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Channel: Vicente Luis Mora. Diario de Lecturas
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Televisión por otros medios

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Una de las cosas que más me sorprendió de la recepción de El lectoespectador fue que al menos dos de los críticos que se ocuparon de él mostraron su extrañeza ante el hecho de que se incluyera un ensayo sobre televisión, alegando que parecía anacrónico frente al resto. Como si la televisión estuviese ya pasada de moda o no siguiese siendo fundamental. Parece que piensan a la manera del narrador omnisciente de Mario Crespo en su novela Biblioteca Nacional (2012), para quien “en el mundo de hoy la tele se ve en YouTube, el periódico se lee en formato digital y los amigos se hacen en redes sociales como Facebook”[1]. Chocaba más todavía cuando una de las recensiones venía firmada por el autor de dos recientes libros sobre series de televisión. Y digo que choca porque las series televisivas, uno de los fenómenos narrativos más difundidos y exitosos de nuestro tiempo, por más que se vean ilegalmente vía Internet, están siemprepensadas, diseñadas y concebidas para la televisión; incluso en ocasiones su estructura gira alrededor de las pausas publicitarias obligatorias en la pequeña pantalla. Y en aquellas donde no hay publicidad, está siempre la limitación “metafísica” de los 50-60 minutos de duración, muy televisiva (en absoluto cinematográfica), una frontera puramentetelevisiva, que sólo es sobrepasada en casos excepcionales (como en los episodios finales de una temporada). De forma que todo en estas series es televisión pura y dura. Y hoy en día son una de las formas de consumo cultural más difundidas e incluso respetadas[2] en los últimos tiempos, como es natural, debido a la altísima calidad de alguna de sus manifestaciones.

Precisamente, el fenómeno de las teleseries viene a demostrar que la televisión está más viva que nunca y que no pierde importancia. Ello llevó a Eloy Fernández Porta a hablar de las “series de esta nueva Era Dorada de la televisión”[3]. Sí, es cierto que hay mucha gente que apenas se sienta delante de un televisor, yo entre ellos, pero eso no quiere decir que lo visto en streaming a través de la Red no sea televisión emitida por otros medios. Por no hablar de que muchos acontecimientos de gran trascendencia social (mundiales de fútbol, olimpiadas, partidos de tenis, Eurocopa, etc.), deben seguirse por la pequeña pantalla porque las páginas de difusión por streaming quedan inmediatamente saturadas. Estamos hablando de fenómenos que concitan la atención de millones o cientos de millones de personas y que es imposible seguir con imagen vía Internet.

En Narrativas transmedia (Deusto, 2013), el libro de Carlos Scolari que estoy leyendo estos días, se recogen varias entrevistas con algunos protagonistas de los cambios narrativos en los medios audiovisuales. Uno de ellos, el productor Mikel Lejarza, señala que “hacer contenidos televisivos o radiofónicos que carezcan de elementos transmedia sería como hacer televisión en blanco y negro (…) La televisión, tan denostada por algunos, ha sido el medio que mejor se ha adaptado a los nuevos lenguajes, y de ahí que esté mejor que la prensa o el cine, que tienen enormes dificultades para hacerlo”[4]. En efecto, se cierran cabeceras de periódico o pasan a la Red, y se hacen menos películas, pero ninguna cadena de televisión desaparece; si acaso, es absorbida por otra y su licencia de emisión es rápidamente ocupada por otra naciente. Pero regresemos al elemento creativo, apuntado por Lejarza, de renovación de lenguajes: algunas series televisivas están llevando a cabo una auténtica revolución expresiva, desde Breaking Bad a American Horror Story pasando por la ya clásica Lost, que no tardará en tener repercusión en el modo en que lo narrativo es entendido en nuestros días. El único enemigo serio de la televisión no es Internet, que en realidad la multiplica y consolida como generador de contenidos que luego la red transmite, sino los videojuegos. Pero esa es otra historia.

De hecho, es abrumadora la cantidad de literatura actual que tiene a la televisión en el foco de su eje narrativo: La mendiga (2000), de César Aira[5]y Rating (2011), de A. Barrera Tyzska, se construyen con las telenovelas como fondo; Los muertos (2010), de Jorge Carrión, y Aire nuestro (2010), de Manuel Vilas, con las series o la programación televisiva como eje estructural. En 2666 (2005), de Roberto Bolaño, "La parte de Fate" contiene una importante presencia televisiva. En la reciente Show Time (Lost Coast Press, 2012), de Phil Harvey, que imagina un reality show de supervivencia en condiciones extremas (un poco al estilo de Hunger Games). Por no hablar de la importante presencia que tiene el medio en novelas como A.B.U.R.T.O. (2011), del mexicano Heriberto Yépez (que además le dedicó el ensayo Contra la tele-visión); Fabulosos monos marinos (2010), de Óscar Gual; El público (2012), de Bruno Galindo; Sonría a cámara (2010) de Roberto Valencia, o en relatos como “Por culpa de la televisión”, de Germán Sierra (Alto voltaje, 2004). En la novela de Carlos Gámez, Artefactos (Sloper, 2012), un espíritu utiliza la televisión para comunicarse con el personaje (p. 40). Incluso en poesía encontramos ejemplos recientes (podríamos citar textos de Raúl Quinto, Cristina Morano o Sergi de Diego Mas), entre los que espigamos este poema de Marta Agudo:

Pongo la tele y sonrisas húmedas. Zapping de orden y museos. Animales ejecutados y orejas desalojadas. Correas tras espasmos de gloria, segundos de pedestal y la destreza del suelo. Como en un truco de magia, cada ficha se recoloca en su casilla hasta el pistoletazo del día siguiente. Ciudad peregrina pero en orden, albergas películas y santuarios, frecuencias que sin rozarse construyen la veracidad de un mapa…[6]

El televisor como objeto está perdiendo lugar e importancia en los hogares, esto es cierto, a pesar de los intentos de revitalización provenientes del 3D. Pero mientras el electrodoméstico “televisor” decae, la televisión como generador se reinventa, se invisibiliza y disuelve, inteligentemente, dentro de la pantalla como concepto aglutinador, como realidad mayúscula y vital (Laura Borràs[7]) que ha terminado por incluir en sí al televisor, a Internet, a los móviles, al libro electrónico, etc. La pantalla no es sólo un “soporte” o un “canal”; es una interfaz con el usuario que ha terminado por ser el modo de recibir la información que el sujeto necesita y que no está en su inmediato entorno físico (sea práctica o de entretenimiento, profesional, intelectual o de ocio). No vemos Internet, ni televisores, ni tabletas: lo que vemos en todo momento son proteicas pantallas en que cualquier tipo de contenido puede aparecer, y muchos de ellos, y no los menos atractivos, siguen siendo producidos por cadenas de televisión en formato televisivo. En consecuencia, sola en compañía de Internet, que al englobarla y difundirla la refuerza, la televisión sigue teniendo una importancia sociológica y aun estética fundamental, y en buena medida sigue configurando los hitos más relevantes del imaginario colectivo.


[1] M. Crespo, Biblioteca nacional; Eutelequia, Madrid, 2012, p. 59.e
[2]“Actualmente hay series de televisión, fundamentalmente norteamericanas, de una altura narrativa sobresaliente. Las películas son una suerte de versión audiovisual de los cuentos, de los relatos cortos, mientras las series de televisión se han convertido, a mi parecer, en el equivalente a las novelas, a las novelas en el sentido más decimonónico y auténtico del término, las de mucho antes del ‘Noveau Roman’ y todas esas cosas”; Ángela Vallvey, “El hombre del corazón negro”, Cuadernos Hispanoamericanos, nº 729, marzo 2011, p. 26.
[3] Eloy Fernández Porta, €®O$. La superproducción de los afectos; Anagrama, Barcelona, 2010, p. 34.
[4] Carlos Scolari, Narrativas transmedia. Cuando todos los medios cuentan; Deusto, Barcelona, 2013, p. 35.
[5] En Las conversaciones (2007) también concede Aira gran protagonismo a la televisión.
[6] Marta Agudo, 28010; Calambur, Madrid, 2011, p. 41.
[7] “De hecho ya es una realidad que gran parte de nuestras vidas transcurre entre pantallas, que hemos aprendido a relacionarnos con ellas leyendo, mirando, viendo, ignorando elementos visuales que nos estorban en nuestro propósito, tocando, escuchando… O sea que puede que leer en digital, con un verdadero aprovechamiento de las posibilidades del medio represente, en función de los objetivos artísticos, leer más”; L. Borràs, “Nuevos lectores, nuevos modos de lectura en la era digital”, en Salvador Montesa (ed.), Literatura e Internet. Nuevos textos, nuevos lectores; Universidad de Málaga, Publicaciones del Congreso de Literatura Española Contemporánea, Málaga, 2011, p. 47.




Reseña en verso de Lo solo del animal de Olvido García Valdés

Exquisitez contra la barbarie

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Iván Repila, El niño que robó el caballo de Atila; Libros del Silencio, Barcelona, 2013

Jesús Carrasco, Intemperie; Seix Barral, Barcelona, 2013.

Gracias a Miguel Ángel Hernández Navarro, quien comentó en Facebook que estos dos libros tienen puntos de contacto, los he leído seguidos, uno a continuación del otro. El resultado de esta lectura conjunta es muy enriquecedor y surgen de ella algunas conclusiones interesantes. La primera es que, a mi juicio, la narración contemporánea más sugerente es aquella que rompe la rígida estructura del melodrama y explora otras fórmulas de comunicación con el lector. Creo que por eso Intemperie, de Jesús Carrasco, sin dejar de ser una brillantísima novela, me ha interesado menos que El niño que robó el caballo de Atila, de Iván Repila, nouvelle que me ha parecido honda, inquietante y efectiva. Intemperiees un western clásico, puesto por escrito con enorme calidad literaria y un saber constructivo notable tratándose de un debut narrativo. El libro de Repila es literatura simbólica y salvaje, como la de Rafael Pinedo o Juan Rulfo, menos premeditada y virtuosa pero que se impregna en la memoria y en las tripas. Su lectura otorga ese aldabonazo en la escarcha de la mente que Kafka requería para la literatura. Como mero ejemplo: “La vida es maravillosa, pero vivir es insoportable” (El niño que robó el caballo de Atila, p. 95).

Los dos personajes centrales de las novelas tienen muchas cosas en común: son niños; no se explicitan sus nombres ni apenas circunstancias personales; vienen de familias infernales de las que quieren librarse; sufren hambre, miedo y privaciones durante toda la obra que les generan similares delirios y deliquios visionarios (como perseverar en su forma de huida hasta dar la vuelta completa al mundo: “Si no puedo salir por arriba, saldré por debajo. Aunque tenga que atravesar el mundo como un gusano”, El niño que robó…, p. 117; “como mucho, daría la vuelta al mundo para volver a toparse con el pueblo”, Intemperie, p. 23; esta idea ya estaba presente en Nadie conoce a nadie, de Juan Bonilla); y su imaginación feraz se opone a la barbarie inhóspita de su entorno. También tienen sueños o visiones donde ven el interior de su cerebro como un espacio vacío (El niño que robó…, p. 107; Intemperie, p. 46), metáfora con la que ambos autores describen las opresoras cárceles mentales en las que viven. Ambos chicos se arrojan a la intemperie de la existencia humana de la más cruel y desgarrada de las formas, y ambos aprenden a utilizar la violencia después de sufrirla: la venganza más atávica late en el final de las dos novelas.
 
El motivo por el que el lector empatiza a la perfección con ambos niños ya lo explicó Jonathan Franzen al hablar de Robinson Crusoe: “leer acerca de las soluciones prácticas a los problemas del hambre, la intemperie, la enfermedad y la soledad es sentirse invitado a entrar en la narración, a imaginar qué haría uno si se encontrara aislado de una manera siimilar, y a medir su propia resistencia, recursos e ingenio práctico en comparación con los de él". (J. Franzen, Más afuera; Salamandra, Barcelona, 2012, pp. 38-39.)

También hay conexiones de tono y estilo: el tono brutal y despojado se alterna en ambas novelas con párrafos o frases más elaboradas, como demostrando que la economía de medios es un recurso estilístico intencional y no una carencia. Queda claro que la parquedad y el laconismo no son característicos de esta nueva narrativa tardomoderna, de la que hace poco vimos otro ejemplo, el de Rubén Martín Giráldez. Por el contrario, estos nuevos autores tienen un estilo fuerte, sólido, rico, cimentado en la tradición y bien temperado, que nada tiene que envidiar al de sus mayores. Intemperie tiene otro elemento valioso: la recuperación (que ya habían hecho en distintos momentos Azorín o Delibes) del léxico rural, llenando la novela de términos como ataharre, serón, albardas, creosota, etc., raras ya de encontrar en el uso cotidiano del idioma.

En resumen, dos novelas excelentes y necesarias, entre las que no hay que elegir. Es deber del lector atento leer las dos.
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[Relación con los autores: ninguna. Relación con Libros del Silencio: ninguna. Relación con Seix Barral: es mi actual editorial de narrativa]

(Firma digital invitada) Paula García Santoro: inquietudes sobre el diseño

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"Hola, Vicente. Estoy estudiando diseño de producto, y tengo algunas dudas que me gustaría plantearte en relación a este campo. En primer lugar, quisiera mostrar mi repulsión hacia esta tendencia posmo-chachi en el diseño que se/nos impone y que vendría a representar el BUEN HACER: Ikea. No hace mucho, en unas de esas yoguererías tan de moda y tan representativas de un mundo aparentemente suave y limpio, un chaval, ante la extrema limpieza y blancura-cool del local (la limpieza como antesala del fascismo), le dijo a su compañero: “joder, aquí parecemos manchas”, y me pareció un comentario muy paradigmático de la repercusión del diseño en las personas. El diseño parece que esté en el cielo, en los valores (los objetos parecen más virtuosos que las personas), en el buen hacer, en ese espacio blanco, abstracto, divino, donde se establecen hipotéticos usos sin ninguna relación con las manos, más que las del propio diseñador. Es como si nuestra función se redujera a producir espectros, imágenes de lo apropiado, de lo que tendría que ser un hogar o espacio público, es decir, una vida. Un escenario, a fin de cuentas, limpio, seguro, culto, para que la gente vea, toque y piense que está en un buen lugar.

Participar de esta paranoia colectiva, en la que todo es guay, sexy y anárquico, inclusive, y consciente de sí y blablabla, me entristece, porque con todas estas gilipolleces sé que se ocultan unas cada vez más radicales diferencias de clase, adquisitivas y jerárquicas. Los objetos se reducen a las exposiciones, a los Designs weeks, y a la madre que los parió. Es como si la figura del diseñador fuera una mamá ideal, muy Special-K, que tiene que cuidar, enseñar y alimentar BIEN a sus niños, para que un día (que nunca llegará) se conviertan en unos buenos ciudadanos-emprendedores. Por ello, es menester que sepan apreciar como toca todas esas instalaciones superecológicas que les hemos montado para divertirse, reflexionar, etc. ¡Anda ya! Parece que nos eduquen para cobardes, para asquearnos del otro. Estoy harta de todas estas políticas destinadas a asfixiar las vidas de las personas con una sonrisa servicial, convirtiendo la ciudad en una casa, en algo íntimo y domesticable, y así tú poder sentirte “como en casa” -> Hasta aquí mi pataleta pija.

Ahora bien, te pregunto, Vicente, ¿qué aconsejarías a una estudiante de diseño que está apuntito de meterse en el proyecto de final de carrera? ¿cuál es tu postura frente al diseño? y en este panorama tan turbio y geometrizador que se presenta, ¿conoces alguna propuesta en el diseño que respete a las personas, que parta de la tierra? ¿y alguna referencia bibliográfica? El otro día leí una entrevista muy interesante al arquitecto Enric Miralles y me gustó mucho su forma de proyectar, dialogando con el entorno, pero consciente a su vez del daño que puede llegar a producir su obra en el tejido urbano. Es una manera de proyectar que me parece muy atractiva. En clase proyectamos de la siguiente manera: apuntamos en la pizarra (blanca) una serie de conceptos que ponemos en común y que más adelante se convertirán en algo físico... Los valores nos ciegan. Seguimos soñando en realizar un sistema democrático de gente libre e igual, y acabamos creando cosas blancas-tope-chachis sin apenas relación con su entorno. Islas flotantes, hermosas, en un mar de conflictos y miseria."

Paula García Santoro, diseñadora de producto (Valencia, España)

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Respuesta

Gracias por tu interesante punto de vista, Paula. No soy experto en diseño, y no puedo recomendarte bibliografía como la que buscas. Pero lo que escribes me ha hecho pensar. En efecto, hay un diseño humanizado, como el de Miralles, o como el de los edificios de Rafael Moneo, que incluye al hombre en el proyecto y le procura entornos habitables. Lejos de la máxima de Le Corbusier, para quien la casa era una "máquina de habitar", Miralles o Moneo eliminan la máquina de la ecuación -por más que toda construcción sea en parte, por supuesto, un artefacto mecánico-. El problema del diseño comienza cuando lo maquinal, como apuntas en tu texto, cobra más importancia que el ser humano al que el edificio (el objeto, el producto, el entorno, etc.) va destinado. Entonces comienza la alienación, que puede ser simple e inocua, como cuando hay un exceso de diseño, o grave y dañina, cuando el diseño convierte a la persona que se mueve en su interior en una mancha, en un error estético, haciéndola sentir incómoda.

Y esto sucede, por descontado. Hay centros comerciales, aeropuertos o espacios abiertos en los que al diseño excesivo de la arquitectura se une el hiperdiseño de algunas tiendas o espacios interiores, de forma que se produce en la persona que circula por ellos una especie de síndrome Stendhal espacial, donde el vértigo descrito por el escritor de Grenoble se transmuta en un mareo visual producido por la saturación de diseño que, en una tienda de Apple, por ejemplo, va desde el logotipo hasta la organización de la tienda, desde los objetos vendidos hasta las mesas funcionales, proyectándose en todo momento la idea de que no eres "cool" si no formas parte de esa lógica hiperorganizada y estetizante. No son pocas las personas que me han comentado la frialdad terrible que contemplan en una tienda de Apple. Como si existiese una distancia inalcanzable entre la perfección de los objetos cuadrangulares (todos los productos más vendidos de Apple son ahora cuadrangulares), con esquinas levemente redondeadas, y nuestro cuerpo tosco, romo, lleno de accidentes orográficos y de extremidades que tienden a romper la forma rectangular.

