, le sirve para distanciarse de su facilidad para la broma y demostrar que, ante todo, es un escritor culto, dotado y consciente. Su ironía y corrosión no están puestos de forma simple al servicio de una retranca avasalladora (que tiene algunos clímax desopilantes, como la relación entre la orgasmática Karla y el “poeta español contemporáneo”), sino que tiene un trasfondo ético, moral: la descripción del cul de sac de la sociedad europea en general y española en particular, perfectamente simbolizada a través de la inteligente relación que teje Padial entre la idea de Europa y las angustias sexuales de los protagonistas. Europa como trauma sexual: una idea bergmaniana que emparenta a Padial más con el humor exquisito de un Chesterton que con las bromas tipo club de la comedia con que algunos, inexplicablemente, le emparentan. El humor español está alcanzando gracias a nuevas voces como Miguel Noguera o Carlo Padial unas saludables cotas de excelencia y complejidad, capaces de dejarnos desnudos ante la realidad brutal y frustrante en la que nos hemos ido introduciendo sin ser del todo conscientes –o sí–. Padial es el narrador que con más convicción e inteligencia está contando el Despertar del Sueño Europeo en el que hemos vivido hasta ahora. Leánle, disfruten de su agudeza, despierten del ensueño al menos con una sonrisa.






Mario Crespo
Biblioteca Nacional; Eutelequia, Madrid, 2012.

Biblioteca Nacional es un libro atractivo para los amantes de los estudios de campo literario, en la línea de Pierre Bordieu. Es curioso cómo en esta novela Mario Crespo intenta desundergroundear el underground español, tejiendo sagaces relaciones de campo: la introducción de Vila-Matas y Jorge Carrión como personajes de la trama, por ejemplo, o solicitando a Eloy Fernández Porta un texto para contraportada. De esta forma se busca legitimación para que su propia literatura y la de algunos sus amigos llegue al centro del mundo literario en igualdad de condiciones. Este es uno de los aspectos más curiosos de esta novela, centrada en el tema del doble y con un exceso de meta-referencias que a veces lastra, por el juego autoficcional, la resolución literaria. Crespo narra bien, pero quizá sería deseable más ambición compositiva y estilística. A su favor, la creación efectiva de personajes y la ambientación de escenas, que hacen el libro legible y creíble, lo que no es poco teniendo en cuenta que Biblioteca Nacional es una extraña especie de realismo fantástico o con pinceladas de literatura fantástica.




Bruno Galindo
El público; Lengua de Trapo, Madrid, 2011

Meritoria esta novela de Bruno Galindo, donde el autor demuestra que sabe narrar y que posee unas dotes poco comunes para la observación sociológica. La historia es interesante aunque peca de aquello que busca denunciar: la sobreabundancia de elementos “brillantes”, que conforman su novela como un objeto de consumo de lujo. Los guiños posmodernos, el cuidado diseño, la fría y brutal autoconsciencia con que la obra está escrita son piezas de relumbrón que tejen un collar suntuoso junto a hallazgos de lenguaje y de descripción colectiva. Un ajuar esplendente que acaso deslumbra más que cautiva. Dejando de lado esta inquietante contradicción, El público es una novela notable, bien escrita y construida (quizá demasiado construida, hubiera sido deseable que los engranajes de la ficción permaneciesen más invisibles), con caracteres reconocibles pero nunca estereotipados, que será más que útil en el futuro para entender la sociedad de principios del siglo 21. Muy recomendable por su mirada fresca y diferente y por su voltaje discursivo.



Lina Meruane
Las infantas (Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2010)
Sangre en el ojo (Caballo de Troya, Madrid, 2012)

Dos de las narradoras en castellano que más me gustan son chilenas; una es la enorme Diamela Eltit; la otra es una de sus sucesoras naturales, Lina Meruane. He leído con bastante retraso Las infantas (Eterna Cadencia, 2010, publicada en Chile en 1998), que me ha interesado mucho por su hibridez genérica, su visión enfermiza y degradada de la sexualidad y su cuidada escritura en carne viva. Aunque está presentada como un conjunto de cuentos, por el tono común y la presencia repetida de las dos hermanas lúbricas e incestuosas puede ser entendida también como una novela “rota”, sincopada, que resiste una lectura desde las narrativas oposicionales de Ross Chambers, en cuanto re-cuento alternativo de viejas historias y mitos avistados desde una feminidad muy diferente a la tradicional. Algunas de sus partes son soberbias.

Sangre en el ojo es una autoficción dura, con momentos devastadores, donde la presencia de Eltit es más perceptible. Pero a diferencia de la clásica deshumanización que se ha apuntado como característica de Eltit, Meruane rehumaniza el dolor y dota de sentimentalidad al cuadro clínico presentado (una tremenda dolencia ocular), hasta rescribir desde la afectividad una vida entera a través del sufrimiento. Supongo que esta imagen habrá sido usada hasta la saciedad para este libro, pero la ceguera puntual de Meruane le obliga a ver, a verse, de un modo mucho más minucioso y completo, sub aespecie universalis, revisando cuidadosamente su realidad desde todos los ángulos y bajo diversas lentes, percibiendo con todo el cuerpo. Sangre en el ojo es una novela spinoziana, de pulidora no ya de lentes sino de retinas, con una habilidad asombrosa para unir extremos y objetos y sentimientos aparentemente lejanos dentro del mismo relato. He aquí un párrafo magistral donde describe su sensación ante el Palacio de la Moneda, el lugar donde fue abatido Allende: “le dije también que estaba pensando en las esquirlas del golpe, tantas esquirlas carcomiendo el hormigón con su ácido. Y pensé también, pero esto ya no se lo dije, que esos muros lo habían presenciado todo pero estaban ahora vendados por una gruesa capa de hollín que se desprendía, apenas, cada muchos años, durante los terremotos” (p. 77). Esta obra está llena de hallazgos como éste. Es una joya consistente, hecha de sangre y vísceras como un ojo, pero que como un ojo nos ayuda a mirar. 


[Relación del crítico con todos los autores reseñados: ninguna o mera correspondencia sobre sus libros. Relación con las editoriales: ninguna]


[1]J. G. Ballard, Fiebre de guerra; Berenice, Córdoba, 2008, p. 151.
[2]Javier Fernández (Córdoba, 1972), no sólo muestra influencias de la obra ballardiana en Cero absoluto (2005), sino que además ha sido editor y traductor del narrador británico.
[3]Manuel Vilas y Albert Fernández han visto el legado ballardiano en el escritor barcelonés; confróntense http://manuelvilas.blogspot.com/2008/11/el-texto-de-javier-calvo-en-odio.htmly http://www.go-mag.com/es/cultura/libros/javier-calvo_r2457/.

Fragmento Dijon

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Transcribo una parte de la conferencia impartida en el marco del II Congreso Internacional de la Red de Investigación sobre Metaficción en el Ámbito Hispánico (Université de Borgoña; Faculté de Langue et Communication; Maison des Sciences de l’Homme de Dijon)



Cambio de vida: ser otro. La vida doble en las redes

El nuevo historiador no será humano.
J. P. Zooey, Sol artificial

A continuación vamos a ahondar en el estatuto digital de la imagen privada y en las consecuencias para la identidad, para luego recalar en sus consecuencias autoriales.

El reconocimiento social es una parte del proceso constructivo de la identidad muy importante, y desde el primer momento constituye, como apunta Honneth, no una libertad –como podría pensarse, en el sentido de fundar un espacio político de influencia– sino todo lo contrario, una limitación: “una persona o un grupo es reconocido mediante la aplicación de determinaciones de cualidades o atribuciones de identidad que son experimentadas por las personas o los miembros del grupo como restricción del espacio de juego de su autonomía”[1]. Internet, como exponíamos en Pangea y El lectoespectador, ha terminado con esa identidad cercenada, plantea el reconocimiento en la forma berkeleyana del esse est percipi y propone una posibilidad infinita de recomenzar el juego identitario y de reinventarse desde la otredad digital (seudónimos o avatares) o desde la notredad digital (anonimato). Desde ese punto de vista el ciberespacio aparece como un campo de juegos identitario aunque el juego, en estos temas, suele ser bastante en serio:

En estos tiempos el hombre disuelve su identidad de barro en fluidos perfiles informáticos. Deshace su único nombre en múltiples nicks. Su sexualidad deviene en identificación provisoria con emoticones mutantes. Y cuando el punto G se pulsa en un joystick, en la pantalla explota extasiado un ser que no es ni hombre ni mujer. El retrato estable se disgrega en granos de Photoshop hasta ser otro, y luego otro, en constante devenir.[2]

El estatuto digital, por su volatilidad, por el hecho de estar sometido a la dictadura de lo nuevo y estar marcado por la dificultad de concitar la atención debido a la vastedad de la oferta, necesita ser continuamente renovado. Uno debe actualizarse, contarse mediante updates o actualizaciones de su estado. Como ha explicado Raúl Minchinela, “la narración mediante updates no es sólo una nueva herramienta literaria: es un indicador de nuestro tiempo; el arma que enarbolamos como la modernidad mientras simultáneamente nos borra el pasado inmediato. Convertir tu vida en titulares te aplica el conocido adagio sobre los diarios: no hay un periódico más viejo que el de ayer. Nos estamos quedando sin historias. Eso cabe en un update[3].

