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Channel: Vicente Luis Mora. Diario de Lecturas
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Libros menudos y rarezas destacables

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José María Micó, Clásicos vividos; Acantilado, Barcelona, 2013.
José María Micó, Caleidoscopio; Visor, Madrid, 2013.

Si pensara en otro posible título para Clásicos vividos, se me ocurriría Caleidoscopio, y si pensara en una rúbrica alternativa para este poemario no estaría muy lejos un término que aunase la contemporaneidad vivida desde el legado de los clásicos. Hasta ese punto están entrelazados y son coherentes estos dos libros, si bien su raíz es distinta: Clásicos vividos aglutina diversas lecturas de nombres del canon, desde Ausías March a Federico García Lorca, y Caleidoscopio es un poemario extraño, que hace honor a su título en cuanto “conjunto diverso y cambiante” de temas, tonos y asuntos. A destacar entre esta diversidad la serie de poemas “Momentos”, una brillante recuperación del flanêur baudelairiano desde una visión crápula y rabiosamente actual. En Clásicos vividos, y haciendo constar que en Micó la erudición siempre encuentra un modo de aliarse con la amenidad, me ha parecido especialmente aguda la comparación entre el Guzmán de Alfarache y el Lazarillo; muchas veces abordada, en pocas alcanza esta precisión conceptista: “Lázaro es un ‘pobreto’ que malvive entre Salamanca y Toledo; con el Guzmán de Alfarache, la picaresca se hace internacional y delictiva. A un hijo de la desdicha lo sucede ‘un hijo del ocio’ (…); a un desarraigado, un desgarrado” (p. 36). También se puede encontrar en estas páginas un vibrante recuerdo de Rubén Darío y otro punto de engarce con Caleidoscopio: una explicación del autor de la influencia de Juan Ramón en su obra, que le da pie a un pequeño recorrido por la misma.




Luz Pichel, Cativa en su lughar / Casa pechada; Progresele, Ibiza, 2013.

El diccionario de la RAE diferencia entre reescribir, que sería volver a escribir lo ya redactado, y rescribir, que es “contestar, responder por escrito a una carta u otra comunicación”. La poeta gallega Pichel (Alén, 1947) ha llevado a cabo en Cativa en su lughar una compleja operación revisora a partir de un poemario anterior, Casa pechada (2006); en esa operación estarían involucradas tanto la reescrituracomo la rescritura (ambos términos, curiosamente, no están incluidos en el diccionario).

El resultado es un libro de poemas poco convencional, puesto que la edición de la recién nacida editorial Progresele incluye el poemario en español (con algunas variantes léxicas) y a continuación el poemario original en gallego, separados por unas excelentes “Notas para un poemario refeito” a cargo de la poeta y estudiosa María Salgado, que ayudan a entender, junto al prólogo de la propia Pichel, la compleja operación de este libro. El lector puede encontrar, amén de una poesía telúrica y muy en contacto con lo raíz geográfica y humana del ser, un interesante juego entre el gallego, el castellano y el castrapo, un dialecto local intermedio entre ambas lenguas. Como explica Salgado, “usar una lengua de frontera, escribir desde donde no hay regla pero sí hay cuerpo y diferencia, es proceder también a reescribirlo todo, y diferente. De ahí que Casa pechada no pudiera ser simplemente traducida y reeditada, sino escrita, otra vez” (p. 118). En ese sentido, Cativa en su lughar es, además de una reescritura, una rescritura o respuesta al texto original, a la luz de otro idioma y del paso del tiempo. Del mismo modo en que Juan Ramón utilizaba la j en vez de algunas gés, Pichel decide conservar en español la gheada del castrapo cambiando la g por el “gh” –de ahí el lughar del título–, que tiene una especial pronunciación en el dialecto; igualmente mantiene algunas particularidades de acentuación características de esa zona de Galicia (“eramos” por “éramos”, vgr.).

Entrando en el diálogo entre ambas versiones, al comparar el original gallego con la recreación castellana diríase que la expresión se vuelve más compleja, o más derramada. En algunos textos parece que el trabajo reescritor de Pichel a partir del poema gallego ha originado repensamientos de ideas, en un desarrollo que motiva que algunos textos sean más largos o más complejos en castellano que en el original. Lo que no hace a uno mejor que otro, sino dos poemas distintos, complementarios, y auténticas reescrituras: “una posición, otro texto” (p. 10), acuña la autora. Además, el presente volumen incluye una colección de breves poemas excéntricos, configurados por las pequeñas definiciones glosadas que la autora incorpora en las páginas pares de la versión castellana, dirigidas a explicar palabras provenientes del castrapo. Estas glosas acaban convirtiéndose en derrames léxicos de particular eficacia expresiva que rompen el discurso original del libro y traen a primera línea de importancia el lenguaje con el que aquél se escribe. Un ejemplo de estos aerolitos de filología libre: “Intrusos hay que cuélanse de costado en lo manifiesto de una multitude. En la soledade de la plaza y comparando, conviene lo saber. Falsos amighos son y abundan. Eso pasa con llano, que no se identifica, tú no fíes”. O explicando el término “zoar”: “(…) todo eso son bestias zoantes en medio de la neghranoche. Zoan/tropía, ya es otro voc/hablo, más de cadelo, más de clan, más de poeta. Zocada precisa poco comento, es gholpe con el zueco al rapaciño, para el aprendizaje” (p. 24). Ruptura textual, ruptura léxica, ruptura de la secuencia poemática, ruptura acentual y, por último, ruptura interior, clara –por oscuramente– explicada.




David Vegue, Genealogía del sueño; Sol y sombra poesía, Santander,2013.
Ana Gorría, La soledad de las formas; Sol y sombra poesía, Santander,2013.
Vicente Gutiérrez Escudero, En la última mano; Sol y sombra poesía, Santander,2013.

Para terminar, me gustaría ponderar los tres lanzamientos de la pequeña pero cuidada colección de plaquettes de poesía Sol y sombra, radicada en Santander y con minúscula distribución, pero que merece la pena seguir. En la última mano, de Vicente Gutiérrez Escudero, es un ejercicio de apropiacionismo literario en el que el autor ha tomado decenas de líneas de la novela de Norman Bogner Séptima avenida y las ha convertido en un curioso poemario circular. David Vegue ha sido un descubrimiento para mí y para otras personas, y recomiendo vivamente su diverso y sólido Genealogía del sueño, deseando poder contar pronto con un poemario largo que recoja estos excelentes poemas. Ana Gorría no es ningún descubrimiento; a pesar de su edad es una poeta conocida y respetada, dueña de una o varias voces contenidas, meditadas, y capaces. En La soledad de las formas presenta un conjunto de poemas en prosa donde la reflexión sobre el lenguaje y sus límites se “aloja” en el cuerpo bucal, llevando a cabo un análisis a medias intelectual y corporal sobre las relaciones menos evidentes entre boca y lenguaje, tema que también han abordado en alguna ocasión Jesús Aguado o Peter Handke.

Acabo transcribiendo uno de los poemas de David Vegue, "Ley de la termodinámica":

 



[Relación con las editoriales: ninguna. Relación con los autores: ninguna; correspondencia sobre sus libros con Ana Gorría y José María Micó].

Kaufman a la inversa

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La semana pasada volví a ver "Synecdoche New York", de Charlie Kaufman, y se me ocurrió darle la vuelta al espléndido monólogo que tiene lugar casi al final, para ver si seguía funcionando contado del revés. Y sí, vaya si funciona:

"Ahora ya no estás. Son las 7.44. Ahora, estás aquí, son las 7.43. Ahora estás aquí, viendo pasar el tiempo. Conduciendo. Sin ir a parte alguna ni venir de ningún lado. Sólo piensas en conducir, mientras descubres que nadie te mira y que nunca nadie lo ha hecho, mientras pierdes tus características una a una, mientras el mundo te olvida y reconoces tu fugacidad, mientras te despojas de ellos, de tu belleza y de tu juventud, mientras mueren y pasan al más allá, mientras la gente que te adora deja de adorarte. Camina. Ya es hora de que lo entiendas. Todo era tuyo. Sus manos rojas y toscas. Su pelo gris y lacio. Toda su soledad. Todas sus penas eran tuyas. Así que tú eres Adele, Hazel, Claire, Olive. Todos somos todos, cada uno es todos. Los detalles apenas importan. Esa es la experiencia de todos. La de todos y cada uno. Has luchado por existir y ahora te deslizas silenciosamente hacia la nada. Te das cuenta de que no eres especial. Decepcionante. Entendido. Vivido. Se ha quedado atrás lo que una vez fue un emocionante y misterioso futuro."

Veinte formas de peinarse

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Rafael Espinosa, La regata de las comisuras; Kriller71, Madrid, 2014.


Agradezco a Kriller ediciones su trabajo francotirador destinado a ensanchar el panorama de poesía recomendable. Tras el acceso a la obra de Robert Bringhurst, comentado aquí hace unas semanas, la antología La regata de las comisuras me ha permitido conocer a Rafael Espinosa (Lima, 1962), dejándome anonadado algunos fogonazos de su lírica, a los que vuelvo una y otra vez cuando preciso dosis de  asombro: “Lo que cuenta no es gramatical”; “En la mañana, soy refractario / a la música de las esferas”; “Este es mi paseo, este es mi mundo / y ni él me lo puede arrebatar / ni yo me lo puedo apoderar”, o esta maravilla:

Gusta de las calles desiertas. Resuelven

ontológicamente la oposición

campo/ciudad.

Sí, la poesía de Espinosa, capaz de hacernos ver de pronto paisajes rurales dentro de lo urbano, es desconcertante, incluso deliberadamente desconcertante; pero la clara fascinación que nos produce no surge en absoluto de una oscuridad inextricable ni de una provocación gratuita, sino de una rara mezcla de elementos: ráfagas irracionales se mezclan con menciones contundentes a lo concreto o a las leyes científicas, de modo que nos vemos sacudidos por lo exacto y lo delirante al mismo tiempo, casi sin solución de continuidad: “Una sola forma de sacrificio / para veinte formas de peinarse. / Y confundir qué es materia / y qué es mente mientras se palpa una hebra / de pelo para ser guardada” (p. 41). Como apunta en su prólogo José Carlos Yrigoyen, Espinosa “recurre a elementos radicalmente antipoéticos cuya fusión, en la mayoría de los casos, produce alegorías que representan (…) situaciones y sensaciones sin renunciar a ser claramente visibles y concretas” (p. 9), deteniendo lo invisible en su transcurso, como la primera vez que alguien fotografió un relámpago. Las menciones de esta lírica a la mente y al cerebro, que salpican varios textos recopilados, demuestra un auténtico conocimiento de cómo el poeta percibe lo real para desfigurarlo a continuación, sin olvidar su concreción material y sin dejar de reencantar el objeto elegido y procesarlo hacia otros modos del entendimiento. Si bien los últimos textos recogidos en la antología tienen menos fuerza que los primeros, bastan poemarios como Amados transformadores de corriente (2010), incluido en esta edición por completo, para convertirlo en lectura no sé si recomendable u obligatoria.

 .

[Relación con autor y editorial: ninguna]

El realismo y su época

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The Antinomies of Realism; Verso, New York, 2013.
El ensayista Fredric Jameson, uno de los teóricos de la literatura más influyentes de nuestro tiempo, ha escrito un ensayo considerablemente provocador, y lo es por varios motivos. En primer lugar, porque parece abandonar la línea marxista de trabajo habitual en él; en segundo lugar, porque aborda la cuestión de la aparición del realismo moderno centrándose en autores no anglosajones: Zola, Galdós (tratado con notable pasión, como veremos), Flaubert o George Eliot, obliterando a Dickens o James a un lugar secundario: haciendo, por tanto, lo contrario a lo común en ciertas prácticas anglosajonas que, parapetadas en un par de calas profundas en Dostoievksi, Montaigne o Stendhal, se lanzan luego a la construcción de un canon que habla inglés en su inmensa mayoría. Y, en tercer lugar, The Antinomies of Realism es provocador porque abandona las consideraciones emocionales para fundar, como luego veremos, una doctrina del “afecto”.

Para Terry Eagleton, la concepción literaria de Jameson se basa en que la “obra literaria invoca el contexto del cual es una reacción”[1]y, en efecto, Jameson explica en la introducción que uno de los problemas del realismo es que ha sido opuesto históricamente a las más variadas realidades: realismo contra modernismo, contra idealismo, contra irracionalismo, contra el melodrama, etcétera. A juicio de Jameson, lo procedente sería enfocar lo Moderno como el ámbito natural del concepto para desentrañar su naturaleza, pero entonces surgen ciertos problemas: ¿oponerlo al naturalismo? ¿Situarlo en la mímesis auerbachiana, o en la descripción ideológica de Lukács? En realidad, apunta, el realismo cumple en cada época una función: vgr., el realismo del Quijote estaría dirigido a la desmistificación (p. 4) y a la eliminación de falsos idealismos. En cambio, en la época de Dostoievski y Henry James, su función sería más bien positiva y relacionada con la “desfamiliarización y la renovación de la percepción, un impulso más modernista, mientras que el tono emocional de esos textos tiende hacia la renuncia, la resignación o el compromiso” (p. 5; todas las traducciones son nuestras en adelante). A continuación apunta que prefiere el término récit a narrativa, para fijarse más bien en la situación narrativa misma más que en el arte literario de la prosa, por lo que se plantea el realismo en su “genealogía en el storytelling y el relato, y su futura disolución en la representación literaria del afecto” (p. 10). Un poco más adelante clarifica la distinción conceptual sobre la que opera el ensayo:

Lo que podemos concluir al menos a partir de esta discusión es que hemos finalmente establecido la formulación definitiva de la oposición a la que hemos tratado de poner nombre. Ahora puede ser articulada no como récit contra roman, no incluso contar versus mostrar; sino más bien el destino contra el presente eterno. Y lo que es crucial no es cargar uno de los dados y tomar parte por el otro, como suelen hacer nuestros teóricos, sino más bien agarrar la proposición de que el realismo yace en la intersección. El realismo es una consecuencia de la tensión entre esos dos términos; resolver la oposición en cualquiera de ambas direcciones es destruirla; los sentimientos de culpa de James no están solamente justificados: son necesarios. Y esta es también la razón de que uno se encuentre siempre hablando de la descomposición del realismo y nunca del propio concepto, ya que siempre nos encontramos describiendo su emergencia potencial o su descomposición potencial (p. 26).

            El libro, en consecuencia, resulta de la mayor utilidad para entender cómo surge el realismo y cómo es, en buena medida, consecuencia de las categorías filosóficas, políticas y científicas de su época, por lo que es intrasvasable a otras. Luego volveremos sobre esta cuestión, pero vamos a ahondar en el contenido del ensayo, capítulo a capítulo.



Temporalidad y registro del afecto

Adelantando un problema que volverá a tratar al final del ensayo, Jameson señala que el del tiempo literario (y filosófico) es el más paradójico de los problemas, pues “tanto el récit como el cuento, cuyos eventos ya se han terminado y están consumidos antes de que la narración pueda comenzar, son experimentados por un oyente o un lector (…) como un presente temporal, pero por supuesto es nuestro presente, el presente de la lectura, y no el de los propios hechos”[2]. Para salvar esta aporía, ya adelantada por la teoría de la Recepción y por María Zambrano[3], Jameson propone un presente distinto, “uno de diferente presencia a aquél marcado con el sistema temporal tripartito de pasado-presente-futuro”, y que denomina “el reino del afecto” (p. 10). Siguiendo a Rei Terada, el afecto o estado afectivo sería una sensación predominantemente corporal, mientras que “las emociones (o pasiones, para usar su otra denominación) son estados de conciencia” (p. 32): así, el enamoramiento es una emoción, mientras que la depresión es un estado afectivo con obvias y constitutivas resonancias físicas, constata. Y esto es importante para la literatura puesto que la diferencia entre la percepción de los afectos burgueses a mitad del XIX (y su registro literario) es precisamente una de las cartas fundacionales del realismo moderno frente al anterior, explicitado Jameson el modo en que Balzac y Flaubert hacen sus descripciones con una sola generación de diferencia (también, como explicará más adelante, la unión entre novela y afecto diferenciará a la narrativa moderna de la posmoderna, donde se disocian de nuevo, véase pp. 188-190). Mientras Balzac concibe alegorías a partir de sensaciones físicas (p. 33), Flaubert hace una “fenomenología” del cuerpo en el lenguaje y en la representación que es inexistente para el primero. “Flaubert y Baudelaire pueden situarse como indicadores de tal transformación del sensorium” (p. 32). Ejemplo: en Baudelaire un mal olor es autónomo, y su régimen retórico (“Le flacon”, por ejemplo) es la sinestesia; el mal olor en Le père Goriot de Balzac es metonímico y se dirige a señalar una melancolía desagradable en el personaje (p. 34). Con esto no quiere decir Jameson que los afectos no existieran antes, sólo que fue entonces cuando hallaron un registro lingüístico/formal propio y pudieron cobrar existencia literaria.