Creo que es el imaginario de la ciencia ficción el que mejor ha representado la alienación del individuo en espacios hiperdiseñados, donde la única forma de no desentonar es ajustarse a una mecánica de movimiento pactada de antemano, a una coreografía maquinal (véase en especial el trailer de THX 1138). Sólo si el ser humano se comporta como un mecanismo puede formar parte razonable del entorno. Son tres películas (las otras son The Clockwork Orange y Tron) que muestran diversas formas de deshumanización. Te dejo estos tres vídeos y con ellos me despido. Gracias por tu correo electrónico.














Afinación

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Yo sentía que el instante tenía un sentido oscuro que era preciso afinar y perfeccionar. 
Jean-Paul Sartre, La náusea


En los últimos meses han coincidido en las estanterías tres libros que tienen un elemento en común: los tres suponen una especie de afinación de los temas, tonos e intereses de sus novelas anteriores. Hay que decir que las tres novelas son excelentes y que no pueden ser más dispares o diferentes entre sí. Parecen escritas por tres escritores de tres países o mundos distintos, algo que simboliza la riqueza y variedad de la última narrativa española, que está pasando a mi modesto entender por un momento dulce.
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1. Aforismos dopados

Las mujeres suelen fijarse en los detalles. Yo también. Sobre todo me fijo en los detalles.
Javier Moreno, Alma


El primer ejercicio de afinación me ha parecido encontrarlo entre las dos últimas novelas del murciano Javier Moreno. Alma (Lengua de Trapo, 2011)y 2020 (Lengua de Trapo, 2013) están escritas desde una autoficción distanciada pero explícita. También comparten temas, sobre todo el argumento principal y último (común a su vez a las obras de Sara Mesa y Menéndez Salmón sobre las que hablaremos después): la abyección del ser humano. “Creo que el ser humano es en esencia una especie abyecta y que ese es el secreto de su éxito evolutivo. Ante la ingenuidad y la abyección, siempre me decanto por la ingenuidad. No puedo escribir la palabra abyecto sin pensar al mismo tiempo en Thomas Bernhard.” (Alma, p. 16). También hay obsesiones habituales de Moreno en ambos libros: las referencias científicas, la distancia entre copia y original, Josefine Mutzenbacher, la higiene íntima, IKEA, el ruido blanco, la moda, Google Earth como proveedor de sentido entre realidades lejanas, los pequeños detalles elevados a símbolos cósmicos, etc. Si María tiene en Alma una carpeta de fotos a la que denomina “Alma”, Gowan tiene en 2020 otra carpeta de imágenes a la que titula “Revelaciones”. Aunque parecen obras diferentes, la estructura de 2020 es similar a la de Alma, pero amplificada: los hallazgos de una línea ahora son de una frase. Los de un párrafo se hacen ahora de una página. Están más elaborados, son relámpagos en vez de fogonazos, pero la escritura se basa en el encadenamiento de destellos de inteligencia y observación. El argumento, más trabado y “legible” en 2020 sigue sin ser importante, algo sobre lo que el autor no ha dejado de ser explícito: “El argumento siempre me ha interesado más bien poco en las novelas. (…) El resto —la trama— no son sino extrapolaciones. La vida es una suma de acontecimientos carente de trama. Como mucho, podría hablarse de pequeñas convergencias que procuran la ilusión de sentido” (Alma, pp. 30-31).Del mismo modo que las lámparas LED se iluminan gracias a lo que los electricistas llaman el “silicio dopado” (semiconductor de banda prohibida indirecta en la terminología científica), Alma y 2020 se construyen a partir de aforismos dopados, destellos o fogonazos que han sido desarrollados en pequeños párrafos cegadores; haces de luz cebados destinados a iluminar las zonas en penumbra de nuestra realidad cercana. Así, de un detalle de Alma,

“—Es la primera lección del bróker. Comprar acciones a la baja y vender al alza.
—Un principio de conservación del dinero.
—Efectivamente. Una sabiduría equiparable a la de los maestros taoístas. La única apuesta segura es la apuesta por el vacío.” (Alma, p. 79).

Moreno levanta ahora una reflexión monumental sobre el ciego azar bursátil, la tiranía del dinero, la crisis económica y la virtualización de la “gran economía”, que asfixia la devaluada microeconomía individual. Aquí aprecio un gran parecido con (o un homenaje a) la novela Cosmópolis de Don DeLillo, pues tanto Gowan, el personaje millonario de Moreno, como el Eric Packer de DeLillo, se mueven por la ciudad en un coche, juegan a bolsa y llevan a veces a sus asesores dentro del vehículo con un ordenador. Desde allí ambos elaboran discursos mitad sociológicos, mitad oníricos, sobre nuestro tiempo: “no es que seamos testigos tanto del flujo de la información cuanto de un espectáculo puro, o de la sacralización de la información, ritualmente convertida en algo ilegible” (Don DeLillo, Cosmópolis; Seix Barral, Barcelona, 2003, p. 100); “el dinero es vulgar porque es todavía algo material (…) Los espíritus viajan a la velocidad de la luz, se propagan a través de ondas y fibra de carbono y se materializan en forma de cifras” (2020, p. 95). Ambos elaboran su Arte de la guerra particular, para un campo de batalla por completo desmaterializado, sin que eso signifique, por desgracia, que no haya víctimas reales.


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2. Panópticos corporales

Ah, las cuatro paredes de la celda…
Sara Mesa, Un incendio invisible

Cuatro por cuatro (Anagrama, Barcelona, 2012)tiene varios puntos en contacto con Un incendio invisible (Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2011), la anterior novela de la poeta y narradora sevillana Sara Mesa. En ambas un personaje masculino en crisis vital, con leves problemas oculares (miopía en Cuatro, astigmatismo en Un incendio; si apunto la anécdota es porque creo que la autora la emplea como metáfora de la imposibilidad de los protagonistas de acceder íntegramente a la experiencia), con una mujer clavada en el recuerdo (la loca Lola, Elena), y con total desgana por su nuevo trabajo, llega a una institución (un geriátrico, un college), que bajo una capa de normalidad encubre numerosos y terribles secretos. Buena parte de la historia en ambas novelas transcurrirá describiendo cómo el personaje aprende las nuevas y extrañas reglas, se diluye en ellas con total inanidad y desinterés, con la sensación de estar dentro de una obra de teatro (Cuatro, p. 241; Un incendio,p. 191), mientras que va descubriendo oscuras relaciones entre los habitantes y los trabajadores. Ambas instituciones acaban siendo cárceles de vigilancia y control absoluto más que lugares donde sanarse o aprender. Y hay más: esas instituciones están ubicadas en ciudades inexistentes (Vado, Cárdenas), con ligero parecido a ciudades reales, y la sociedad es distópica en ambos casos: Vado está siendo abandonada por sus habitantes sin que se conozca el motivo, Cárdenas se desangra en una incontrolable serie de disturbios sociales. Los espacios vacíos, las ruinas, las zonas muertas en que los escasos habitantes viven relaciones casi selváticas, animales, son una constante en ambas obras, así como las relaciones de poder, sometimiento y crueldad entre los personajes, el sexo enfermizo o disfórico, la sensación de fin d’époque, la sensación de amenaza, la “violencia sorda, conflictos de poder, jerarquías, sumisiones” (Cuatro por cuatro, p. 136), “torturas, encierro, locura, enfermedad” (p. 130), temas estos últimos que comparte con La calera de Thomas Bernhard, una referencia explícita de Mesa. Cuatro por cuatro es mucho más redonda que Un incendio invisible, está mejor escrita (sobre todo en su última parte) y la alternancia de hasta cuatro narradores diferentes demuestra la ambición narrativa creciente de la autora. Sólo reprochar la excesiva linealidad interna de cada parte, algo monótonas en el modo de ir aportando información, y algunas construcciones mejorables: “casi estoy corriendo cuando llego” (p. 119), “pero yo igual me llamo ahora de otra forma” (p. 127). Por lo demás, Cuatro por cuatro es una novela agudamente anclada en las zonas de sombra del ser humano y de su hobbesiano comportamiento, y un ejercicio literario consistente y recomendable.

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3. Lo inefable a la vista

Un hombre es lo que ha visto.
Ricardo Menéndez Salmón, La luz es más antigua que el amor

La última novela de Menéndez Salmón, Medusa, sobre la que no nos extendemos porque próximamente hablaremos de ella en otra parte, tiene igualmente numerosos puntos de contacto con La luz es más antigua que el amor. Aparece otra vez un álter ego del autor (Bocanegra, seguramente), se construye sobre un artista ficticio (Prohaska), del mismo modo que la anterior se levantaba en parte sobre Adriano de Robertis y Vsévolod Semiasin, y sus temas principales tienen que ver con la abyección humana, el mal y la relación entre el artista y el poder. Amén de ello hay coincidencias aún más estrechas. En ambas se pone en cuestión el género de la biografía (Medusa, p. 99; La luz es más antigua que el amor, p. 153), aparece en ambas el tema de la autodestrucción de la obra (Semiasin se come sus pinturas, Prohaska “arrojó al mar todos y cada uno de sus dibujos”, p. 27), en ambas se ahonda –con notable perspicacia y profundidad– en el topos de la imagen, y entre las dos aparecen prácticamente todos los horrores históricos del siglo XX, de Hiroshima a Dachau, de Stalingrado a la Guerra Civil española. Capturar el horror es uno de los asuntos centrales no sólo de estas dos obras, sino quizá de toda la narrativa de Menéndez Salmón. Derek Walcott escribió sobre la última obra de Ossip Mandelstam que “Mandelstam, en su agonía, trata de escribir un buen poema, y este esfuerzo salva el texto para nosotros. El triunfo de escribir una buena obra no elimina el sufrimiento vivido, pero es asombroso que la belleza nazca de una situación de horror. Por eso no cabe hablar de pesimismo u optimismo; la poesía es su propia verdad”. Prohaska explica los motivos para abandonar el arte, después de su última y terrible fotografía: “mi viaje (…) ya había cumplido su cometido, pues lo único inacabable en el mundo es el horror. El horror es el único combustible que jamás se agota, la materia prima más y mejor repartida en el universo” (pp. 134-35). De este modo, salvar el horror, regresar del viaje al que se partió para dar forma artística a lo inefable, es el objetivo de los artistas ficticios de Menéndez Salmón, que pagan un alto precio vital por sus propósitos estéticos.

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4. Conclusión

Alguna mente malpensada puede decir que estos autores han llevado a cabo sus respectivos ejercicios de afinación a la vista del buen resultado que les depararon sus anteriores novelas. No podemos negarlo tajantemente, pues ignoramos qué se mueve en la mente de los otros escritores –y quizá es mejor así–, pero nuestro optimismo antropológico y la confianza en la trayectoria de estos tres autores, que han demostrado sobradamente su competencia en el género novelesco y en otros, nos hace pensar que la afinación puede ser también un ejercicio de modestia. Del mismo modo que la reescritura constante de Juan Ramón Jiménez supone, frente a la soberbia que le achacan sus detractores, un evidente modo de humildad en la persecución de la mejor forma posible del poema, Moreno, Mesa y Menéndez Salmón intentan pulir su propia obra en busca de la mejor novela de que son capaces, aprendiendo de sus propios errores pero también de sus aciertos. De hecho, son los aciertos los que están desarrollados en estas nuevas obras: Mesa escribe mejor y con más ambición; Moreno ahonda en personajes y estructuras, y Menéndez Salmón ha crecido en su capacidad de ligar la anécdota vital de una persona con su periplo artístico. Podría decirse que han salido ganando, sí, pero lo importante es que quienes hemos salido victoriosos, al final, hemos sido sus lectores.


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[Relación con las editoriales: ninguna con Anagrama, ninguna con Lengua de Trapo, Seix Barral es mi editorial habitual. Relación con los autores: cordial en los tres casos]

El blog decreciente

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Quizá lo sepáis ya, pero desde hace tres semanas tengo, además de Diario de Lecturas, otro blog, sin título, dentro de El Boomeran(g):

http://www.elboomeran.com/blog/1506/blog-de-vicente-luis-mora/

Es un proyecto distinto a este. Para empezar se trata un blog decreciente. Si todo va bien tendrá 100 entregas, cada una de 500 palabras exactas. Se han publicado ya la 100, la 99 y hace un momento la 98. No es un blog de crítica literaria, sino un ensayo literario de 50.000 palabras, fragmentario y en marcha, escrito a través de un blog.

Sigo pensando que el blog es uno de los instrumentos literarios más precisos, maleables y sugestivos de nuestro tiempo. De ahí que lejos de abandonar este, me dedique a la práctica por duplicado. 

Es posible que las entregas de este Diario de Lecturas se espacien porque, a pesar de que mis ganas son dobles, mi mente sigue siendo una y escaso mi tiempo libre. Intentaré que lo que aquí aparezca siga teniendo la poca o mucha calidad de siempre.

Nos vemos aquí, o allí, o en donde queráis. Abrazos.

Páginas entre literatura y arte

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Ayer, dentro del ciclo de conferencias del Medialab-Prado de Madrid presenté en directo un tablero de Pinterest en el que llevo meses trabajando. Toda sistematización es dudosa (y además está sancionada por cierto pensamiento posmoderno que critica los intentos de clarificar el panorama y de establecer taxonomías), pero uno se deja llevar por el entusiasmo y cree que puede haber personas que agradezcan este tipo de esfuerzos. En todo caso ha sido divertido -prolijo, pero divertido- hacerlo. 

El tablero tiene por objeto una aproximación sintética a 7 formas habituales de comunicación entre el lenguaje y la imagen estática (no he incluido imágenes dinámicas como vídeo o videojuegos). La clasificación que propongo es opinable, por supuesto, y hay imágenes resistentes a la categorización. Por eso algunas de ellas han sido incluidas en dos clasificaciones a la vez, sea por tener elementos de ambas o porque están a medio camino entre ellas. 

El mapa, en consecuencia, es el siguiente:


#1: Poesía visual y caligramas.
#2: Word Art, variante del arte conceptual que implica que "el texto (...) y el titulado (...) se transformen en logos, en palabras-objeto sin contexto y connotación literarias", según Anna Maria Guasch.
#3: Novela gráfica, novela híbrida[1]y lo que he denominado en El lectoespectador novela pangeica.
#4: Arte tipográfico.
#5: Arte mediante o a través de palabras utilizadas como material compositivo.
#6: Usos tardomodernos de la imagen en narrativa o prosa.
#7: ilustraciones de libros, cuadernos de artistas o textos orientales.

En el tablero, cada imagen lleva su respectivo número, que la ubica dentro del mapa. 

Y la dirección de Pinterest donde está el tablero:

http://pinterest.com/vicenteluismora/between-text-art/

Espero que os interese. Saludos


[1]“The style of new graphic novels leaves a lot to be desired for many people and provides just what is needed to many others but undoubtedly it helps readers to understand the story in other way.  It is an style that, although we are not used to seeing it very often, we should take into account above all nowadays since digital reading is becoming much more common. Personally, I think this is a style that could gradually take off but  it is clear that the author and graphic designer should work side by side”; Alberto Hernández, Hybrid novels, 2009.

Extractos de un artículo en marcha

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“Even if it does not involve electronics or computers, conceptual poetry is thus very much a part of its technological and cultural moment[1]

En mis lecturas de los últimos años estoy advirtiendo una tendencia de numerosos narradores a utilizar elementos del arte contemporáneo, en especial de las artes conceptuales (utilizo esta expresión porque el arte conceptual tiene muchas y muy divergentes direcciones). Las formas de uso por los narradores de esta línea de fuga también son muy diferentes. Los escritores pueden utilizar las obras de arte para canalizar una obsesión o introducir un tema en la novela. A César Aira un mural ficticio le sirve en El error (2010) para presentar al misterioso personaje Pepe Dueñas, una figura legendaria que habría vestido el mismo atuendo, o el mismo tipo de atuendo con prendas idénticas durante toda su vida[2]. La descripción del mural, que es narrativo, nos hace tener la duda de si ésta y otras novelas breves donde pululan multitud de personajes en situaciones irracionales no serán para él como murales, donde experimenta una narración basada en pequeñas escenas que acontecen en situación de igualdad, como en el Tríptico de las delicias de El Bosco o en algunos cuadros multitudinarios de Brueghel el Viejo.

La cita de Aira no es causal porque su escritura es recipiendaria de las artes conceptuales y, en especial, del protoconceptualista Marcel Duchamp. Vivian Abenshushan recuerda que Duchamp es su maestro, y también que “en su ensayo La nueva escritura, César Aira ha dicho que ‘los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas...’ Con eso bastaría para entender el conjunto de su narrativa no como un proyecto balzaciano, sino como un proyecto conceptual en el que también participa el gesto de la publicación incesante de falsas novelas, cuya única importancia es el método con que fueron fabricadas”[3].Esta apelación de Aira tiene un aire de familia con otras que podemos ver últimamente y que vienen de la narrativa española contemporánea. La más explícita sería sin duda la de Diego Doncel en su novela Amantes en el tiempo de la infamia (2013), donde leemos en la página final:

Este libro debe ser leído así, cada una de sus partes es la pieza de un puzzle que se proyecta en una pantalla. Porque todas las vidas son, al mismo tiempo, sucesión y simultaneidad, y en la vida de Robert y de Marie cualquier hecho o imagen del pasado formó parte de los hechos o de las imágenes del presente. Mi idea, en este sentido, ha sido hacer una novela conceptual, una instalación narrativa conceptual.[4]

Doncel, que tuvo desde niño amistad familiar con el artista del grupo Fluxus Wolf Vostell, concibe su novela desde un lugar limítrofe entre la expresión literaria y la artística; esto no quiere decir que sea arte hecho por otros medios, palabras mediante, sino que su literatura está muy influenciada por el arte conceptual y utiliza algunas de sus premisas. Algo similar, en este caso por “deformación profesional”, sucede con la última novela del profesor y crítico de arte Miguel Ángel Hernández Navarro, Intento de escapada (2013), sobre la que volveremos más adelante por su especificidad y la profundidad de su tratamiento sobre el tema.