Erving Goffman describió tempranamente en Presentation of Self in Every Day Life (1959), los procesos performativos por los que nos presentamos en público y nos singularizamos identitariamente. A su juicio, el modo de re-presentarnos es muy similar a lo que sucede en la representación teatral: “whatever it is that generates the human want for social contact and for companionship, the effect seems to take two forms: a need for an audience before to try out our vaunted selves, and a need for teammates with whom to enter into collusive intimacies and backstage relaxation”[4]. Interpretación de un papel + interacción personal relajada, estos parecen ser también los resortes que mueven la comunicación en las redes sociales. De hecho, hay incluso aplicaciones informáticas que permiten la creación de una película del yo (http://www.timelinemoviemaker.com/) y de un museo de mí partiendo de la información volcada en Facebook. En la descripción del programa The Museum of Me (http://www.intel.com/museumofme/r/index.htm), se lee: “Esta exposición es un viaje de visualización que explora quién soy”. La impresión que intenta generarse en el internauta / consumidor es que tu vida no sólo es novelable, como decían los antiguos, sino que también es rodable, convertible en espectáculo cinematográfico, y que es digna de guardarse en un museo, como formas santificadoras máximas del egocentrismo de archivo.

El aspecto de la comunicación con los demás apuntado por Goffman, incluso íntima, es más importante de lo que parece. Ya en los primeros tiempos de Internet, Howard Rheingold declaraba que la red “será asimismo un lugar en el que las personas frecuentemente terminen por revelarse a sí mismos de una forma más íntima que aquella a la que les invitan a hacer otras sin la intermediación de pantallas y seudónimos”[5]. Y así parece ser, recordemos el estudio antes citado de Lanchester sobre los blogs y la descarada exhibición de intimidades que caracteriza la parte menos literaria y más relacionada con el diario íntimo de la blogosfera. El resultado de esta intimidad devenida exterioridad o extimidad(Paula Sibilia) es la gestión de la subjetividad propia como si el individuo fuese un Estado y las redes sociales el lugar de la gestión de sus foreign affairs. En este sentido, el poeta e investigador Juan Andrés García Román escribió en Facebook una reflexión crítica con notable carga de profundidad: “curioso que muchos particulares emitan comunicados en plan: mis condolencias para... o expreso mi malestar por... de repente todo el mundo es alto comisionado de las naciones unidas por un minuto, ministros de exteriores de sí mismos”[6]. Un mal uso de las redes sociales puede potenciar, por lo tanto, la hipertrofia de la personalidad. Estudiando el arte digital, Juan Martín Prada ha aportado el concepto de “egología”; a su juicio,

Se trata de reclamar una democratización de las posibilidades del yo expresivo, de la subjetividad que se hace pública, que se muestra y exhibe, como catalizadora de otras muchas voces interiores que se animarán a seguir ese ejercicio de un yo, dando palabra pública a la conciencia personal que se expresa y se investiga, que se ensaya en la escritura, en la colección e interrelación de cosas y aspectos que le interesan. (…) Propuestas las del “blog art” que no dejarán tampoco de plantear intensos cuestionamientos acerca de si el mundo es, como muchos blogs parecen mostrar, en su extrema intensificación de la presencia de un ego, correlato de aquello que “percibo yo”, “siento yo”, “creo yo”.[7]

La sublimación de ese narcisismo electrónico tiene que ver no sólo con la exposición exhibidora de las dudosas bondades del yo, sino también con un inflado del ego en aras de una mayor influencia en los demás, sea con finalidad crematística o sentimental, como decíamos antes. Es decir, todas estas formas avatáricas de identidad trabajan lo que la pensadora María Rodríguez Magda ha denominado el márketing existencial[8]o se amparan en lo que Paula Drenkard ha denominado “espectacularización de la propia vida”[9]. Algo de lo que los autores son conscientes, como demuestra este explícito texto de la escritora mexicana Cristina Rivera Garza:

En su lugar se ha configurado el homo technologicus: un ser post-humano que habita los espacios físicos y virtuales de las sociedades informáticas para quien el yo no es ni secreto ni una hondura ni mucho menos una interioridad, sino, por el contrario, una forma de visibilidad. Conectado a digitalidades diversas, el technologicusescribe esa vida que sólo existe para que aparezca inscrita en fragmentos de circulación constante. Una extraña pero sugerente combinación entre el culto a la personalidad y una noción alterdirigida del yo dentro de un régimen de visibilidad total ha provocado que miles de seres post-humanos se lancen raudos y veloces a transmitir mensajes escritos sobre lo que les acontece en ese justo y pompéyico instante.[10]


[1]Y continúa: “Esto significa que un reconocimiento normalizante no puede motivar el desarrollo de una imagen de sí mismo positiva que conduzca a una asunción voluntaria de tareas y privaciones decididas por otros”; Axel Honneth, “El reconocimiento como ideología”, Isegoríanº 35, julio-diciembre 2006 [pp. 129-150], pp. 141-42.
[2] J. P. Zooey, Sol artificial; Paradiso, Buenos Aires, 2009, pp. 42-43.
[3] Raúl Minchinela, “Las actualizaciones y el sacrificio de las historias”, La Vanguardia, 16/12/2009.
[4] Erving Goffman Presentation of Self in Every Day Life; Doubleday, New York, 1959, p. 206.
[5] Howard Rheingold, The virtual community: homesteading on the electronic frontier; HarperCollins, New York, 1994, p. 27.
[6] Juan Andrés García Román en su muro de Facebook, 13/08/2011.
[7] J. Martín Prada, “La ‘web 2.0’ como nuevo contexto para las prácticas artísticas”, en VV.AA., Inclusiva-net #1. Nuevas dinámicas artísticas en modo web; Media Lab Prado, Madrid, 2007, pp. 18ss.
[8] R. M. Rodríguez Magda, La transmodernidad; Anthropos, Barcelona, 2004, p. 153.
[9]“Desde un planteo atravesado por el discurso psicoanalítico, retomando también el mito de Narciso, uno de los síntomas que se suman a la descorporeización y a la anteriormente mencionada “dispersión del yo” en distintos roles -vía las pantallas y el mundo digital- es laespectacularización de la propia vida, la exhibición de las máscaras mediante imágenes luminiscentes y planas, y al mismo tiempo el goce de ver y verse en esa reproducción. Estamos planteando no sólo el fenómeno del voyeurismo sino unarepetición-como vuelta atrás, hacia adelante-de la etapa especular de la constitución subjetiva que S. Freud (…) llamó narcisismo primario y J. Lacan (…) estadio del espejo, en la que lossujetos quedan “pegados” a la imagen del espejo-imago-”; Paula Drenkard, “El cuerpo estallado o el espejo roto”, en Sandra Valdettaro (coor.), Mcluhan: plieges, trazos y escrituras-post; Universidad Nacional de Rosario Editora, Rosario, 2011, pp. 97-98. http://es.scribd.com/doc/76789612/eBook-McLuhan-Pliegues-Trazos-y-Escrituras-post-2
[10] Cristina Rivera Garza, “El escritor en Ciberia”, El País, 19/11/2011, http://www.elpais.com/articulo/portada/escritor/Ciberia/elpepuculbab/20111119elpbabpor_3/Tes. “Y sin embargo la identidad regresa aún en su versión mediatizada. Los roles y los códigos de conducta no desaparecen sino que se adaptan a las circunstancias. La identidad, esa enfermedad del nombre, no desaparece con la aparición de los metamedia, sino que se flexibiliza: las redes sociales explicitan como, lejos de ser una mónada autosuficiente, el individuo es un campo de fuerzas modulado específicamente por los otros”; Ernesto Castro Córdoba, “Mallas de protección. La codificación del yo en la Era Comunicativa”, en VVAA. Redacciones; Caslon, Valladolid, 2011, p. 38.
 