Bordieu ya había apuntado la importancia de esa corporalidad en Flaubert, y precisamente al tratar el tema del realismo en La educación sentimental, sobre la cual dice: “Flaubert (…) restituye de forma extraordinariamente exacta el mundo social en el que ha sido elaborada (…) lo hace con los medios que le son propios, es decir haciendo ver y sentir, con ejemplificaciones o, mejor aún, evocaciones, en el sentido fuerte de hechizos capaces de producir unos efectos, particularmente sobre los cuerpos[4]. Creo que esto mismo es lo que intenta decir Jameson, quien, al finalizar el capítulo II, elabora una especie de tabla comparativa para distinguir “la variedad de formas” del afecto de las antiguas emociones: la emoción se caracterizaría por rasgos como “sistema, nomenclatura, marcas de destino, objetos generalizados, temporalidad tradicional, naturaleza humana, motivos, arias, representación, forma cerrada de sonata en lo musical, narración”; mientras que el afecto supondría “cromatismo, sensación corporal, presente perpetuo / eternidad, intensidades, singularidades temporales, diagnosis y medicalización, experiencias y existencialismo, melodía sin finà la Wagner en lo musical, sense-data, problema de los finales y descripción” (p. 44).

En el siguiente capítulo Jameson aclara el paso de las descripciones de Zola a una fenomenología más compleja, mediante el cambio de la antigua carga alegórica por “un estado más puramente físico y que registra corporalmente la contingencia exterior” (p. 52), para lo cual pone ejemplos de Le ventre de Paris. Con agudeza, a mi juicio, Jameson ve cómo en Zola comienza a romperse el hiato –marcado por Mallarmé y otros cratilianos, como definiría Eco– entre palabra y significación, y sus vívidas descripciones de crustáceos y pescados logran un nuevo efecto: “el reino de lo visual comienza a separarse de lo verbal y conceptual para proponer una nueva clase de autonomía. Precisamente esta autonomía creará el espacio para el afecto: justo porque el gradual debilitamiento de las llamadas emociones y de las palabras abiertas para ellas abren un nuevo espacio que lo irrepresentable y los innombrables afectos pueden colonizar y hacer suyos” (p. 55). La ampliación del sensorium (p. 65)trae como consecuencia un mayor espacio significativo y simbólico desgajado del nominalismo aún vigente por entonces, sobre todo en la poesía de la época, que sólo se abría al mismo territorio del afecto por la vía de Baudelaire.

En el capítulo IV, al comenzar su tratamiento de Tolstoi, nos encontramos con uno de los mayores problemas del libro, la intención de Jameson de separar identidad y conciencia, entendiendo esta última como un concepto aparte del de subjetividad (p. 78), algo que a lo mejor –y lo dudo– podría hacerse combatiendo las investigaciones neuronales y filosóficas (Denett y Pinker, entre otros), pero que es inasumible sin hacer las necesarias mención y crítica de las mismas. Jameson plantea una forma de razonar sobre literatura que va contra el asiento natural y material de las cosas, algo poco comprensible viniendo de un materialista. Luego volveremos a esto. A continuación, Jameson ilumina el concepto de “felicidad” tolstoiana, estableciendo parangones con el bonheur de Stendhal para evaluar la diferencia entre la emoción stendhaliana y el afecto de Tolstoi, lo que da pie al esclarecimiento –por fin– de los ejes entre los cuales bascula la narrativa realista, a su juicio: por un lado, “la expansión y despliegue de los afectos” que da presencia a la conciencia sin tiempo de lo contado; por el otro, la multiplicidad de caracteres y destinos que crean el tiempo continuo de lo narrado, de la “fábula” (p. 88). Conciencia sin tiempo del afecto volcada en un tiempo continuo narratológico, formado a la vez por “past-present-future” (Ibíd.); afectividad epocal o histórica inserta en un discurso autotélico, que se da cauce –y se dota de tiempo– a sí mismo. Jameson examina la encarnación de los afectos en Guerra y paz (aunque tan o más significativo me hubiera parecido el Lievin de Anna Karénina como ejemplo), y explica el gusto por el “miniaturismo” del narrador ruso como medio para componer un fresco humano e histórico, lo que le une por un lado a Balzac y por el otro a Galdós, a quien Jameson dedica el siguiente capítulo.


Galdós

La gran sorpresa para el lector español (creo), acostumbrado a que Galdós ocupe gran parte de la conversación crítica patria sobre el siglo XIX pero a que no suela ser mencionado allende nuestras fronteras, es el terminante comienzo del capítulo V: “Si Zola es el Wagner del realismo del siglo XIX (y George Eliot es quizá su Brahms), entonces Benito Pérez Galdós es su Shakespeare, o al menos el Shakespeare de las comedias y romances tardíos. La ausencia de Galdós de la lista convencional de ‘grandes realistas’ –incluso una limitada a Europa– es más que un crimen, es un error que limita y deforma seriamente nuestra imagen de este discurso y sus posibilidades” (p. 95). Galdós aprovechó en el ciclo de las Novelas contemporáneas, según Jameson, su condición de último en llegar, conociendo la tradición realista desde Balzac, y supo sacar partido de lo ya hecho por sus antecesores, amén de contar con una clase burguesa española que narrar en la última parte del siglo. Me parece muy interesante la precisión de Jameson respecto a que, como Faulkner más tarde, Galdós “se dio cuenta de que tenía un completo mundo novelístico que administrar, y no sólo uno o dos episodios registrables” (p. 96), por lo cual su modelo narrativo era más parecido al del Balzac de La Comédie humaine que al de un Zola, por ejemplo, si bien sustituyó el modo balzaquiano de armar caracteres protagónicos por lo que denomina un “deterioro de la protagonicidad” (Ibíd.), según el cual los personajes menores y putativos no se limitan al tradicional rol secundario al que el realismo les había destinado hasta el momento, sino que ahora “colonizan la novela y se apropian de ella” (Ibíd.). En Galdós, el afecto cobra forma material en la forma en que estos personajes encarnan sus asuntosen la materialidad verbal de los diálogos (p. 98), técnica en la que el prosista canario era un maestro, sobre todo en aquellas novelas habladas[5], compuestas totalmente por conversaciones, como El abuelo, Realidad o Casandra. Y también me parece plausible el aserto de Jameson de que sean esos personajes, supuestamente secundarios, los que soporten el cambio de enfoque del afecto, pues “the lenguage of protagonists is the language of poetic drama or of tragedy” (p. 99); es decir, el de los personajes principales es un lenguaje retórico institucional, mientras que el lenguaje de los secundarios es el que permite, como diría Unamuno, dar cuerpo menudo a la intrahistoria, prescindiendo del lenguaje grandilocuente y de los “grandes actos” a que vienen obligados los protagonistas de la novela decimonónica. Esa devaluación de lo protagónico llega hasta límites exóticos cuando el gran narrador omnisciente de Fortunata y Jacinta es convertido, en cierto momento de la novela, en un personaje minúsculo, un amigo de Juan; esta reducción eidética individual es para Jameson más que significativa (p. 101). A este apartado apunto como reparos que el personaje de Tormento Ido del Sagrario no es un trasunto autoficcional de Galdós, como cree Jameson (p. 113), sino más bien una parodia de los escritores de folletín de su época (A. G. Andreu), a través de un alter-ego burlón (Alfredo Rodríguez); y que cabe lamentar las numerosas erratas al citar palabras y bibliografía en español, si bien éste es un mal menor frente a la poderosa vindicación de Galdós[6].

En el siguiente capítulo Jameson parte de un esclarecimiento del problema del eje binario bien/mal a la hora de estructurar los personajes de la novela (protagonista/némesis), y describe cómo esa tensión comienza a romperse en la novela realista buscando formas más completas de leer la ética del sujeto. Si Spinoza, mediante las pasiones tristes, y Nietzsche, con su resentimiento (p. 117), habían dado un paso para convertir ese esquema doble en un cuadrángulo, Jameson menciona el modo en que la maldad pasa de ser una fuerza externa (el sujeto movido por fuerzas exteriores) a convertirse en algo interior o inherente al sujeto, lo que le da pie para examinar la narrativa de George Eliot (seudónimo de Mary Ann Evans, 1819-1880), y el espacio que tiene en la conciencia la autojustificación –vía Sartre– como suavizante ético de la acción maligna. También estudia aquí la reificación o cosificación, uno de sus temas recurrentes; no en vano Eagleton, en su reciente El acontecimiento de la literatura, dice que “Jameson entiende que el modernismo comporta una cosificación del signo, aunque se trate de una cosificación que lo emancipe de su referente en un espacio propio y libre. Por tanto, las ventajas y los inconvenientes van de la mano. En cierto sentido, el mundo está bastante desaparecido, pero el precio que algunas obras modernistas se ven obligadas a pagar por esta libertad ante la impertinencia de lo real es alarmantemente elevado”[7](aclaro que “modernistas” no debe entenderse en el sentido español de un Rubén Darío, sino en el de la renovación literaria del modernism anglosajón). Ese precio apuntado por Eagleton es uno de los objetos de este capítulo de TheAntinomies of Realism, que termina con una interesante revisión de la mauvaise foi sartriana como “tercera vía” para minar la ética binaria (p. 137) y plantear un esquema narrativo diferente al realista tradicional.

El capítulo VII retoma el problema del mal y lo acerca a la cuestión de la disolución del género. En principio puede verse al realismo como una reacción contra el romance, aunque debe tenerse en cuenta que romance es un término abierto en inglés que puede utilizarse como sinónimo de la novela pastoril y bizantina, del folletín (Jameson lo utiliza con ambos significados en p. 139), e incluso de la posterior “novela rosa” o romántica. En cualquier caso podría traducirse a estos efectos como la novela popular de contenido melodramático, llena de emociones baladíes, frente a la que el realismo duro decimonónico quería establecer un género nuevo, fundado en el afecto y no en la emoción desatada. Las armas utilizadas fueron la reificación, la ya aludida reorganización del régimen de personajes, el cambio de la mirada, “el debilitamiento de la estructura melodramática, el borrado gradual del villano (tal como lo hemos observado en George Eliot), el desmantelamiento sistemático de su retórica” (p. 139). Sin embargo, el melodrama pasa, según Jameson, a ser uno de los modos realistas tras esa citada operación deconstructiva (y, en efecto, cuando leemos Madame Bovary o algunas novelas rusas percibimos cierto inequívoco melodramatismo epocal) y de limpieza de residuos retóricos, para unirse en igualdad de condiciones a otros cuatro géneros o subgéneros realistas, en opinión de Jameson: la novela histórica, el Bildungsroman, la novela de adulterio y el naturalismo (p. 145). Todos resultan de la disolución genérica efectuada por el realismo que, al final, sólo encuentra como adversario insoluble el propio género novelístico, ese peculiar lenguaje narrativo o novelidad (Jameson sobre Barthes, p. 161), que preña cada frase de la misma y del que la novela realista no puede desembarazarse. Jameson pone como ejemplo la frase de apertura de Too Big to Fail (2009), de A. R. Sorkin, y nosotros podíamos utilizar incontables ejemplos que expresan ese tono específico, por ejemplo éste de Marina Mayoral, la apertura de Deseos (2011):

Dictino bosteza estirando los brazos, hace dos o tres movimientos gimnásticos y levanta la tranca de la puerta. Las hojas de madera crujen al abrirlas. Se asoma al umbral. Todavía no se han apagado los faroles, pero una luz tenue, rosada, ilumina el cielo por encima del monte. La torre de la catedral empieza a recortarse contra el cielo del amanecer.[8]

            Esta escritura revela por sí misma que no puede ser otra cosa que novelística. Su extrema lentitud y tranquilidad, sabedora de poseer largo tiempo y ancho espacio por delante, la hace poco imaginable siquiera como perteneciente a un relato breve. El tono se mantendrá, con independencia del “argumento”, hasta el final de la novela: todas sus frases sonarán realistas, narrativasy similares entre sí –diálogos aparte, of course–. Que la novela realista sea esclava de su previsible tono es lo que mueve a Jameson a concluir el capítulo de esta forma tajante: “deviene paradójicamente claro que el último adversario del realismo será la propia novela realista” (p. 162).


El punto de vista

            El siguiente capítulo está centrado en las técnicas; comienza analizando el papel de la catáfora y los principios de las novelas in media res, para luego lanzarse a bucear en la tercera persona como forma narrativa primordial o “hinchada” (o “tumefacta”, según traduzcamos “swollen”) del realismo literario descriptivista. Aquí lleva a cabo Jameson un discutible combate entre la tercera persona y la primera como modo narratológico ideal, y digo que es discutible por dos razones: la primera, porque intenta plantear que, de modo general, la tercera es superior (p. 174), algo imposible de hacer si la comparación no es individualizada, novela por novela; la segunda, porque su propia rigidez le obliga a forzar una división entre una tercera persona “objetiva” y otra, “subjetiva”, que habría canalizado los hallazgos y necesaria respiración de la narración en primera persona. Para Jameson, esta renovada tercera persona sería el “áspero sustituto para mantener el viejo vehículo” (p. 184) del punto de vista, y abre la vía a lo que denomina novela existencial, en el camino sartriano de la reconstrucción de la experiencia desde una óptica problemática, cuestionadora de la temporalidad y de la autenticidad de la vivencia. Y el último capítulo de la primera parte aborda brevemente la narrativa de Alexander Kluge como símbolo del fin de la unión de narrativa y afecto y de la disolución posmoderna de toda la estructura antes contada.


La novela providencial

            La segunda parte del libro de Jameson comienza con un capítulo que le sonará al lector español, pues algunas de sus partes fueron publicadas bajo el título de El realismo y la novela providencial (Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, edición de Julián Jiménez Heffernan y traducción de Marta Caro). Aquel pequeño volumen, que reproducía una conferencia impartida por Jameson en el propio CBA, comenzaba con una inteligente captatio benevolentiae apropiada a las circunstancias, en la que el autor estadounidense lanzaba algún piropo a Claudio Guillén y traía a colación a Unamuno y su Niebla, menciones que han desaparecido de TheAntinomies of Realism, como es lógico, por carecer de ligazón con el tema principal del ensayo. Creo que Jameson ha introducido desde aquella conferencia algunos cambios, pues mientras en la edición española se lee: “Elaborar un final feliz convincente resulta más difícil de lo que podría parecer (…) en cualquier caso, el final feliz constituye una categoría existencial, no literaria” (p. 11), en esta versión definitiva del texto lo explicitado es justo lo contrario: “happy endings are not as easy to bring off as you may think, at least in literature: but they are in any case a literary category and not an existential one” (p. 195).

            En efecto, aunque se rozan cuestiones de cuño teórico, Jameson se ciñe férreamente a la literatura para explicar el providencialismo literario, entendido como el diseño narrativo de un final de novela amparado en un plan establecido de antemano. Cabría modular, y así lo hace el autor, dos posibilidades: la historia decidida “exógenamente” por la providencia divina o las fuerzas de la naturaleza (el caso prototípico sería Robinson Crusoe), y aquella historia realista que, por el contrario, encuentra su término en un plan preconfigurado por fuerzas humanas, muy humanas, que es a lo que Jameson llama en puridad novela providencial. El ejemplo que utiliza es el Wilhelm Meister goethiano, donde una trama que parecía fruto del azar deviene súbitamente plan meditado de antemano, técnica que Jameson emparenta con el episodio en Nighttowndel capítulo 15 del Ulysses, y con la hora final de la versión rodada de Fassbinder del Berlin Alexanderplatz de Döblin, donde todos los senderos anteriormente abiertos confluyen oníricamente en una sola explicación (p. 208). La cuestión de los fines, en ambos sentidos de la palabra, está también cargada de contenido político y así la desarrolla Jameson, creando una categoría pedagógica de lo “transcendental trascendente” de la tentación política, que opone a la “inmanencia trascendental” de la ética y la alegoría. El espacio abierto por ambas, a su juicio, abre las puertas al modernism, la novela vanguardista, que según él no tendría por qué ser entendida como una enemiga natural del realismo, sino que en algunos casos –cita el Ulysses de nuevo–, podría entenderse como el resultado de tomar algunos elementos de la novela realista presentados “en unas estética y manera formal muy diferentes e inconmensurables” (p. 215). Expone a continuación, de modo sugerente, que podríamos imaginar el Ulysses de otro modo:no como la gran novela del lenguaje refundado y adaptado al yo narrador, no como la gran novela del monólogo interior y del punto de vista absolutamente subjetivo (que también lo es), sino como una obra centrada por completo en el “ser absoluto del lugar y el día” (p. 216), un modo privilegiado de expresar una experiencia individual, concretada a unas pocas personas, a Dublín y al 16 de junio de 1904. La lectura –casi husserliana– parece plausible, pero por desgracia habría muy pocos realismos sublimados en condiciones de metamorfosear hasta esa altura fenomenológica y estética.