[…]

Otro ejemplo sería el de la última novela de Javier Moreno, 2020. En un momento de la historia, un personaje llamado Josefina pasea por una exposición en una galería en el Barrio de las Letras. Después de un ácido retrato tanto de este barrio como del ambiente cultural “jipijo”, Moreno describe las piezas: “Josefina pasa frente a los cuadros. Todos ellos repiten el mismo esquema, un plano de Auschwitz superpuesto a: una imagen de un hombre que ordena libros en una biblioteca, una imagen de un grupo de trabajadores reunidos en una asamblea, una imagen de un grupo de trabajadores sentados en torno a una mesa. Los títulos que acompañan a dichas obras son: Voluntario barriendo las hojas muertas de El Retiro, Voluntario en la biblioteca pública Joaquín Leguina, Trabajadores abocados a la disyuntiva de aceptar el despido o una bajada de sueldo, Ejecutivos de GS decidiendo en asamblea la estrategia de la compañía. (…) la pintura de los ejecutivos de Goldman Sachs transmite una serenidad casi religiosa. Los ejecutivos visten camisas blancas y sobrias corbatas bajo trajes amplios y oscuros, un estilo que hace pensar extrañamente en el hábito de una orden monástica, en iniciados de una religión mistérica y sombría.”[5]. Este inexistente cuadro de ejecutivos recuerda bastante a los inexistentes veintidós cuadros de la “serie de composiciones de empresa”[6]que Michel Houellebecq hace pintar a Jed Martin en su última novela hasta la fecha, El mapa y el territorio (2010). Entre esas piezas imaginarias de Houellebecq están Bill Gates y Steve Jobs conversando sobre el futuro de la informática y también otro óleo de agentes de bolsatitulado La entrada en bolsa de la acción Beate Uhse. Sobre este escribre el autor francés: “sus traders en pantalón de chándal y sudadera con capucha, que aclaman con una lasitud hastiada la gran industria del porno alemán, son los herederos directos de los burgueses con chaqué que se cruzan interminablemente en las recepciones escenificadas por el Fritz Lang de los Mabuse; los trata con el mismo distanciamiento, la misma frialdad objetiva” (p. 167). No acaban aquí las bromas literarias sobre ejecutivos bursátiles de Wall Street, seguramente fruto del hartazgo de quienes tienen que trabajar muchos años para ganar el dinero que un broker consigue en una semana especulando sobre valores en parte irreales. La primera obra literaria de arte ficticio sobre este tema ya la había creado Óscar Gual en la citada Cut and roll (2008). Cuando el protagonista asiste a la exposición privada de algunas obras del artista Ecoss, presencia una pieza titulada “Broker”. Aquí la descripción de Gual:

-En esta tercera urna verán la creación más gamberra y a la vez comprometida. Se llama Broker (…) Hace veintidós horas y cuarenta y tres minutos (…) este hombre que les mira desnudo y perplejo desde el centro del cristal estaba saliendo de Wall Street tras ganar varios millones de dólares gracias a una oportunidad desaprovechada. Iba hacia su casa. El propósito de retenerlo en este acuario de reducidas proporciones en el que apenas si puede moverse es mostrar a quienes manejan los hilos de nueestro sistema social tal y como son en realidad, desprovistos de toda herramienta. Y apreciar su cara de asombro al convertirse en un objeto de museo, en una cosa. Se ha despertado hace media hora y nunca se explicará qué le ha sucedido. Le volveremos a sedar y despertará en algún callejón del Bronx. Su historia será tan creíble como la de un abducido por los extraterrestres. Puede que opte por creer que fue un sueño, aunque en su interior siempre sabrá que fue real. O puede que se vuelva loco, o hippie. (p. 238)

[…]

En Leonardo (2013), de Guillermo Aguirre, el desesperado protagonista se obsesiona hasta tal punto con una teta, o quizá mejor dicho con la fotografía de una teta, que acude a una exposición para robarla. También para Marcos, el protagonista del Intento de escapada de Miguel Ángel Hernández Navarro, la obra homónima del artista Jacobo Montes, probable trasunto de Santiago Sierra, se convierte en una obsesión y también es detenido por la seguridad de la sala al intentar forzarla para llegar a su última comprensión. La imagen de alguien detenido por buscar el sentido último de una pieza (no por su destrucción, sino por perseguir su entendimiento) dice mucho también del lugar de la crítica en nuestro tiempo, y quizá sea algo más que una metáfora literaria, insertándose en otra cadena, más política y crítica, de significados.

[…]

Para no romper el historicismo, sin dejar de actualizar el pasado conceptual a la mirada de nuestro tiempo, debemos hacer constar que las circunstancias que encontraban esos artistas en su época eran extraordinariamente similares a las que la narrativa innovadora halla en la actual: la misma resistencia a lo nuevo, los mismos gustos tradicionales y manieristas sancionados por el mercado y el público, los arrebatos ñoños y sentimentales disfrazados de arte. Que durante los últimos años textos hechos pasar por novelas como los de María Dueñas y Albert Espinosa se cuenten entre los más vendidos habla bastante claro de esta situación que describo. La indignación del artista, y del escritor, ante esta situación, pudo comenzar en los sesenta pero no se ha extinguido, e incluso en las fases históricas intermedias durante los pasados cincuenta años ha tenido sus ritornellos y sus reapariciones estelares. Así lo ha reflejado, además, la literatura. Recordemos la significativa novela de Ignacio Vidal-Folch, La cabeza de plástico (1999), donde se examina desde dentro el mundo del arte. Uno de los protagonistas explicita la reacción contra la reacción, la indignación ante el arte anacrónico y carente de búsqueda: “(…) te rogaría que cuando te refieras a las cosas que estáis exhibiendo desde hace treinta años en esas funerarias que son los museos no mencionases los conceptos ‘artista’ y ‘arte’. Si entendemos como arte las obras que proporcionan satisfacción de las necesidades de armonía espiritual y estética, o que incorporan al mundo lo que yo llamaría ‘espacios de sentido’, esas cosas nada tienen que ver con él”[7]. Y, en otro momento de la novela, se deja muy claro lo que una obra de arte debería ser, para el artista (y, quizá, esto sólo podemos suponerlo, para el propio Vidal-Folch): “la innovación y el riesgo son exigencias sustanciales de la obra de arte, pues no hay arte verdadero que no explore, que no incomode” (p. 26). Muchos de los escritores que estamos aquí citando han comenzado a publicar en el siglo XXI, y entiendo que no es casual que las mismas obras en que recogen testimonios o ejercicios de arte conceptual sean, a su vez, otras tantas resistencias estéticas contra la literatura que se vende, contra la novela comercial, contra la mecánica continuista de la novela decimonónica caracterizada porque se entiende bien, que no necesita un lector acostumbrado y refinado, y que cumple por tanto a la perfección las necesidades del mercado: novelas poco “literarias” o cuya literatura sea pura estandarización, fácilmente digerible por un consumidor tipo y poco exigente. Del mismo modo que otros novelistas optan por otros procedimientos de ruptura con la literatura fácil, combatiendo la comercialidad de otras maneras (como la hiperestetización intelectualizada de Ricardo Menéndez Salmón, o la crítica social o sociohistórica de Belén Gopegui, Antonio Orejudo, Pablo Martín Sánchez, Isaac Rosa o Rafael Reig, o la crítica a la tecnología de consumo de Germán Sierra, o la elaborada irracionalidad de Cristina Fernández Cubas, o la desgarrada introspección de Claudia Ulloa o Cristina Rivera Garza), los narradores que aquí estamos citando utilizan el arte contemporáneo como medio de penetrar en la realidad, tanto la social como la del arte, y de denunciar algunas imposturas y excesos a través de la exposición conceptual de obras artísticas. Creo que aquí si se puede tender un puente con el arte conceptual, ya que a juicio de Santamaría, “en el caso del conceptualismo, o en buena parte de él, aunque sea resumir en exceso, el asunto residía en el cuestionamiento del propio sistema artístico y la purga tanto de lo estético como de lo mercantil” (ibídem). En estos escritores, a mi juicio, también se utiliza al arte como instrumento de crítica y conocimiento, como medio de indagación en la realidad de nuestro tiempo, buscando metáforas o imágenes de lo que sucede y exponiéndolas de un modo diferente, visual en otro sentido.

[…]

Quiero precisar que estos autores no intentan, a mi juicio, desbastar esa “plenitud de lo real” apuntada por Vanoli sustituyéndolo por un simulacro (salvo Óscar Gual, que sí estaría a mi juicio dentro de una narrativa del simulacro, de la que hablamos en otro lugar), sino más bien utilizar el arte como un escalpelo conceptual para abrir las capas de cebolla de la realidad y llegar a su almendra. Un medio para apuntar directamente a lo esencial, a aquello que se considera como importante. Si Houellebecq, Gual y Moreno apuntan a los ejecutivos de Bolsa como personajes influyentes de nuestro tiempo y representativos de la economía virtual que nos gobierna, las obras de arte que diseñan sobre esos ejecutivos permiten hacer la crítica sin caer en lo panfletario, utilizando el concepto artístico como instrumento intelectual de acercamiento a esa zona, tan importante y con tantos efectos en los ciudadanos, de la realidad.  Estos escritores están interesados en la metáfora spinoziana del pulidor de lentes, pero no desean construir un espejo mimético para reflejar la realidad –no creen en la imagen stendhaliana de la novela como espejo a lo largo del camino–, sino que persiguen pulir una lupa, un microscopio, una lente de aumento para darle protagonismo a aquellas zonas de la realidad que el espectáculo pretender dejar en sombra. Visibilizar lo invisible, hacer ver lo oculto, es una especie de “magia”, como se explica en la novela de Hernández Navarro, cuya parte artística está dirigida precisamente a describir la ocultación literal, el entierro artístico de un inmigrante subsahariano dentro de una urna cerrada. Estas urnas –la opaca donde Jacobo Montes sepulta a Omar, la transparente donde Gual encierra al aterrado broker neoyorkino– son espacios simbólicos que desean expresar la invisibilidad en que viven los inmigrantes y la sobreexposición mediática en la que viven los dueños del capital. A mi modesto juicio, estas operaciones conceptuales, que utilizan resortes y técnicas artísticas a través de la literatura, son mucho más sugestivas que la mera declaración panfletaria o que la ingenua exigencia de responsabilidades desde dentro de un libro que jamás van a leer sus destinatarios. Las exigencias deben hacerse en otras urnas, las electorales, o en la calle; dentro de un libro lo que quizá deba existir –y no es poco– es arte concienciado y que conciencie, si eso es lo que el autor desea.








[1]Craig Dworkin, “The Fate of Echo”, in Craig Dworkin and Kenneth Godsmith (eds.), Against Expression: An Anthology of Conceptual Writing;Northwestern University Press, 2011, p. xlii.
[2] C. Aira, El error; Mondadori, Barcelona, 2010, pp. 26-30.
[3]Vivian Abenshushan, “César Aira: la novela inexistente”, Letras Libres, México D.F., diciembre 2003, p. 90.
[4] D. Doncel, Amantes en el tiempo de la infamia; Siruela, Madrid, 2013, p. 243.
[5]Javier Moreno, 2020; Lengua de Trapo, Madrid, 2013, pp. 30-31.
[6] M. Houellebecq, El mapa y el territorio; Círculo de Lectores, Barcelona, 2011, p. 108.
[7] Ignacio Vidal-Folch, La cabeza de plástico; Anagrama, Barcelona, 1999, p. 82.

Uno se habla

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lo que ocurre son palabras

Beckett, El Innombrable



Uno escribe porque no puede hablar en voz alta consigo mismo.

Canetti, Hampstead



A través de la palabra viva se producen los efectos en Shakespeare, y esto se nota mejor cuando se lee en voz alta.

Goethe, Shakespeare y no se acaba (1815)

 
[Imagen de http://www.beckettfoundation.org.uk]

1) Tanto en las versiones grecolatinas del mito, como en sus revisiones modernas, así la de Calderón de la Barca en Eco y Narciso (1674), la historia de la ninfa Eco está siempre asociada a muertes dramáticas y finales terribles, en las que su voz se queda repitiendo las últimas palabras del interlocutor. Pero, desde otro punto de vista, el efecto acústico del eco, que tomó nombre de la desgraciada enamorada de Narciso, permitió al hombre una especie de proto-grabadora de su voz. Los espacios abiertos con eco fueron el primer lugar en que el hombre pudo oírse como si fuera otro, pudo escuchar su voz grabada. Y, en consecuencia, oírse con exterioridad, para procesar después, ya como objeto del pensamiento, la reverberación que había escuchado.

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2)He leído esta semana el fabuloso artículo que José Manuel Cuesta Abad ha publicado en el número de abril de Cuadernos Hispanoamericanos, “Harold Bloom, o la lección de lo sublime”, donde el comparatista español aborda críticamente (en el verdadero sentido de la palabra) el tema del sublime canónicode Bloom, ese oxímoron sobre el que el profesor estadounidense ha construido buena parte de su obra. Cuesta Abad hace un minucioso análisis del tema, entrando a fondo en uno de los recursos shakespearianos que, a juicio de Bloom, es el detonante de la magna creación del autor de Hamlet: la capacidad de sus personajes de convertirse en overhearers, de escucharse distraídamente a sí mismos para, a continuación, pensar sobre lo que se han oído decir. Recuerdo al lector que “escuchar” y “oír” no son sinónimos, como bien sabe; “escuchar” significa oír prestando atención, pero utilizaré en lo que sigue ambos términos para evitar nauseabundas repeticiones constantes. Para Cuesta Abad, el overhearer o “sobreoyente” descrito por Bloom tiene su importancia: “quiere esto decir que en aquello que decide la genialidad de la tragedia de Shakespeare, el self-overhearing o el ‘auto-sobre-oírse’, radicaría también un componente ideal de la genialidad y la originalidad de cualquier obra literaria”[1]. Estudia Cuesta esta figura del sobreoyente en otros apuntes de Bloom, remonta al Teeteto platónico en este pensar a partir de lo auto-dicho, y apunta un hermoso ejemplo propio, el de la Celestina, quien “andando por el camino, habla consigo misma”. Mientras estaba leyendo el artículo, pensaba en El Innombrable de Beckett. Casi al final Cuesta Abad lo menciona, pero muy de pasada, seguramente porque el objeto de su artículo no es tanto apuntar ejemplos concretos, sino ahondar con su acostumbrada brillantez en la “anomalía” (Cuesta Abad, p. 60) que presenta el modelo canónico de lo sublime en Bloom.

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3) Como todos los veranos suelo revisitar alguna de las novelas de Beckett, después de leer el artículo me sumergí de nuevo en El Innombrable (1953), y vi más claro que nunca que una de las grandezas de esta obra es precisamente la apuntada por Bloom para la obra de Shakespeare y descrita por Cuesta Abad en los términos citados arriba: en el auto-sobre-oírse radica también la genialidad de esta novela beckettiana.

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Para verlo, pasemos a recordar y examinar algunos fragmentos de la novela de Beckett, puesto que el narrador sin nombre es, desde luego, la figura antonomásica del sobreoyente: “de pronto uno se escucha hablando de no se sabe qué como si nunca se hubiera hecho otra cosa[2],sentencia el Innombrable. Hay que prestar atención a ese extrañamiento, sobre el que luego volveremos (un extrañamiento ante la voz propia que recuerda, retornando a Eco y Narciso, al que siente el bello al mirar su imagen en las aguas del río). Otro ejemplo del auto-sobre-oírse en la novela de Beckett: “no hay que tener miedo de decir una tontería, ¿cómo saber que lo es, antes de haberla dicho?” (p. 141). Es decir, para el innombrable sólo se constituye el sentido cuando las palabras han sido pronunciadas; es entonces, tras su enunciación, cuando son consideradas como pensamiento evaluable. Esto suele funcionar en la vida diaria cuando hablan los demás, claro, pues no tenemos acceso previo a su pensar, pero para el innombrable funciona asimismo con el pensamiento propio, que sólo puede someterse a juicio cuando es escuchado por quien lo pronuncia. Un poco más tarde, imaginándose una obra de teatro, dice, se dice, el Innombrable: “ése es el espectáculo, esperar el espectáculo, al rumor de un murmullo, se convence uno mismo, ¿se trata, a fin de cuentas, de una voz? (…) ése es el espectáculo, esperar solo, en el aire inquieto, a que eso empiece, a que algo empiece, a que haya otra cosa que uno mismo, a que uno se pueda ir, a ya no tener miedo, uno se habla” (p. 144). Uno se habla. Y algo después: “os diré quién soy, ellos me dirán quién soy, no comprenderé, pero se habrá dicho, ellos habrán dicho quién soy, ellos habrán dicho quién soy, y yo lo habré oído, sin oreja lo habré oído, y lo habré dicho, sin boca lo habré dicho, lo habré oído fuera de mí, después, al momento, en mí” (p. 145, subrayado mío). Y algo antes: “presté oídos a lo que debía ser mi voz siempre” (p. 59).

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Es significativo el párrafo en que la voz innombrable presenta a tres protagonistas de novelas anteriores de Beckett: “No me engañan esos Murphy, Molloy y Malone. Me hicieron perder el tiempo, trabajar inútilmente, dejándome hablar de ellos, cuando era menester hablar solamente de mí, al objeto de poder callarme. Pero acabo de decir que he hablado de mí, que estoy hablando de mí. Me río de lo que acabo de decir” (p. 52). Después de escuchar su contradicción, el hablante la procesa y se ríe agrazmente, lo cual no le impide seguir hablando más o menos en los mismos términos, con total obcecación. También en uno de los relatos breves de Beckett, “Textos para nada”, leemos: “Hablar, no hay más, hablar, vaciarse, aquí como siempre, no hay más”[3].

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La diferencia entre la voz innombrable y las citadas “autoescuchas” de Hamlet o la Celestina es que mientras éstos no dudan de que la voz sea propia, la voz de Beckett mantiene siempre significativas dudas sobre su origen y, en consecuencia, incertidumbre sobre su identidad. Es una voz que persigue convencerse de ser la voz de uno, lo que es un problema metafísico, como cuando los robots de Assimov se preguntan si su pensamiento es original y propio, o una consecuencia de la programación humana. Esta incertidumbre del Innombrable se advierte en diversos pasajes: “Es que se trata de una cuestión de palabras, de voz, (…) se trata de algo que hay que decir, por ellos, por mí, esto no está claro” (p. 147); “soy yo el que habla (…) qué cosa más curiosa, no se nota una boca, no se nota ya la boca, no se necesita una boca, las palabras están en todas partes, en mí, fuera de mí, esto sí que es bueno (…) soy palabras, estoy hecho de palabras” (p. 149); “la duda está ahí, a este respecto, en algún sitio, continúo, cómo hago, para oír, si soy yo el que oye, y cómo para comprender (…) la misma reserva, y cómo se hace eso, si soy yo el que habla, y cabe suponerlo como cabe dudarlo, si soy yo el que habla, que yo hablo, sin parar, que tenga ganas de pararme, que no pueda pararme” (p. 153). La voz persiste en sus fantasías combinatorias (rasgo de la escritura de Beckett señalado por Deleuze), en su empeño de hablar, aun poniéndose en cuestión, para acabar deduciendo que no puede tratarse más que de la voz propia: “esta voz (…) no conozco ninguna más. Ella sale de mí, me llena, clama contra mis paredes, no es la mía, no puedo detenerla, no puedo evitar que me desgarre, que me sacuda, me asedie. (…) a propósito de esto debe hablarse, con esta voz que no es la mía, pero que no puede ser más que la mía, pues aquí no hay nadie más” (pp. 56-57). Como señalaba Maurice Blanchot, “El innombrable es experiencia vivida bajo la amenaza de lo impersonal”[4],puesto que la impersonalidad amenaza en todo momento al hablante: “es de mí de quien hablo, ¿es posible?, seguro que no, he aquí otra cosa que sé, hablaré de mí cuando ya no hable más” (El Innombrable, p. 156).