Afasia parlante

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Diamela Eltit, Jamás el fuego nunca; Periférica, Cáceres, 2012




A esta época, como sabemos, le gustan los huesos. No todos los huesos, se aseguran de elegir bien, disputan y a veces se matan por esta elección: solamente los huesos que se pueden recubrir con un texto
Pierre Michon, Abades

En varias ocasiones he mencionado en este blog el nombre de la narradora chilena Diamela Eltit, a mi juicio uno de los grandes nombres de la narrativa en castellano, que sigue siendo aún bastante desconocida por los lectores españoles. La búsqueda en el ISBN no arroja mucha luz, por lo que es posible que Jamás el fuego nunca (Periférica) sea la primera novela publicada en nuestros lares de la fabulosa autora de Los trabajadores de la muerte. De hecho, para poder leerla tuve que comprar sus libros en Estados Unidos en ediciones latinoamericanas.

Pero nunca es tarde para internarse en el mundo fascinante y áspero de las historias de Eltit, y no se me ocurre mejor modo de comenzar viaje que esta magnífica novela, publicada en Chile en 2007 y ahora presentada en España, construida a través de la voz en primera persona de una mujer luchadora que masca su doliente paciencia en una crispación estructural, formalizada en una primera persona que a veces deviene segunda. La voz ha sobrevivido a la lucha ideológica contra la dictadura de Pinochet dentro de una célula comunista, a la prisión, a la pérdida de un hijo y a una relación de pareja que se sostiene sólo por la costumbre o por la lealtad debida a un pasado compartido de clandestinidad. A partir de estos marcos referenciales, el universo de Jamás el fuego nunca (el título es un verso de César Vallejo) presenta un durísimo y desangelado retrato de la vida de esta mujer sin nombre, que no ahorra la deshumanización habitual en las novelas de Eltit, una de las características por las que más conocida es su narrativa. Eltit va ahondando psicológicamente en las cosas y en las personas hasta que las deja en su estructura menor, en su esqueleto, en su chasis. En la dialogía entre lo carnal y lo óseo se establece, entiendo, una de las claves de la novela. Respecto al primer extremo, lo celular, el doble juego entre la célula como unidad mínima de lo vital y la célula política comunista ha sido bien visto por Mónica A. Ríos, quien escribía con acierto en su reseña a la edición chilena: “en esta novela, Eltit presenta una imagen ya conocida en su escritura: el cuerpo padece lo que la sociedad. Ese reelaboración –en negativo– de la metáfora organicista que los políticos del Iluminismo usaron para describir el comportamiento de los individuos en la sociedad moderna es trasladada aquí a partir de su unidad mínima: la célula, que vincula la unidad biológica de los cuerpos con la base de la jerarquía revolucionaria y el aislamiento moderno”. Algo explícito en la novela: “para asumir que estamos fundidos en la misma célula, en la célula que somos y que nos dispara ya hacia la crisis, una crisis celular o un deteriorado estado celular” (p. 81). Esta es una de las puertas de apertura de sentido, pero la otra es desde luego lo óseo, por no decir lo osificado. Para la narradora (y, me permiten la extrapolación, para toda la narrativa de Eltit), lo esencial de lo humano no está en lo celular (lo vital), sino en la osamenta, en la estructura medular de resistencia: “sí, un poder que había ofendido la única consistencia del cuerpo que, sabíamos, era primordialmente óseo” (p. 145). Eltit es consciente del dicho mallarmeano de que la carne es triste y a su juicio el consuelo no son tanto los libros como los huesos, la parte que dota de firmeza y estabilidad ese sujeto feble que somos y que sólo alcanza dignidad en cuanto (se) resiste.

Uno de los grandes aciertos de este libro es el tiempo fantasmal y ucrónico desde el que está narrado, como si la larga noche de piedra de la dictadura hubiese anulado el tiempo y lo hubiera vuelto eterno; por momentos la habitación donde conviven la protagonista y su pareja parece una Comala rulfiana llena de espectros del pasado, compañeros del viaje revolucionario devenidos símbolos de la decadencia y desaparición de una resistencia. José Antonio Rivera Soto ha relacionado este tiempo utópico con el tiempo histórico del materialismo dialéctico y ha esclarecido algunos puntos de relación entre la novela y la obra de Marx, que funciona a veces como hipotexto del monólogo de la protagonista[1].

Como vemos, hay numerosas capas de significación en esta novela soberbia y devastadora, cuyos temas son pasados por el rodillo de un lenguaje narrativo preciso, óseo, seco y despojado; un lenguaje afilado que lejos de decir menos dice todavía más del despojamiento emocional, ideológico, verbal y de esperanzas sufrido por una generación de izquierdistas chilenos. Frente a esa mostrenca realidad histórica, Jamás el fuego nunca “puede ser leída como el peregrinaje de una comunidad (…) des/amparada del lenguaje”, según dijo Julio Ortega sobre otra novela de Eltit, Mano de obra. En cierto lugar de la novela leemos: “es que ya no sentía mientras copiaba una a una las palabras que yo misma había seleccionado. De pronto empezaban a perder su propósito o sencillamente se alejaron de mi mano” (p. 73). La afasia como síntoma de la rendición ante el poder, como le sucede a Calibán en La tormenta de Shakespeare, que pierde su lengua en detrimento de la del usurpador, o “la renuncia silenciosa de Grillparzer y de Mörike a seguir trabajando (…) el callar sobre el callar por el sentimiento de empecatamiento, la culpa metafísica, o la culpa humana, culpa en la sociedad por indiferencia, por defecto. (…) En nuestro siglo me parece que esas caídas en el silencio, los motivos para ello y para el retorno desde el silencio, son de mayor importancia para la comprensión de las realizaciones lingüísticas que las preceden o siguen porque la situación se ha agudizado”[2]; sí, tenía y aún tiene razón Ingeborg Bachman: se han hecho más intensas que nunca las formas del silencio ante el poder, frente a las cuales se levanta, arisca y atronadora, esta novela brutal. Jamás el fuego nunca politiza y hace estruendoso el silencio social culpable, interiorizado y comunal a la vez, simbolizado en una habitación marital osificada, poblada de muertos, donde las frases han perdido el afecto y la emoción y el único discurso con sentido es el de los ralos números con que la protagoniza retrata su pobreza cotidiana. Estamos ante una obra monumental de obligada lectura porque a nadie puede dejar indiferente ni el dolor colectivo que narra ni la excelsa forma con que está contado.


[Relación con autora y editorial: ninguna]


[1] José Antonio Rivera Soto, “La muerte del tiempo utópico en Jamás el fuego nunca de Diamela Eltit”, Analecta literaria, n. 39, II. Sem, 2009.
[2] Ingeborg Bachmann, Problemas de la literatura contemporánea; Tecnos, Madrid, 1990, p. 8.

Nota de urgencia sobre Cristóbal Serra

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Acaba de fallecer uno de los escritores españoles más heterodoxos, extraños e interesantes de los últimos años. Alguien que recibió la temprana atención de lectores como Octavio Paz, pero que nunca llegó a gozar del reconocimiento público que merecía. Cristóbal Serra (Palma de Mallorca, 1922 - 2012) siempre fue un escritor lateral, diferente, incisivo, nada complaciente con el lector pero tampoco áspero. Traductor de nombres como Swift, Bloy, Melville o Blake, su poética literaria, que me influyó justo en el momento de conformar la mía, ha respondido siempre a estos parámetros:


"Mi literatura no es una literatura de género. Para mí, los géneros no tienen fronteras definidas, sino que se interfieren, un fenómeno, por otro lado, característico de la modernidad literaria. Piense en el ocaso del verso a partir de Rimbaud. Ya no existen fronteras delimitadas entre prosa y poesía. El género no tiene en mí un carácter absoluto, de ahí la dificultad en clasificar mis libros. El mío es un libro de espacios trabajados, una literatura salteada y continua. Yo pertenezco a los fragmentarios como Montaigne o De Maistre. Una literatura que, como el periodismo, informa, pero a deferencia del periodismo posee una estética que, en mi caso, es la inventiva. No tengo nada en contra de la novela, sino del novelismo, de la exigencia de que todo lo escrito tenga carácter narrativo. ¿Por qué? Yo hago lo que hicieron los Evangelistas con Jesús, ese héroe discontinuo de los Evangelios".

El resultado es una obra inclasificable y variada, atenta siempre a la historia antigua, los mitos, la mística, el lenguaje y el esoterismo: "hay demasiada lógica, demasiado análisis", dice en este vídeo, en el que cuenta algunos detalles de su biografía y comenta varios de sus libros.