            Sin embargo, es una tercera categoría, la de la “trascendencia inmanente” –de la que hemos hablado antesen este blog, al abordar la poesía de José Luis Rey y Juan Andrés García Román–, la que abre las puertas a la novela providencial, una voluntad de abandono de la providencia en favor de las “energías humanas” (p. 217), que quizá Balzac previó pero no llegó a poner narrativamente en práctica en todas sus posibilidades. A juicio de Jameson, este subtipo es uno de los puntales más renovadores de la novela de la época y regresa a George Eliot para explicar su poder expresivo: a su juicio, y sin caer en el parangón con obras “introspectivas” como la de Proust, lo que hacen Eliot y otros realistas decimonónicos de fuste es acercarse a la intimidad individual (p. 225) de un modo social, en el sentido de que el acercamiento a la singularidad individual o a la psique de un personaje se hace a través de su comportamiento hacia los demás, o a través de su conciencia grupal. Jameson pone ejemplos de Middlemarch,pero yo podría otro botón de muestra, tomado de Anna Karénina: “Percibía que la posición que ocupaba en la alta sociedad, y que por la mañana menospreciaba tanto, le era precisa, y que no tendría fuerzas para cambiarla por la de una mujer que ha abandonado a su hijo y a su esposo para ir con su amante”[9]. Además, el ejemplo se adapta como un guante a lo que añade Jameson justo después: “lo que fuera erróneamente identificado como consciencia de sí o reflexividad del ser individual (…) puede ser, desde una mirada más cercana, una diminuta y microscópica negociación con el shock y el escándalo del Otro, una reverberación de reacciones amortiguadas en ambas direcciones” (p. 225). Si se quiere buscar una nueva teoría de la modernidad, debería encontrarse ahí, a juicio del pensador estadounidense, “en la filosofía y también en la representación artística de la existencia del Otro que Sartre denominara la fundamental alienación de mi Ser” (p. 226); en efecto, justo unas pocas páginas antes, tras confesar la infidelidad a su marido, Anna Karénina se consideraba alienada, escindida: “Le parecía que su personalidad se había desdoblado, como a veces se desdoblan los objetos ante unos ojos cansados” (Tolstoi, op. cit., p. 379), y se sentía otra, forzada por (la disolución de) las circunstancias. Karénina nota tambalearse su mundo social e, inmediatamente, aparece la disolución del yo.

Este es uno de los mayores méritos de cualquier libro de Jameson: nos permite leer lo que ya conocemos de otros modos, estimulando nuestra creatividad y variedad de análisis. Y no sólo es útil para leer el pasado, sino también fenómenos contemporáneos: por ejemplo, retrata a los herederos contemporáneos de la novela providencial: los cineastas como el Robert Altman de Short Cuts (1993), el Tarantino de Pulf Fiction (1994) o el Goran Paskaljevic de Cabaret Balkan (1998), películas en las que diversas tramas que afectan a distintos personajes se ven finalmente resueltas por una situación providencial, como el despertar simbólico de uno de los personajes de Short Cuts o la “revelación” sufrida por uno de los asesinos a sueldo de Pulp Fiction, que ayudan a resolver de forma definitiva la(s) trama(s).




Guerra y representación

            El siguiente capítulo aborda el tema de la guerra y su representación en literatura. El problema clave de la novela realista en la guerra es “el paradigma del dilema nominalista: o la abstracción de la totalidad, o el aquí y ahora de la confusión y la inmediación sensorial” (p. 232), es decir: contar la batalla o contar el yo inmerso en ella. A esta dialéctica se vuelve agudamente después cuando cita el libro de Alexander Kluge Chronik der Gefühle(2004), y se aborda la cuestión de cómo los pilotos ven el conflicto desde el aire, mitad a simple vista y mitad a través de mapas, radares y sensores: “abstraction versus sense-datum” (p. 256). Jameson estudia las diferentes tipologías, hasta ocho, de acercamientos expresivos al tema bélico, y estudia brevemente sus problemas y ejemplos, los estereotipos y la ausencia habitual de lo femenino en el género. Aunque es el capítulo que, por su especificidad, menos me ha interesado, puede servir para las investigaciones sobre el mal (el Gran Mal, de hecho, en la literatura moderna), en tanto que la guerra es el laboratorio (p. 235) de la experiencia existencial llevada al extremo.


La novela histórica hoy

En el capítulo III de esta segunda parte es donde quizá podemos reconocer al Jameson más historicista, y no en vano comienza citando la opinión de Perry Anderson según la cual nunca se ha escrito tanta novela histórica como hoy, algo que parece contradictorio con nuestros tiempos ahistóricos o post-históricos (según la Fukuyama Company). Recordemos la fiebre narrativa guerra-civilista en España, que lega todavía recurrentes coletazos, y que incluso ha dado lugar a un jocoso revivalde los episodios nacionales galdosianos. Jameson califica el género –su práctica actual, queremos decir– como “sospechoso” y ligado posiblemente al servicio de “fines políticos, entre los cuales el nacionalismo sólo es el más obvio” (p. 260). Después de apuntar que la historia actual debería centrarse más en grupos que en naciones, Jameson regresa, como al tratar el asunto bélico en la literatura, a esclarecer el lugar –hegeliano, como era previsible– del sujeto individual dentro de los movimientos colectivos de la historia (pp. 263ss), y de la novela dentro de la Historia en cuanto “forma” de narrar. Tras una reevaluación de la obra de Walter Scott a través de las lentes de Luckács, Jameson establece que la reacción antisubjetivista de aquél puede ser un trasunto de la cuestión ante la subjetividad en la novela, y luego resume su tesis al analizar Guerra y paz: el problema es conciliar lo “histórico mundial” –los ciudadanos realmente existentes en cada momento–, con la colectividad, y apunta (p. 280) cómo el Segundo Epílogo de Guerra y paz, que negaría las tesis de Carlyle sobre la relación entre historia y héroes,logra esa difícil síntesis mediante la asociación de un acercamiento a los hechos y elementos históricos (recordemos el monólogo de Napoleón) con una auténtica narración de la colectividad afectada por el conflicto bélico. El capítulo termina con una curiosa aseveración, por la cual la novela histórica del futuro será “necesariamente Ciencia-Ficcional” (p. 298), debido a la configuración de la temporalidad actual. Pone como ejemplo la película Inception (2010) de Nolan, por estar incardinada en una “estética de presente absoluto” (p. 300), donde se ha abandonado por completo la idea de lo mimético para crear otra forma de verosimilitud. Sobra decir que Jameson no habla de virtudes cinematográficas, sino de tratamiento de la subjetividad, de una nueva temporalidad y de su relación con los estereotipos del presente. Algo que, a su juicio, es lo que tendrá que hacer la novela histórica del futuro con nuestra época, afirmación con la que estoy sustancialmente de acuerdo pues, como hemos recogido en Pangea (2006), nuestro sentido del tiempo personal y social es distinto o más extendido que el de los siglos anteriores. Utilizando para concluir la escena del ascensor de Inception, Jameson apunta que “la novela histórica de hoy puede ser vista como un inmenso ascensor que se mueve arriba y abajo en el tiempo, correspondiéndose sus nauseabundas subidas y bajadas con el ánimo eufórico o distópico con que esperamos a que se abran las puertas” (p. 301). Pone la novela Cloud Atlas (2004), de David Mitchell (después llevada al cine por los hermanos Wachowski) como ejemplo de novela histórica de nuestro tiempo: politemporal, poligenérica, polidimensional, con un continuo subjetivo diluido, que nada tiene que ver con el sujeto decimonónico. Y acaba uniendo el libro con su principio: la novela no se pregunta por lo que hay después, porque su tiempo es el de la lectura, y no el tiempo histórico real posterior al tiempo histórico de su existencia, pero de algún modo debería de incluir los “futuros históricos” de nuestro tiempo (p. 313).


Síntesis final

A los reproches puntuales añadidos habría que sumar la famosa mala escritura de Jameson, que fue en su momento sarcásticamente descrita por David Foster Wallace en su ensayo “Authority and American Usage”, y que hace en ocasiones algo penosa la lectura de alguna de sus partes. Pero eso es secundario, pues sus fallas mayores vienen por otras partes. El libro ha generado amplio debate, recibiendo críticas contra las que Jameson ha escrito un artículo de respuesta, titulado “Jameson responds” (http://nonsite.org/feature/jameson-responds-to-his-critics, 11/03/2014), donde el pensador intenta responder a las tres objeciones que más repetidamente se le han hecho a TheAntonimies of realism: el concepto de “conciencia vacía”, su visión del afecto y el aparente abandono de la visión social o marxista. Sobre el problema de la conciencia arroja un argumento bastante problemático y criticable:

As far as the “explanation” of consciousness as such, I share Colin McGinn’s skepticism about its possibility. Dennett does not satisfy me philosophically (I have a study of him coming out in my next book, on allegory), and I don’t for a minute believe that neuroscience will ever achieve much more than a thorough-going mapping of that lump of meat which is the brain. So Kant’s unknowable skepticism about the soul (for him just another “thing-in-itself”) remains for me the only tenable position (and Derrida’s master’s thesis on Husserl’s failure to “ground” it seemed to me admirably paradigmatic).

Habrá que estar pendiente de su respuesta a Dennett pero, desde mi humilde punto de vista, no podemos por un lado utilizar los avances de Einstein para explicar hasta qué punto el tiempo de la novela anterior al XX estaba desfasado con respecto a la temporalidad real (p. 229)y luego decir que la neurociencia no tiene nada que decir sobre nosotros. No se pueden utilizar argumentos científicos sólo cuando a uno le interesa. En lo tocante al afecto, Jameson reconoce que el libro se ha quedado a medio camino en la explicación dialéctica entre afecto y emoción porque es un trayecto que completará en su próximo libro, pero que

For inmy perspective the emotions form a kind of semioticsystem (like colors for the cultural anthropologist), and they are reifiedby way of their names. The system of emotions, then, isfor me an allegorical matter

En cuanto a la ausencia de marxismo, Jameson dice que TheAntinomies of Realism es una suerte de “experimento estructuralista” en su carrera, y que ha querido explorar otras cuestiones desde otras perspectivas, lo que, en principio, debería ser respetado. Todo pensador tiene derecho a reinventarse o a probar acercamientos diferentes a sus temas preferidos de análisis.

A pesar de todos estos reproches, creo que el libro es un dechado de imaginación crítica y de propuestas de (re)lectura, que muestra las tripas de la construcción del realismo literario más importante. Su historicidad, el brillante tratamiento diacrónico de Jameson, demuestra también por qué ese tipo de realismo decimonónico comprensible en el XIX ya no es operativo ni plausible, por mucho que muchos se empeñen, en nuestro tiempo: pertenece a una realidad que nos es ajena científica, psicológica, social, filosófica, literaria, política, ética, familiar, emotiva y afectivamente. Lo expresaba muy bien Julián Jiménez Heffernan interpretando la parte del realismo providencial editada por él: “Todo esto (…) también pone de manifiesto el inherente conservadurismo estructural y el carácter antipolítico de la novela realista como tal. Un realismo ontológico absolutamente comprometido con la densidad y la solidez de lo real –ya sea en el ámbito de la psicología y los sentimientos, de las instituciones o de los objetos y el espacio- no puede más que considerar como una amenaza a la naturaleza de su forma la idea de que estas cosas son alterables y no ontológicamente inmutables”[10]. En efecto, Jameson diría que las formas, la semántica y los géneros tienen que cambiar conforme muta la sociedad, no porque sean consecuencia de la misma, sino porque la sociedad evoluciona de forma natural, como los sujetos que la forman, y éstos ponen en cuestión –como es lógico y a poco que tengan un  mínimo de temperamento crítico– los modos de narrar que ya no responden más a sus necesidades: cambian los géneros porque cambia, por desiderátum social, cultural y (neuro)biológico, el individuo que narra. Las formas cambian porque cambia el pensamiento, a menos que el escritor desee abandonarse al kitsch histórico y al pastiche. Un escritor decimonónico actual, que defendiera la “estética rusa”, debería, si quiere ser coherente, creer en el tiempo newtoniano, sostener que en nuestro interior somos uno y que la realidad a nuestro alrededor consiste ontológicamente en lo que vemos; debería escribir sobre la burguesía o el campesinado, debería creer que el espacio no puede recorrerse con rapidez, debería escoger entre ser religioso o providencial, debería creer que la novela es un mero espejo a lo largo de un camino, y que el lenguaje no puede fracturarse, ni cuestionarse como medio de representación de la realidad. Es decir, debería renunciar a todo lo que hemos aprendido en siglo y medio.

Por fortuna, en nuestros días hay un realismo mejor entendido, no ingenuosino crítico, reflexivo y renovado. A alguna de sus manifestaciones en novela y relato breve dedicaremos el próximo post.



[Relación del crítico con el autor y la editorial: ninguna]


[1]Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 216.
[2]Fredric Jameson, TheAntinomies of Realism; Verso, New York, 2013, pp. 10-11.
[3]La pensadora española explicó en 1943 que “la novela […] nos crea otro tiempo […] en el sentido de que hace nacer en nuestra conciencia otro tiempo, aunque ya no exista rastro mitológico. Es otro tiempo que el de la vida”; M. Zambrano, La confesión: género literario (1943), en La razón en la sombra. Antología crítica; edición de Jesús Moreno Sanz, Siruela, Madrid 2004, p. 374.
[4]Pierre Bordieu, Las reglas del arte; Anagrama, Barcelona, 1995, p. 63.
[5]“las obras capitales de los grandes dramaturgos nos parecen novelas habladas”, B. Pérez Galdós, prólogo a El abuelo en Obras completas, novelas III; Aguilar, Madrid, 1982, p. 801, citado por María del Prado Escobar Bonilla, “La presencia del narrador en las novelas dialogadas de Galdós”, en Carmen Yolanda Arencibia Santana, Mª del Prado Escobar Bonilla y Rosa María Quintana Domínguez (eds.), VI Congreso Internacional Galdosiano 1997, 2000, p. 300, accesible en http://mdc.ulpgc.es/cdm/ref/collection/galdosianos/id/871
[6]Que ha repetido en otro lugar: “I placed Galdós at the very center in order to deprovincialize our standard canon and to win a little more interest inthis immense figure (and in Spain itself, normally reduced to prologue or one indispensable prologue or footnote—the Quijote—in our literary-historical stereotypes)”; F. Jameson, “Jameson responds”, http://nonsite.org/feature/jameson-responds-to-his-critics, 11/03/2014.
[7] Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; op. cit., p. 54.
[8] M. Mayoral, Deseos; Alfaguara, Madrid, 2011, p. 11.
[9] Lev Tolstoi, Anna Karénina; Cátedra, Madrid, 2001, edición de Josefina Pérez Sacristán, traducción de L. Sureda, A. Santiago y M. Gisbert, p. 401.
[10]F. Jameson, El realismo y la novela providencial; edición de Julián Jiménez Heffernan, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, pp. 30-31.

La construcción del realismo fuerte en algunos libros de narrativa hispánica actual

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Hay dos tipos de realistas; el que cocina su patata con tierra y porquería para demostrar que verdaderamente es un realista, y el que la sacude y la deja bien limpia. Yo pertenezco a estos últimos.
Robert Frost

La realidad a la que me refiero es la misma que describió Hobbes, pero un poco más pequeña.
Woody Allen, Cómo acabar de una vez por todas con la cultura



Nicolás Cabral, Catálogo de formas; Periférica, Cáceres, 2014.
Elvira Navarro, La trabajadora; Literatura Random House, Barcelona, 2014.
Javier Sáez de Ibarra, Bulevar; Páginas de Espuma, Madrid, 2013.
Ray Loriga, Za Za, emperador de Ibiza; Alfaguara, Madrid, 2014.
Blanca Riestra, Pregúntale al bosque; Pre-Textos, Valencia, 2013.
Rodrigo Fresán, La parte inventada; Random House, Barcelona, 2014.
José de Montfort, Fin de fiestas; Suburbano Ediciones, edición  digital, 2014
Claudia Salazar, La sangre de la aurora; Estación la cultura / Animal de invierno, Lima, 2013.
Doménico Chiappe, Tiempo de encierro; Lengua de Trapo, Madrid, 2013.
Edmundo Paz Soldán, Iris; Alfaguara, Madrid, 2014.
Miguel Serrano Larraz, Autopsia; Candaya, Barcelona, 2014.
Luis Rodríguez, Novienvre; KRK, Oviedo, 2013.
Elvira Navarro, La ciudad feliz; Literatura Random House, Barcelona, 2009.
Federico Guzmán Será mañana; Lengua de Trapo, Madrid, 2012.
Coradino Vega, Escarnio; Caballo de Troya, Madrid, 2014.
Esther García Llovet, Mamut; Malpaso, Madrid, 2014.





En varios textos anteriores hemos ido avanzando la existencia de dos realismos narrativos perfectamente distinguibles: un realismo ingenuo, que considera que la realidad puede recogerse, desproblematizada, en la narración, y un realismo fuerte,que entiende que para hablar de la realidad hay que procesarla primero, hay que someterla a un contraste estético e ideológico y, en consecuencia, debe ser artificial si pretende parecer natural. En este post abordaremos una serie de novelas actuales y la construcción de su realismo (en principio, fuerte en todos los casos citados salvo donde se precise) a partir del asunto del punto de vista, esto es, examinando los narradores que utilizan esas novelas para contar la historia.