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El discurso en primera persona se vuelve admonitorio sobre su necesidad, y se llega a lo que me parece una hermosa metáfora: “la imagen de una gran boca idiota, roja, hocicuda, babeante, incomunicada, vaciándose incansablemente, con un ruido de colada de colada y de sonoros besos, de las palabras que la obstruyen” (p. 154): la expresión como salida (evacuación) del yo. El personaje de El innombrable nos estremece porque comprendemos que está aterrado pensando que, si deja de hablar, puede devenir el discurso de otro, puede limitarse a ser lo que otro dice, en lugar de quien dice. Inseguro de sí (“diríase que soy yo, que soy el que habla, el que oye”, p. 173), carente de nombre e incapaz de moverse en el espacio, sólo la sucesión de ruidos que pronuncia es la salvación de su identidad (en realidad, el sonido incesante es su única identidad). Como el pez, muere si deja de moverse, de mantener la voz moviéndose. Imagínense que Borges, en vez de escribir “Yo soy el único espectador de esta calle, / si dejara de verla se moriría”[5],hubiese escrito: “soy el único enunciador de estas palabras, / si dejase de hablar, me moriría”; pues ese es el dilema metafísico del personaje de Beckett, que ignora si hay un exterior[6]a su discurso o sí él es el discurso que los otros (Mahood, Murphy, el nonato Worm) pronuncian. De ahí que el hablante sostenga el soliloquio, el solus loquens, el solus locus, el locus solus, sin solución de continuidad: “estoy obligado a hablar” (p. 38), dice al final del primer párrafo; “no puedo hablar más que de mí, tampoco, no puedo hablar de nada, y, sin embargo, hablo” (p. 171), comunica in media res; y “hay que seguir, voy a seguir” son las inolvidables palabras que cierran el libro.

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Sí, el escucharse a uno mismo, el oír al uno que habla es el comienzo del pensamiento moderno y también, y en consecuencia, el principio de lo terrible, el lugar donde Eco se ancla a sus finales predeterminados y terribles. Las criaturas de Beckett se agostan en el discurso paratáctico, exhaustivo, tartamudeante, repetitivo, de quien se habla a sí mismo y reflexiona tras escuchar su nadería letal, su letanía natal, su balbuceo. O, como dice Jiménez Heffernan, “la existencia como diáfora, agotamiento, horizonte, aplazamiento, sintaxis”[7],lanzada contra el espejo de nadie. Es terrible porque nos suena.

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[1] J. M. Cuesta Abad, “Harold Bloom, o la lección de lo sublime”, Cuadernos Hispanoamericanos, n. 754, abril 2013, p. 45.
[2]Samuel Beckett, El Innombrable; Alianza Editorial, Madrid, 1971, p. 167; traducción de Rafael Santos Torroella.
[3]Samuel Beckett, Relatos; Tusquets, Barcelona, 1997, p. 86. Traducción de Félix de Azúa y Canoex Sanz.
[4] M. Blanchot, El libro por venir; Trotta, Madrid, 2005, p. 251.
[5] J. L. Borges, “Caminata”, Fervor de Buenos Aires, en Obras Completas; tomo I, Emecé, Buenos Aires, 1989, p. 43.
[6] Sobre el tema de la dialéctica exterior/interior en Beckett, véase J. M. Cuesta Abad, “Aut:Out. El dilema de Beckett”, en Julián Jiménez Heffernan (ed.), Tentativas sobre Beckett; Círculo de Bellas Artes, 2007. Jiménez Heffernan recuerda que el capítulo 9 de Murphy comienza con este epígrafe de Malraux: “Il est difficile à celui qui vit hors du monde ne pas rechercher les siens” (“Resulta difícil para quien vive fuera del mundo no buscar a los suyos”, J. Jiménez Heffernan, “Los inventarios de Beckett”, en Jiménez Heffernan (ed.), Tentativas sobre Beckett; op. cit., p. 144).
[7] J. Jiménez Heffernan, “La cuestión de la sintaxis. Hacia el expresionismo en Beckett”, De Mostración. Ensayos sobre descompensación narrativa, Antonio Machado Libros, Madrid, 2007, p. 103.

Sobre Sociofobia de César Rendueles

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César Rendueles, Sociofobia; Capitán Swing Libros, Barcelona, 2013

Con los reparos que luego señalaremos, no cabe dudar que Sociofobia es un libro interesante y, como luego explicaremos, es un texto necesario aunque se discrepe de sus tesis. Hacen falta ciertos conocimientos para comprenderlo por entero, pero el ensayo está construido de una manera inteligente, sembrado de símiles o ejemplos cercanos a la cultura popular, que lograrán que el lector no versado en las profundidades de la crisis de las ciencias sociales o en las sutilezas de la filosofía ética contemporánea no se sienta expulsado del libro. Rendueles desarrolla dos ideas clave, la sociofobia (una tendencia que, bajo disfraces comunitaristas, esconde a juicio del autor un profundo odio a lo que de verdad significaría la sociabilidad bien entendida), y el ciberfetichismo como falsa utopía digital de nuestro tiempo. Rendueles afronta bien el problema estructural (un sistema que hace aguas, pero que la sociedad no se atreve a cambiar por otro), y lo hace con solvencia intelectual y con puntual contundencia.

El ciberfetichismo, aunque Rendueles no nos brinda una definición, sino que va exponiendo sus componentes por partes, sería una tendencia difusa que ve en Internet la solución a muchos problemas, sin haber hecho una evaluación real de esos problemas. Una especie de solución que viene a ser un problema mayor. “El fetichismo de la red”, dice Rendueles, “elimina de la ecuación social los grandes conflictos modernos y, de este modo, pretende convertir un inmenso problema en una solución” (p. 130). Estos fanáticos de la red –lástima que Rendueles no cita nunca a quién o quienes se refiere, y luego volveremos a este problema de argumentación– sostendrían ideas insostenibles por completo, pero que son bien acogidas porque su falso utopismo parece ofrecer soluciones positivas a una realidad triste y en crisis que carece de ellas. Su presunta “democratización” esconde en realidad, según el autor, otras tendencias muy diversas y contradictorias, que no pocas veces tienen un inquietante aire de familia con la desregulación neoliberal (véanse pp. 70ss). La cuestión es que estas ideas de Rendueles no son del todo nuevas; ya sosteníamos hace siete años que “humanidad uniformada” por las nuevas tecnologías “no es lo mismo o es lo contrario que humanidad unida. La interacción no implica afectividad ni ecumenismo, como no los implican las relaciones diarias (y tan estrechas) de carcelero y preso” (Pangea; 2006, p. 219). Más adelante criticábamos la “ciberfilosofía” (que sería la parte teórica del ciberfetichismo denunciado por Rendueles), tildándola de “caricatura” y evidenciando su “vestidura paracientífica” (p. 250), para criticar después los falsos utopismos que se referían a Internet como “humanidad sin masa”, entre otros fetiches incontrastables. Otra cuestión abordada por Rendueles, la fragmentación personal posmoderna, también estaba tratada y criticada en el mismo lugar (pp. 58-60). Con esto no quiero decir “ya lo vimos antes”, porque otros lo vieron mucho antes que yo, sino que estoy de acuerdo con el diagnóstico del ciberfetichismo que hace Rendueles, pero discrepo de su modo de argumentarlo.

A mi juicio, la mejor forma de desactivar estas zarandajas pseudo-utópicas es mostrarlas, reproducirlas y dejar que fenezcan de inanidad por sí mismas. Por eso entrecomillaba en Pangea varios de estos desmanes, con nombres, apellidos, ediciones y número de páginas. Pero en Sociofobia me he encontrado con la sorpresa de que Rendueles combate una realidad indeterminada y difusa; no cita a qué pensadores se refiere; ignoramos si todos los internautas son culpables de los cargos señalados, o si algunos –como él– quedan al margen; nos quedamos sin saber quién ha sido el fenómeno que ha sostenido, por ejemplo, que “India pasará directamente del campesinado expropiado, aún marcado por el sistema de castas, a una sociedad igualitaria de programadores, ingenieros, hackers y comunity managers” (p. 35). ¿Es que tal cosa, de verdad, ha sido sostenida por alguien? ¿Dónde, cuándo? Queremos saberlo, para leer el texto y poder sumarnos a la sonrisa. ¿Quién en sus cabales, después de lo que pasó con la burbuja de las puntocom en torno al año 2000, ha defendido que “los países más favorecidos se saltarán etapas del desarrollo y accederán a la economía libre de fricción sin tener que atravesar el purgatorio industrial”, gracias a la revolución digital? ¿Quién exactamente cree que el reggaetón sea una pesadilla simbólica por su sexualización y protoviolencia (p. 18)? ¿Pero qué crítica musical lee Rendueles? ¿Pertenecen estas ideas a personas concretas, con nombre y apellidos, o se trata de “tendencias” de pensamiento que Rendueles detecta y resume sin concretar? Terminamos el ensayo sin saberlo. Y esto genera dos problemas, de no poco calado: el primero es que Rendueles sostiene premisas incomprobables, y su libro parte de presupuestos (unas veces obvios, otras no tanto) que no pueden ser sometidos a crítica, por no ser expuestos según el sistema natural del pensamiento discursivo: la cita o, al menos, la referencia. Bastarían nombres de autores, ni siquiera habría que transcribir los libros en que exponen esas –a nuestro juicio también– barbaridades. Rendueles nos mantiene siempre en una especie de niebla sobre las ideas que combate y sus orígenes, algo extraño en un libro que se apoya tanto en la Historia para argumentar las hipótesis propias, pero que la hurta cuidadosamente para identificar las premisas ajenas. El segundo problema, consecuencia de éste, es que al evitar el conflicto intelectual, al escamotear todo el discurso oponible al suyo citando sólo bibliografía favorable, al difuminar al enemigo, Sociofobia cae en algunos momentos –no en todos, claro, pero sí en algunos– en el mismo vicio que achaca al ciberfetichismo: olvidar el conflicto subyacente, desmemoriar, hacer como si los problemas no existieran para arrojar una luz conveniente que el lector cómplice reciba sonriente, amparado, comprendido, protegido –neutralizado–.

Dicho de otro modo, el pensamiento de Sociofobia es tan interesante –se esté o no de acuerdo con él– que merecía evitar, a rajatabla, cualquier síntoma de estar escrito para los iguales, para quienes ya están convencidos de lo que en él se dice. Por momentos el ensayo cae en ese vicio, aunque en otros, los mejores, se convierte en un texto con el que se puede y se debe discutir.

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Uno de los momentos discutibles es el que aborda la sociabilidad. Rendueles, que está presente en una red social (Twitter), combate con denuedo la supuesta “sociabilidad” de las redes sociales. Y lo hace en un sentido similar a Jorge Riechmann, cuando expresaba en Un mundo vulnerable que “la opción por una tecnología socialmente definidora frente a otras implica elegir una forma posible de vida frente a otras, optar por un tipo determinado de sociedad frente a otros. No se trata por tanto de una decisión intranscendente”[1]. A juicio de Rendueles, abandonar el concepto tradicional de una política presencial y sustituirla por una virtual es un error; también lo es entender que puede haber sociabilidad en línea. Pero mientras lo primero puede parecer evidente al lector, la segunda es una cuestión algo más problemática. Primero, porque el debate requeriría un ahondamiento conceptual (filosófico, sociológico, o ambos) sobre lo que sería la sociabilidad, y que requeriría un largo camino desde el manido zook politikon aristotélico a las comunidades virtuales de Rheingold, con las previsibles paradas en Platón, Rousseau, Hobbes, Kant, Marx, Honneth, Habermas y un interminable etcétera. Al no hacerse esto en el ensayo debemos entender que “sociabilidad” debe entenderse de una forma intuitiva y convencional. Y entonces comienzan los problemas. Porque, en tales circunstancias, a las plausibles hipótesis de Rendueles cabe oponer otras. El conocido sociólogo Manuel Castells, por ejemplo, mantenía recientemente puntos de vista muy diferentes:

-Sabemos que el tejido social en el espacio se ha roto pero se ha recompuesto en Internet, donde hay una sociabilidad real y verdaderamente importante (…) los movimientos sociales nacen en Internet. Se crean ciudadanos en todo lugar de agregación libre. Y como el único lugar de agregación libre que nos queda es Internet, pues allí están. Pero en cuanto pueden salir a la calle y crear espacios físicos urbanos en los que se tocan los unos a los otros lo hacen, porque somos humanos y el tocarnos es fundamental.
-Eso es negar de plano la famosa fragmentación que promovería Internet…
-Ese es mi problema con los medios de comunicación. Los periodistas, salvo honrosas excepciones como la suya, no leen a los académicos. Todos hablan de Internet como si ya supieran todo por lo que hacen sus hijos o nietos. Existen en el mundo más de 60 institutos de investigación dedicados al estudio empírico de las relacione entre Internet, la cultura, la economía, la sociedad, etc. Por lo tanto, hay muchas cosas que ya sabemos, con datos duros. Una de esas cosas es que Internet en lugar de disminuir la sociabilidad la aumenta, en lugar de alienar contribuye a desalienar, en lugar de deprimir contribuye a manejar mejor la depresión y el stress. Por una razón muy sencilla: un sistema de comunicación libre e interactivo agrupa a la gente. Cuanto más usamos Internet, más sociabilidad física tenemos.[2]

Y uno de los problemas de Sociofobia es, precisamente, su carencia de datos duros. Podemos discrepar de las lecturas de Castells, pero sus libros están llenos de datos, sobre los cuales construye su elaboración intelectual. Con esto no quiero decir que Castells tenga “razón” (mi postura estaría en un lugar intermedio entre las ideas de Rendueles y las de Castells). Tampoco cito a Castells para corregir o refutar a Rendueles, sino para hacer notar que la cuestión de la sociabilidad de la red no es, en absoluto, una cuestión pacífica, y que personas inteligentes e informadas pueden tener sobre ella pareceres opuestos.

Choca, y seguimos con los datos, que siendo Rendueles experto en teoría sociológica escaseen en su libro los instrumentos clásicos que la Sociología utiliza como argumentos: las estadísticas. Las pocas que hay en el libro son siempre favorables las tesis del autor, obliterándose las que alentarían opiniones de signo diverso. Aportaremos aquí solamente una. En un sentido similar al apuntado por Castells, el informe anual de La sociedad de la información en España correspondiente al año 2012 apunta que “la mayoría de los usuarios consideran que las redes sociales han tenido una influencia positiva en sus vidas” (p. 29). Frente al 1.9% de encuestados que piensa que ha tenido una repercusión negativa en su vida familiar, el 41.5% piensa que ha sido buena. Y mientras el 1.7% opina que ha empeorado sus relaciones de amistad, el 60.5% afirma que las ha mejorado. Es sólo una estadística, sí, y en una encuesta organizada por una multinacional, pero al menos ofrece datos y no sólo opiniones. Yo la incluyo aunque mis conclusiones, insisto, no son ni tan negativas como las de Rendueles ni tan favorables como las que esta encuesta parece apuntar.

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Releo lo ya escrito y no querría dar la impresión de que Rendueles es una especie de luddita que arrasa con cualquier tipo de tecnología. Todo lo contrario. Recordemos que hablamos de uno de los fundadores de Ladinamo, y de uno de los responsables de la excelente presencia digital de Minerva, la revista de arte y pensamiento del Círculo de Bellas Artes. Su crítica parte de una comprensión global de la red, no de una ausencia de trato con la misma –ya hemos dicho que además es tuitero–. Rendueles no es refractario a las redes sociales, sino a su sacralización; no es contrario a Internet, sino a la postulación de las relaciones virtuales como un medio para procurar cuidados reales al prójimo. Aunque podríamos citar algunas excepciones que hemos conocido a esta regla, hay que darle la razón a Rendueles en que la suya es la regla general, y que los cuidados sólidos y permanentes se prestan de forma presencial en un 99% de los casos. Otra cosa, como hemos apuntado antes, es definir qué sea la sociabilidad y su posibilidad en línea, porque sociabilidad es un concepto mucho más amplio y difuso que la ética del cuidado. Pero Rendueles sabe muy bien lo que dice y conoce a la perfección aquello de lo que habla. En realidad, desearíamos que muchos de los apocalípticos octogenarios que pontifican sobre Internet tuviesen la mitad de conocimiento de causa que él tiene.

Y por supuesto hay algo evidente: confundir la “amistad” en Facebook u otras redes con la amistad real es una estupidez que no necesitaría, en principio, demostración. Sin embargo, muchas noticias de prensa y no pocas cosas que hemos visto invitan a pensar que abundan las personas confundidas al respecto o que, como apunta el propio Rendueles, hay quien piensa que el contacto en Facebook quizá sea lo mejor que puede encontrar. Esta grave confusión ha sido rápidamente detectada por los sismógrafos literarios, los narradores. En breve publicaremos un artículo donde examinamos numerosos ejemplos narrativos de uso de Facebook para construir personajes ridículos. Después de cerrar el artículo, hemos seguido encontrando ejemplos de denuncias literarias de esta confusión entre el yo de las redes y el yo real:

“Cuando se sentó a la mesa reparó en que uno de los comensales era transparente. No invisible, transparente. En cuanto tuvo oportunidad, después de la cena, se acercó al hombre y le preguntó cómo llevaba aquello de la transparencia. A lo que el tipo contestó que tenía sus ventajas y sus inconvenientes, como todo. Él, claro, que de un tiempo a esta parte se había vuelto multivisible, con las prolongaciones de sus redes sociales conectándolo con otros tantos lugares, con sus dispositivos móviles iluminándolo como a un muñeco navideño, tan expuesto, no veía más que aspectos positivos a aquella condición”; Juan Jacinto Muñoz Rengel, “Visibilidad”, El libro de los pequeños milagros; Páginas de Espuma, Madrid, 2013, p. 41.