Aunque la única reseña que hice de un libro suyo aquí no fue nada positiva (Tanteos crepusculares, Pre-Textos, 2007), Serra me parece un autor extraño, necesario, anticanónico y exquisito. Me gustaría recomendar, a quienes deseen acercarse a su obra, la monumental Ars Quimérica (Bitzoc, 1996), que compila su obra hasta aquel momento. También son destacables sus Nótulas, no sólo por su notable contenido, sino asimismo por la fabulosa edición de Árdora (1999), si es que hablar de fabulosa edición refiriéndose a Árdora no es una redundancia. Cualquier libro es bueno para conocer el trabajo de Serra, aunque quizá su producción publicada en el siglo XX es más sólida que la posterior. En todo caso, Serra es un autor que merecería, al menos por sus mejores libros, más atención de la que ha concitado.


[Relación con el autor: ninguna]

A partir de un párrafo de Carmen Martín Gaite

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A veces basta un párrafo para ver la grandeza de un autor. Cuando ese escritor es además leído o incluso erudito, dotado de hondos conocimientos diferentes, un solo párrafo puede producir reverberaciones tan difíciles de probar como interesantes. Recuerdo que Alfonso Reyes lo intentó con un párrafo propio, pero nosotros somos menos humildes y lo ensayaremos con un párrafo ajeno. Advierto que lo que vamos a exponer aquí es imposible de probar, una vez desaparecida la autora, pero podemos establecerlo como simple hipótesis, sin pretensión alguna de verosimilitud.

Tomemos un párrafo de la excelente novela Lo raro es vivir(1996):

Algo era. Tomás, que barrunta las sombras desde lejos, me lanzaba de nuevo sus palabras: “a ti te está pasando algo”, no me quise agarrar a ellas cuando las dijo, fui yo quien desvió la conversación hacia una riña tonta; pues sí, algo me estaba pasando, algo profundo y oscuro como un corrimiento de tierras cuya amenaza aún imprecisa obliga a soñar con un puerto donde dormir al resguardo de todo vaivén; anclarse, ¿pero dónde?, yo no conocía ningún sitio realmente de fiar, tal vez lo había conocido, pero eran paisajes por los que no corría el aire, estancados en fotografías traspapeladas, un jardín con hamacas, una fachada cubierta de hiedra, un payaso de hojalata, un río, un despacho con la chimenea encendida, caballos al galope, había llovido mucho encima de esas imágenes, se desdibujaban tras una cortina de agua imparable, el diluvio universal.[1]

Dentro de la mecánica de la novela, este párrafo está destinado a representar el modo en que Águeda, la protagonista, recuerda su infancia y cómo ésta, una vez desaparecida la madre y difuminados los lazos afectivos con su padre, no puede ya establecerse como suelo seguro o “puerto” para asir su presente. Los vínculos de afianzamiento en lo real que la protagonista requiere no pueden hallarse en el pasado, aunque no deja por ello de pensar e incluso soñar obsesivamente con el pasado. Si leemos las imágenes enumeradas, nos damos cuenta de que varias incluyen la negatividad dentro de su estructura bimembre; de un modo autodestructivo, mediante el oxímoron, plantean un recuerdo y lo afean al mismo tiempo. Todas ellas apelan a una existencia anterior sobre la que ha pasado o está pasando el diluvio. No abundaremos en las resonancias psicoanalíticas que pueden presentar las imágenes de las “sombras” detectadas por Tomás (el novio de Águeda), o la mitocrítica que podríamos levantar –y que la autora de sobra conocía– a partir del diluvio como símbolo de la renovación, de la limpieza espiritual tras una situación de crisis (véanse Nietzsche, Eliade, Borges, Wheelock, Pérez Rioja, etc.). Todo eso late indudablemente en el párrafo, pero no es la resonancia psicoanalítica, sino la duda estilística, lo que me mueve a plantear otra interpretación de este pasaje.

La formulo, como duda que es, mediante preguntas: ¿y si Carmen Martín Gaite, de un modo elegante e indirecto, hubiera presentado todo este tipo de imágenes como modos a superar de la presentación narrativa de la infancia? ¿Y si la autora nos estuviese diciendo que el diluvio universal de la historia ha desgastado los topoi literarios incluidos en el párrafo, hasta tal punto que están desdibujados por la lluvia del tiempo, de tal manera que son inservibles ya a los propósitos narrativos? ¿Y si nos estuviese diciendo Martín Gaite que ya está bien de hablar de jardines decadentes, de fachadas con hiedra, de juguetes de hojalata, de caballos al galope y de ríos heraclitianos para presentar las metáforas de la melancolía modernista, que no acababa –que no se acaba nunca– de morir? ¿Qué sucedería si este párrafo fuera el modo exquisito y oblicuo de decir señores, pongan sus relojes literarios en hora, estamos a punto de cambiar de siglo? ¿No sería maravilloso, no sería muy propio de Martín Gaite, destrozar estilísticamente, mediante una utilización suicida, las metáforas de la nostalgia manierista a desterrar, mediante su presentación oximorónica, con su propio reloj de autodestrucción incorporado? ¿No sería una hermosa lección para aprender o, llegado el caso, para repetir en nuestros días?


[1] C. Martín Gaite, Lo raro es vivir; Anagrama, Barcelona, 1999, pp. 72-73.

Fragmenta

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Acabo de almorzar un planto demencial: creado para ser "auténtico" y "típico" de una época y un lugar, tenía tantos y tan contradictorios ingredientes, salsas y matices que acababan por anularse entre sí, de forma que el resultado de la proliferación de sabores era la completa ausencia de sabor; gracias a él he comprendido por qué no me gustan ni el gótico flamígero, ni el arte rococó, ni el steampunk, ni Mad Men ni, en general, todas las manifestaciones artísticas que buscan recuperar un estilo anterior a través de la recopilación manierista y el exceso de detalles anodinos, sin entender que la captación creativa del espíritu de una obra, estilo o época sólo puede lograrse mediante la producción de una obra nueva y distinta, que recuerde a la anterior por la potencia de su lenguaje y no por la repetición tartamuda e interminable del antiguo.





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Tras dos meses de encierro, el internauta salió a la calle y todos los rostros le parecieron brutales y burdos; los paisajes ostentaban una grosera hiperrealidad y el mundo era tosco, punzante, áspero: intolerable sin el tamiz de Instagram.
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"Encontré pronto el modo de que nadie me plagiase -dijo el escritor, agitando el vaso-. Escribiendo tan sólo porquería".

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Yo quise que España fuera posible; más tarde, me contenté con que España fuera o, incluso, con que España, fuera –España (desde) fuera–.

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Estoy tan cansado que no puedo ir como dar en la sustancia cabezas formaldehído mira ese perro.

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Hay manifestaciones públicas desde 1850, aproximadamente, pero creo que nunca se ha convocado una manifestación metafísica, de corte indagador, desligada de preocupaciones concretas y urgentes. Me encantaría acudir a una manifestación callejera donde el lema más utilitario fuese algo como "Todos heridos, / todos nos perdimos".

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Los críticos que denuestan a la narrativa más progresiva y renovadora de la actualidad porque busca referentes en Estados Unidos, Francia, Inglaterra u otros países, son los mismos cegatos que en el XVI atacaban a Garcilaso de la Vega por su estética  italianizante y por mirar hacia Roma. Sólo falta que escriban una actualización de la Reprehensión contra los poetas españoles que escriben en verso italiano, que sería igual de inútil –por fortuna– que la antigua. Si no fuese por Garcilaso y Boscán, en España seguiríamos escribiendo Cancioneros. Bueno, algunos lo siguen haciendo.


 

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Mis últimos tuits deben haber sido muy desafortunados porque Twitter me está sugiriendo seguir a Jodorowsky. #señalesdelfindelmundo #HelpMe
 

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Entré a vivir y me asignaron un interror con vistas.

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Circula la noticia de que se van a reunir unos cuantos para incendiar ejemplares de "50 sombras de Grey". Me parece brutal, nazi y anacrónico quemar libros; culturalmente es lo peor y más retrógrado que puede hacer nuestra especie. Queridos niños, no lo hagáis. Es mucho más sencillo, fácil y ecológico quemar a los autores.


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¿Es usted de los que sostienen que la Red está llena de spam literario? Porque el porcentaje de basura en una librería es hoy por hoy exactamente el mismo que en Internet.



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Los griegos inventaron la filosofía. Se merecen todo lo que les pase.