*

El realismo está de moda. El documental tiene tanto prestigio y atención como el cine de ficción, y la gente acude en masa a ver las exposiciones de Ron Mueck o las plastinaciones de von Hagens. La televisión nocturna sobrevive gracias al reality-show. Vivimos el apogeo de géneros que tiran de la escritura literaria hacia la realidad: la autoficción, la crónica, la memoria novelada, la novela histórica, la autobiografía, los libros de viajes, etcétera. La fábula, la ficción, la invención, cortan sus alas y los personajes se ciñen a “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”, o a lo que pasa en la calle, según determinen Juan de Mairena o su alumno Pérez. Se considera –equivocadamente– escapista a lo fantástico. Se tolera más a la ciencia ficción, porque al menos tiene algún sustrato cientista. Los personajes narrativos se parecen mucho a sus autores, y tienen más o menos la misma edad. Se escribe sobre el barrio propio o alrededores. Los escritores protagonizan demasiadas novelas actuales. Demasiadas. Este escabroso tema lo dejamos para otro día. Escribe David Shields en Reality Hunger (2010) que, paradójicamente, mientras los relatos de no ficción –los telediarios, por ejemplo– son, cada vez más irreales, la ficción se nos presenta cada vez más como real, como realista, como basada en hechos reales[1]. Y el modelo de relato realista es la novela decimonónica, que “tendía a imponer la imagen de un universo estable, coherente, continuo, inequívoco, por completo descifrable” (p. 17). Es un poco el modelo del telediario, ¿no?

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Explorando los realismos existentes en la tercera década del XX, escribía Cyril Conolly que a veces era mejor utilizar una primera persona que una tercera al narrar, pues la primera permitía –poniendo un ejemplo de Isherwood– superar “las trabas impuestas por las convicciones de la ficción”, añadiendo que en la novela realista “el escritor debe amoldarse al lenguaje que comprende el mayor número de personas, al vernáculo, pero su talento como novelista aparecerá en la exactitud de su observación, la justicia de sus situaciones y la construcción de su libro (…) Es la construcción lo que convierte en sobresalientes obras como The Memorial, Passage to India y Cakes and Ale[2]. Con independencia de la opinión que uno tenga sobre las novelas de Isherwood, Forster o Maughan, creo que el criterio de Conolly es más que acertado. A estas pautas añadiría otra, señalada por Bordieu: “la estructura que organiza la ficción, y que fundamenta la ilusión de realidad que produce, se oculta, como en la realidad, bajo las interacciones entre personas que estructura”[3]. Distinguir los malos realismos de los buenos es tarea fácil desde esos parámetros, que aluden a la necesidad de cierta complejidad constructiva que, si me permiten, podría entenderse como complejidad armónica de la narrativa. Armónica no sólo en un sentido estético, sino de coherencia con la realidad científica sobre la que trabaja el autor, concepto este científico sobre el que se ahonda al final de este trabajo. La novela realista, en consecuencia, no plantea menos problemas ni demanda menos responsabilidad que una de cualquier otro modelo estético. El narrador realista debería hacerse, en 2014, varias preguntas antes de comenzar a escribir una novela: 1. ¿Es necesario que sea realista? (esto lo digo medio en broma, medio en serio). 2. ¿Qué tipo de realismo, dentro de los que me ofrece la tradición, debo escoger? ¿O acaso debo inventar un nuevo tipo de realismo? ¿Sí? ¿No? ¿Por qué sí? ¿Por qué no? 3. ¿Qué punto de vista sobre la historia va a adoptar el narrador (o narradores)? 4. ¿En qué persona/s verbal/es se expresará/n mi/s narrador/es y por qué? 5. ¿Qué tipo de lenguaje utilizará el narrador, y qué tipo de lenguaje usarán los personajes? (pregunta inoperante en los casos de homodiegesis narrativa, obviamente, cuando el narrador es a la vez uno de los personajes). 6. Teniendo en cuenta la cantidad de novelas realistas que se han publicado ya, incluso la semana pasada, ¿qué va a aportar la mía, qué trae de nuevo al mundo, amén de una realimentación de mi propio ego como autor?

Respondiendo a estas cuestiones con rigor y autoexigencia bastaría.

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Si la novela a finales del XIX dio un cambio radical por su pretensión de describir las emociones en un entorno espacial concreto, según defiende Fredric Jameson en The Antinomies of Realism (2013), a principios del siglo 21 lo que persigue la mejor narrativa actual –a mi personal y discutible juicio–, es la encarnación de esas emociones en un cuerpo y un entorno, pero añadiéndoles un lenguaje narrativo que trasluce un lenguaje psicológico, esto es: dotando al texto de la encarnación lingüística singular de un(os) modo(s) de pensar concreto(s), no sólo alusivo(s) al lenguaje utilizado por los personajes, sino también a la forma compositiva o estructural con que se cuenta la historia, a su lenguaje narrativo. El narrador entiende que la novela tiene un discurso y que sus personajes poseen el suyo propio, y que todos deben ser distinguibles entre sí y únicos (salvo que la identificación diga cosas, como veremos luego en un ejemplo), y que esos lenguajes deben cohonestarse con la psique de los caracteres, y que debe existir una armonía o una coherencia polifónica entre ellos (a menos que la distorsión y la inarmonía sean objetivos deliberadamente buscados por el autor). Y entiendo que esta encarnación lingüística sería, por supuesto, una especie de evolución natural del rastro que han dejado el monólogo interior de Artaud, Joyce y Woolf, el giro lingüístico del pensamiento durante el XX y la herencia de Beckett. Esto es algo que sucede en los mejores casos, es decir, en la mejor novela actual, sea cual sea su adscripción estética (tardomoderna, posmoderna, pangeica, etc.), y sea cual sea su aproximación estructural o técnica a la narración (esteticista, autoficcional, formalista, fantástica, realista, etc.).

*

El realismo literario es un concepto que a todo el mundo le parece muy claro pero, como el tiempo, según la imagen de Agustín de Hipona, basta con que nos demanden una definición para entender su dificultad. A juicio de Darío Villanueva, que dedicó a este tema su monografía Teorías del realismo literario (2004), el realismo es ni más ni menos que el elemento central de la Teoría de la Literatura, ya que, a su juicio, determina el resultado de todos los demás (Terry Eagleton, desde un punto de vista similar, dice que muchos movimientos narrativos posteriores nacieron, precisamente, para solucionar los problemas que el realismo era incapaz de solucionar). El estudio de Villanueva parte de la Pragmática, rama semiótica dedicada al estudio de la creación literaria en lo tocante a su relación con los lectores; para el autor, en consecuencia, el concepto de lo que entendamos por realismo del texto está estrechamente imbricado con la recepción de lo que los lectores entiendan como tal, y el modo en que dirijan, intencionalmente, el sentido de lo presentado.

Los dos primeros capítulos del libro de Villanueva incluyen el examen de las categorías aceptadas de realismo literario, el genético y el formal. El capítulo central es una elaboración teórica del concepto de realismo para el autor, quien dedica los dos últimos a elaborar su teoría del realismo intencional, realismo que va calando, poco a poco, en los estudios literarios contemporáneos. La “falacia” conocida como realismo “formal” o estético es aquella que considera que la obra de arte está cerrada en sí misma y no hay realidad fuera de su realidad; el realismo “genético” o mimético sería el que considera el arte como mero reflejo de la realidad[4]. Para los realistas genéticos el arte es consecuencia de su tiempo y debe reflejarlo (teoría marxista del reflejo, de Lukács). Para los formales, el artista ocupa el lugar de Dios frente a su creación (Flaubert), compite por tanto con él (Steiner, Presencias reales), es la Naturaleza quien imita al arte (Wilde), y sus leyes no reproducen la realidad, sino que participan (Gombrich, Goodman) de la ilusión de la realidad. Frente a estos extremos, y buscando un punto de equilibrio, Villanueva defiende lo que llama el realismo intencional. No se trata de algo opuesto a los dos realismos superiores, sino que los engloba (cf. p. 139), teniendo en cuenta las relaciones entre los mundos externos de referencia de autor y lector, la intención de ambos, y el campo de referencia del “mundo posible” de la obra. Tiene esta construcción una clara deuda de las teorías de Iser, Gadamer y Scheleiermacher, en cuanto a la posición activa del lector en la creación de la obra de arte (un capítulo de The Implied Reader de Iser se titula “The reader and the realistic novel”). En todo momento intenta Villanueva encontrar alguna solución de consenso entre los esteticistas y los realistas más radicales, porque será infrecuente hallar gran literatura en los extremos. Si, a juicio de algunos, el formalismo puro es un arte desustanciado y hueco, no lo es menos que el realismo como “mera reproducción fotográfica” sólo produce, según Villanueva y con razón, “productos deleznables” (p. 59). Como dice Ángel Zapata en su estudio sobre Medardo Fraile, cuando la literatura realista “se arrima al fuego de lo testimonial” acercándose demasiado al documento, su único destino es “chamuscarse”[5]. Si el objetivo es representar una situación social exclusivamente como denuncia, sus valores serán sociales o éticos, pero no estéticos.

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Barbara y Michael Leisgen - Mimesis - 1972-73

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La trabajadora (2014), de Elvira Navarro, pone sobre la mesa numerosas cuestiones. En cuanto a su estética, podría denominarse realismo problemático, no en el sentido en que utiliza el término Fernando Castro Flórez para el arte contemporáneo (“donde se mezcla el sociologismo con las formulaciones casi hegemónicas de lo abyecto”[6], que nos pondría más bien en la órbita de un Bret Easton Ellis o de una serie como Dexter), sino de un realismo que, en todo momento, se cuestiona como tal, combatiendo esa “voluntaria suspensión del descreimiento” que Villanueva (p. 159), basándose en Coleridge, sitúa como base del realismo intencional del lector que desea sumergirse en el mundo ficcional. Navarro, más bien, desea despertar al lector, alertarle de su singladura por el mar ficcional, y por ello La trabajadora confronta, mediante una técnica realista muy artificial (en tanto construida y visible) los problemas de la abyección social, la abyección personal, y la opaca relación entre ambas abyecciones, expresándose mediante un artefacto narrativo muy consciente de serlo.

En algunas reseñas o menciones a La trabajadora he leído comentarios acerca de la provocativa “primera frase” de esta novela. Incluso la he visto reproducida como primera frase, cuando lo que se cita en realidad el segundo párrafo de la novela (el del cunnilingus con regla, etc.). Algo que me parece muy significativo, porque la primera frase real de la novela –que para algunos, en cuanto marca autorial de la misma, parece estar curiosamente fuera de ella–, dice así: “Este relato recoge lo que Susana me contó sobre su locura” (p. 11). Es decir: se oblitera el lugar donde se establece la estrategia retórica, que alude a la propia narración. Esta frase de apertura, simple en apariencia, esconde una vasta complejidad estructural: nos dice quién habla, configura como relato lo narrado, presenta a quien será el personaje central de la primera parte y secundario de la segunda, establece el tiempo narrativo (un presente, el del narrador, que remite a un pasado, el pasado de la confesión) y parece presentar una intención de verosimilitud, de transmitir documental o testimonialmenteunos hechos. Nada menos. En una frase se levantan los mimbres de la “realidad especial” en que consiste, según el narrador de Pálido fuego, la operación literaria[7]. Como digo, es muy significativo que para algunos lectores no sea la primera frase de la novela, cuando debe ser una de las más importantes, por cuanto enseña los hilos. ¿Qué son los hilos? Lo dice José María Micó: “Aun en las genialidades de Unamuno o Pirandello, todo personaje literario es un títere, y el arte de un autor está en la mayor longitud de la suelta o en la pericia con que disimula los hilos”[8], y lo decía Mallarmé a partir de Poe: “ningún vestigio de una filosofía, ética o metafísica, se traslucirá; añado que la necesita implícita o latente”[9]. No hablamos del autor implícito de Wayne Booth, sino de las decisiones estéticas y estructurales del autor sobre su obra; éste decide si las muestra o si las oculta, pero el desiderátum es que hay que tenerlas siempre; no tenerlas, no tomarlas, es condenarse a la banalidad o al plagio involuntario.

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La ciudad feliz (2009), de la propia Navarro, compuesta por dos novelas complementarias, no fue de mi agrado por los insalvables problemas de voz y tono que le vi a la primera de ellas. En ningún momento me resultaban creíbles los chinos protagonistas, y las breves páginas en China estaban descritas de una forma que la localización podía ser cualquier lugar del mundo, y los personajes (éste era el mayor problema) se expresaban de forma canjeable por cualquier otra cultura, algo inapropiado al abordar un pueblo tan ancestral y característico. Cuando leí después los relatos agrupados en Muchacho de oro, muchacha esmeralda (Galaxia Gutenberg, 2013), de la estadounidense Yiyun Li, encontré la ambientación creíble y la construcción verosímil de personajes chinos que había añorado en la parte primera de La ciudad feliz. Sin embargo, su segunda parte, narrada en primera persona por Sara, era mucho más interesante y redonda porque enlazaba con las mejores cualidades de La ciudad en invierno (2007), de la propia Navarro: la construcción de una psique femenina infantil extremadamente compleja y poliédrica, que choca de frente con el mundo adulto después de conocer a un vagabundo.

No es casual que en La trabajadora Navarro haya escogido ese modelo, y su Elisa Núñez (lejano trasunto de la autora, sin llegar a lo autoficcional) hable en una convincente primera persona (también lo hace la Susana de la primera parte), construyendo uno de los personajes más creíbles y verosímiles de la narrativa creciente, precisamente porque en varios momentos duda sobre el estatuto de su voz (p. 95) y se revela al final el modo de creación de la misma. Más que metareferencialidad, que también la hay, lo que vemos es una reflexión metaéticasobre la escritura. Damián Tabarovsky ha visto bien ese ejercicio de reflexión sobre el propio género: “La trabajadora es una novela que repiensa el realismo para subvertirlo, para expandir sus posibilidades expresivas, para llevarlas a un extremo. Entremezclando, con maestría, la historia íntima de dos personajes femeninos en la mediana edad, y los cambios urbanos, sociales y económicos de Madrid, termina siendo una poderosa reflexión sobre qué significa narrar en la crisis. Crisis moral y económica, por supuesto, pero también la crisis del género novela, el agotamiento de una forma que se ha vuelvo, casi, anacrónica” (aquí). Otro extremo interesante del libro de Navarro es que no ha caído en una de las aporías éticas en que cae, de cuando en cuando, el realismo que intenta ser además novela social, y que podríamos describir utilizando la frase de Walter Benjamin sobre cierta fotografía: “al transformar todo lo que la pobreza tiene de abyecto, lo ha convertido, a su vez, en un objeto de placer” (“El autor como productor”, 1934). Eso no sucede nunca en La trabajadora, novela que, como las de Belén Gopegui o de Isaac Rosa, es profundamente incómoda.

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Como incómoda y desasosegante es Escarnio (Caballo de Troya, 2014) de Coradino Vega, un remonte temporal a los comienzos de la crisis: no a 2007, sino a principios de los años 90, que es cuando se generaron las lluvias de las que han venido estos lodos. Descarnada, quizá demasiado despojada de estilo, la novela de Vega compensa su falta de complejidad literaria con una profunda complejidad sociológica, construyendo a la perfección un estrato social, sus opacos mecanismos de interrelación y creando el espacio simbólico para que el lector entienda su efecto posterior en la vida colectiva. Es la encarnación pura del conflicto, contada desde el punto de vista de un testigo privilegiado, que sufre en sus carnes las consecuencias de lidiar con los poderes más o menos visibles.
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La realidad no es verosímil. Observemos lo que sucede en Tiempo de encierro (2013), la última novela del peruano afincado en España Doménico Chiappe. Es una novela con detalles excelentes, estructurada con tino y bien pensada, con personajes creíbles y construidos con carácter. Pero puede reprochársele una tacha o tara en varias páginas, cual es, precisamente, la parte más realista de la novela, aquella donde Tiempo de encierro retrata o deja constancia de las graves desigualdades sociales que acucian a España a raíz de la crisis económica. Tema que no es ni malo ni bueno, ni va a mejorar o empeorar ninguna novela de por sí, pero que implica –justo por su actualidad y por su trascendencia ética, que debe rehuir tratamientos superficiales o apresurados–, graves decisiones a la hora de plantear el esqueleto novelesco. El personaje de la editora me parece magistralmente creado; las primeras páginas de esta novela deberían ser utilizadas en los talleres narrativos como ejemplo de introducción de un personaje femenino desde su corporalidad física. Hasta ahí, bien. El problema viene cuando Chiappe intenta embutir la realidad con calzador, cuando la editora –convirtiéndose de súbito en uno de esos narradores del XIX que opinaban moralmente sobre lo que contaban, de forma censurable[10]– comienza a hablar con el concepturus del que está embarazada de dieciséis semanas, y lo hace en voz alta (para que el lector pueda escuchar su pensamiento) de esta manera:

El periódico no dirá nada sobre Lucas. Solo leeré la misma histeria financiera que ha logrado convencernos de que no hay más alternativa que la que imponen quienes se dedican a multiplicar el capital con la complicidad de quienes están en la administración de lo público. Traidores que imponen la resignación.[11]

A mí esta brusca, inoportuna y casi panfletaria aparición de lo real en la novela me sacó por completo de ella. Lo real la volvió inverosímil. La narración, el personaje, temblaron y amenazaron con deshacerse. ¿Por qué? Siguiendo la óptica de Étienne Balibar, Pierre Macherey y Fredric Jameson, Eagleton explica que el modo de acoger en una obra los problemas ideológicos y sociales es a partir de cierto desplazamiento dirigido a procurar un ámbito controlable de conflicto: “se puede hablar (…) de este tipo de problemas en la medida en que están ‘formados en la materialidad del texto literario’; solo en la forma en la que el texto los organiza en un subtexto que, además, es también objeto de sus operaciones”[12]. Pero en varias páginas de Tiempo de encierro los problemas no están enunciados, sino denunciados. El contexto ha sustituido al texto. Queda claro, incluso por la nota final, que la de Chiappe es una novela de tesis, de combate; la opción es legítima, aunque también es legítimo que el lector prefiera otra cosa. Por ejemplo, me gustó más el modo de hacer literatura política de Chiappe en una novela anterior, Entrevista a Mailer Daemon (2007), donde lo político –que también era el núcleo de la narración– se integraba perfectamente en una forma narrativa: la distopía, que es la forma política por excelencia de la narrativa (en el sentido de que la distopía es política siempre, no puede no ser archipolitizada). Hay, pues, formas de hablar de los mismos temas esquivando ese peligroso filo; hay muchas técnicas para hacerlo, la más esencial es encarnar la realidad en vez de abrirle la puerta. Chiappe usa alguna de ellas más adelante: remitir a un cuento alojado en Storify, hacer la écfrasis del vídeo de un desahucio, incardinar historias dentro de la historia al modo cervantino. Creo que lo que me choca de su última novela es que Chiappe ha utilizado, a la vez, los dos realismos descritos por Robert Frost: casi siempre encuentras la patata limpia pero, de cuando en cuando, comes algo de tierra. Tiempo de encierro es una novela valiosa y valiente, que hubiera ganado mucho conteniendo ese empuje hiperrealista, justamente indignado, para no hacer olvidar al lector en algunas páginas que, amén de una denuncia, está leyendo, ante y sobre todo, una ficción.