Otro ejemplo sería la novela Divorcio en el aire, de Gonzalo Torné. Es curioso haberla leído al mismo tiempo que Sociofobia; en más de un momento tuve la sensación de que ambos libros están conectados en varios asuntos: “Tanto el altruismo como el egoísmo se pueden explicar como el resultado de un cálculo hedónico, es decir, como el resultado de la satisfacción que obtenemos de obrar de cierta manera” (Sociofobia, p. 96); “No creas que lo hago por ellos, no soy tan altruista, lo hago básicamente para mi beneficio” (Divorcio en el aire; Mondadori, 2013, p. 144). Veamos las opiniones de Joan-Marc, el narrador de Torné, sobre redes sociales:

“Me di de alta en la red social pensando que iba a revolucionar mi actividad independiente (…) y lo único que recibía (además de solicitudes de coches, bebidas y seguros) eran inyecciones de pasado (…) Era un regreso que me incomodaba (…) ¿Qué hacemos muchachotes de cuarenta y tantos años, maduros, sanos y fértiles, hurgando en el pasado (¡tan reciente!) en busca de camaradas que si dejamos atrás digo yo que sería por algo?” (p. 28).

“Me dio su Instagram.
-Eso es lo que hago. Con lo que estoy comprometido.
            Me dijo que no me perdiera los comentarios, lo que sus fotografías suscitaban en otros aficionados, esas palabras eran inyecciones de energía para no caer rendido en la vida zombie, la vida de las oficinas, la vida que llevamos los demás” (p. 46).

Por su parte, Rendueles explica: “nadie pretenderá que un amigo de Facebook o un seguidor de Twitter sea lo mismo que la verdadera amistad. (…) Internet no ha mejorado nuestra sociabilidad en un entorno poscomunitario, sencillamente ha rebajado nuestras expectativas respecto al vínculo social” (pp. 90-91).

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La mejor parte del libro es, a mi juicio, la parte central dedicada a los delicados problemas del copyright y del copyleft, y a los contrasentidos históricos y las ramificaciones relacionadas con el consumo que los vertebran. Cualquiera que sea nuestra postura al respecto de la protección de la propiedad intelectual, el análisis de Rendueles elimina algunos apriorismos discutibles y nos pone frente a los verdaderos problemas: ¿cuál es el valor de intercambio de los productos intelectuales? ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar por aquello que necesitamos? ¿Defiende la izquierda valores comunitaristas o altruistas? ¿Qué izquierda y en qué casos? ¿Es el copyright una auténtica defensa del creador, o de un estado capitalista de cosas? ¿Las lógicas de la relación social son egoístas o altruistas? ¿Hay diferencias entre ellas? ¿Cuál es el efecto de esas diferencias? Son cuestiones de bisturí conceptual fino, pero que traen inesperadas consecuencias ideológicas y prácticas. En este sentido, hay que agradecer que Rendueles se enfrente sin tapujos a cuestiones por las que la izquierda suele pasar de puntillas o con el pie cambiado, en aras de una clarificación que permita pensar en solucionar realmente los conflictos enquistados en vez de marear la perdiz. En esta línea, nos hubiera gustado que el autor no cortase tan bruscamente el razonamiento final, deteniéndose más en cómo podría instrumentalizarse de forma práctica el “postcapitalismo (…) cercano y amigable” (p. 196) que defiende como alternativa.

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Las generalizaciones serían otro problema de este libro. Como apuntábamos arriba, no sabemos si las puyas a los internautas incluyen a todos los conectados a Internet o sólo a quienes no comparten las tesis del autor. Pongamos un ejemplo: “cuando, gracias a Internet, los espectadores se han librado de la tiranía de la televisión comercial y han elegido exactamente lo que han querido, se han dedicado a consumir televisión comercial en cantidades industriales. Incluso se han puesto a trabajar gratis, por ejemplo traduciendo y subtitulando series de forma altruista, para poder hacerlo” (p. 177). Así leído suena bien, irónico y agudo. Pero cuando abandonamos el terreno de la opinión, que es donde suele moverse este ensayo, para pasar a la “realidad”, las cosas se complican un poco. ¿De verdad es eso todo lo que ha sucedido? El lector ajeno a la red (que no leerá esta crítica, ahora que lo pienso) se imaginará, leyendo estas frases de Renduales, miríadas de internautas volcados a traducir series en su tiempo libre. Lo curioso es que no conozco a nadie –y mira que conozco gente– de quien tenga noticia que se dedica a traducirlas. En cambio, sí tengo constancia de cientos de personas que han aprovechado la red para generar la información que no se veía jamás en los telediarios, para crear la reflexión sobre arte, literatura o música que no encontraba hueco en la cadenas de TV comerciales; internautas que utiliza YouTube o Vimeo para generar información audiovisual alternativa; canales universitarios de TV en línea que ofrecen información humanística imposible de encontrar en las cadenas abiertas; personas que crean webseries y otro tipo de miniseries alternativas a las comerciales (por citar algunas: Smoke and mirrors, Dirigible Days, Inspector Spacetime, o las españolas Malviviendo, Desenterrados, Preparados, Vida universitaria, etc.); iniciativas en línea como Notofilmfestque han logrado “más de 9.000 cortometrajes presentados a concurso en diez ediciones” e incluye becas de formación y ayudas a la producción de audiovisuales; innumerables artistas que critican la TV en Internet o medianteella; nuevas formas de creación audiovisuales complejas como los transmedias o los ARG, que dejan atrás el estrecho marco de la TV; portales de control de la información televisiva como el Consell de l’Audiovisual de Catalunya, e incluso portales como www.zemos98.org, que se dedican a examinar críticamente las relaciones de mediación tecnológica con especial énfasis en la TV, proponiéndose en su página de entrada la deconstrucción “de los mensajes dominantes”. Es curioso que en este párrafo se citan más páginas web que en todo el ensayo de Rendueles, algo extraño para un texto que se propone examinar el ciberfetichismo de Internet, sin aportar apenas ejemplos.

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Si de forma puntual hemos apretado las clavijas a Sociofobia no es porque pensemos que es un mal libro, sino, en realidad, por todo lo contrario. Es un libro importante, que profundiza en cuestiones substanciales, en general pasadas por alto: cuáles serían las pautas de la sociabilidad en nuestros días, qué se está haciendo con la justificación de ciertos ciberfetichismos, cómo combatirla, qué expectativas reales tiene hoy el antiguo ideal emancipatorio, cómo puede leerse de otro modo la protección del copyright, cuál es el origen la validez práctica de las teorías sobre los bienes comunes, cuál es el efecto individual y colectivo de nuestro modelo económico, por qué es tan necesaria (y lo es) la ética del cuidado, etc. Son preguntas de fondo, trascendentales, que nos afectan a cada uno de nosotros. Se esté de acuerdo o no con Rendueles, incluso y sobre todo si no se está, leer este libro es necesario y pertinente, porque obligará tanto a adversarios como a cómplices a repensar sus ideas sobre los problemas de fondo de nuestro tiempo. Y eso es, en sí, algo oportuno y valioso que hay que agradecer al autor, como hago ahora.


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[Relación con el autor y la editorial: ninguna]


[1]Un mundo vulnerable. Ensayos sobre ecología, ética y tecnociencia; Los Libros de la Catarata, Madrid, 2000. Aunque no estamos de acuerdo en la tesis expuesta por Riechmann en Una morada en el aire (El Viejo Topo, Barcelona, 2003, p. 50) de que los medios de comunicación impliquen siempre distanciamiento entre personas, cuando es obvio que pueden producir también –y para bien– el efecto contrario.
[2]Manuel Castells, “La sociabilidad real se da hoy en Internet”, entrevista en suplemento Eñe de Clarín, 02/09/2013, accesible en http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/Manuel-Castells-sociabilidad-real-hoy-Internet_0_967703232.html.

Reseña de la última novela de Gonzalo Torné

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Podrán encontrar la reseña de Divorcio en el aire, la última novela de Gonzalo Torné, aquí.

Las fotos a las que en ella se hace referencia pero que no he podido subir, son éstas:


Javier Marías, Los enamoramientos

Javier Marías, Negra espalda del tiempo

Gonzalo Torné, Divorcio en el aire


El blog temporal

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Durante los próximos días administraré uno de los blogs oficiales del VI Congreso Internacional de la Lengua Española, el correspondiente a la Sección II, "Industria del libro", dedicado a actualidad editorial, libro electrónico, mercado del libro en Hispanoamérica y España, vigencia del idioma, nuevos lectores, etc. Los recientes cambios que el mundo editorial está registrando desde la aparición de las nuevas formas de soporte lector, con sus consiguientes repercusiones en la distribución y difusión de la cultura escrita, invitan a una reflexión colectiva.

Mi tarea consistirá en dar noticias del Congreso, resumir algunas de las ponencias y mesas redondas y, en su caso, rescatar de las conversaciones de pasillo algún comentario jugoso. También tuitearé desde @MoraVicenteLuis algunas citas y estampas más breves. Esta es la dirección del blog, si os interesa:

http://seccion2.virtual.cile.org.pa/ 

Dos destrucciones creativas

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Mario Martín Gijón, Rendicción; Amargord, Madrid, 2013.


Pocas veces un título refleja de modo tan perfecto su contenido como en la última obra del poeta, narrador y ensayista extremeño Mario Martín Gijón. El poemario persigue la reconstrucción de una experiencia amorosa y lo hace honradamente: desde la conciencia de que la univocidad y la verosimilitud son imposibles a la hora de reelaborar una historia en la que uno ha estado involucrado hasta la médula. La forma de lograr la debida y esquiva acción expresiva [e(s)quivocac(c)ión, diría él] es mediante la voladura controlada del discurso que recupera la trama y la inserta, con la debida ambigüedad, en lo poético.

Por ello Martín Gijón busca la palabra dentro de la palabra, el hipotexto que subyace al discurso. Las palabras se enredan unas con otras aunque aparecen separadas, y las mónadas o lexias (esto es, las partículas significantes mínimas que aparecen en el texto) cobran nueva articulación leídas sin solución de continuidad con las demás, multiplicándose los sentidos y reverberando los sonidos de unas en las otras. De este modo, como en la experiencia amorosa, en la experiencia poética cada palabra significa al menos dos cosas, en una anfibología estructural. Un ejemplo: “di / lu / vió // entre nos otros // el inmen so(y) / ojo azul / de los días sin / sus lagrim(í)as” (p. 55). Términos manidos del idioma son así reactivados y resu(s)citados, e incluso se generan neologismos al cruzar varias lenguas, como “rencoeur” o el memorable “aus(es)encia”, donde el aus alemán dinamita el concepto de esencia, que es lo que debería estar dentrodel ser, y no fuera (en el tú, en el otro, en el cuerpo del otro) del mismo. El procedimiento es similar al de los desplazamientos de Raymond Roussel, y Rendicción se construye como una poesía de parcial destrucción/reconstrucción del lenguaje lírico, cuyos antecedentes podrían ser cierta poesía de Vallejo, Girondo, Eduardo Milán o el Francis Ponge que distinguía “una única salida: hablar contra las palabras”[1]. Tiene razón Benito del Pliego cuando dice en su prólogo que “la alteración de lo previsto es lo que deben esperar los lectores de este poemario”. Y de cualquier otro, añado, si hablamos de poesía de verdad; pero al menos en el caso de Rendicción es completa y absolutamente cierto.



Manuel Darriba, El bosque es grande y profundo; Caballo de Troya, Madrid, 2013.


Imaginemos esta historia: tras un Cataclismo (global o regional), que deja las ciudades vacías y llenas de cráteres, las escasas personas sobrevivientes regresan a la naturaleza, donde viven aisladas o dispersas en pequeños grupos, en una sociedad neo-rural y hobbesiana fecunda en violencia y en escasez; en ella establecen relaciones afectivas duras, salvajes, donde apenas pueden conseguir algo más que un poco de calor corporal para aliviarse. Así descrita la historia, se me ocurren algunas novelas ya clásicas que la encarnan (La tierra permanece, de George R. Stewart; La carretera, de Cormac McCarthy), pero también, y esto es más curioso, un puñado de novelas escritas en Hispanoamérica y España en los últimos años, desde las terribles fantasías postapocalípticas de Rafael Pinedo y Mike Wilson a otros tres libros publicados en este mismo 2013: El niño que robó el caballo de Atila, de Iván Repila; No tendrás rostro, de David Miklos, y El bosque es grande y profundo, de Manuel Darriba. Incluso, desde otra perspectiva, no distópica sino retrópica (disculpen el palabro, pero lo creo oportuno), podríamos entender que Intemperie (2013), de Jesús Carrasco, se adapta hasta cierto punto a este mismo género.

¿Por qué cuatro libros, excelentes los cuatro desde sus muy diversos enfoques literarios, abordan en el mismo año la crudeza de un retorno híspido a la vida en los bosques, en la naturaleza, donde la deshumanización y la supervivencia al horror son los elementos de la historia, narrada por lo común con un lenguaje frío, bien elaborado y detallista pero construido sobre frases breves, que parecen recrear la escasez con su parquedad, pero que cortan como cuchillos? Podríamos arriesgar que los escritores actuales detectan la llegada de un fin de ciclo histórico y fabulan un escenario distópico posterior. Podríamos jugar a sociólogos, pero no lo somos. Tampoco podemos entrar en sus mentes para esclarecer las razones que les llevan a elegir topos, tonos y temas. Creo que nuestro papel como críticos literarios termina, y ahí lo dejamos, en apuntar la similitud temática y tonal. El tiempo nos dirá si estamos ante simples casualidades o premoniciones poligenéticas; esperemos, por el bien de todos, que se trate de lo primero.

En la novela del gallego Manuel Darriba el subtexto sobre el que gira la trama es Hansel y Gretel, el conocido relato de los hermanos Grimm. Se mantiene el nombre de los protagonistas y se retuerce apocalípticamente la historia, con numerosas variantes pero también con algunas semejanzas. En el cuento infantil, si recuerdan, los dos hermanos deben abandonar la casa porque su padre y su madrastra no pueden alimentarlos y se pierden por el bosque; también a salida por culpa del hambre y el bosque son elementos estructurales de este relato, y las migas de pan esparcidas por los Grimm son transformadas aquí en algo bien distinto (pp. 101-102). Lo que hace Darriba en la primera parte de la novela, “Hans”, es profundizar en la parte más simbólica del subtexto para mitificar el bosque, quizá como metáfora nihilista de la existencia. La forma de reelaborar el mito es mediante la personificación del bosque, la atribución de cualidades sobrehumanas, chamánicas, que pueden verse de diferentes formas: “el bosque da y quita. Cada cual recibe lo que merece” (p. 25); “El bosque es una masa burbujeante (…) Por la noche el bosque está poblado de aullidos” (p. 26); “el bosque es grande. Da miedo” (p. 45); “el bosque (…) parece vivo y lleno de ira” (p. 47); “cuando escuchan el bosque, se encogen y tiemblan” (p. 99). Una personificación que no es extraña en Galicia ni, desde luego, en la literatura gallega, donde las leyendas populares sobre la naturaleza preñan el imaginario cultural.

En la segunda parte, “Gretel”, se abandona el relato en tercera persona sobre el viajero, que suponemos que es su hermano Hans (de Hansel), y la niña cuenta el relato en primera persona. Se hace amiga de una profesora que lee una y otra vez Heart of Darkness de Joseph Conrad. La historia termina con una entrevista y un epílogo que contribuyen a dar dimensión temporal a Hans, uniéndola con una realidad hipotéticamente contemporánea a la nuestra.

Aunque el interés de la novela decae, a nuestro juicio, un tanto al final, el tono medio de la obra es muy bueno y logra detalles de alta calidad. La economía de medios no es fruto de la limitación, sino de un estudiado trabajo de contención dirigido a lograr la frialdad necesaria en el relato, en el camino en que la utilizan Cormac McCarthy o Rafael Pinedo en sus desasosegantes fábulas postapocalípticas. La desolación no es fruto tanto de la guerra aludida brumosamente en la novela, como del tenebroso corazón humano y sus terribles expansiones cuando acucia el estado hobbesiano de naturaleza. Darriba nos recuerda que el hombre es un hombre para el hombre, con todas las consecuencias, cuando las cosas vienen mal dadas. Ojalá todas estas fábulas se queden en eso, en simples fábulas.

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[Relación con los autores: con Manuel Darriba: ninguna; con Mario Martín Gijón, correspondencia cordial. Relación con las editoriales: ninguna]

[1] F. Ponge, “Razones para escribir”, en De parte de las cosas (proemios); Monte Ávila, Caracas, 1968.

Publicaciones

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En esta semana coinciden en la salida dos textos de mi autoría, por si alguien está interesado. El primero es: “Concha García: de la deambulación del verso a la disolución subjetiva”, en Antonio Agustín Gómez Yebra (ed.), Estudios sobre el patrimonio literario andaluz (V). Homenaje al profesor Cristóbal Cuevas; AEDILE, Málaga, 2013. El segundo trabajo es “Sujeto a réplica: el estatuto narrativo del sujeto palimpsesto y formas literarias de identidad digital”, en Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban (ed.), Imágenes de la tecnología y la globalización en las últimas narrativas hispánicas; Iberoamericana Vervuert, Madrid 2013.



De este último incorporo a continuación algunos párrafos, por si estimulan a la lectura:



Sujetos a réplica


No preguntes por qué ya no eres nadie, sólo unos fragmentos pixelados, unas pocas imágenes inservibles, letras que nada significan, signos vacíos.
Diego Doncel (2011:114)

¿Dónde descubrir en el mundo un sujeto metafísico?
Ludwig Wittgenstein, Tractatus, 5.633

Pero más bien quisiera creer que la idea de la personalidad absolutamente libre y la de la personalidad peculiar no son la última palabra del individualismo; antes bien, que el incalculable trabajo de la humanidad logrará levantar cada vez más formas, cada vez más variadas, con las que se afirmará la personalidad y se demostrará el valor de su existencia.
Georg Simmel (2001:424)


La Cyclosa Mulmeinensis es un espécimen de arácnido excepcional. Cuando acaba de tejer sus redes construye, en tres dimensiones, una réplica de sí misma. A partir de restos, basuras y pequeñas secreciones levanta una copia corporal a tamaño real, del mismo volumen, con la misma tonalidad, con idénticas forma y apariencia. Según los científicos chinos Ling Tseng y I-Min Tso (2009), que han estudiado la especie, el objetivo de esta maniobra replicadora (variante de lo que en biología se llama mimetismo batesiano) no es evitar a los posibles depredadores, sino dirigirlos hacia un objetivo falso. Este mecanismo de defensa de la Cyclosa recuerda a un extraño proyecto que surgió circa 1917 para construir un París alternativo, cuyo único propósito consistía en ser destruido por los bombardeos alemanes en lugar del original. En aquellos tiempos, cuando todavía no existía el radar, los bombardeos se hacían a simple vista. El objetivo era construir una réplica de la ciudad lo suficientemente grande como para atraer las bombas:

The story of Sham Paris may have been “broken” in The Illustrated London News of 6 November 1920 in a remarkably titled photo essay, “A False Paris Outside Paris—a ‘City’ Created to be Bombed”.  There were to be sham streets lined with electric lights, sham rail stations, sham industry, open to a sham population waiting to be bombed by real Germans. It is a perverse city, filled with the waiting-to-be-murdered in a civilian target.  Sham Paris seems to me like a reverse city.  And a reverse city in the manner of the cities created by the guilty Cain and Romulus—these two were murders who created cities; Sham Paris is a city of created murders to save the innocent.[1]

Recordemos que, durante la primera Guerra del Golfo, en 1991, los aviones estadounidenses destruyeron multitud de tanques de cartón que los iraquíes habían diseminado por el desierto. El objetivo, como el de la Cyclosa, no era evitar el ataque, vano empeño ante un enemigo muy superior, sino hacerlo inútil, lograr que el enemigo gastase la pólvora en salvas. La Cyclosa, por tanto, es una excelente estratega y una excelente constructora. Ha aprendido a disfrazarse de ella misma, a ser una réplica de sí.