[Selección de tuits y estados de facebook publicados en los últimos meses]

 

Lectura de dos fotogramas de A Dangerous Method

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1) No me gusta mucho la visión que da Cronenberg de Carl G. Jung en A Dangerous Method (2011), donde aparece despojado casi por completo de su visionaria potencia intelectual, pero al menos ha sabido utilizar bien el poder que daba el humanista suizo a los símbolos. Vamos a examinar la presencia de dos de ellos en la película. Observemos esta imagen:
 






La cuidada ubicación de los espejos (el espejo mayor, donde aparece ella como imagen del deseo, duplicada; el azogue pequeño, frente a Jung, empequeñeciendo su imagen o recortándola como lecho de Procusto) justo cuando el psicoanalista está reconociendo su sentimiento de escisión (divided), dice más sobre la complejidad de la psique humana y su capacidad de interpretación que muchos de los diálogos de la película. La imagen libidinal de Sabine, en camisón y sentada en la cama donde acaban de hacer el amor, rodea en su duplicación a Carl, que aparece además “recogido”, contraído sobre sí mismo mientras declara su culpabilidad y su sentimiento de división interna. Fractura interior que también asola a Sabine, claro, doctora y paciente a un tiempo (la poeta Concha García escribía en Cuántas llaves: “Me hinco en la cama y soy una / con la conciencia escindida”). Pero aquí la grieta interna que Cronenberg quiere enfatizar no es tanto la de Sabine –sin dejar de mostrarla– como la de Jung; la doble imagen de Sabine acorrala a Jung justo en el momento en que se declara trapped, atrapado, por la infidelidad marital con ella y los posibles efectos sobre su trayectoria profesional. El uso del espejo por Cronenberg es soberbio para “duplicar la duplicación” y mostrar la myse en abîme del sujeto. Recordemos el célebre pasaje de los diarios de André Gide, que tanto interesase a Lacan y Dallenbach: 

Escribo sobre este pequeño mueble de Anna Shackleton que se hallaba en mi habitación de la calle de Commailles. Era allí donde solía trabajar; me gustaba, porque, en el espejo doble del secreter, situado por encima del tablero en que me apoyaba para escribir, me veía escribiendo; me miraba entre frase y frase; mi imagen me hablaba, me escuchaba, me hacía compañía, me mantenía enfervorizado.[1]

El espejo que engrandecía el ya de por sí desatado ego de Gide es utilizado por Cronenberg persiguiendo el efecto contrario: empequeñecer el ego, mostrarlo mínimo y recortado frente al enorme poder sexual de Sabine. Este plano, que dura apenas unos cuatro o cinco segundos, acumula pues todos estos sentidos: el achicamiento del papel sexual de Jung, la representación espacial e icónica del poder agrandado de Sabine, la escisión psíquica de los dos, el acorralamiento simbólico de Carl, su recogimiento o contracción corporal ante la trampa o cul de sac existencial en que se encuentra, su sentimiento de culpa ante el adulterio.


[1]A. Gide, Journal 1889-1939; París, Gallimard, 1948, p. 252; citado en Lucien Dällenbach, El relato especular; Visor Distribuciones, Madrid, 1991, pp. 22-23. Dällenbach apunta en nota un aforismo de Valéry donde se expresa a la perfección –siempre a su juicio– el narcisismo de Gide: “Un espejo en el que nos miramos, ante el que nos vienen deseos de hablarnos, sugiere, explica el extraño texto: Dixit Dominus Domino meo..., confiriéndole sentido” (op. cit., pp. 28-29).
 



2) Segundo fotograma:








El simbolismo del segundo plano es más oblicuo, pero no por ello –creo– menos detectable. Jung y Freud llegan en barco a Nueva York, para participar en agosto de 1909 en un congreso de psicoanálisis en Clark University [foto a la izquierda]. Jung le dice a Freud, desde la cubierta del barco y mirando el larvario skyline de la Gran Manzana, que lo que contempla le parece el futuro. Freud responde lacónicamente: “¿Cree usted que saben lo que les traemos, la plaga?”. A continuación aparece este plano, en que una nueva simetría especular es planteada por Cronenberg para simbolizar el abismo entre los dos personajes. La utilización de la estatua de la Libertad no es casual, por supuesto; los personajes habían estado discutiendo minutos atrás sobre la libertad del hombre y sus condicionamientos sexuales e inherencias. Quedó clara en la conversación entre ambos retratada por Cronenberg (sobre el guión de Hampton basado en su obra de teatro, a su vez basada en un relato de John Kerr) su radical discrepancia frente a los factores que limitan la libertad del hombre y su capacidad para luchar contra los mismos. Para Freud esos límites sóso son estratos de conciencia y condicionantes sexuales remontables a la infancia; para Jung el asunto es mucho más complejo e incluye imposiciones arquetípicas, legados inmemoriales, resistencias del inconsciente colectivo. Esa conversación, o una similar, fue retratada por el propio Jung en sus memorias: “Recuerdo todavía muy vivamente cómo me dijo Freud: ‘Mi querido Jung, prométame que nunca desechará la teoría sexual. Es lo más importante de todo. Vea usted, debemos hacer de ello un dogma, un bastión inexpugnable’ (...) Algo extrañado le pregunté: ‘¿Un bastión contra qué?’ A lo que respondió: ‘Contra la negra avalancha’, aquí vaciló un instante y añadió ‘del ocultismo’. (...) Esto constituyó un rudo golpe para nuestra amistad. Yo sabía que nunca podría aceptar esto. Lo que Freud parecía entender por ‘ocultismo’ era, más o menos, todo lo que la filosofía y la religión, incluyendo la parapsicología, que por entonces estaba de moda, tenían que decir sobre el alma. Para mí la teoría sexual era igualmente ‘oculta’, es decir, indemostrable, pura hipótesis posible, como otras muchas concepciones especulativas. Una verdad científica era para mí una hipótesis satisfactoria por el momento, pero no un artículo de fe para todos los tiempos”[1]. Freud quería fundar una ciencia alternativa e inconmovible, que pudiera sostenerse por su rigurosa metodología. Jung quería llegar hasta el final, curar de verdad al individuo, hallar con él un camino para obtener su propia libertad, aunque los métodos no fueran metodológicamente ortodoxos. Freud quería abrir las puertas de la mente, Jung quería cruzarlas. Freud quería crear una narrativa para reelaborar el sujeto (Habermas, Jameson), Jung prefería un diálogo, una conversación. Esas diferencias metafísicas entre los dos quedan reflejadas con maestría en esta imagen de Cronenberg, donde la Libertad divide vertical e irremediablemente a los dos pensadores; un plano donde la mirada de Jung parece responder a la pregunta sobre la plaga que hace Freud, respondiéndole, sin palabras: “querrá usted decir las dos plagas”.
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[1] Carl G. Jung, Recuerdos, sueños, pensamientos (1961, Seix Barral, 1981, p. 160.

Pasadizo. Nubes al fondo.

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Thank God for that. You can shut them, say, 'Hold on a moment.' You play God to it. But who has ever torn himself from the claw that encloses you when you drop a seed in a TV parlor? It grows you any shape it wishes! It is an environment as real as the world. It becomes and is the truth. Books can be beaten down with reason. But with all my knowledge and skepticism, I have never been able to argue with a one-hundred-piece symphony orchestra, full colour, three dimensions, and I being in and part of those incredible parlors. As you see, my parlour is nothing but four plaster walls.
Ray Bradbury, Fahrenheit 451

4 notas de lectura

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Jeymer Gamboa, Días ordinarios; Pre-Textos, Valencia, 2011.
 
Gracias a una recomendación accedí a este poemario de Jeymer Gamboa (Costa Rica, 1980), y debo decir que ha sido una de las invitaciones de lectura más provechosas de los últimos años. Días ordinarios es un poemario sorprendente, con una lírica fresca y clásica a la vez, despojada pero compleja, en la que la observación epifánica de lo cotidiano convierte casi cada poema en un hallazgo. Pongo un ejemplo entre decenas posibles, el poema “Moby Dick”: “El auto lo dejaron abandonado / en una playa de Tarifa / como un cetáceo de hierro / donde ahora entran y salen / pájaros marinos. // La aguja todavía indica 220 Km./h.” (p. 17). Las reflexiones de este libro sobre el paisaje, el movimiento y la soledad me parecen muy brillantes y originales. Lo recomiendo de forma viva.
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Patricia Esteban Erlés, Casa de muñecas; Página de Espuma, Madrid, 2012.
Al leer estos textos de Esteban Erlés, sobre todo recorriendo el arranque de algunos microcuentos, me he acordado de Ambroise Bierce, parentesco de por sí prometedor. Dar comienzo una historia con un frases como “El día que asamos a la abuela hacía frío” (p. 96) o “El vestido de mi hermana me aprieta. Su novio, en cambio, me queda grande” (p. 57), demuestra un sentido del humor cruel, que la autora adhiere hábilmente a un decidido modo de narrar que capta la atención desde la primera línea, presentando al lector un microuniverso diferente al esperado en narrativas minúsculas al uso. Aunque algunos temas y tonos resultan repetitivos, Casa de muñecas tiene una estructura original y presenta una elegante serie de microcuentos de tono fúnebre o macabro, llenos de ingenio, aderezados con detalles sagaces (vgr., la asesina que se santigua en el excelente “Pois(s)on”) y puntual poesía. La cuidada edición de Páginas de Espuma se completa con imágenes de inquietantes señoras y niñas turbias, laboriosamente ilustradas por Sara Morante. 
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Carlos Gámez, Artefactos; Sloper, Palma de Mallorca, 2012.