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 Barbara y Michael Leisgen - Mimesis - 1972-73

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“De hecho, se suelen confundir novela ‘realista’ y novela ‘social’, como si el tratamiento de una cuestión social, o sea de una plaga social, como la violencia de género por ejemplo, garantizara el ‘realismo’ de una obra”; explica con acierto Amélie Florenchie, en la introducción a un interesante monográfico sobre el realismo español. La novela de Chiappe comienza con el 15M y la novela del mexicano Federico Guzmán Será mañana (2012) termina con el 15M; ambas abordan temas sociales y recogen el sentimiento latente de frustración de la ciudadanía. Ambos lo hacen con términos explícitos y cargados de dureza. Sin embargo, la novela de Chiappe es realista y social, mientras que la de Guzmán, que es pura literatura fantástica –donde el personaje puede crecer 30 años durante una sola noche y es inmortal mientras se dedique a la revolución–, es una novela social, pero no realista. Un viaje de estudios (autoedición, 2014), del joven Carlos González Fuertes, que también toca el 15M, sería una novela realista de corte conductista que también es, además, novela social.

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En su último volumen de relatos, Bulevar(Páginas de Espuma, 2013), el habilidoso Javier Sáez de Ibarra lleva a cabo una compleja operación de reducción estéticaque ambiciona algo parecido a lo que comenta Jameson en cuanto a la reconstrucción emocional de los personajes, y también algo similar a lo que pretende Navarro en cuanto forma intelectualizada por autoconsciente de realismo. Es un ejercicio carveriano de menos es más que acaba descubriendo que menos sólo es máscuando es más. En el relato “Manda aquí”, irónica y brillante reflexión sobre el bastimento del estilo literario para que flote a través de la galerna de los juegos de poder textual, se observa a la perfección que, pese a lo advertido en el prólogo del libro, Sáez de Ibarra no desea eliminar la retórica literaria de sus relatos sino, más bien, explicitarla para poder desmontarla a gusto, mostrar el juego para desactivarlo, adjetivo por adjetivo y metáfora por metáfora, hasta lograr una especie de grado cero barthesiano de la literatura en el que las emociones se muestren por sí mismas. Es fácil rastrear la honda tensión que ha sufrido Sáez de Ibarra al renunciar a lo “literario”, su terreno natural, y algunos puntos de rotura de Bulevar evidencian que su pulsión es la inversa, dando la razón a Piglia cuando dice que “la literatura es un trabajo con la restricción, se avanza a partir de lo que se supone que ‘no se puede’ hacer”[13]. Es un intento atrevido el de Sáez de Ibarra y no todos los relatos tienen la misma eficacia, cayendo algunos en lo convencional (“Sacar al perro”) y otros en lo naif (“No se acaba nunca”), aunque dentro de un conjunto radical, valiente y valioso que recuerda –aunque no llegue a su altura– al notable Mirar al agua (2009), al que nos hemos referido en La literatura egódica.

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En ese mismo ensayo –discúlpenme las citas propias, pero uno escribe libros de teoría literaria precisamente para tener un sistema desde el que analizar otros libros– describo lo que llamo autonovela, unión de autoficción y metanovela. A ese subgénero, que también cuestiona los límites del realismo, se unen ahora las últimas obras de Blanca Riestra, Pregúntale al bosque (2013), y Miguel Serrano Larraz, Autopsia (2014).

Escrito, según partes, en primera, segunda y tercera persona, Pregúntale al bosque es una variante de la auto-escritura o escritura del sí, muy tamizado por la aparición de la experiencia literaria en la adolescencia de la narradora y transido por la presencia autoconsciente de lo literario a lo largo de todo el libro. En cierto momento se explicita la forma autonovelesca de Pregúntale al bosque: “Había prometido no escribir nunca sobre sí misma o hacerlo, pero sólo mientras hablaba de los otros. (…) Y ahora, sin embargo, ¿qué le ocurre? Ella piensa que lo peor de lo autobiográfico es que revela la ruindad, la persistencia del deseo incumplido, terco, que se estrella contra la superficie de las cosas hasta romperlas en mil pedazos. (…) En el fondo es la historia de lo que no pudo contar (…) el cuento que ella se cuenta a sí misma, cuando trata de explicarse lo que es”[14]. Por supuesto, esta confesión a sí misma va dirigida en realidad al lector, o al menos tiene en cuenta al destinatario, de forma que traiciona lo confesional al publicitarlo–dentro de una tradición que se remonta a las Confesiones de Agustín de Hipona o las de Rousseau–,en tanto que explicita lo que tiene de no-confesional, de revelación entregada a cualquiera (a cualquier lector). Esa traición genera de inmediato las dudas sobre la verosimilitud de lo narrado, sobre su realidad: ¿qué otra cosa dejaba caer el narrador de la novela de Mann Confesiones del aventurero Félix Krull?: “Por otra parte, estoy decidido a redactar mis confesiones con entera sinceridad, sin temor a que se me reproche vanidad o descaro. Pues ¿qué valor y sentido moral podrían atribuirse unas memorias que no hubieran sido narradas con la más estricta veracidad?”[15]. Y después de recordarse/recordarnos tal arenga acerca de la sinceridad debida, el narrador continúa con su fábula completamente inventada.

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Uno escribe “lo falso”, oyendo skateboards,
y lo pega en un sticker amarillo
sobre el zumbido del refrigerador.
El otro de dos espera lo verdadero
en las puertas de un parque temático.
(Rafael Espinosa[16])

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En Autopsia, la narración autoficcional se encuentra con la metaficción, pues el libro hace referencia a sí mismo y a su construcción en varios momentos. El realismo de Serrano Larraz se analiza a sí mismo y se hace la disección, usando el “estilo forense” autonovelesco al que aludíamos en La literatura egódica, y no duda en mostrar sus tripas al lector: “ahora me veo intentándolo otra vez, trazando un argumento, imaginando la estructura, eligiendo la voz narrativa y seleccionando detalles que doten a la historia de verosimilitud, definiendo personajes y epifanías (…) veo o imagino a un personaje haciendo algo, y el personaje siempre soy yo, y me encuentro pensando qué hora es en el relato, qué tiempo hace, pormenores que hay que introducir”[17]. Las mejores autonovelas, ya lo decíamos en el mismo lugar, son aquellas que demuestran crítica y dureza ante el personaje-escritor y frente a la misma narración, evitando el melancólico engolamiento auto-progagandístico (egolamento, podría llamarse) en que suele caer la autoficción peor entendida. Serrano Larraz evita con elegancia ese peligro, al mantener una mirada inclemente sobre ese “Miguel Serrano” que tiene elementos suyos y elementos de ficción, y escribe una obra generacional pero política, realista pero consciente de los límites de su representación, y nostálgica pero escrita con buen estilo y brillantez reflexiva. Por eso su autor ha podido declarar recientemente en una entrevista que la novela no ha muerto, sino que “la que ha muerto es la novela decimonónica”, y ha demostrado que se puede hacer un realismo fuerte del siglo 21.

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“(…) ¿habrá algo más irreal que el llamado realismo? Esos cuentos y esas novelas con un tempo dramático y un orden de los acontecimientos perfectamente calculados y administrados. Como Madame Bovary. O el orden prolijo y el tempo preciso de casi todas las novelas policiales. Pero la realidad no es así. La realidad es indisciplinada e imprevisible. La realidad es auténticamente irreal… De hecho, cada vez que decido sumergirme en esas grandes trilogías o cuartetos o quintetos o septetos decimonónicos, lo que yo hago es socavar ese falso realismo –como el de esos cuadros cuyo único objetivo es, en vano, ser lo más parecido que se pueda a una fotografía– leyendo los diferentes volúmenes fuera de orden”[18]; escribe Rodrigo Fresán en su monumental La parte inventada (2014). Fresán recoge aquí un argumento similar al del filósofo Jacques Rancière: el realismo provoca la indistinción de las cosas, al hacerlas todas representables por igual, “y ese ‘igualmente representable’ es la ruina del sistema representativo[19]. Sin embargo, el propio Fresán utiliza un rescoldo decimonónico, esa aparición de un narrador divino y omnisciente, encarnado en El Escritor, capaz de decir: “Dios soy yo. El Dios particular de todos ustedes. Tú incluido. Y seguro que ya lo notaste un poco. Yo dentro de ti. En tus pensamientos. (…) Radiohead en tu cabeza que ahora no es otra cosa que una radio que yo sintonizo a voluntad y en la que intervengo” (p. 407). Como el Unamuno que confiesa en Niebla: “yo soy el Dios de estos dos pobres diablos nivolescos”[20]. A pesar de que Flaubert, Valéry y T. S. Eliot recomendasen al autor disolverse detrás de la obra como Dios tras su creación, Fresán utiliza “la más singular y primerísima de las terceras personas” (p. 546). Pero pese a estas y otras numerosas contradicciones de El Escritor, es obligatorio leer la vasta y por momentos magnífica novela de Fresán.

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Barbara y Michael Leisgen - Mimesis - 1972-73
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Eloy Fernández Porta señaló, justo antes de que la crisis comenzase, que “el realismo tiene un tema (la épica de la clase media)”[21]. Propuesta de trabajo: preguntarse si la clase media española de 2007 se ha convertido, tras siete años de pertinaz recesión, en el bajoproletariado o cuasilumpenproletariado rescrito y retratado por Elvira Navarro en el 2014. Material complementario: “Nuestro apartamento en Benicássim es un noveno, con terraza a la zona comunal, donde la piscina. Está en tercera línea de playa. Lo compró mi padre en los años noventa (cuando todavía la gente normal, trabajadora y decente de Castellón podía comprarse apartamentos en la playa)”; J. S. de Monfort, Fin de fiestas; Suburbano Ediciones, edición digital, 2014, s/p.

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Una de las novelas realistas que más me ha gustado últimamente es Iris (2014), del boliviano Edmundo Paz Soldán. Imagino la sorpresa en algunos rostros lectores: “Iris es una novela de ciencia ficción que sucede en un futuro lejano”, me dicen. Exacto, así es. Una distopía de ciencia ficción, para ser exactos, como Limbo (1952) de Bernard Wolfe, novela con la que guarda varios puntos en común. A pesar de describir un territorio imaginario, un tiempo futuro y un idioma o neolengua propia, me parece que algunos conflictos armados donde está involucrado el ejército estadounidense están contados a la perfección, y así lo ha revelado el autor en alguna entrevista. Iris describe un conjunto de soldados que acaban perdiendo el norte de su misión y se convierten prácticamente en máquinas sistemáticas de matar. Gracias a la distancia puesta por Paz Soldán frente al conflicto “real” o histórico podemos entrar en él con toda eficacia, y se nos permite entender lo que sienten los soldados con mucha más precisión y acierto que un documental o que una película “realista” como The Hurt Locker (2008) de Kathryn Bigelow. La guerra no está “descrita” ni “recreada”, por Paz Soldán, está construida para que el lector se sienta tan brutalmente dentro de ella como si se tratase de un recuerdo propio, que deja su proporcionado “shock post-traumático”. Hay una cita del narrador Junot Díaz sobre el realismo que viene aquí más a cuento que nunca:

La llamada literatura realista es muy limitada a la hora de explorar ciertos problemas. En mi opinión, el realismo, como estrategia narrativa, falla miserablemente a la hora de explicar circunstancias como, pongamos por caso, una guerra civil, situación en la que se destruye el tejido cívico de la sociedad. Por la herida que deja abierta una guerra civil se escapan emanaciones fantasmagóricas muy difíciles de atrapar. El realismo no sabe qué hacer con eso. Es incapaz de captar las dimensiones más sutiles de todo un entramado de emociones fugitivas, sentimientos espectrales que se producen en situaciones históricas extremas. Lo mismo ocurre con las novelas de dictadores. Si se escriben en clave realista, no logran atrapar el fondo de terror, lo más problemático de las heridas que abren las dictaduras.[22]

Esas “emanaciones fantasmagóricas” sobre las que el realismo no puede trabajar son el centro cabal de Iris y constituyen su parte más rica y acertada. El terror puro de los soldados por no saber si una bomba los despedazará en las próximas horas[23]deja abiertas las puertas a la superstición: los espectros de Xlött, ese dios subterráneo y cruel al que temen los habitantes de Iris; las promesas del Advenimiento y su efecto sobre los ciudadanos y sobre los soldados invasores, las oscuras dudas de éstos respecto a su misión y su fidelidad a SaintRei, su tierra, se adhieren al lector e impregnan de sustrato mítico su experiencia de lectura, logrando que la brutalidad militar se entienda como parte de un sentido: el del sinsentido como propósito, el de la ausencia de finalidad ética como móvil buscado por los superiores para quitar toda humanidad al guerrero, dejándolo devastado y a merced de las órdenes. Paz Soldán muestra cómo en esas condiciones el soldado queda pasto del pavor (“el vacío nos desbarataba. Nos venía el susto”, p. 137) y del temor reverencial a cualquier extraño (de inmediato considerado hostil), y comienza a eliminar a los irisinos a la menor provocación primero y ya sin contención alguna después. [Curiosamente, ya redactada esta nota, Paz Soldán dice en una entrevistaque “la ciencia ficción será un nuevo realismo”, en sintonía con el último capítulo de The Antinomies of Realism de Jameson].

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“El realismo desnudo de explicaciones conduce a la abstracción; resulta ambiguo igual que la vida humana” [Javier Sáez de Ibarra, Bulevar, op. cit., p. 203]. “Si es verdad social o conocimiento lo que queremos del realismo, pronto encontraremos que lo que conseguimos es ideología; si es belleza o satisfacción estética lo que estamos buscando, pronto hallaremos que debemos vérnoslas con estilos desfasados o mera decoración (si no distracción)” [F. Jameson, The Antinomies of Realism, p. 6]. Construir una novela realista ingenua, que no se cuestiona debidamente su acercamiento al fenómeno que observa, puede llevar al mismo lugar en el que se encontró el doctor Pablo Barreto (un personaje secundario de Ximénez, del colombiano Andrés Ospina), “quien renunció a la medicina al dedicarse de lleno a construir un avión, utilizando como taller el patio de su casona, encerrado entre paredes, por lo que nunca pudo probar si su invención se elevaba”[24].

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Para entender de un vistazo el brutal choque de tiempos, el insuperable y bochornoso kitsch que supone aplicar sin el debido ajuste en un siglo las técnicas artísticas de siglos ya lejanos, puede ponerse un ejemplo artístico que viene como anillo al dedo:


Eso sí, sancionado por el mercado, porque los nostálgicos sin gusto ni información pero con poder adquisitivo abundan.

El realismo decimonónico es la infancia de la novela moderna, y volver a esas lecturas, como apunta Fresán en la segunda página de La parte inventada, es volver al pasado, a nuestra infancia tardía de lectores, a la pubertad de la novela, a la inmadurez de la narrativa, antes de que llegasen la adolescencia de Woolf, Proust, Musil y Joyce, o la madurez de Faulkner, Murdoch, Beckett, Gadda o Pynchon. Por eso cabría decir, como elRousseau de La nueva Eloísa (1761, V, 1), en memorable frase que retomaron el Schopenhauer de El mundo como voluntad y representación y el Kant de Contestación a la pregunta: ¿qué es la ilustración?: “Sors de l'enfance, ami, réveille-toü”. O “réveille-toi”, se diría hoy. Pues eso. Amigo, sal de la infancia y despierta.