 
(...)

El reconocimiento social es una parte del proceso constructivo de la identidad muy importante, y desde el primer momento constituye, como apunta Honneth, no una libertad –como podría pensarse, en el sentido de fundar un espacio político de influencia– sino todo lo contrario, una limitación: “una persona o un grupo es reconocido mediante la aplicación de determinaciones de cualidades o atribuciones de identidad que son experimentadas por las personas o los miembros del grupo como restricción del espacio de juego de su autonomía”[1]. Internet, como exponíamos en Pangea y El lectoespectador, ha terminado con esa identidad cercenada. Plantea, en realidad, el reconocimiento en la forma berkeleyana del esse est percipi y propone una posibilidad infinita de recomenzar el juego identitario y de reinventarse desde la otredad digital (seudónimos o avatares) o desde la notredad digital (anonimato). El estatuto digital, por su volatilidad, por el hecho de estar sometido a la dictadura de lo nuevo y estar marcado por la dificultad de concitar la atención debido a la vastedad de la oferta, necesita ser continuamente renovado. Uno debe actualizarse, contarse mediante updates o actualizaciones de su estado. Como ha explicado Raúl Minchinela, “la narración mediante updates no es sólo una nueva herramienta literaria: es un indicador de nuestro tiempo; el arma que enarbolamos como la modernidad mientras simultáneamente nos borra el pasado inmediato. Convertir tu vida en titulares te aplica el conocido adagio sobre los diarios: no hay un periódico más viejo que el de ayer. Nos estamos quedando sin historias. Eso cabe en un update(2009). Si la narrativa reciente es, en cierta forma, un espacio de simulación autorial[2], es comprensible que exista una relación natural entre las ficciones narrativas de autor y la ficción personal facilitada por la dúctil identidad digital. Desde ese punto de vista el ciberespacio aparece como un campo de juegos identitario aunque el juego, en estos temas, suele ser bastante en serio, como ha visto el narrador argentino J. P. Zooey:

En estos tiempos el hombre disuelve su identidad de barro en fluidos perfiles informáticos. Deshace su único nombre en múltiples nicks. Su sexualidad deviene en identificación provisoria con emoticones mutantes. Y cuando el punto G se pulsa en un joystick, en la pantalla explota extasiado un ser que no es ni hombre ni mujer. El retrato estable se disgrega en granos de Photoshop hasta ser otro, y luego otro, en constante devenir (2009:42-43).

Erving Goffman describió tempranamente en Presentation of Self in Every Day Life (1959), los procesos performáticos por los que nos presentamos en público y nos singularizamos identitariamente. A su juicio, el modo de re-presentarnos es muy similar a lo que sucede en la representación teatral: “whatever it is that generates the human want for social contact and for companionship, the effect seems to take two forms: a need for an audience before to try out our vaunted selves, and a need for teammates with whom to enter into collusive intimacies and backstage relaxation” (1959:206). Interpretación de un papel más interacción personal relajada: estos parecen ser también los resortes que mueven la comunicación en las redes sociales. Respecto a la interpretación actoral, de hecho, hay incluso aplicaciones informáticas que permiten la creación de una película del yo (http://www.timelinemoviemaker.com/) y de un museo de mí partiendo de la información volcada en Facebook. En la descripción del programa The Museum of Me (http://www.intel.com/museumofme/r/index.htm), se lee: “Esta exposición es un viaje de visualización que explora quién soy”. La impresión que intenta generarse en el internauta-consumidor es que su vida no sólo es novelable, como decían los antiguos, sino que también es rodable, convertible en espectáculo cinematográfico[3], y que es digna de guardarse en un museo, como formas santificadoras del egocentrismo de archivo. En el mismo sentido, lo que Facebook llama la “biografía” es también una especie de fotonovela del periplo autobiográfico, mitad discurso, mitad espectáculo.

(...)


[1]Y continúa: “Esto significa que un reconocimiento normalizante no puede motivar el desarrollo de una imagen de sí mismo positiva que conduzca a una asunción voluntaria de tareas y privaciones decididas por otros”; Axel Honneth, “El reconocimiento como ideología”, Isegoría nº 35, julio-diciembre 2006 [pp. 129-150], pp. 141-42.
[2]“El fingimiento y la simulación están en la base del comportamiento humano y forman parte de los fundamentos creativos de las autoficciones”; Manuel Alberca, “Finjo ergo Bremen”, en Vera Toro, Sabine Schlickers y Ana Luengo (eds.), La obsesión del yo. La auto(r)ficción en la literatura española y latinoamericana. Madrid: Iberoamericana / Vervuert, Madrid, 2010, p. 32.
[3]“(…) cada vez más evaluamos nuestra propia vida ‘según el grado en que satisface las expectativas narrativas creadas por el cine’, como insinúa Neal Gabler”; P. Sibilia, La intimidad como espectáculo; Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008, p. 60.



La reseña demente

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Manfred Spitzer, Demencia Digit@l. El peligro de las nuevas tecnologías; Ediciones B, 2013.

Es interesante el libro de Manfred Spitzer, Demencia Digit@l. El peligro de las nuevas tecnologías (Ediciones B, 2013), y es bastante posible que algunas o muchas de sus aseveraciones sean ciertas, pero tras leerlo me ha surgido un gran escepticismo ante su visión. Conviene precisar algunas de sus aseveraciones y cuestionar su argumentación en algunos puntos. No todo lo que presenta en el mundo editorial como “científico” lo es, y no conviene confundir un manual divulgativo como Demencia Digit@l con un artículo científico. En los manuales divulgativos no hay “examen de pares”, como ustedes ya saben (es decir, no hay otros expertos que estudien y busquen los puntos débiles de la investigación antes de ser publicada), como sí los hay en los artículos científicos publicados en publicaciones reconocidas (y aun así ya hemos visto la opinióndel premio Nobel Randy Schekman sobre ciertas revistas prestigiosas como Nature o Science). En el caso de Demencia Digit@l, pues, los pares somos nosotros, los lectores. Spitzer nos recomienda que ante las falsedades sobre los medios el lector sea “crítico, pregunte por las cosas, exija datos e infórmese con buenos estudios publicados (es decir, con publicaciones científicas serias)”, p. 316 –luego se verá que eso justo hemos hecho para redactar la presente reseña–;  y en otro momento se jacta del gran número de fuentes que utiliza. Lo que vamos a examinar aquí es, precisamente, cómo utiliza algunas de esas fuentes.

El libro de Spitzer es un alegato frontal contra las tecnologías, especialmente los videojuegos, pero también los móviles, Internet y la televisión. A lo largo de más de trescientas páginas expone todo tipo de riesgos y posibles daños que los medios digitales pueden procurar, especialmente a los jóvenes: reducir la capacidad de aprendizaje, frenar la plasticidad cerebral, aislamiento, pérdida de la memoria, etcétera. Se citan numerosos estudios en el libro, y se sostiene en todo momento y sin fisuras una opinión contundente contra los medios, aunque el autor reconoce conducir un programa de televisión (cuyo visionado, advierte al lector, “no daña su cerebro”, p. 19) y utilizar el ordenador a diario. Un punto señalado por Spitzer que sí me parece relevante y cierto es que la introducción de tecnologías en el aula es, en no pocas ocasiones, una decisión tomada a instancias de los grupos tecnológicos de presión y del interés económico de las multinacionales que las fabrican (p. 25), y que habría que poner en cuestión tales medidas y hacer diagnósticos serios y previos antes de adoptarlas.

La cuestión es que, si me preguntan, Demencia Digit@l no me parece un diagnóstico irrefutable al respecto. La argumentación de este libro, presuntamente amparada en la ciencia, es en algún momento bastante discutible. Vamos a poner algunos ejemplos.

En la página 123 se dice que las personas que usan redes sociales tienen menos amigos reales, como si eso pudiera ser demostrable en todos los casos, o como si ambas cosas (red y realidad) no pudieran ser complementarias. En la página 87 se liga la tenencia de ordenadores en casa a la distracción de los niños, desechando otras posibles causas de dispersión y haciendo pensar al lector que todos los infantes, desde hace cientos de años hasta la llegada de los ordenadores, han estado concentrados haciendo sus tareas sin distraerse con cualquier cosa. Spitzer entra a fondo en los estudios que combaten sus ideas, para buscarles las cosquillas y agarrarse a cualquier detalle que le sirva para sembrar dudas (véanse p. 187 y 252); pero si el estudio va en la línea de su argumentación se limita a citarlo sin más. En la página 84 se lee: “Otros autores no pudieron constatar efectos negativos en la lectura asistida por ordenador pero excluyeron rotundamente cualquier efecto positivo”. ¿Hace falta que algo sea positivo para que pueda hacerse?

Pero el problema de Demencia Digit@l surge precisamente cuando el lector, a la vista del modo tajante y sin ninguna concesión a la duda que utiliza Spitzer, comienza a preguntarse sobre esos estudios en los que Spitzer se apoya. Ese momento crítico llegó en las páginas 262 y 263, cuando el autor ata, de un modo más o menos directo, el uso de la tecnología al insomnio, ¡al cáncer y a la obesidad infantil! La relación no es del todo directa en el caso del cáncer, pero sí en el caso de la obesidad. ¿Demuestra Spitzer que estén anudados causa y efecto? No, se limita a citar un par de estudios donde se demuestra que los jóvenes duermen poco y mal (no se incluyen estudios sobre cómo dormían en 1980, o en 1950), y a continuación añade sibilinamente una frase que no tiene que ver con los estudios citados justo antes: “La utilización de los medios digitales realizada especialmente por la noche, el chateo sobre todo en las mujeres, el correo electrónico y los juegos en ambos sexos y también la permanente accesibilidad a través del teléfono móvil, iban acompañados de la aparición multiplicada de trastornos en el sueño” (p. 262). Entonces mi intuición hizo saltar la alarma.

Fui a la bibliografía a rastrear el estudio. Se trata de la tesis doctoral de la profesora Sara Thomée, de la Universidad de Gotemburgo, defendida en 2012. Pensé que merecía la pena tomarse el esfuerzo para comprobar si el párrafo de Spitzer era cierto, así que me puse a leer la tesis, que es la fuente citada para sustentar sus argumentos, y lo que expone la profesora Thomée resulta ser algo bastante diferente. En la tesis se habla de uso abusivo, o se acotan los síntomas a la utilización de los aparatos digitales al trasnochar a menudo: “Often using a computer late at night and consequently losing sleep was associated with several mental health outcomes in both sexes” (p. 3). En la página 16 de la tesis (que pueden consultar aquí) se ofrece un gráfico que muestra un crecimiento de los problemas de sueño de los jóvenes suecos desde 1980 hasta 2010. Pues bien: después de aclarar Thomée que las causas de los problemas mentales estudiados pueden ser varias, cita algunas causas posibles: “gender, sociodemographic factors, general health, and major life events, as well as individual factors such as coping skills, are all related to the incidence of depression among young people (…) In addition, family life stress and academic stress are related to depression and insomnia” (subrayado mío). No busquen ninguno de estos factores citados en el libro de Spitzer, que sólo menciona el uso de tecnologías. Thomée añade también que parte de las preocupaciones de los jóvenes suecos pueden radicar en la progresiva quiebra del modélico estado del bienestar del país nórdico: “Factors that have been discused within the Swedish context are economic factors, included unemployment, related to the economic recession in the 1990s” (p. 16). ¿Están  esos otros factores socioeconómicos del insomnio y la depresión incluidos en el ensayo de Sptizer? No, no lo están. El autor espiga de la tesis de Thomée aquellos datos que darían la razón a su argumentario, hurtando cuidadosamente los que lo matizan. Luego habría otra cosa que apuntar. Aunque la propia Thomée señala, como hemos transcrito arriba, que el estrés académico puede alterar el sueño y producir depresión, el universo subjetivo de su estudio… son 1.204 estudiantes universitarios, que tuvieron que rellenar en línea un “cuestionario” (a cambio recibían en algunos casos dos entradas para el cine, véase p. 20) y, sólo en 32 casos, el estudio incorporaba “semi-structured interviews” con estudiantes. Es decir: el estudio se fía por completo de cuestionarios rellenados en Internet, sin apoyo técnico o psicológico ni comprobación de identidad, por jóvenes de entre 19 a 24 años. El estudio no contempla posibles entendimientos defectuosos de las preguntas, ni suplantaciones de identidad, ni la posibilidad de que el cuestionario se rellene de cualquier forma con tal de conseguir las entradas de cine; tampoco se realizan, ni antes ni después, diagnósticos psiquiátricos ni psicológicos a los participantes, ni se realiza un seguimiento de los mismos, ni se practica un examen médico de comprobación, ni existe el respaldo de contraste de las respuestas que daban los chicos, etcétera. Pero con esto no intentamos tanto cuestionar el trabajo de campo de Thomée, que al menos realiza uno, sino cuestionar cómo llega Spitzer a sus brutales conclusiones. Porque a continuación del apresurado resumen del estudio de Thomée, Spitzer sentencia que la falta de sueño (que él ha ligado en su libro exclusivamente, por completo, sin excepciones ni referencia a otros factores,a las tecnologías digitales), “conduce a la reducción de las defensas inmunológicas y por ello a la aparición más frecuente de enfermedades infecciosas y cancerígenas” (p. 262). Eso dice.

Como lo leen.

¿Ha tenido Spitzer la mala suerte de que, en el primer ahondamiento hecho en las fuentes originales, salte a la vista el modo en que citalas conclusiones acomodándolas a su propósito? Creo que estoy formulando la pregunta de un modo muy elegante.

Por ese motivo, para evitar que se tratase de una casualidad, y a pesar de la enorme cantidad de tiempo que todo esto me ha supuesto, me sumergí en otro estudio citado por el autor. En la página 266 alude a un estudio realizado en la universidad de Missouri, donde “quedaron demostradas las relaciones significativas entre varios parámetros de la utilización de internet y la existencia de síntomas depresivos”. Bien. Costó un poco de trabajo, porque no se dan los datos en la bibliografía del libro, pero accedí al estudio, firmado por Raghavendra Kotikalapudi, Sriram Chellappan, Frances Montgomery, Donald Wunsch y Karl Lutzen: “Associating Internet Usage with Depressive Behavior among College Students” [IEEE Technology and Society Magazine, vol.31(4):73-80(2012)]. Es un estudio que se jacta de no basarse en cuestionarios rellenados por los propios estudiantes, como la mayoría (el de Thomée, entre ellos), sino en “real Internet data”. En realidad, el estudio tuvo acceso al flujo de datos de los ordenadores de los chicos, pero no siempre al uso concreto que hicieron con los mismos, sino al volumen de datos canalizados. Operaron con aproximaciones y deducciones, como ellos mismos afirman, supongo que por motivos de privacidad: “Larger number of packets per flow is typical under Internet streaming and downloading, which is common when watching videos and gaming. This is intuitive” (p. 5). La intuición no es mala, pero anotemos que el estudio la considera entre sus elementos de análisis. Ahora observemos el suelo del estudio: comienzan los autores recordando que el 90% de los universitarios de Estados Unidos tiene acceso a Internet; a continuación  citan un estudio estatal que apunta que el 26% de los universitarios estadounidenses tienen algún síntoma que puede relacionarse con la depresión. Para empezar, por tanto, es imposible que si el 26% de los universitarios norteamericanos tienen síntomas depresivos, y el 90% usan la red habitualmente, no haya entre un 16% y un 26% de chicos depresivos que utilicen Internet. Bien, para eso no hacía falta un estudio, pues es una simple conexión matemática; Spitzer menciona el estudio porque parece ligar ambos factores causalmente, como consecuencia uno del otro. ¿Es así? No, ni siquiera eso, porque el objeto del estudio es demostrar que es posible identificar el tipo de uso de Internet que hacen los jóvenes con tendencias depresivas, lo cual es útil, añaden, para poder detectarlos y predecirlos (p. 6); incluso enfatizan que Internet puede ser de ayuda para detectar los síntomas. A diferencia de lo que Spitzer parece decir con su estudiada ambigüedad, el estudio sólo dice que los chicos depresivos y solitarios utilizan mucho Internet. Lo cual es obvio, puesto que cualquiera sabe que la enfermedad aísla a los pacientes en su espacio individual, limita sus interacciones personales y les hace dedicarse a actividades solitarias. Por lo tanto es lógico que naveguen mucho, pero eso de ninguna manera quiere decir que por navegar mucho sean depresivos, sino, seguramente, al revés. Al ser depresivos y estar a solas, lo normal es que vean televisión, jueguen a videojuegos o naveguen porque, como es bien sabido, los depresivos profundos no pueden concentrarse en actividades como leer o estudiar. Curiosamente, esta posibilidad, de lógica aplastante, no está considerada siquiera por Spitzer, pero se deduce claramente del estudio, que no demoniza Internet y sólo se limita a plantear un uso concreto de la red como síntoma detectable. Supongo que es fácil entender la diferencia entre tener “relaciones” con algo y “proceder” de algo. Los vecinos de un delincuente han tenido relación con él, pero no tienen la culpa de su crimen. Si bien en ese punto concreto, cuando habla de este estudio, Spitzer no liga causalmente medios digitales y depresión (Spitzer no tiene un pelo de tonto), sí comenta, como hemos reproducido, sus “relaciones”; y en otros momentos del libro lo explicita de modo más claro: “por este motivo desarrollaré en los siguientes capítulos cómo y en qué medida las redes sociales digitales vuelven solitarios e infelices a nuestros niños y adolescentes” (p. 25, las cursivas son mías); “el insomnio, las depresiones y la adicción son los efectos extremadamente peligrosos del consumo de medios digitales cuya importancia para el desarrollo de la salud entera de la actual generación todavía joven apenas puede exagerarse” (p. 273).