Teniendo en cuenta que estoy entre los agradecimientos finales de este libro, no tienen que esperar ustedes a las características líneas azules con que cierro mis notas de lectura para saber que este párrafo sobre Artefactos debe ser leído a beneficio de inventario. Artefactos es una primera novela, con todo lo bueno que eso tiene (una voz nueva, que aporta un modo fresco y diferente de observar la realidad) y todo lo malo (técnica por desarrollar, exceso de autoconsciencia narrativa, mayor preocupación por el estilo que por el desarrollo y credibilidad de los personajes). Con ecos explícitos de Ballard y Burroughs, Artefactos intenta desde su título presentar una lectura de la tecnología de nuestro tiempo, de sus productos y de su influencia en nuestra existencia. “La tranquilidad y el confort de la existencia humana se fundamentan en haberse sabido rodear de múltiples artefactos de rotación”[1], había escrito Germán Sierra, otra influencia presente en esta novela. Máquinas son los temas, máquinas algunos narradores puntuales de estos relatos hilados y un poco maquinal a veces el resultado narrativo, que mejora cuando el teórico de Física que es Gámez aborda semántica o estructuralmente el mundo de la ciencia. En este sentido, es relevante dar noticia de que, tras innúmeros intentos (tanto en la prosa reciente como, sobre todo, en la poesía española última), de hacer literatura sustentada en las teorías sobre los cuantos, el “Cuento cuántico” (pp. 47-59) de Gámez es uno de los ejercicios más sólidos de literatura cuántica realizados en nuestro país. Artefactos, pese a sus defectos, presenta una voz diferente, joven y madura al mismo tiempo, dotada para la observación de la sociedad reinante y crítica con la tecnología no ideada para estar puesta al servicio del hombre sino para hacerle su esclavo consumidor.

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Javier Cercas, Las leyes de la frontera; Mondadori, Barcelona, 2012.

Cercas prosigue su andadura literaria con otro libro que roza los relatos reales y la frontera entre realidad y ficción (una de las fronteras aludidas en el título), si bien partiendo de la reconstrucción de una historia ficticia, la relación entre el personaje central (Ignacio / el Gafitas) y la banda de delincuentes a la que perteneció durante el verano de 1978: “yo soy de los que piensan que la ficción siempre supera a la realidad pero la realidad siempre es más rica que la ficción” (p. 367). Debo anticipar que el resultado queda lejos de lo esperado y que me ha parecido algo aburrido y poco trascendente, quizá porque el personaje del Gafitas no (me) resulta creíble. Ignacio da en la narración un inexplicable paso extremo, de chico de familia pequeñoburguesa a delincuente sin ningún motivo plausible, sólo porque se enamora de una quinqui y siente de pronto el deseo de cambiar: “quería ser otro, reinventarme, cambiar de piel, dejar de ser una serpiente para convertirme en dragón” (pp. 88-89). Las motivaciones son algo forzadas, así como la experiencia misma (quien fue adolescente en aquella misma época lo sabe), y ello redunda en la credibilidad de la historia, que a mi humilde juicio queda resentida desde entonces sin remedio. El Zarco, el delincuente construido como personaje anticlimático del de Ignacio, tampoco termina de funcionar, al parecer un trufado de los “héroes” lumpen tipo el Vaquilla que retrataban en los setenta José Antonio de la Loma (Yo, el Vaquilla) o Eloy de la Iglesia (El pico). Nunca vemos el rostro del Zarco, nunca salimos de una personalidad estereotipada de fugas, motines y reinserciones incompletas que presenta un claro paralelo con la propia historia personal del Vaquilla (del mismo modo que el Gafitas presenta ligerísimas reminiscencias de El Lute). Demasiadas cosas suenan a vistas en otra parte, en otra película: la descripción del Zarco como preso “funcionario” incapaz de la vida en el exterior (pp. 262ss) nos trae inmediatamente a la memoria al preso “institucionalizado” caracterizado a la perfección por James Whitmore en Cadena perpetua (The Shawshank Redemption, 1994, Frank Darabont), retratado con frases similares. Sólo el final abierto de la novela alivia en algo la sensación de estar leyendo en círculos la misma vieja historia. Cercas es un autor con un claro don para narrar, pero sus argumentos (desde La velocidad de la luz) adolecen de incapacidad de impregnación; la parte que podría ser más interesante en Las leyes de la frontera -la lectura sociológica de la transición española-, queda diluida y apenas dibujada quizá porque el libro anterior de Cercas, el ensayo Anatomía de un instante, ya trató los años inmediatamente posteriores a la entrada en la democracia. Sea ese el motivo o no, la cuestión es que la novela aparca la reflexión sobre los hechos ensimismada en la factualidad o facticidad, y se articula como una profunda historia de amistad y deseo (no hablaría yo de “amor” en la relación entre Tere e Ignacio) y de trama delictiva/penitenciaria que se lee correctamente pero que resulta monótona (estuve a punto de dejar la lectura en la página 162) y carente de alta ambición artística. Cercas parece estos últimos años más capaz de relatar la realidad que de realizar el relato; esperemos que en el futuro recupere el pulso narrativo y la imaginación de sus primeras novelas.

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[Relación del crítico con los autores: Con Jeymer Gamboa, Patricia Esteban y Javier Cercas, ninguna o contacto en facebook; con Carlos Gámez Pérez, relación cordial. Relación con las editoriales: ninguna salvo con Pre-Textos, editora habitual de mi obra poética.]


[1]G. Sierra, Intente usar otras palabras; Mondadori, Barcelona, 2009, p. 95.

Las clausuras de Jean Rolin

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Jean Rolin, La cerca; Sexto Piso, Barcelona, España, 2012.

Esta excelente obra, a caballo entre la crónica y la ficción, tiene dos partes; cada una de ellas se abre con un texto en cursiva donde el narrador o cronista establece el emplazamiento elevado –una habitación de hotel– desde el cual observa o cerca el territorio geográfico para transmutarlo en narrativo. Su posición, pues, es la del francotirador (“si dispusiera de un fusil con mira telescópica”, p. 11), la del observador lejano y experto, profesional,aunque luego veremos que Rolin desciende, y hasta qué punto, a ras de suelo y se mezcla con gentes de todo pelaje y condición. La obra posee dos niveles de significación y de trama: el primero describe las andanzas históricas del mariscal Michel Ney las semanas antes de la batalla de Waterloo; el otro está situada en nuestros días y en París, y resulta interesantísima: se trata de una análisis sociogeográfico de las zonas de apertura de la ciudad estableciendo una relación directa con las personas que la pueblan y el modo en que el espacio (pre)determina o condiciona su vida. En los alrededores del Bulevar Ney, que toma nombre del mariscal napoleónico, Rolin establece explícitamente (p. 29) lo que Foucault llamaba un dispositivo,“entendiendo con este término el conjunto de las instituciones, de los procesos de subjetivación y de las reglas en que se concretan las relaciones de poder”[1], según Agamben. Y en efecto, siguiendo el modelo foucaultiano, Rolin describe narrativamente cómo el poder central y el económico, materializados en las avenidas de circunvalación parisinas, se construyen como un brutal dispositivo urbanístico alrededor del cual los personajes que retrata intentan desarrollar residualmente sus existencias entre escombros, tratados como escoria o residuos sociales. El cemento y el hormigón por el que circulan los coches a toda velocidad es un obstáculo continuo para la habitabilidad y la convivencia, que endurece las relaciones en torno, así como una forma de tapar errores urbanos (p. 95). La vigilancia se desmaterializa en televigilancia (p. 81). Las ventanas se insonorizan (p. 75) y los hombres, según Rolin, se insensibilizan. Lee las rondas de circunvalación como elementos de desestructuración social y las zonas muertas del urbanismo como pólipo; no en el sentido canceroso, sino el zoológico: como formas de acumulación de vida en ambientes inhóspitos. Es conmovedor cómo incluso en esas circunstancias los parias económicos o sociales (inmigrantes, personas despedidas de 40 trabajos como Gérard, prostitutas, antiguos delincuentes, etc.) que habitan estas zonas devastadas persiguen afianzar su humanidad y encontrar resquicios de belleza en los recovecos dejados por las inmensas carreteras: “encima del caballo en movimiento, una chiquilla inevitablemente llena de gracia ejerce diversas figuras (…) todo ello sin que el caballo deje de dar vueltas, el látigo de restallar y la circulación de fluir por el periférico encima de nosotros” (p. 50). Rolin enlaza con maestría la ambientación de Waterloo con la escenografía urbana de pesadilla, como si el horror dinámico de las huestes napoleónicas arrasadas en la batalla hubiese sido sustituido por el horror estático y permanente de plazas inaccesibles para los peatones, ruidos atronadores o enclaves “con sus montones de residuos, sus charcos de aceite de coche y otros fluidos corrosivos, sus coches destrozados y calcinados o descuartizados y los restos desperdigados de vidas rotas” (p. 79). El estratega urbano que recorre la ciudad (nada de flanêur, más bien vigía) toma posiciones de observación como el ejército inglés tomaba las colinas hoy belgas defendidas por Napoleón; su objetivo, como el de aquellos generales, no es otro que atalayar los movimientos de los soldados/habitantes; “a la misma hora, viniendo de La Chapelle, estaba yo procediendo a un reconocimiento de las posiciones alcanzadas por el imperio de lo virtual al este de la avenida Président Wilson” (p. 81). Como en toda guerra, parece decírsenos, el resultado es el yermo final, el inhabitable campo de batalla repleto de heridos y cuerpos destrozados. Como en todo ejército actual, la infantería de la periferia se puebla de inmigrantes que persiguen la ciudadanía. Como en las milicias antiguas o en los naufragios de transatlánticos, mueren primero los de tercera clase. La impresión general es que Rolin describe, soberbia y fríamente, la clausura (uno de los significados de Clôture, título del libro) de la civilización europea tal y como la conocíamos hasta ahora. 