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Las formas de evitar el realismo ingenuo pueden ser, como estamos viendo, numerosas y van creciendo conforme los practicantes del realismo fuerte afinan sus procedimientos. Y aquí es donde resulta capital la construcción del narrador, el enfoque intencional y la elección del punto de vista y su altavoz narrativo. Lo habitual es dar la voz narrativa a un personaje que cuenta la historia desde dentro (que Genette llama homodiegético), cual sería el caso del Joan-Marc de Divorcio en el aire (2013) de Gonzalo Torné, el protagonista de Escarnio, de Vega, o del hábil “nosotros” que utiliza Isaac Rosa en La habitación oscura (2013), caracterizados por un límite de conocimiento sobre la historia que no tiene el narrador omnisciente decimonónico, amén de preñar de saludable subjetividad –la del personaje, no la del autor– la obra. Otra posibilidad es dejar zonas de enigma o de penumbra en la historia, partes sin resolver, como hace Sara Mesa enCuatro por cuatro (2012), con el fin de materializar la evidencia de que el narrador no puede llegar a conocer toda la historia, ni la psique entera de varias personas. Una tercera es el recurso a lo distópico o a la ciencia ficción; una cuarta sería el apoyo en géneros que ya reconocen su acceso parcial e interesado a la realidad, como el “reportaje gonzo” que practica Robert-Juan Cantavella en algunos cuentos de Proust Fiction (2005) o en El dorado (2011). La quinta vendría constituida por la autoficción, que, a pesar de su tendencia a constituirse en plaga, sigue siendo interesante como limitación de la omnisciencia cuando hay autocrítica, según el modelo de Miguel Serrano Larraz en Autopsia (2014), que ronda el modelo también autocrítico de Summertime (2009) de John M. Coetzee. La sexta posibilidad atenuadora de la omnisciencia realista es una de las más antiguas y elegantes: presentar al narrador como no fiable, como alguien consciente de que su testimonio o relato puede no ser del todo veraz, como el Cide Hamete Benengeli cervantino, el narrador del Ulysses a juicio de Seymour Chatman,o el narrador de La invención de Morel (1940), convenientemente puesto en tela de juicio por una nota al pie del falso “editor” del libro (Elvira Navarro utiliza este tipo de argucia, véase La trabajadora, p. 14). La séptima sería un narrador omnisciente limitado mediante el “modo cámara”, narrando lo que pasa sin entrar apenas en la psique de los personajes, dejando que sus actos y palabras expresen su personalidad; este modelo conductista es utilizado por Esther García Llovet en su cinematográfica y eficaz novela Mamut (Malpaso, 2014), una historia plástica y demoledora que gustará a los amantes de Cormac McCarthy y Bolaño o del cine de Nicholas Winding Refn. La octava sería la construcción mediante narradores diversos, que dan una perspectiva polifónica (si son además protagonistas de la historia) o poliperspectivista a la narración, como hace Nicolás Cabral en Catálogo de formas (2014) o la peruana Claudia Salazar en La sangre de la aurora (Animal de invierno, Lima, 2013), una nouvelle diestra y contundente sobre la terrible violencia en Perú de los años ochenta. Me ha gustado mucho el juego de narradores de esta obra de Salazar, que a veces alterna diversos puntos de vista sobre ciertos hechos, en vez de privilegiar uno, y a veces cuenta tres veces el mismo hecho, con tres protagonistas distintas, para recalcar su abyección. También es hábil el juego de narradores utilizado en La sangre de la aurorapara ampliar las perspectivas: varios monólogos alucinados, un relato en segunda persona sobre una campesina, otro en primera persona sobre una revolucionaria, y una crónica en tercera sobre la trama militar, dándonos la impresión de que el poder no merece una mirada humanizada sino el distanciamiento despectivo de la crónica.

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Escribe el mexicano de origen argentino Nicolás Cabral: “Mi padre, el Arquitecto, como se le conoce, comenzó, al regreso de uno de esos viajes, uno de los últimos, ahora recuerdo, a esbozar una idea de vivienda, un ensayo original de realismo en la arquitectura, según decía, donde establecería, añadía, una relación dinámica entre ejes y proporciones, y que le ocupaba largas noches, de las que emergían planos para mí incomprensibles que, sencillamente, mostraban una caverna”.[25]

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La excelente novela de Nicolás Cabral no es realista del todo, ni irracional por completo: hay una sabia mezcla de elementos, raíces y lenguajes. La historia del Arquitecto (inspirada en Juan O’Gorman, autor de la Biblioteca de la UNAM) es también una lucha de contrarios y opuestos –como los murales de O’Gorman– donde la estética realista y lineal de Le Corbusier se opone a la de Frank Lloyd Wright, y en la que el lenguaje encarna la división psíquica del protagonista. La novela –no lineal, polifónica– se vuelve irracional cuando el Arquitecto pierde la cordura, momento que Cabral representa gracias al agudo empleo de un monólogo interior beckettiano, descompuesto, alucinado. Es uno de los ejemplos más claros de esa “encarnación lingüística singular” de la que hablábamos al comienzo del texto, como indicio de realismo contemporáneo fuerte. Desde otro punto de vista, la estructura de Catálogo de formas responde al demencial rigor cartesiano del Arquitecto y su pulsión matemática: toda la novela está compuesta por breves capítulos de 310 a 333 palabras de extensión. De modo que la obra es estructural y lingüísticamentem, una trasposición de la psique (p. 58) del Arquitecto, y como ella terrible, oscura, contradictoria, fascinante.

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“Casi al final de su amena autobiografía, significativamente llamada Autorretrato, el brillante y versátil Man Ray (1890-1976) relata su incapacidad para responder al requerimiento de una niña, que, tras mostrarle un cuadro donde reproducía con la equívoca exactitud de un trampantojo una naturaleza muerta, le espetó que le gustaba mucho, pero que deseaba saber por qué quería tener dos cosas iguales”[26].

Quizá era una Girl with curious hair, una niña con el pelo raro. Yo era una niña de siete años, se titula una obra de 2005 de César Aira.

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Si alguien quiere enseñar en un taller literario cómo hacer realismo literario fuerte en el siglo 21, le recomiendo que utilice como manual la portentosa novela de Luis Rodríguez, Novienvre (KRK, 2013), una lección en sí misma de posibilidades y variedades narrativas que, pese a su vocación metanoica, mantiene un estilo medio perfectamente reconocible. Comentando aquí la primera novela del autor, La soledad del cometa (2009), decíamos que era antimoderna, “no en el sentido de Compagnon, sino en el de Cioran. Su posición es la de la duda y la destrucción. Tiene razón el editor cuando apunta que esto no es realismo sucio ni novela social actualizada. Yo hablaría de realismo nihilista. Ese realismo nihilista sigue rezumando óxido en Novienvre, título que habla de la errata de la existencia, como apunta Ricardo Menéndez Salmón en su prólogo (una errata metafísica à laSteiner), pero también de la errata que es la palabra exacta, le mot juste, en un mundo de discurso desarticulado y mal escrito. Luis Rodríguez es una especie aparte de escritor, una exquisita rareza que no se parece escribiendo a nadie, ni siquiera a sí mismo, porque Novienvre es muy diferente a La soledad del cometa, más juguetona dentro del horror, más imprevisible dentro de lo fatídico, y derrocha vida en el centro de la muerte, como un niño jugando en un sepelio.

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Esto lo expresé hace tiempo, pero lo mantengo, palabra por palabra, añadiendo alguna acotación porque es una cita descontextualizada: “una literatura realista [ingenua, no fuerte] implica un modo determinista y newtoniano de contemplación del mundo que está desfasado desde hace un siglo y medio. Pero no hablamos de una moda que haya devenido anacrónica y pueda volver en el futuro (a lo que quizá podrían aferrarse para continuar en la estética que genera). Hablamos de un sistema que ha sido revocado, destrozado, anulado, y cuyas consecuencias epistemológicas ya no pueden sostenerse, del mismo modo que son inaplicables ya el sistema cosmológico geocéntrico o el antiguo adagio, anterior a Servet, de que la sangre no circula por el cuerpo. El sistema determinista, que siguen sin saberlo los poetas realistas [ingenuos], implica: 1. Que hay una realidad exterior (y, por tanto, opuesta o diferente a la interior). 2. Que esa realidad puede ser conocida por un observador cualquiera. 3. Que por tanto, ese observador puede comunicarla mediante el poema. 4. Que el lector va a entenderla de la misma manera que ha sido expresada y, por tanto, el conjunto fenoménico de 1 va a permanecer inalterado e idéntico a sí mismo en 4. [Lo cual movería a risa si no moviese antes a estupefacción] (…) Intento decir que no podemos dar por auténtica o única una línea clara en la poesía cuando nos encontramos dentro de un mundo casi impenetrable de puro ambiguo, al que nos enfrentamos desde un núcleo personal deslavazado, antagónico, contradictorio, lo que tiene una indudable influencia sobre nuestro sistema de conocimiento, sustentado sobre bases especulativas que están en crisis, como ha señalado Michel de Certeau, y que ponen en tela de juicio el paradigma parmenideano de identidad entre pensamiento y ser, por el que tantos siglos se ha regido la filosofía[27]. No son pocos quienes piensan que el lenguaje tiene exacta correspondencia con lo real, o que el sujeto cartesiano es aún firme e inequívoco, sin tener en cuenta que del cartesianismo como estructurador de la ecuación consciencia / inconsciencia humanas, sólo pueden derivarse errores, como demostró John Searle”[28].

*

Es verdad lo que digo, cada
palabra, dice del poema la lógica
del poema. Condición
de real al margen de lo real.
Lo real dice yo siempre en el poema,
miente nunca, así la lógica.
(Olvido García Valdés[29])

*

Una novela que no escapa a los peligros de la visión omnisciente convencional, a pesar de pretenderse disparatada, es la última obra de Ray Loriga, Za Za, emperador de Ibiza (2014), muy conservadora desde el punto de vista estético, a pesar del baño posmoderno de drogas felices y decadente brillantina ibicenca. La historia, que recuerda bastante a la película de los hermanos CoenThe Big Lebowski (1998), pues ambas muestran a un alelado envuelto en una historia conspiranoica que le supera y le utiliza como mero instrumento, es puro pasatiempo contado con un estilo desconcertante. Loriga deja el relato en manos de un narrador en tercera persona tan predecible en su autoconciencia (nada jocosa, by the way) como condescendiente con la historia, salpimentada constantemente de chistes sin gracia y digresiones sin chispa. La novela mejora un poco hacia el final, cuando una vuelta de tuerca inesperada obliga al personaje a replantearse lo que ha vivido pero, por desgracia, no obliga al lector a cuestionar lo leído. Plasticidad, imaginación y ritmo no le faltan a Loriga, porque quien tuvo retuvo; pero nos da la impresión de haber accedido a una historia contada desganadamente por un narrador omnisciente emporrado, que se ríe cuando no debe, algo muy molesto para quienes escuchan sin tener el mismo cuelgue.

*

“Salen a lo que hay ahí fuera: la noche polar. El cielo silvestre y púrpura, tanta oscuridad en lo negro que es como si Junot la viera por primera vez y fuera consciente de la materia del mundo, de las cosas precisas, enteras, hechas una detrás de otra. La realidad.”; Esther García Llovet[30].

*

Por si se necesitaba algún elemento más contra el realismo ingenuo como planteamiento narrativo, ahí tienen el interesantísimo y a la vez terrible estudio de los neurocientíficos del MIT Jason Fischer y David Whitney, que en el último número de Nature explican cómo el cerebro crea un campo de continuidad para percibir el entorno. Esto implica que el cerebro establece un retraso de 10-15 segundos desde que el estímulo es percibido, tiempo durante el cual elabora una imagen media de lo visto durante ese lapso temporal. Los neurocientíficos utilizan deliberadamente expresiones como montaje y filtros para explicar cómo el cerebro trabaja como una especie de mesa de mezclas con lo que percibe para luego crear la película de lo que vemos. This is surprising because it means the visual system sacrifices accuracy for the sake of the continuous, stable perception of objects, dicen Fischer y Whitney. Algo que habían sostenido también el neuroquímico Pierre Changeux: “No hay, pues, percepción ‘absoluta’, sino una reconstrucción del color, como, de manera general, del mundo exterior, por el cerebro”[31] y el físico cuántico David Deutsch: “hasta la última brizna de nuestro conocimiento –incluyendo nuestro conocimiento de los mundos no físicos de la lógica, las matemáticas y la filosofía, así como de la imaginación, el arte, la ficción y la fantasía– está codificado en forma de programas para la representación de esos mundos en el generador de realidad virtual que es nuestro cerebro”[32]. En estas condiciones, si nuestro propio modo de razonar como seres humanos inteligentes evita estructural y biológicamente la precisión, si debemos programar nuestra percepción, ¿qué sentido tiene intentar recuperarla mediante una operación narrativa falsaria, mediante la burda y arbitraria reconstrucción de algo que nunca ha existido de la forma ingenuamente retratada?

*

Con todo esto no atacamos lo real, ojo, ni negamos que exista, pues no somos posmodernos. Sólo decimos que el tratamiento de lo real requiere de elementos correctores, de herramientas literarias dirigidas a la verosimilitud, que partan de la base filosófica de que quien las utiliza es consciente de esa dificultad de  reconstrucción. Y de que es una construcción, claro. No la realidad, sino la literatura:

“Empiezo a entrever lo que yo llamaría el ‘tema profundo’ de mi libro. Es, será, indudablemente, la rivalidad entre el mundo real y la representación que de él nos hacemos. (…) La resistencia de los hechos nos invita a trasladar nuestra construcción ideal al sueño, a la esperanza, a la vida futura, en la cual nuestra creencia se nutre de todos nuestros sinsabores en ésta. Los realistas parten de los hechos, acomodan sus ideas a los hechos. Bernardo es un realista. Temo no poder entenderme con él”; André Gide, Los monederos falsos.[33]





[1] D. Shields, Reality Hunger. A manifesto; Penguin, New York, 2010, p. 63.
[2] Cyril Conolly, Enemigos de la promesa (1938), Obra selecta; Lumen, Barcelona, 2005, p. 133.
[3]Pierre Bordieu, Las reglas del arte; Anagrama, Barcelona, 1995, p. 35.
[4] D. Villanueva, Teorías del realismo literario; Biblioteca Nueva, Madrid, 2004, p. 41.
[5]Ángel Zapata, “La ternura del nómada (Una introducción a la poética de Medardo Fraile)”, en Medardo
Fraile, Cuentos completos, p. 11.
[6] Fernando Castro Flórez, Mierda y catástrofe; Fórcola Ediciones, Madrid, 2014, p. 175.
[7]“Esta estratagema cuyo objetivo aparente era realzar el efecto de sus valores táctiles y tonales tenía, sin embargo, algo de innoble y revelaba no sólo una falla esencial en el talento de Eystein, sino el hecho básico de que la ‘realidad’ no es ni el sujeto ni el objeto del arte verdadero, el cual crea su propia realidad especial que nada tiene que ver con la ‘realidad’ media percibida por el ojo del común de los mortales”; V. Nabokov, Pálido fuego; Anagrama, Barcelona, 2009, p. 132; traducción de Aurora Bernárdez.
[8] José María Micó, Clásicos vividos; Acantilado, Barcelona, 2013, p. 33.
[9] Stéphane Mallarmé, Fragmentos sobre el libro; Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de la Región de Murcia, Murcia, 2002, p. 88.
[10]“Omniscience is ‘objectionable’, W. J. Harvey wrote of George Eliot, in a comment we may take as representative, ‘when the author intrudes directly into her fiction either by way of stage directions or of moral commentary’—in other words, we might add, in the nineteenth century”; Audrey Jaffe, Vanishing Points: Dickens, Narrative, and the Subject of Omniscience; University of California Press, Berkeley, 1991, s/p.
[11] Doménico Chiappe, Tiempo de encierro; Lengua de Trapo, Madrid, 2013, p. 18.
[12] Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 271.
[13] Ricardo Piglia, Crítica y ficción; Anagrama, Barcelona, 2001, p. 18.
[14] B. Riestra, Pregúntale al bosque; Pre-Textos, Valencia, 2013, p. 117.
[15] Thomas Mann, Confesiones del aventurero Félix Krull; Planeta, Barcelona, 1957, p. 31.
[16]Rafael Espinosa, “El matrimonio”, La regata de las comisuras; Kriller71, Madrid, 2014, p. 35.
[17] M. Serrano Larraz, Autopsia;Candaya, Barcelona, 2014, p. 358.
[18] Rodrigo Fresán, La parte inventada; Random House, Barcelona, 2014, p. 74.
[19] Jacques Rancière, “Si existe lo irrepresentable”, El destino de las imágenes; Politopías, Pontevedra, 2011, p. 124-25.
[20]Miguel de Unamuno, Niebla; Cátedra, Madrid, 1978, p. 131.
[21] E. Fernández Porta, Afterpop. La literatura de la implosión mediática; Berenice, Córdoba, 2007, p. 41.
[22] Junot Díaz en El País Semanal, http://elpais.com/elpais/2013/04/29/eps/1367237169_171617.html. 3/04/2013.
[23] Cf. E. Paz Soldán, Iris; Alfaguara, Madrid, 2014, p. 194.
[24] Andrés Ospina, Ximénez; Laguna Libros, Bogotá, 2013, p. 224.
[25] Nicolás Cabral, Catálogo de formas; Periférica, Cáceres, 2014, p. 24.
[26] Francisco Calvo Serraller, Extravíos; Fondo de Cultura Económica de España, Madrid, 2011, p. 82.
[27] Cf. la inteligente lectura de las Heterologías (1986) de Certeau llevada a cabo por Wlad Godzich, en “Las nuevas posibilidades del conocimiento”, Teoría literaria y crítica de la cultura; Cátedra / Universidad de Valencia, col. Frónesis, Valencia, 1998, p. 302ss.
[28]Vicente Luis Mora, Singularidades. Ética y poética en la literatura española actual; Bartleby, Madrid, 2006, pp. 64-68.
[29] Olvido García Valdés, Caza nocturna; Ave del Paraíso, Madrid, 1997.
[30] Esther García Llovet, Mamut; Malpaso, Barcelona, 2014, p. 114.
[31] Jean-Pierre Changeux, Sobre lo verdadero, lo bello y el bien. Un nuevo enfoque neuronal; Katz, Buenos Aires, 2010, pp. 98-99.
[32] David Deutsch, La estructura de la realidad; Barcelona, Anagrama, 2002, p. 128.
[33] André Gide, Los monederos falsos (1925); Seix Barral, Barcelona, 1984, p. 205, traducción de Julio Gómez de la Serna.