Forzando el ejemplo, lo que hace Spitzer es tan injustificable como acusar a los filetes de pollo, las ensaladas o los cruasanes de ser los causantes de la bulimia de alguien, y solicitar la retirada de cualquier alimento de los colegios o universidades para evitar que los niños se vuelvan bulímicos.

Más inconsistencias: dar por bueno un estudio universitario realizado sobre llamadas telefónicas, para probar la adicción a Internet (pero ¿cómo se pueden hacer así los estudios “científicos”?). Spitzer dice que después de llamar a las personas, “quedan demostradas” (p. 267) las conductas adictas. Mi idea de la “demostración” científica era muy diferente. A lo mejor es que yo idealizo las conductas de los científicos, por tener la desgracia de no ser uno de ellos (dicho sin ninguna ironía). Es curioso que en este ejemplo dé Spitzer la estadística por buena y en la página 120, hablando de otra cosa, nos recuerde que “las relaciones estadísticas, por sí solas, no expresan todavía nada sobre causa y efecto”. Muy de acuerdo en esto.

En otras ocasiones, sería interesante trasladar los razonamientos de Spitzer a otros campos de la existencia, para desmontar por sí solo el planteamiento. Hagamos este ejercicio:


Planteamiento: “Quien pasa mucho tiempo con los medios digitales se mueve menos, con todo lo que eso conlleva para la salud física y mental” (p. 264)
Extrapolación: Quien pasa mucho tiempo trabajando en una consulta atendiendo pacientes, o en una oficina resolviendo papeles, se mueve menos, con todo lo que eso conlleva para la salud física y mental.


Planteamiento: “Bombardeamos a nuestros hijos justamente con los consejos equivocados en lo que respecta a la comida. Durante un programa de dibujos animados en una típica mañana de domingo, los niños ven un promedio de un anuncio de alimentos cada cinco minutos, y casi todos los alimentos que salen en la publicidad por televisión son poco saludables” (p. 131)
Extrapolación: Bombardeamos a nuestros hijos justamente con los consejos equivocados en lo que respecta a la comida. Al dejarles salir a la calle en una típica mañana de domingo, los niños ven un promedio de pastelerías, Burger King, Pizza Hut, churrerías, tiendas de golosinas o McDonald’s cada cinco minutos, y casi todos los alimentos que salen en sus escaparates son poco saludables.



Así expuesto, cualquier comportamiento humano puede ser potencialmente peligroso para nuestra salud.

Y luego hay párrafos para los que no encuentro adjetivos, así que prefiero dejarlos a juicio del lector:

“En internet se miente y se engaña más que en el mundo real, y uno mete la pata en la red con mayor frecuencia” (p. 75).

“Como psiquiatra observo una y otra vez que los adolescentes ya no saben lo que debe y lo que no debe decirse, probablemente porque solo en raras ocasiones hablan con alguien” (p. 112).

¿Se ha dado usted cuenta de que raras veces pone una cara feliz la persona que está ante una pantalla? Después de un paseo, después de la lectura de un buen libro o de la visita de un amigo, uno se siente bien, con ganas de hacer cosas y acomete sus tareas con buen humor. (p. 263)

“El Parlamento del Estado federado de Hesse me invitó a una ronda de expertos sobre el tema ‘medios de comunicación’, en cuyo transcurso no pude menos que constatar que no se trataba de ninguna ronda de expertos en absoluto; estaba formada por 29 miembros de grupos de presión y representantes de asociaciones, etc., y un experto: yo mismo” (p. 277).

“Los juegos de ordenador te vuelven gordo, estúpido, violento y te insensibilizan” (p. 293).

No sé muy bien cómo terminar. Quizá con una cita que acaba de venirme a la memoria, sin saber bien el motivo: “La actual sociedad de riesgo es heredera de una modernidad, de origen ilustrado, donde la ciencia se ha investido como dogma de fe, sustituyendo viejos ritos, prácticas y creencias. El problema de esta consideración es que la infalibilidad otorgada a la Ciencia se ha transmitido a los científicos convirtiéndolos en auténticos iluminados de esta sociedad tecnificada”; Carlos Gil de Gómez Pérez-Aradros, Reflexiones (poco académicas) sobre la sociedad actual; KRK Ediciones, Oviedo, 2013, p. 43.


[Relación con la editorial y el autor: ninguna]


Francis Ford Coppola y el nuevo arte

Los hemisferios

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Mario Cuenca, Los hemisferios; Seix Barral, Barcelona, 2014.

El metal de su vida es como todos.
Y es igual aquél óxido,
y aquella rigidez en la mandíbula.
Si aún no se lo cree, haga la prueba.
Vuele al otro hemisferio.
Mario Cuenca, Todos los miedos(2005)

He leído que un filósofo llamado Petrón mantenía la opinión de que existían varios mundos tocándose los unos a los otros en figura triangular equilátera, en cuyo centro, según decía, se hallaba la morada de la Verdad, y allí habitaban las Palabras, las Ideas, los Ejemplos y representaciones de todas las cosas pasadas y futuras, rodeadas por el Siglo. Y en ciertos años, con largos intervalos, parte de ellas caían sobre los humanos como catarros y como cayó el rocío sobre el vellón de Gedeón; otra parte quedaba allí en reserva para el porvenir, hasta la consumación de los tiempos.
François Rabelais, Gargantúa y Pantagruel

Lo que sigue no es una “reseña” de Los hemisferios. Prefiero hablar de la novela en diversos lugares, atendiendo a aspectos concretos de la misma; además, si usted ha llegado hasta aquí es porque busca un acercamiento a la novela, algunas pistas que le orienten respecto a qué puede encontrar en ella. Prefiero hacer esto último, pues nos referimos de una novela tan densa y variada que su exégesis global invita más al artículo de corte académico que a una recensión breve, que amputaría la mayoría de sus aspectos narrativos, filosóficos o psicológicos.

Los hemisferios es una novela baudelaireana, de correspondencias simbólicas y míticas entre sus dos partes, tituladas “La novela de Gabriel” y “La novela de María Levi”, que tienen algunas diferencias estilísticas –si bien no tantas como sugiere la contraportada–. La historia global o común de la obra cuenta de dos formas diferentes los similares acontecimientos y ansias que sacuden a dos arquetipos. El primero es representado por Gabriel en ambas novelas; el segundo está compartido por los tuertos Hubert Mairet-Levi en la primera y su claro trasunto Marie Levi en la segunda (lo que pudiera ser un guiño al Orlando de Virginia Woolf, que también vive a través de los tiempos con sexos diferentes). En consecuencia, es necesario enfatizar que no se trata dela misma historia contada por dos personajes (lo que remitiría a otros modelos como Durrell o Faulkner), sino dos arquetipos repitiendo papeles en dos historias distintas, que tienen “lugar” en dos espacio-tiempos distintos, conectados en algunos puntos (vgr., p. 45: “un colapso del presente y el pasado (…) el zumbido de la realidad saliéndose de su goznes”). Como en algunas teorías astrofísicas, Cuenca utiliza la hipótesis de dos mundos paralelos que se tocan en algunos “agujeros de gusano” narrativos, lo que nos remite a ciertos relatos de Borges u otras obras de literatura fantástica o de ciencia-ficción (The Legion of Time, de Jack Williamson; Eye in the Sky o Valis, de Philip K. Dick, o El mundo en la era de Varick, de Andrés Ibáñez), por no citar a la serie Fringe, cuyas últimas temporadas semejan en parte la construcción de Los hemisferios. En algún momento el autor parece indicar esta posibilidad de mundos paralelos: “O tal vez esté en ambos lugares a la vez, en una bilocación. Tal vez esté en dos tiempos que aspiran a ser un mismo tiempo y que a veces, cuando se rozan, escupen esquirlas de metal incandescente” (p. 111, véase también 130 y 192). Algunos detalles, como un cuadro basado en la Sagrada familia de Gaudí, son claves para entender la comunicación entre ambos espacio-tiempos.

Mientras que el narrador de la primera parte es Gabriel, un escritor que cuenta sus experiencias tras conocer a una mujer de corte mítico, la narradora de la segunda novela es más difícil de describir. Quizá se da una pista en la primera parte, cuando en la página 111 se habla de “una proyección de su propia culpa, su materia doliente derramada desde un proyector de la conciencia”. Marie parece estar instalada en una especie de limbo (puede ser la muerte, la inconsciencia del coma o simplemente otra dimensión posthumana donde la vida sólo tiene lugar como manifestación de la conciencia post-corporal; me inclino por esta última posibilidad). El problema es que Los hemisferios parece aquejada de lo que Ricardo Menéndez Salmón describía como “mal de los constructores” en uno de los relatos de Gritar (Lengua de Trapo, 2007): las deficiencias que procura la búsqueda de la perfección a cualquier precio, que puede derivar en malformaciones indeseadas e insospechadas. En este sentido, da la impresión de que la segunda novela ha sido “estirada” sólo para coincidir en número de páginas y número de capítulos con la primera. Mientras que “La novela de Gabriel” está perfectamente compensada y construida, manteniendo un altísimo interés y enorme calidad a lo largo de 270 páginas, “La novela de María Levi” se levanta sobre una estructura muy monótona, alternando escenas del presente y el pasado por turnos, y su contenido es a veces sobrante y repetitivo, alargando multitud de escenas que no siempre añaden algo sustantivo, por lo que a ratos se nutre de rellenoespecular. La lectura se hace pesada en esta segunda parte, a lo que se suma cierta sensación de déjà-vurespecto a personajes e historia. En mi discutible y personal juicio, “La novela de Marie Levi”, que tiene una narradora formidable desde el punto de vista constructivo, hubiese funcionado igual o mejor con la mitad de capítulos y páginas.

En otros lugares desarrollaremos otras cuestiones que abre la novela, entre ellos: los aspectos míticos de los personajes; su posible adecuación al marco narrativo conceptual de Le récit spéculaire (1977) de Lucien Dällenbach; el uso de estructuras abismáticas a partir de espacios “concéntricos” (p. 54), que se transmutarían en otros tantos niveles estructurales: la narrativa de las películas filmadas por los personajes, la narrativa de los acontecimientos de cada una de las novelas y el “Supremo Montaje” que englobaría ambas. También podría abordarse su composición fragmentaria, que la une a Boxeo sobre hielo (2007), la primera novela de Cuenca; la excesiva dependencia de la historia respecto de modelos anteriores, como el Vértigo de Hitchcock, y su vínculo con otras remediaciones contemporáneas; la sugerente definición de los personajes como revenants, quetiene en francés dos significados: “fantasma”, o aparecido, y “resucitado” o reaparecido, y las posibles reminiscencias de Solaris en la obra. O la posible adscripción estética a lo que José Luis Molinuevo ha denominado tecnorromanticismo, ya que la novela de Cuenca es decididamente postromántica: personajes desgarrados, movidos por un destino del que no pueden escapar; ligazón esteticista de amor y muerte; solipsismo; adecuación de la naturaleza al estado de ánimo de los personajes (p. 434); dobles y sujetos divididos; sublimes geográficos; construcción como “espiral de espirales” según la expresión de Schlegel[1]; existencia de fuerzas y conexiones ocultas entre todas las cosas, etcétera. Incluso hay menciones literales: “ella interpreta un personaje escapado de una novela romántica (…) una versión punk de las mujeres que podría haber adorado Novalis, o Byron” (p. 117), describiendo después sin citarla la característica estampa del Caminante sobre el mar de nubes (David Caspar Friedrich, 1818).



Hay muchas novelas dentro de esta ambiciosa novela de Cuenca, cuyos defectos se deben más a un exceso de ambición que a un defecto de talento. No hay esto último, pues Cuenca es uno de los narradores españoles actuales más capacitados, de cualquier edad. Termino con una reflexión que abre otra dimensión de Los hemisferios. Hemos dicho más arriba que la novela de Cuenca es baudelaireana, pero también es nietzscheana, en un nivel muy profundo y esencial: “Todo esto duró mucho tiempo, o poco tiempo: pues, hablando propiamente, para tales cosas no existe en la tierra tiempo alguno” (Así habló Zaratustra; Alianza, Madrid, 1994, p. 432). La página 178 de Los hemisferios, si se relee después de terminar el libro,ayuda a clarificar la novela y la circularidad del tiempo de la misma. En esta página se lee que Hubert “le habla a Gabriel sobre círculos, sobre el círculo del tiempo, sobre el tiempo circular, sobre el Apocalipsis, sus manos y su rostro bañados por el resplandor de los monitores. Dice que así será el tiempo posterior al Apocalipsis, un anillo, un circuito cerrado de vídeo, un bucle silencioso, en mitad de un desierto. Dice que el tiempo del fin del mundo será como una pantalla alzada sobre las dunas en la que proyectarán -¿quién, si ya no habrá seres humanos para hacerlo?- una rueda de imágenes tan hermosa como la que ahora él manipula sobre su mesa de edición (…) Qué será la muerte sobre una pantalla cuando ya no quede nadie para apreciar su hermosura. El cine, después de la extinción del último ser humano, qué será” (subrayado nuestro). Compárese con la última página de la novela, donde los posthumanos “avanzan como sonámbulos en dirección a una gigantesca pantalla sobre dos postes clavados en la nieve” (p. 536). El motivo por el que el “eterno retorno de lo idéntico” no queda del todo explicitado en Los hemisferios es el mismo por el que tampoco se detalla completamente en Así habló Zaratustra: “Esta idea es más bien aludida que realmente desarrollada. Nietzsche tiene casi miedo de expresarla. El centro de su pensamiento rehúye la palabra” (E. Fink, citado en el prólogo de Andrés Sánchez Pascual a Nietzsche, op. cit., p. 23). Sería terrible para los protagonistas, y quizá también para el escritor, constatar que todo va a tener lugar otra vez, que la mujer A o Primera Mujer va a reencarnarse continuamente, y que Gabriel y Hubert/Marie van a perderla siempre, van a amarla siempre sin llegar a poseerla nunca, van a intentar salvarla sin llegar jamás a lograrlo: “piensa que tal vez el objeto de su deseo tenga la potencia de regresar a la vida en un circuito perpetuo, cuántas veces a lo largo de la historia. Cuántas veces habrán amado, compartido y extraviado a la misma mujer” (Los hemisferios, p. 179; otros puntos de contacto con el libro de Nietzsche son los sueños simbólicos, las tarántulas, las transformaciones y la resurrección del episodio “La fiesta del asno”). La conclusión es que las criaturas que se dirigen hacia la pantalla alzada en la nieve, en la última página de la novela, son en realidad posthumanas (véase p. 287), de incorporeidad simbolizada por su carencia de ombligo, mentes liberadas de la ascendencia y el cuerpo que sobreviven más allá del fin del tiempo, canalizando el “incesante parloteo” de su conciencia (p. 289) y que contemplan en esa pantalla el cine/arte del futuro (p. 178), configurado como un simple “chorro de luz aún más pálido” (p. 536). No sé si con eso intenta decir Cuenca, desde una postura idealista, que la conciencia y el arte son las dos únicas manifestaciones humanas dignas de supervivencia y que lograrán atravesar, como la luz de las estrellas muertas (p. 286), la distancia que existirá cuando nosotros ya no existamos.



[Relación con el autor: amistad. Relación con la editorial: es una de las editoriales donde publico mis libros]


[1]Cf. Jean-Luc Nancy y Philiphe Lacoue-Labarthe, El absoluto literario. Teoría de la literatura del romanticismo alemán; Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2012, p. 519.

Llera Bonilla López Bringhurst Dobry

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José Antonio Llera, Transporte de animales vivos; Aristas Martínez, Badajoz, 2013. Cuando me asomé hace tiempo al ensayo de José Antonio Llera Rostros de la locura. Cervantes, Goya, Wiseman (Abada, 2012), me sorprendió esta frase de la primera página: “Los ojos furiosos de Medea en el óleo de Delacroix brillan más afilados que la daga que empuña”. En aquel momento pensé que la frase parecía un verso, y la impresión se corrobora hoy tras leer este poemario de Llera, cuajado también de brillantes imágenes en prosa. La obra de Llera, que es muy personal pero a la vez recuerda a prosas hipnóticas como las de los Tres poemas de Ashbery o el Libro de los venenos de Gamoneda, tiene un potente lado salmódico que hunde sus raíces en el inconsciente, aunque sin caer en lo onírico más que en momentos muy puntuales (“Sueño”, p. 63). Es una poesía impura, donde referencias a clásicos de la literatura en varias lenguas (Llera es profesor de Literatura Comparada) se mezclan con plásticos y cámaras de fotos, en una mezcla afterpop que, no obstante, tiene más tensión hacia el sublime estético que hacia lo popular, sin olvidarlo: “Estás aturdido, poeta. Para no desplomarte apoyas el cuerpo en los contenedores y acaricias las pérgolas de acero. / Si la Verdad te ignora como esa dama a quien quieres tocar los pechos en las verbenas, si la naranja metafísica se convierte en zanahoria y tu sueño trafica con el plomo, prepara el torniquete o mézclate entre la multitud que espera su turno en el photo-call” (pp. 46-47).

Juan Bonilla, Una manada de ñus; Pre-Textos, Valencia, 2013. Nuevo volumen de los relatos de Juan Bonilla (Jerez, 1966), uno de los escritores españoles mejor dotados para el género. A diferencia de otros títulos del autor en que los relatos eran más independientes, Una manada de ñus muestra cierta cohencia interior: todos los cuentos están ubicados en un eje temporal próximo al de la infancia y adolescencia de Bonilla, y a su entorno geográfico (Jerez de la Frontera, Cádiz), lo que unido a la nomenclatura de de los distintos narradores parece indicar que Bonilla ha regresado a la autoficción. Decimos “regresado” porque Bonilla lleva utilizándola desde hace 20 años, desde la aparición de su primer libro de prosas, Veinticinco años de éxitos (La Carbonería,1993), y si bien la autoficción es hoy en día una plaga en las letras españolas, hay que recordar que Bonilla fue uno de sus primeros y más habituales practicantes. En consecuencia, su uso no responde a las modas sino a una coherencia estética sostenida durante dos décadas, pues también la ha utilizado en otros libros intermedios. De hecho, Una manada de ñus puede ser, a mi juicio –y conozco la bien la obra del jerezano– el libro más autobiográfico y “confesional” de Bonilla, algo extraño en alguien que ha utilizado el género autoficcional para esconder más que para mostrar la anécdota biográfica real. A destacar los relatos “Cuidados paliativos”, “El sol de Andalucía embotellado” y “Justicia poética”; en este último se hace un ingenioso rescate (y una justa vindicación) del poeta José María Fonollosa.