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[Relación con autor y editorial: ninguna]


[1] G. Agamben, “Qué es un dispositivo”, Sociológica, año 26, número 73, mayo-agosto 2011, [pp. 249-264], p. 256.

Rubén Martín Giráldez y el espesor delirante

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Rubén Martín Giráldez, Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios; Alpha Decay, Barcelona, 2010.
Rubén Martín Giráldez, “Prólogo a Centauros extirpados; en VVAA, Doppelgänger. Ocho relatos sobre el doble; Jekyll & Jill, Zaragoza, 2011.
Rubén Martín Giráldez, Menos joven; Jekylll & Jill Editores, Zaragoza, 2012.





Y hay más mentiras: mi cortesía con vosotros, por ejemplo.
R.M.G., “Prólogo a Centauros extirpados

En serio.
R.M.G., Menos joven

[a] Un autor como éste, portador de un programa para la (auto)destrucción carnavalesca y feliz de la literatura, merece una reseña suicida o cuanto menos dispersa y contradictoria. Si usted es un lector normal, alguien que busca hallazgo, entretenimiento y –a ser posible– ideas interesantes sobre las que reflexionar, esta reseña termina aquí, en la quinta línea: cómprese estos libros. Si usted es un lector al que, además, le interesa morbosamente la literatura, y para quien los libros son puertas a otros mundos sobre los que le interesa saber del más perverso y obsesivo, no lo dude y siga leyendo, le prometo que aquí descubrirá –y con aquí no me refiero a la reseña, sino a los textos mencionados en ella– más de lo que esperaba encontrar. Comencemos por la primera frase de Menos joven (MJ en adelante), del inefable, ditirámbico y aún joven Rubén Martín Giráldez (Cerdanyola del Vallès, 1979), que reza así: “Bogdano sabe que su padre ya no es capaz de distinguir entre trabajo y realidad” (p. 11). Parece una declaración fácil, ¿verdad? Sí, lo es, podemos leerla de forma convencional y pasar a la segunda. Pero como usted, que llegó hasta aquí, es lector que gusta de complicarse, le insto a permanecer en esta frase inaugural un momento, porque la lectura de la pequeña obra completa hasta la fecha de Martín Giráldez complicará la cuestión. Para empezar, se esquiva en ella al protagonista y se habla de su padre, quiebro que nos advierte que el merodeo y la perífrasis serán parte constitutiva del esqueleto narrativo. Para seguir, está el nombre de Bogdano: ¿erudita alusión al escritor albano Bogdani, referencia al cineasta Peter Bogdanovich, maestro en el uso de la metareferencialidad? Incluso imaginando que nada de lo expuesto es cierto, centrémonos en esta frase de apertura y veamos que alude a “realidad”, ahí es nada, abrir una novela con ese término, y a “trabajo”. Y aquí, como esbozábamos antes, la referencia a otros escritos de Martín Giráldez nos juega una mala pasada, porque a lo mejor –a lo peor, a lo más difícil–, con “trabajo” el autor nos habla de otra cosa: “Uno no puede evitar la sospecha de que cada vez que aparecen en Arco Iris o en The Crying of Lot 49 las palabras esfuerzo, prueba, trabajo, se habla en realidad (o Pynchon tiene en mente, uno teme) de otra cosa que la que el relato necesita para su movimiento, de una cosa constante, si se me permite así”, decía en su blog. La mención no es baladí por cuanto la frase inicial de MJ se repite en bastantes ocasiones a lo largo del texto, como dándole un ritmo, marcando un tempo al movimiento discursivo, oponiendo a lo real lo absurdo literario, y da la impresión de que este trabajo dinámico (el del texto) es la realidad misma del libro, que como Bogdano y su encabalgadura no dejan de moverse en todo momento durante la novela. Bueno, no es poco para una primera frase, a ver si somos capaces de pasar a la segunda.

[b] Es broma. Pero el problema es precisamente ése, que bajo un artefacto legible sin dificultad, humorístico y amable, acechan innúmeros niveles y subniveles y metaniveles de complejidad, frase por frase, así como en Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios (desde ahora nos referiremos a él como TPUESO), su libro anterior y tan inclasificable como Menos joven. Su autor escribe desde la tradición literaria más exigente y culta (Joyce, Mallarmé, Faulkner, Gide, Valéry, Ceronetti, Schmidt, Pynchon), pero sin propósitos santificadores sino, más bien, corruptores. Martín Giráldez de(con)struye la tradición más álgida, dentro de una operación que muestra tanto sentido del humor como respeto, pues no se molesta en importunar o desquebrajar a escritores que no lo merecen: los autores pequeños no parecen interesarle, y las referencias a  baja cultura son siempre de cine (Mad Max, gore) o musicales, pero nunca literarias. Es cierto que la “educación híbrida” que reciben Bogdano y su hermano de su padre parece esconder un juego destructivo de lo canónico, pero me inclino más por considerarlo una especie de ácida crítica de cierta posmodernidad y su igualadora escala de valores. El padre de Bogdano cambiaba de tapas los libros para que sus hijos creyesen que leían a Dickens siendo el texto interior de Kunta Kinte, etcétera, pero lo cierto es que Bogdano, al descubrir de mayor el entuerto, comienza a leer los libros auténticos. A considerar que hay una carga de profundidad contra la ligereza posmoderna y no una invitación al todo vale me anima la elección de la palabra “híbrida” por el autor, ya que en TPUESO (p. 54, nota al pie) se calificaba precisamente así, “híbrida”, la escritura del joven Pynchon, autor poco sospechoso de no tener un cualificado sentido de la exigencia literaria. Se plantea el rescate, pues, de lo sublime literario, de las “Obras Magníficas” (MJ, p. 49) pero con la clarísima conciencia de que “todo este lenguaje se va cayendo. Todo este lenguaje se está cayendo” (MJ, p. 123), sostenida desde una lúgubre –por negra– nostalgia. Por ese motivo estoy de acuerdo con Javier Avilés cuando dice en su reseñaque el libro de Martín Giráldez nos obliga a plantearnos de nuevo “qué es lo que entendemos como Cultura y de nuestra incapacidad de librarnos de todos sus aspectos, de los sublimes, sí, que nos disminuyen, pero también de los más populares, denigrados algunos, denigrantes otros”. La misma consideración de la existencia de una alta cultura o alta literatura (postura que comparto con Martín Giráldez y con el propio Avilés) frente a otras más bajas o superficiales, por dialéctico y revisor que sea el planteamiento, implica una toma de postura frente al nefasto todo vale lo mismo que intenta sostener un democratismo cultural mal entendido. La democracia no significa que todos seamos iguales y “valgamos” lo mismo: la democracia significa que somos todos iguales ante la ley. La literatura y el arte pertenecen a otro orden de cosas, por fortuna no preceptivos, y sus leyes son darwinistas y profundamente injustas: el talento vale más. Y punto. A mí no me miren, no lo he inventado yo.

[c]Cita.“se acercó y dirigió a ella, sola en medio de las filas de asientos vacíos, y le murmuró palabras que no habría deseado oír”; Thomas Pynchon, La subasta del lote 49 (1965).