Acercamiento al problema terminológico transmedia

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En el último número de la revista indexada Caracteres he publicado un artículo que considero destacado dentro de mi producción, examinando la cuestión de las narrativas transmedia desde el concepto de complejidad.  Adjunto el enlace al pdf y resumen del mismo.

http://revistacaracteres.net/wp-content/uploads/2014/05/Caracteresvol3n1mayo2014-problema-terminologico-transmedia.pdf


Resumen
En los últimos años, diferentes perspectivas teóricas han examinado el fenómeno transmedia. Existen varios campos de investigación que, a pesar de su común interés por lo transmedial, parecen a veces ignorarse unos a otros, utilizando su propia terminología. Las Teorías de la Adaptación Cinematográfica, la Literatura Comparada o los Media Studies, entre otros, ofrecen sus opiniones separadas dirigidas a analizar las formas, funciones, efectos y estructura de las experiencias transmedia. Nuestro texto aborda esas contribuciones y explora los vínculos y diferencias entre ellas, proponiendo la complejidad como un elemento clave del concepto de transmedia.

La gramática metapublicitaria: new mYnd

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-Sí, pero yo creo que han sido los anuncios. Que tantos anuncios lo han rematado.
C. J. de Madre, new mYnd

Me pregunto si la publicidad no será el arte del siglo XXI.
Serge Daney[1]

Peter M. Daly ha estudiado cómo la publicidad más efectiva de nuestro tiempo, aquella donde la imagen es más persuasiva, sería un trasunto del emblema renacentista, compuesto por el motto (el adagio o lema latino que encabeza el emblema, como el “Fotuna virtutem superans” de Alciato), una imagen simbólica y un epigrama o poema explicativo al final. Del mismo modo, la publicidad suele tener imagen simbólica, lema o eslogan, y un texto (escrito o audiovisual) informativo sobre las bondades del producto: “(…) it is my contention that some of the best modern advertising relies on symbolism and on techniques of verbal and visual communication that are strikingly reminiscent of the emblem”[2].















En otros lugares (La luz nueva, El lectoespectador) hemos apuntado cómo algunos textos narrativos y poéticos actuales se nutren de la publicidad: en unos casos, como recurso semántico o tema; en otros, como estrategia retórica a la hora de presentar literariamente una idea o un concepto, por lo común de forma textual pero también textovisual en otros. A ello –apuntábamos– ayuda el hecho de que numerosos escritores actuales tienen formación publicitaria, de diseño gráfico, de ventas o de márquetin (esta palabra me suena bastante rara, casi es preferible el original marketing) o trabajan en alguna o varias de esas áreas. La lectura de la inclasificable y abrumadora novela new mYnd (Aristas Martínez, 2014), del multidisciplinar Colectivo Juan de Madre, abre una nueva dimensión, a mi juicio, del uso literario de la publicidad como estrategia retórica, en una suerte de giro meta. No es que new mYnd sea una novela metapublicitaria, pues sus fines estéticos son muy otros, sino que en el proyecto hay metapublicidad, concebida como un elemento más de la composición narrativa. La publicidad ideada para uno de los productos del libro (los sugestivos I-diamantes que procuran al huésped personalidades diversas), se conforma con posterioridad como publicidad de la propia obra, apareciendo en la faja el autor apócrifo Paul Veins como la “autoridad” que avala la novela, y acompañándose el volumen con un marcapáginas y una publicidad virtual que hace referencia a los diamantes y la nueva mente descrita en la novela (analogía, claro está, de la nueva carne de la tan antigua como actual película Videodrome).

¿Significa esta absorción de la esencia publicitaria por la literatura una especie de sacrificio al mercado, de rendición incondicional ante la comercialidad y el espectáculo? Pues no, en realidad todo lo contrario. Que los autores de new mYnd o La insólita reunión de los nueve Zacarías (2012) renuncien a la primera y más importante de las marcas en la industria editorial, la autoría, al presentarse como colectivo seudónimo, y que además elijan siempre para sus publicaciones editoriales francotiradoras e independientes como Grupo Ajec, Sloper o Aristas Martínez, invita a pensar que hacer dinero escribiendo no cuenta, en ningún momento, como uno de los propósitos del grupo. Lo que se pretende, entiendo, es otro tipo de intervención, más estética y conceptual, en el campo literario; una injerencia caracterizada precisamente por el abandono de muchas retóricas y prácticas ancilares en éste, sobre todo aquellas relacionadas con la presencia autorial y mercantildel autor en ese campo. Por no hablar de una profunda voluntad de innovación literaria, de la que la metapublicidad es sólo una parte.

¿Por qué, entonces, si los fines no son comerciales ni mercadotécnicos, esta utilización de la publicidad? Pues el motivo, a mi entender, podríamos hallarlo en Aristóteles. La retórica, que nace según Giorgio Colli de “la vulgarización del primitivo lenguaje dialéctico”[3](new mYnd puede ser definida, en parte, como la sofisticación del lenguaje narrativo dialéctico), se conforma tradicionalmente, desde Aristóteles, como el medio clásico de persuasión a través del logos. Según el manual aristotélico, la retórica nace de la voluntad dispositiva de la voluntad a través de la palabra y los mecanismos de convicción, y desde ahí se encarna en formas distintas (como las identidades de new mYnd), que alcanzan desde el montaje de la katharsis en la tragedia griega a la conversación preparatoria de una compraventa. Tras la Retórica de Aristóteles y hasta nuestros días, como explicitaba George Steiner, la persuasión desarrolla su peculiar gramática: “hay una parte de retórica en cada acto comunicativo y en cada visitación. La retórica es el arte de cargar con efecto significante las unidades léxicas y gramaticales de enunciación (…) Los procedimientos reales de persuasión están construidos con la gramática relevante”[4]. En nuestros días, tal y como en el siglo XVII, la retórica “es un arte, y este arte tiene su mito: es el de Eros y Psiche[5], y no por casualidad new mYnd es una novela enclavada entre el erotismo (doble, especular) y la psique (dividida), y con una sexualidad y una identidad cuyos desdoblamientos se traducen en una interesantísima duplicación textual, que tiene algunos antecedentes tanto en nuestra narrativa (Los hemisferios, de Mario Cuenca, aunque con diferente división textual), como en nuestra poesía (los Diálogos del conocimiento, de Vicente Aleixandre, entre otros poemarios). Por ese motivo, la metapublicidad se asoma a new mYnd como parte del discurso, como medio persuasivo interno y externo (uno de los mejores en tanto discurso, como apuntase C. E. Oosgod según Stanley Fish[6]), ya que los malévolos y desconocidos autores que se ocultan bajo el Colectivo Juan de Madre (desconocidos para mí, al menos) pertenecen a ese grupo de hombres que “desean engañar y ser engañados, puesto que la retórica, ese poderoso instrumento de error y fraude, tiene sus profesores oficiales”, muy conscientes de que las “aplicaciones artificiales y figurativas de las palabras que la elocuencia ha inventado, no sirven sino para insinuar ideasequivocadas, excitar las pasiones y, por ello, descarriar el juicio” (Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, III, cap. 10). Desde luego, los personajes de new mYnd tienen las pasiones excitadas y descarriado el juicio, para goce y disfrute del lector, que transita asombrado por una obra de arte literario conceptual disfrazada de producto, que no puede dejar de “consumir”. Colectivo Juan de Madre traspasa las líneas de los medios de comunicación de masas para robar sus procedimientos y cambiar un mecanismo alienante por otro de gramática reconstructora: un mecano narrativo perfectamente expuesto y contado, con momentos brillantes y final apoteósico, del que seguiremos hablando en otros textos y artículos, porque, como diría el anuncio de L’Oreal, él lo vale.



[Relación con la editorial: ninguna. Relación con los autores: ninguna.]


[1]Serge Daney, “El origen del siglo XXI”, Revista de Occidente, nº 358, marzo 2011, p. 34.
[2]Peter M. Daly, “Modern Advertising and the Renaissance Emblem Modes of Verbal and Visual Persuasion”, en Karl Josef Höltgen, Peter M. Daly and Wolfgang Lottes (eds.), Word and Visual Imagination. Studies in the Interaction of English Literature and the Visual Arts; Universitätsbund Erlagen, Nürnberg, 1988, [pp. 349-369], p. 349.
[3] G. Colli, El nacimiento de la filosofía; Tusquets, Barcelona, 1994 p. 86.
[4] G. Steiner, Presencias reales ¿Hay algo en lo que decimos?; Destino, Barcelona, 1991, p. 196.
[5]Marc Fumaroli, L’école du silencie. Le sentiment des images au XVII siecle; París, Flammarion, 1994, p. 7.
[6] Cf. Stanley Fish, “Retener el elemento que falta: poder, significado y persuasión en El Hombre de los Lobos de Freud”, en VVAA, Lingüística y escritura, Visor Distribuciones, Madrid, 1989, pp. 165-66.

Facetas argentinas

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Me satisfacen facetas parciales, y realizo la síntesis utópica lo mejor que puedo, con un elemento de frustración.
Mariano Peyrou, La tristeza de las fiestas












Es arriesgado comentar un diamante por una sola de sus facetas, pero a veces la visión sesgada ofrece significativas pistas estructurales.



Mariano Peyrou, La tristeza de las fiestas; Pre-Textos, Valencia, 2014

A la pregunta ¿cuánto has amado?
responde como si el lenguaje (…)
se hubiera acabado.
Mario Montalbetti, El lenguaje es un revólver para dos

Aunque la obra de Peyrou toca muchos asuntos y temas, el lenguaje y su capacidad de comunicación y representación siempre me ha parecido el tema central de su poesía. En La tristeza de las fiestas, su primer libro de prosa, el lenguaje sigue pregnando semánticamente el empeño, centrándose varias de las piezas en la (com)posición de las palabras, en el tegumento del lenguaje y su relación, psíquica y hasta física, con sus usuarios. Algo que hace de los diversos relatos del libro un mosaico interesante de reflexiones metalingüísticas –y metasentimentales–. Este punto, la interesante complejidad de la mayoría de los relatos, así como la habilidad de Peyrou para transmitir atmósferas e ideas, serían los puntos fuertes de La tristeza de las fiestas. El reparo, sin embargo, surge al comparar el trabajo desarrollado por Peyrou con los mismos materiales en poesía y en prosa. Mientras que en su obra lírica el lenguaje utilizado es preciso, tenso, afilado, especialmente creado para el desafío semántico que se propone (es decir, el autor crea un lenguaje para hablar del lenguaje, una prosodia particular que explicite en sí, desde su formulación, las tensiones del discurso), la prosa de La tristeza de las fiestas es más convencional, quedando un poco desequilibrada respecto al contenido (salvo momentos muy puntuales, como la página 31; los deslizamientos léxicos y palíndromos de “Roma” y la humorada de “Efectos secundarios” son buenos intentos, pero no siempre logran el fin deseado). Con ello se quiebra la certeza, que comparto, de que “forma es contenido” (p. 41). Cuando se utilizan recursos para variar la prosa no se reinventaésta (como sí hace Peyrou con su poesía), sino que se utilizan mecánicas traídas de otros campos, como la dramaturgia (“Teatro”). Intento decir que los particulares argumentos de cada uno de los cuentos plantean desafíos sobre el lenguaje que no se plantea la prosa –el lenguaje narrativo– con que están escritos. Lo que me parece algo en cierta medida contradictorio, sobre todo cuando se tiene vivo en el recuerdo la excelente y arriesgada poesía del autor, donde la ambición sí llega hasta el final en la exploración de la capacidad comunicativa. La tristeza de las fiestas es un excelente libro de cuentos, porque Peyrou es talentoso y haría buena literatura hasta dormido; pero, precisamente por ello, por tener el autor un don singular, entiendo que hay pedirle más, todavía más,para la próxima vez.

06/07/2014


Matías Alinovi, La Reja; Alfaguara, Buenos Aires, 2013

Matías Alinovi que, sin ser un saeriano, escribió la novela en verso que Saer siempre aseguró tener como proyecto. Se llama La reja y está entera en endecasílabos.
Beatriz Sarlo[1]

Es de noche. No hay otros. Con el verso
Debo labrar mi insípido universo.
               Borges, “El ciego”

La historia es simple. En La Reja, partido de Moreno (…) una casa quinta es ocupada por una familia y recuperada a los cinco días por sus dueños
               Información de contraportada

Se han difundido términos y conductas para discriminar a ciertos grupos de población, en especial a aquellos denominados «negros», un grupo que en la Argentina no se encuentra claramente definido, pero se asocia, aunque no exclusivamente, con personas de piel o cabello más oscuro, pertenecientes a la clase trabajadora, clase baja, pobres y, más recientemente con la delincuencia. En muchos casos, se han «racializado las relaciones sociales», y simplemente se utiliza el término «negro» para denominar al trabajador, sin relación alguna con el color de su piel.
               Matilde Sosa

Ahora me doy cuenta, ese personaje quiere ser parte de la negrada.
               Matías Alinovi sobre La reja[2]

Problema similar al de Peyrou
nos ofrece La reja,de Alinovi,
una novela no endecasilábica
-aunque el endecasílabo la rija
como una marca gravitacional
de la que siempre intenta estar en fuga-,
una novela en que el decir oculto
(“hablar es desdoblarse cada tanto”,
puede leerse en 106), asalta,
como la finca en causa, el argumento
donde ambos se entreveran y entrelazan,
“hablar con esos negros e inducirlos”
como si fuera hablar lo que produce
las causas, el origen -y así sea,
siquiera en el formato narrativo-.
Las formas, ya lo dijo Todorov
(y Todorov aquí se escribe grave
para poder redondear la oncena)
son portadoras de la ideología[3]
y ha de entenderse que Alinovi cuaja
en lenguaje de ira y restricción
al argentino incluso en la negrada
-en pleno conurbano de Moreno,
partido bonaerense centro-oeste
donde vive el autor, y los sin techo,
sin techo de lenguaje, entre otras cosas-,
y esa restitución de lo encarnado
en letra, para explicitar la carne
es el especular donde Alinovi
refleja constricciones económicas
que acaso –y especulo yo también–
encuentren su habitáculo en el yo
que choca verbalmente con el mundo
con una métrica falaz, que no podría
casar con el lenguaje del sin muros,
(“el Negro es conjetura que pregunta”[4])
con el fraseo oscuro de quien rompe
el nombre propiedad porque no es propio
de quien no cuida el fundo no ocupado:
“porque la propiedad es un derecho
que no caduca cuando no es ejercido”
-88, nótese que doce
en vez de once sílabas acuden,
quebrando el metro clásico propuesto-.
Es un enorme riesgo el de Alinovi,
que encierra en una forma poemática
aquello que debiera ser narrado,
con los mismos problemas que Espronceda
cuando intenta incluir en el poema
asuntos que podrían ser escritos
en forma de novela, y que lo sufren;
y aunque La reja sufre algunas veces
con el aleve ala de Alinovi,
hay que reconocer que en otras zonas
de conurbada y drástica tensión,
la frase reverbera esplendorosa
y estilo y fondo rompen las prisiones
y alcanzan un latir resplandeciente,
de “límites por todos entendidos”[5],
que arrojan el lector a la tormenta.
Quedémonos con eso. Con el riesgo,
quizá desmesurado, de La reja,
a veces construida como verso
y en otras universo, me disculpan
el consabido guiño a quien ya saben,
pero es que toda crítica es ceguera.