La estética de Edgardo Dobry muestra en Contratiempo(Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2013), algunos puntos comunes con los expuestos arriba para Llera: erudición mezclada con referencias cotidianas, incluso chocarreras, como los titulares de un diario deportivo, sabia mezcla alto/bajo/cultural, menciones a otras lenguas (de las que Dobry es traductor profesional), etcétera. La poética de Dobry, una de las más interesantes de la actualidad, como ya dijimos en este mismo blog (aquí y aquí), ha pasado de cierto intelectualismo sustentado en el extrañamiento metafísico a un “extrañamiento próximo”, lo que significa que el personaje muestra su perplejidad ante todo lo que le rodea y se ampara parcialmente en la cultura para orientarse, sin conseguirlo. A pesar de esa evolución, señalada también por Raúl Zurita en la contraportada, hay líneas o afinidades entre las dos estéticas, como es natural: “era toda nuestra mitología / en una ciudad sin más historia / que una decrépita promesa de futuro” (El lago de los botes, 2005); “Bronceado de mitología / vuelve de la biblioteca // y ahora sabe que se puede / caer al cielo como a un pozo” (Contratiempo, p. 23). Y una preocupación objetual que ya estaba en poemarios anteriores (“Las cosas / escuchan, cuántas veces lo habré dicho”, p. 90). El resultado es un poemario nervioso, que reproduce los contratiempos vitales con contrapuntos antisublimes; un libro a ratos punzante cuya lectura no deja indiferente al lector.

Como aire fresco y saludable novedad en el mundo del relato breve podemos definir Los monos insomnes (Chiado Editorial, 2013), de José Óscar López(Murcia, 1973). Imaginación disparatada, desparpajo narrativo, humor y apuntes líricos, detalles de ingenio y finura expresiva coinciden en estos cuentos disímiles, extraños, donde perlas de poesía y brochazos sexuales, ciencia ficción y realismo descarnado conviven sin ningún problema, unidos por la singular mirada de su autor. Si “John Holmes y el nuevo mundo” puede recordar a “Johana Silvestri” de Bolaño (Llamadas telefónicas), “Variaciones del fin del mundo” nos trae a la memoria Ruido de fondo de Don DeLillo, y el extraordinario relato “El universo es un jardín a nuestro paso”, pleno de imágenes memorables, puede resucitar al mejor Stanislaw Lem. Un volumen desconcertante, con alguna caída (“El mal, la brevedad”), pero que el lector lamenta terminar, porque pocos autores como López tan indicados para llevarle a uno a lugares que no imaginaba que existieran y que agradece que hayan sido inventados.

Robert Bringhurst, La belleza de las armas; Kriller71 Ediciones, Barcelona, 2013.
No conocía la poesía del estadounidense Bringhurst (Los Ángeles, 1946), y debo decir que ha sido una grata sorpresa. Como sus paisanos Eliot Weinberger o Susan Sontag, Bringhurst es una persona preocupada por las más diversas culturas y los más distintos saberes; pero el poeta añade una encomiable voluntad de aprender lenguas, tanto las más habladas (inglés, chino, español, árabe), como lenguas muertas y otras insospechadas (navajo, cree, la lengua de Haida Gwaii), cuya cultura oral intenta preservar y, a su manera, reconstruir en ocasiones mediante la palabra poética. Su perspectiva antropológica y su inaciable inquietud convierten esta antología, seleccionada por él mismo, notablemente traducida por Aníbal Cristobo y Marta del Pozo y bien prologada por Nacho Fernández R., en una suerte de excavación arqueológica (de “arqueología del sentido” habla Fernández en su texto), que investiga en la profundidad del conocimiento humano a la vez que deja visibles las capas estratigráficas sobre las que se asienta la escritura. Las trazas indias y griegas, mexicas o mesopotámicas, nutren un discurso que –quizá por su riguroso asiento secular– logra el milagro de sonar muy contemporáneo. Como si Bringhurst hubiera conseguido encontrar una especie de denominador humano común (digámoslo así para no ponernos muy junguianos; La belleza de las armas invita a esa lectura, aunque el autor prefiere a Frazier y su La rama dorada, como puede verse en la página 204), una philosophia perennis que no pierde actualidad porque afecta a algún tipo de esenciao de sustancia (táchese lo que no proceda según ascendencias). Recomendable esta voz, que busca allí donde nadie supone que hay algo: “oscuridad bajo el alba, / oscuridad en el hueco de la mano; // dentro de la espina dorsal la oscuridad, la oscuridad / que hierve en las glándulas; // la arrugada lámina de oscuridad que se / aloja en cada fisura del cerebro; // la membrana / de la oscuridad que siempre se halla / interpuesta / entre dos superficies al cerrarse” (p. 101).

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[Relación del crítico con las editoriales: Abada, ninguna; Kriller71, ninguna; Pre-Textos es mi editorial de poesía; Adriana Hidalgo, ninguna; Chiado, ninguna. Relación con los autores: Ninguna con Bringhurst, amistad con Juan Bonilla; simple correspondencia sobre sus libros con Llera, Dobry y López]

La literatura egódica

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Esta semana comienza a distribuirse La literatura egódica. El sujeto narrativo a través del espejo (Universidad de Valladolid). A continuación transcribo una breve sinopsis de algunos de los temas abordados en el libro así como el índice del mismo.




SINOPSIS

El yo es nuestro amigo imaginario. Abundan los neurobiólogos, filósofos o escritores que sostienen  que el yo es una construcción; no una construcción “social”, como dirían los teóricos posmodernos, sino una construcción psicológica, interior, una especie de pequeña persona interpuesta, que la mente humana crea para gobernar, dialogando con ella, su psique y su conducta. Robert Musil, poco sospechoso de ser posmodernista, aludía al “instinto de construirse el yo que, como el instinto de los pájaros de construirse su propio nido, edifica su yo sirviéndose de diversos materiales de acuerdo con determinados procedimientos” (El hombre sin atributos). Esto significaría dos cosas: en primer lugar, la existencia de una partición interna, que genera un hiato; en segundo lugar, la capacidad de la mente de detectar esa distancia interior y convivir naturalmente con ella: “¿Cómo voy a saber lo que pienso hasta que no me oigo decirlo?”, comentaba E. M. Forster medio en serio, medio en broma; presten atención al “me” que utiliza el narrador británico y piensen sobre quién escucha a quién en su cabeza (la de Forster y la suya). Para algunos autores, esta segunda persona tiene consistencia subjetiva real; para otros, es una ficción interpolada que no sustenta nada detrás; para ciertos psicoanalistas, es la encarnación de la grieta o brecha existencial en que consiste la identidad. Se tome la postura que se tome, queda claro que el hombre conversa, machadianamente, con el otro que siempre va consigo. De ser coherentes, usaríamos siempre para expresarnos la primera persona del plural.

Esta composición dialógica de la personalidad tiene su rastro en las numerosas visiones literarias sustentadas en el desdoblamiento: el doble, la figura del extraño, los diálogos interiores, la paradoja de la autoficción (donde el escritor es y no es el protagonista), etcétera. Y el “lugar” donde más a menudo tiene lugar la conversación es, por supuesto, el espejo; ese azogue que aparece de forma continua y casi obsesiva en la literatura española contemporánea, esa superficie especular a la que se asoman los personajes de la narración para verse y hablarse, para reconocerse. Wittgenstein decía en sus Diarios que “lo que llamamos ‘reconocer’ es sólo una capacidad especial que podríamos perfectamente perder sin que por ello hubiera de considerársenos deficientes”, pero se refería a reconocer a otras personas; cuando la falta de reconocimiento se produce ante la visión reflejada de uno mismo el resultado es, literariamente al menos, traumático. Basta pensar en una novela aparecida después de publicado el ensayo, Los hemisferios (2014), de Mario Cuenca, donde la voz narrativa cambia de primera a segunda persona después de que el protagonista se dirija la palabra a sí mismo… frente a un espejo.

Si la narrativa española contemporánea fuese un solo libro, se parecería mucho al Lazarillo de Tormes, esa obra maestra cuya primera palabra es “Yo” y, sin embargo, es un yo con abundantes dudas de identidad. Por ello, La literatura egódica intenta reflejar, en sus variadas y metamórficas posibilidades, la aparición del sujeto narrativo ante el espejo: el doble, el otro, el notro, el yo autoficcional, el yo autonovelado, el yo metanoico y el yo rasgado o roto. Y también desea registrar los usos más habituales del espejo (desde los semánticos hasta los estructurales) en la narrativa española contemporánea, a través de los cuales el yo egódico (ego/dicere), el yo que se sobrenarra o se narra de más, es el protagonista central de buena parte de sus obras.

Para terminar, y por si pudiese servir de guía acerca del contenido del libro, reproduzco a continuación su índice:


ÍNDICE
Prefacio

I. INTRODUCCIÓN
I.1. Espejos y fracturas.
I.1.1.El problema de mirarse al espejo.
I.1.2. El espejo y la poética del resquebrajamiento.
I.1.2.1. La reflexión rota.
I.1.2.2. Los miedos de Borges.

I.2. La narrativa española reciente: breves notas de aproximación.
I.2.1. Apresurada historia.
I.2.2. Notas para una caracterización de la narrativa posmoderna española.
I.2.3. Ensayo de diagnóstico.


II. LA CONSTRUCCIÓN Y/O DESTRUCCIÓN SUBJETIVA A TRAVÉS DEL MOTIVO DEL ESPEJO.

II.1. Construcción identitaria.
II.1.1. Espejo y temporalidad.
II.1.2. El espejo retrovisor.
II.1.3. Con los ojos del espejo. González Sainz y la narrativa de la construcción especular de la identidad en Un mundo exasperado (1995).
II.1.4. Los demás como espejo.
II.1.4.1. El reflejo subjetivo como modo de reconocerse.
II.1.4.2. El espejo del amante.

II.2. Construcción del relato narrativo mediante el uso del espejo.
II.2.1. El espejo como método literario estructural.
II.2.1.1. Estructuralidad y simbólica.
II.2.1.2. El juego de espejos y el trompe-le’oil.
II.2.2. El espejo y el sueño.
II.2.2.1. Onírica.
II.2.2.2. El motivo del espejo a solas.
II.2.2.3. Los mundos detrás del espejo en la literatura contemporánea española.
II.2.2.4. El espejo mágico en La reina de las nieves (1994), de Carmen Martín Gaite.

II.3. Destrucciones y disoluciones de la identidad narrativa.
II.3.1. Multiplicidad y metanoia del sujeto reflejado. Su presencia en la novela Nadie me mata, de Javier Azpeitia.
II.3.2. Poéticas de la ruptura.
II.3.3. El espejo del esperpento de Valle-Inclán y su legado actual.
II.3.4. La metamorfosis como sustitución sucesiva de la identidad.
II.3.4.1. Descripción general.
II.3.4.2. Algunos ejemplos de metamorfosis en la narrativa reciente en castellano.
II.3.4.3. La metamorfosis en El amante bilingüe(1990), de Juan Marsé.
II.3.5. Tapar el espejo.
            II.3.6. Sujeto narrativo e inventario.

III. EL TEMA DEL DOBLE Y LAS FORMAS DE OTREDAD Y NOTREDAD EN NARRATIVA CONTEMPORÁNEA EN SU RELACIÓN CON DEL MOTIVO DEL ESPEJO.

III.1. Configuraciones literarias del doble en la Posmodernidad
III.1.1. El doble en la novela Laura y Julio (2006), de Juan José Millás.
III.1.2. La “bisolución” en el relato “Los invasores” de Eloy Tizón.

III.2. El espejo y el yo. El reconocimiento.
III.2.1. El síndrome Dorian Gray.
III.2.2. El reconocimiento en Detrás del hielo(2006), de Marcos Ordóñez.

III.3. Formas básicas en narrativa. La narrativa de autoficción.
III.3.1. Narcisismo narrativo y re/di/ab/solución del yo: la literatura egódica.
III.3.2. Autoficción
III.3.2.1. Sucinta descripción del “subgénero”.
III.3.2.2. Algunas autoficciones en la narrativa española reciente.
III.3.2.3. Conclusiones.
III.3.3. Autonovela
III.3.4.1. Nadja como precedente.
III.3.4.2. Autonovelas en literatura actual en castellano.

III.3.4. Más egotismos: dos palabras sobre narcisismo electrónico.

III.4. Nadie y notredad.
III.4.1. El Nadie social: del hombre de la multitud y el Odradek al notro de Mercedes Soriano.
III.4.2. El desgaste y la metafísica narrativa del lavabo


IV. CONCLUSIONES

IV.1. Explicaciones para una hiperpoblación.
IV.2. El sujeto vacío o problemático rellenado ficcionalmente como sujeto narrativo y poemático principal de la literatura española contemporánea.

 





Esther Ramón y Fernando Castro Flórez

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Esther Ramón, Caza con hurones; Icaria, Barcelona, 2013.
Esther Ramón es poseedora de una voz poética singular, de difícil (e innecesaria) adscripción a escuelas o estéticas. La poesía a la que más se parece, al llegar a su cuarto poemario publicado, es la suya propia de poemarios anteriores. Apenas podríamos establecer, por afinidad temática, algún hilo de relación con la Juana Castro de Arte de cetrería (1989), que también utilizó con fortuna el campo semántico cinegético para su lírica. De tono sosegado, expresión contenida y lenguaje cuidado, Caza con hurones contiene fundamentalmente dos tipos de poemas: unos algo más discursivos o narrativos, en los que es posible esclarecer algún tipo de encadenamiento argumental o temático, y otros más crípticos, donde la asociación paratáctica de imágenes parece destinada a la creación de otras tantas estampas en la mente del lector, alejadas de cualquier denotación reconocible aparte de la sensación de encierro. El resultado es una poesía espinosa, poco complaciente con el lector acomodaticio, que en ocasiones reflexiona sobre el lugar en que se posa la mirada poética y, en consecuencia, también sobre aquello que se deja de ver (“Montaña”, “Raíz”). Una poesía dura pero que cuando es acechada con la paciencia del hurón, acaba produciendo frutos vibrantes: “Tampoco hay espera, / ni guantes que cubran / las manos. / En el jardín de los / términos medios, / las rosas crecen sin tallo, / asoman sus rojas cabezas / directamente de la tierra / humedecida, / con los ojos siempre / entreabiertos, / siempre entrecerrados” (“Limbo”).



Fernando Castro Flórez, Mierda y catástrofe; Fórcola Ediciones, Madrid, 2014

Vuelve Fernando Castro a tocar en Mierda y catástrofe un tema que le es querido, el de la relación entre el vómito y las artes. Ignoro si otras veces que lo ha tocado tuvo en cuenta esta fabulosa imagen de Cervantes: “Vio un día en la acera de San Francisco unas figuras pintadas de mala mano y dijo que los buenos pintores imitaban la Naturaleza, pero que los malos la vomitaban” (“El licenciado Vidriera”, Novelas ejemplares). Este ensayo de Castro Flórez, desatado como todos los suyos, hunde el cuchillo conceptual en el “desastre estético actual” (p. 37), y en su banalidad generalizada, pues “el arte está arrojado a la pseudo-ritualidad del suicidio” (p. 173), examinando diversos tipos de prácticas artísticas con ánimo de esclarecer su lugar dentro de un difícil eje de coordenadas: aquel que intenta diferenciar, nada menos, cuándo un hacer estético está intentando combatir la inercia ideológica de su tiempo y cuándo está reproduciéndola pese a postularse como su enemiga. En otras palabras: cuando intenta el arte luchar contra la mierda y cuándo se dedica a revolverla sin más. En el mismo sentido, se intenta deslindar cuándo la transgresión es sólo una pantomima que indica la asunción acrítica del espectáculo como lenguaje, y cuándo tiene fines realmente alternativos, combativos, estéticos (en un sentido profundo de la palabra, no confundir con esteticistas) o emancipatorios.

Castro descubre pronto sus cartas; en la misma página 37 se muestra partidario de “lo maravilloso, en vez de lo siniestro (…) es necesario lo imposible, lo desmesurado”; es decir, postula la necesidad de un arte grande y ambicioso, que no caiga en la parodia, ni en la transgresión fácil, ni en el lenguaje manido, ni en la repetición carente de sentido. Más adelante sostiene que “para cruzar es frontera de la banalidad necesitamos verdaderos creadores de acontecimientos dispuestos a superar la narcosis de lo virtual” (p. 95). A lo largo de su libro recoge ejemplos de arte memorable, que cumple esos requisitos. Parece Castro Flórez muy interesado sobre todo en aquellas prácticas artísticas que intentan unir lo natural con lo artificial, acercándose a las experiencias próximas a la naturaleza, sea a través del paseo (Richard Long), sea a través de la escultura de/en la naturaleza, donde se demora en los ejemplos de Andy Goldsworthy, Giuseppe Penone, Miguel Ángel Blanco y David Nash. 



Uno de los puntos fuertes del ensayo de Castro Flórez es su profundo análisis de las relaciones entre el arte y el espectáculo, que desmonta, entre otros recursos discursivos, mediante el concepto de camuflaje. Citando a numerosos autores, Castro Flórez explica cómo el camuflaje permite ser visible e invisible al mismo tiempo, lo que parece una constante en el arte actual, bien sea por la voluntad de invisibilización del artista, bien porque en otros casos su comercialidad le permite ser parte del decorado espectacular sin llegar a ser distinguido por la contemplación artística. Para muchos, según denuncia, “Es urgente desvelar todos los secretos y, especialmente, airear lo reprimido, convertir lo real en show, no sea que algo verdaderamente ‘inquietante’ acabe por tragarnos y llevarnos al sin-fondo de lo enigmático” (p. 197). El resultado es un arte del ruido, del ruido de fondo, donde es difícil encontrar lo valioso entre el estruendo mediático y el pacífico rumor bovino del arte museístico y de bienal. A favor del ensayo de Castro Flórez, apuntamos la amplitud de la mirada y su voluntad de intentar deslindar el grano de la paja, lo que es frecuente en visiones conservadoras del arte (vgr., Avelina Lesper) pero no siempre en las visiones progresistas, que por no pecar de dogmáticas prefieren caer en el no menos peligroso relativismo. Como reparo, la poética maquínico-textual del autor, cargada de citas, quizá podría aliviarse un poco de ciertos pensadores posmodernos que, como Baudrillard o Virilio, han demostrado su reaccionarismo y superficialidad a la hora de entender el arte contemporáneo (entre otras realidades), siendo tan gratuitos y previsibles para denostar el mal arte como incapaces para detectar el arte realmente valioso.


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[Relación con los autores: ninguna. Relación con las editorales: ninguna.]
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