[d] Infidelidad narrativa. Entre los tres textos que estudiamos hay varios elementos en común: en el relato “Prólogo a Centauros extirpados” (“PACE” desde ahora) y en TPUESO (cf. p. 81), la narración viene sostenida por un nosotrosque cambia súbitamente a primera persona en ambas, advirtiendo de que su voz es poco fiable. Desde el principio de “PACE” los dos narradores Lundgren nos advierten de la peculiaridad de escribir a cuatro manos y sus consecuencias: “Está claro que con nuestro libro intentaremos llevaros a otro tipo de engaños, a engaños del tipo «deseado»” (“PACE”, p. 39), aludiendo a un pacto amistoso de lectura que no es tal: es impuesto al lector con o su consentimiento. Así, cuando en TPUESO leemos “El autor de la carta se ríe de nosotros” (p. 38) ya tenemos claro que el narrador venía haciéndolo desde el principio. El narrador de las dos novelas es un impostor y su relato es infiel (véase MJ, p. 69); los narradores “siameses” de “PACE” se confiesan embaucadores desde el comienzo y el lector debe desconfiar de quien desconfía de sí mismo: no en vano se aclara en MJ que “¿Quién puede creer a un siamés, a dos siameses (…) a gente doble por definición?” (p. 64). Como vemos, preguntas lanzadas desde unos textos se responden en otros. Recordemos que al comentar An Autobiography of an Ex-coloured Man (1912) de James Weldon Johnson, Martín Giráldez había dejado caer que una de las frases del libro que más le había interesado era esta: “would not my story sound fishy? Would it not place me in the position of an impostor or beggar?” La obra crítica de un prosista a veces nos dice tanto sobre su visión de la narrativa como sus propios libros; algo natural, por otra parte, pues son parte del mismo impulso creativo.

[e] Hay otros elementos en común entre las obras, ahora los veremos, pero los puenteso conexiones entre ellos llegan incluso a la repetición de alguna frase (la de la llegada de la justicia en TPUESO, p. 43, y en MJ, p. 36). El entramado rizomático de estructuras narrativas diferentes, sean de la alta cultura (vgr., monólogos dramáticos) o de la cultura audiovisual (los párrafos en cursiva de MJ siguen la mecánica publicitaria), es otra característica de estos textos, que los convierte en patchworks poliformos, donde las piezas están situadas para destruir su aportación natural: el chocarrero monólogo “shakespeariano” al final de MJ está sostenido elocutoriamente por… un caballo, en un retorcimiento kafkiano, similar al del “Informe para una academia” del checo.

[f] El Archilector. A lo largo de Menos joven aparecen numerosas anotaciones marginales que parecen hechas a lápiz, aunque son parte del tejido textovisual del libro. Estas anotaciones, que me parecen un hallazgo, suponen la aparición de un lectorprevio del texto, alguien que ha leído nuestro ejemplar antes que nosotros, y que ha dejado sus impresiones por escrito. La confusión entre copia y original (tranquilos, no esperen citas de Walter Benjamin), entre lectura primigenia y de “segunda mano” produce una interesante descompensación, pues nos convierte en los segundos receptores del texto. Se nos dice oblicuamente que el libro no estaba esperándonos, que su horizonte de sentido ya se desplegó ante alguien quizá más dotado que nosotros para desentrañarlo. Este lector previo que ha glosado –con no poca socarronería– Menos joven es además el instrumento mediante el cual se nos advierte de la infidelidad del narrador y de la necesidad de poner en cuestión cada aserto del texto. De ahí que la categoría de este hermeneuta esté muy próxima a la del archilector descrito por Riffaterre[1]: ese lector interpuesto que señala los énfasis estilísticos de un texto, que analiza su efecto en el lector y que, en nuestro caso, los deja conveniente e irónicamente señalados, convirtiéndose en el primer crítico del texto.

[g] Lenguaje. La condición de traductor de Martín Giráldez puede explicar en parte (pero sólo en parte), su infrecuente dominio del idioma. Su experiencia profesional en busca de la palabra idónea para verter el sentido de una lengua a otra parece encarnarse en el similar cuidado que muestra en la persecución de le mote juste para trasladar las palabras de su mente a la pantalla (antes se diría “de su mente al papel”, pero los autores jóvenes escriben mayoritariamente utilizando el ordenador). A ello hay que sumar su constante experimentación con el idioma, creando neologismos, así como las interpolaciones de palabras de otras lenguas, vivas o muertas, y el sabio empleo del espacio paginal a la hora de representar textovisualmente la censura (MJ, pp. 44, 62, 122)

[h] Pero de qué demonios habla Menos joven. De la inconmensurabilidad del lenguaje. De las relaciones padre-hijo, como una kafkiana Carta al padre legible en los actos de Bogdano, y de la construcción cultural del niño como proyección (quién sabe si libidinal, el deseo de saber perdido) de sus progenitores. De la potencia y radicalidad expresiva de las literaturas del absurdo. De la agonía perenne de la alta cultura y su incapacidad para ser analizada en términos inatacables, de su imposibilidad para constituirse como objeto científico. Menos joven es el antilibroo libro especular a Ferdydurke; si éste es un cuento de adultos narrado en un lenguaje deliberadamente infantiloide, Menos joven es un libro dirigido en teoría a niños pero elaborado en un lenguaje adulto y parcialmente críptico.

[i] La crítica ficticia de los anónimos reseñistas de Pynchon aporta una pista: “La escritura mata su lectura. El esfuerzo de interpretar, la exigencia de una lectura tan central continua, agota” (TPUESO, pp. 67-68); también en la obra de Martín Giráldez la espesura referencial de la obra, sobre todo en TPUESO, convierte la lectura crítica en una continua interrupción, para valorar la veracidad de una obra o cita, para atisbar resonancias en los nombres propios (juegos a veces autoficcionales: Reuben, rubenette), para investigar en las imágenes ofrecidas al lectoespectador. Todo está alterado: las fotografías de ambos libros están retocadas por el ilustrador Alfonso Rodríguez Barrena, para despistar y para mi(s)tificar; Menos joven está encuadernada como si fuera un volumen de la editorial gala Les Éditions de Minuit, bajo la sobrecubierta amarilla; algunas citas se falsean jocosamente. Si hay algo parecido a la verdad, comparece disfrazado: onomatopeyas en apariencia casuales como “JIZI-CRI” (MJ, p. 77) son en realidad citas ocultas de Antonin Artaud; “no somos los muertos” (“PACE”, p. 49) niega al Orwell de 1984 sin decirlo; bromas como “bestia de tres espaldas” (MJ, p. 123; cf. “PACE”, p. 42) retuercen a Othello. Otras citas explícitas, en cambio, están traducidas con estudiada infidelidad. Gabinete de apócrifos, Wunderkammer, retablo de maravillas, el tejido narrativo de estos libros recuerda al estudio de Ramón Gómez de la Serna[2]; obras esenciales y rarezas, genios y freaks, imágenes y palabras, comparecen de manera indistinta en esta maraña referencial a la que el lector puede asistir tranquilo, siguiendo el curso de la delirante historia, o sumergido entre libros, páginas web y enciclopedias intentando localizar las referencias, claras u ocultas, reverenciales o irónicas, maquiavélicamente dispersadas por Martín Giráldez. Sí, es cierto, toda esta alquimia polifónica es un repertorio, secreto a medias, de los gustos personales del autor, pero “¿hasta qué punto los gustos de una persona no son, en algún momento, su voz, de manera inevitable?” (Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios, p. 88).

[j] Desde hace tiempo vengo oyendo quejas, endechas y plantos, desde diversas esferas, reclamando un narrador español joven que: 1) tenga respeto por la tradición, pero sea capaz de aportar una voz propia y natural, diciendo cosas nuevas; 2) no confunda la originalidad con el originalismo; 3) no se ajuste a ninguna escuela, o grupo, o tendencia, manteniéndose al margen y dedicado a la literatura y no a la vida literaria. 4) Posea un talento indiscutible y real, a la altura de cualquiera de los mayores. Pues bien. No se angustien.

Ya lo tienen.


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[Relación con el autor: no nos conocemos personalmente; hemos intercambiado correspondencia sobre sus libros y es contacto de Facebook. Relación con la editorial: ninguna]



[1] Cf. M. Riffaterre, Ensayos de estilística estructural; Seix Barral, Barcelona, 1976.
[2] Repleto de innumerables imágenes que Rrose Sélavy intenta, heroicamente, desentrañar e identificar desde hace años



Pasadizos entre Blow Up y Blade Runner

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Imagino que esto ya se habrá hecho hasta la saciedad, pero mi ignorancia me permite plantearlo como si fuera nuevo. Blow Up (Michelangelo Antonioni, 1966) y Blade Runner (Ridley Scott, 1982)




 







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