[1] http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/ficcion/Saer-experiencia-poetica-mundo-Beatriz-Sarlo_0_1001299899.html
[2]http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/Matias-Alinovi-La-Reja-conurbano-okupas_0_907109515.html
[3] Tzvetan Todorov, Crítica de la crítica; Paidós, Barcelona, 2005, p. 179.
[4] Página 49.
[5] Página 60.


[Relación con Peyrou: sostuvimos correspondencia años atrás sobre sus libros, en la actualidad ninguna. Relación con Pre-Textos: es mi editorial de poesía. Relación con Alinovi: ninguna. Relación con Alfaguara: ninguna.]

Reseña mash-up de Martillo

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Martillos neumáticos palabra e imagen bioavance explosivo

William Burroughs, Nova Express

En el mundo de Goethe el crujido del telar era aborrecido como un ruido ingrato; en el tiempo de Ulrich comenzaba a hacerse agradable el canto de las máquinas, el de los martillos y de las sirenas de las fábricas.
Robert Musil, El hombre sin atributos



Si bien no todo el monte es orégano, creo no desbarrar demasiado al sostener que buena parte de la mejor literatura en castellano está siendo publicada en editoriales independientes. Acaba de sumarse al numeral indie el sello Balduque, con un deslumbrante comienzo: la novela Martillo, primera de Alejandro Hermosilla (Cartagena, 1974), una obra reticular y absorbente que no cabe sino aplaudir por su madurez, quizá ayudada por el hecho de que su autor haya publicado su opera prima en la cuarentena.

Podría parecer fácil presentar esta novela, pero en realidad es bastante complicado. Se solucionaría el expediente con rapidez aludiendo a tópicos narrativos como el juego de espejos, las muñecas rusas, el trompe-l’oeil, la metaficción (p. 163), etcétera. La palabra “fragmentarismo” también sería apropiada e inoportuna a la vez para acercarse al libro. En realidad, podríamos decir que uno de los símbolos que mejor explica la literatura del escritor murciano es el caleidoscopio que nos conduce irremediablemente a observar sus creaciones desde las más variadas y, por momentos, insólitas perspectivas. Basta animarse a hacer girar el caleidoscopio y, continuamente, aparecen nombres de escritores como Lovecraft, Artaud, Ali Bey, Pitol, Potocki, Borges, etc., que podríamos conectar con la estética del escritor cartagenero en un proceso que se revela, aparentemente, infinito. De esta forma, comenzamos a sentir la presencia del caleidoscopio lingüístico construido por Alejandro Hermosilla como un órgano vivo, perteneciente a un amplio cuerpo (la literatura) en el que todas las partes se encuentran conectadas entre sí. Pues basta que el caleidoscopio se desplace levemente hacia un lugar u otro para que todo lo sostenido hasta entonces sobre un escritor quede en entredicho y el arte de continuos equívocos que este objeto propicia continúe extendiéndose. En este supuesto, el tejido central de Martillo se arma mediante tres tipos de citas: las implícitas, que son las intertextualidades apropiadas de las obras enumeradas en la nota final (p. 223); las explícitas o remisiones, que son citas de autores explícitamente mencionados en el texto; y, por último, las apócrifas, referentes a libros ficticios, como el Necronomicón. De modo que ambas capas textuales se entretejen, creando un sustrato límbico del que se irá alimentando la narración como si de un inconsciente narrativo se tratase. Hermosilla se procura un ello textual, epicúreo y promiscuo, del que tirará el superego constructivo.

Dicho de otra forma, un temblor dionisíaco afecta tanto a la semántica del libro (cuyo gran asunto es el deseo y los apetitos rabelesianos, pues Martillo es una novela carnavalesca en todos los sentidos), como a la estructura. Estructura textual que, además, se plantea como un remedo de la ciudad de Fez y su doble mitológico y fantástico, Ubar, posible alusión al Uqbar borgiano. De ahí que la forma más precisa de definir esta novela -árabe, dionisíaca y urbana a la vez-, es, por supuesto, mediante el concepto de texto-medinade Juan Goytisolo, fundado sobre el de ciudad-palimpsesto, como decía el autor de Makbara en un trabajo sobre la obra de Orham Pamuk. Por cierto, es extraño que en una novela innovadora, fundada en un gran trabajo sobre el lenguaje, ambientada en Marruecos, que defiende la ruptura del ritmo narrativo como herencia de la cultura árabe (p. 151), sexualmente provocadora y que sostiene una visión pro-arábiga, no aparezca por ningún lado el nombre de Goytisolo, sobre todo porque precisamente Makbara ha venido en más de un momento a nuestra mente durante la lectura (también el Vathek de Beckford, minuciosamente obliterado).

Frente a la idea “occidental” de bien, Hermosilla convoca al travieso efrit o demonio de la mitología árabe como vehículo rector de las transformaciones de los personajes. Novela de la carne y la reencarnación, de la pulsión sexual, al fin y al cabo, Martillo es un libro dichoso (p. 164), celebratorio, de ansia vital. Por ello, Hermosilla, como Nietszche, resemantiza en su novela el concepto de Daimón, siendo su concepción, coaligada con la de Mal, una fuerza positiva que equivale a creación, producción, vitalidad, mientras que el Bien sería mediocridad, placidez, sacrificio inútil. Las fuerzas maléficas (representadas en la novela por los primigenios lovecratianos) son convocadas para descubrir su fuerza regenerativa tras la destrucción (destrucción de la sociedad, del texto, del párrafo). La revelación surge del hachazo en la cabeza (Kafka, Diarios) o del martillazo a los conceptos (Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos). Algo parecido a lo que le sucede al hombre contemporáneo, incapaz de reunir los fragmentos de su ser dispersos alrededor de los más incógnitos parajes y regresar al Edén (p. 91), y que encuentra en la reordenación asistemática de esos pedazos rotos su identidad. Es el efrit malvado y fértil, en consecuencia,el que permite hilar el libro a través de las transfiguraciones y metanoias de los mismos personajes a través de las épocas, como esa princesa cristiana medieval que se convierte en Scherezade y después en una bailarina de rasgos latinos (cf. pp. 119, 156 y 180). Repeticiones, arquetipos, giros, apariciones y reapariciones (de párrafos y de personajes), metamorfosis textuales que revelan trasvestismos, eso es Martillo, que recuerda en su monocorde prosodia textual al martinete flamenco, pero que se eleva, semántica y estilo mediante, a la más compleja y sensual de las composiciones musicales árabes, puesto que el narrador reverbera aspectos de la trama en medio de digresiones que nos desvían de la narración central, haciéndole a uno sentir que se encuentra en medio de una calle con varios asnos obstaculizando el tráfico (p. 163).

El único problema de este sistema de composición, donde no todos los materiales son originales, es que resulta difícil saber a quién hay que achacar la responsabilidad por los fallos. En este caso, y tratándose de una especie de homenaje al otro cultural, manifestado por lo árabe en general y por lo árabe marroquí en particular, se comete algún desmán, como hablar de “Oriente” (p. 46), concepto huero y ideológicamente connotado en términos generales, pero además impropio para hablar de Marruecos, que es tan occidental en el mapa como España (y si el término “oriental” se toma en otro sentido que el geográfico, el error queda bien explicado por Edward Said en Orientalism). Amén de esa confusión exotista sobre Oriente en Marruecos, también se comete otra no menos preocupante para quien localiza o ambienta una novela en un país del norte de África: no distinguir árabe de musulmán, error bastante extendido (hay árabes que no son musulmanes, como muchos tunecinos, vgr., y muchos afroamericanos estadounidenses son musulmanes sin ser árabes), como el de identificar indios con hindúes. El problema, como digo, es que seguramente Hermosilla sabe estas cosas, pero alguno de los autores de los textos apropiados, remezclados o sampleados lo ignoraba. En tal caso, surge una curiosa problemática intertextual: ¿es el autor que remezcla obras responsable de los errores de los textos que incorpora? ¿Debe elegir fragmentos libres de errores? ¿Debería acotar los mismos y depurarlos en la traslación, mediante aclaraciones, puntualizaciones o ironías? Interesante problema, al menos para mí, que dejamos para otra ocasión.

Para terminar, podría decir que este mosaico, este conjunto de cristales rotos en reordenación sistemática, esta potencia esquirlada que recuerda a la primera novela de Javier Pastor, este “viaje chamánico a los confines del yo”, como lo describe J. F. Ferré en su prólogo, esta otredad berberisca injertada a la fuerza (por la fuerza del estilo) en nuestra literatura, con sus aciertos y fallos, manes y desmanes, merece ser leída por la simple y poderosa razón de que es uno de esos pocos experimentos narrativos que salen bien.



NOTA: Me parece justo indicar que en determinados pasajes de la reseña se copian –utilizando las técnicas del sampleadotan extendidas en el contexto musical– fragmentos, frases, palabras, acentuaciones o modulaciones de diversos artículos y trabajos de Alejandro Hermosilla, como ésteo éste, o la propia Martillo.


(Relación con autor y editorial: ninguna)

Kaufman a la inversa

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La semana pasada volví a ver "Synecdoche New York", de Charlie Kaufman, y se me ocurrió darle la vuelta al espléndido monólogo que tiene lugar casi al final, para ver si seguía funcionando contado del revés. Y sí, vaya si funciona:

"Ahora ya no estás. Son las 7.44. Ahora, estás aquí, son las 7.43. Ahora estás aquí, viendo pasar el tiempo. Conduciendo. Sin ir a parte alguna ni venir de ningún lado. Sólo piensas en conducir, mientras descubres que nadie te mira y que nunca nadie lo ha hecho, mientras pierdes tus características una a una, mientras el mundo te olvida y reconoces tu fugacidad, mientras te despojas de ellos, de tu belleza y de tu juventud, mientras mueren y pasan al más allá, mientras la gente que te adora deja de adorarte. Camina. Ya es hora de que lo entiendas. Todo era tuyo. Sus manos rojas y toscas. Su pelo gris y lacio. Toda su soledad. Todas sus penas eran tuyas. Así que tú eres Adele, Hazel, Claire, Olive. Todos somos todos, cada uno es todos. Los detalles apenas importan. Esa es la experiencia de todos. La de todos y cada uno. Has luchado por existir y ahora te deslizas silenciosamente hacia la nada. Te das cuenta de que no eres especial. Decepcionante. Entendido. Vivido. Se ha quedado atrás lo que una vez fue un emocionante y misterioso futuro."

Dorothy Tse y Mercedes Cebrián

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Dorothy Tse, Snow and Shadow; East Slope Publishing, Hong Kong, 2014.
Mercedes Cebrián, El genuino sabor; Random House Literatura, Barcelona, 2014.

It is the writer’s language that should be described as floating as well, a language that is in between.
Dorothy Tse


A primera vista podría decirse que estos dos libros no tienen mucho en común. El de la hongkonesa Tse es un libro de relatos de corte surrealista, mientras que El genuino sabor  de Mercedes Cebrián es una novela de realismo naif (luego abordaré qué sea esto). Pero al ahondar en los dos títulos surgen insospechados puntos de contacto entrambos. Para comenzar, el tremendismo fantástico (y también naif) de Dorothy Tse –poblado de personas que se arrancan miembros, o de padres que se decapitan para poner su cabeza en el cuello de su hijo, que ha perdido la suya durante una noche toledana–, resulta extraña y conmovedoramente realista para describir las brutalidades que nos suceden con nuestros semejantes más próximos. Para seguir, el falso costumbrismo de Cebrián revela la parte fantástica de nuestra realidad, volviendo ajeno lo familiar, tal y como se aprecia en un apunte sobre los postres exóticos: “tras ese aspecto tan amigable, tan de buñuelo o natillas caseros que esos postres tenían, se agazapaba un idioma incomprensible a todos los niveles. Eso era de verdad lo extranjero: aquello que a primera vista parecía familiar de tan inocuo pero que, al abordarlo, resultaba brutalmente ajeno” (El genuino sabor, p. 18). Y la mención al idioma, sobre todo en lo tocante al idioma del entorno familiar, abre otro punto de contacto entre los dos libros, justo en el cual se cuece la almendra de lo narrado: la identidad extraterritorial.

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Los cuentos de Tse, excelentemente traducidos del chino al inglés por Nicky Harman, están ambientados en Hong Kong, localidad natal de la autora. Eso significa que Tse es china aunque nació inglesa; como saben los lectores, el 1 de julio de 1997 la pequeña región situada en el delta del Río Perla dejó de ser parte de la Commonwealth para pasar a control chino. La esquizoide situación cultural de la ciudad se ve clara en películas de Samson Chiu, Fruit Chan, John Woo o Andrew Lau, autor de la cinta en que se inspiró Scorsese para Infiltrados[1], y los efectos de la división cultural son palpables también en el libro de Tse, originalmente escrito en chino. En un texto difundido por Iowa University, titulado “Writing Between Lenguages”, Tse describe cómo los hongkoneses crecieron con el dialecto chaozhau, pero han tenido que aprender luego el mandarín para relacionarse con la metrópoli, y mientras tanto responden los correos electrónicos en inglés: “para nosotros, merodear entre lenguas es también deambular entre diferentes roles e identidades”. Y luego hace esta declaración: “La literatura de Hong Kong tiene una tradición de resistencia al lenguaje de la vida corriente. Su lenguaje, altamente experimental, es una estrategia para distinguir un trabajo literario de otros comerciales o de entretenimiento (Hong Kong’s literature has a tradition of resistance to the language of daily life. Its highly experimental language is a strategy to distinguish a literary work from an entertaining and commercial one)”, aserto que podría sentar las bases para hablar de los relatos de Tse (escritos en chino culto en un ambiente chaozhau e inglés) como literatura menor, en el sentido deleuziano: “Una literatura menor no es la literatura de un idioma menor, sino la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor. De cualquier modo, su primera característica es que, en ese caso, el idioma se ve afectado por un fuerte coeficiente de desterritorialización”[2], que en este caso es más política o simbólica que geográfica; asimismo tiene la obra de Tse la tercera característica (valores referidos a lo colectivo), aunque es más discutible la existencia del segundo requisito, ya que en ella no “todo es político”, aunque alguna lectura realizada sobre su obra, como la del profesor Leo Ou-fan Lee, entiende que los cuentos son una elaborada metáfora de la peculiaridad hongkonesa. Sea así o no, estos relatos son también fábulas existenciales que, bajo la capa de fantasía, esconden un desgarro vital; así puede leerse el retrato brutal de esa madre que, viendo que su hijo no duda en amputarse miembros a cambio de sexo con prostitutas, vacila, con el dinero en la mano, si utilizarlo para conseguirle más mujeres al chico o quedárselo para pagarle un funeral decente cuando muera, optando por esto último (p. 72). Sería difícil describir el mundo narrativo de Dorothy Tse; una posibilidad sería imaginar el imposible punto medio entre Kafka, Chuck Palahniuk y Miranda July. En todo caso he disfrutado sin medida de estos cuentos libérrimos y terribles, en los que una mujer que siente crecer la muerte dentro de sí puede decir, eufórica: “At least, it’s a fresh new feeling” (p. 169), y unas chicas pueden donar sus cuerpos para que sus huesos le den consistencia a los muros de un rascacielos en construcción; unos cuentos que acogen imágenes de desconcertante y cruel belleza, como cuando la narradora del relato “Monthly matters” describe lo que hace su padre con su hermana embarazada:

Los ojos de los transeúntes caen sobre nosotros como hojas sacudidas de un bosque lleno de árboles. Mi padre extrae el cuchillo del vientre de Mui Mui y se retira un par de pasos. Todos esperamos a que algo suceda pero Mui Mui simplemente cae al suelo, sin emitir ni un gemido, como una estatua muy erosionada que se desmorona sobre el polvo. Entonces sólo queda el aire, como en una película muda, con todas las cosas deviniendo una pintura monocroma. La lluvia parece flotar en medio del vuelo, emitiendo el sonido tartamudo de la estática de las pantallas de televisión. (p. 130)

No se angustien, Mui Mui no muere. Los personajes de Tse siguen viviendo a pesar de sus amputaciones, transformaciones o metanoias, como esa princesa que vive durante años atrapada dentro un bloque de hielo (“Snow and Shadow”).

*

A juicio de Mercedes Cebrián, la identidad en el extranjero es algo maleable y blandengue, una ontología no líquida sino plasmática, similar a las gachas (imagen querida para la autora, que sostuvo durante años el blog Gachas at Tiffany’s), ligada al uso flexible e irrespetuoso de los idiomas: “Almudena le explica detenidamente su idea de lo blandengue internacional, de la sensación de estar flotando en un líquido amniótico para adultos, de ser ella misma parte de un enorme tofu conversacional en una o más lenguas siempre plagadas de errores e imprecisiones, errores que acaban provocando vaguedades análogas en el trazo, en la rotulación del propio yo” (p. 107). Y justo en este último aspecto, la asunción de los problemas identitarios, es donde no acabo de comprender algunos reparos puestos a la novela de Cebrián, a la que he visto acusada de falta de solidez en los personajes. Creo que, precisamente, la ausencia de solidez de los personajes, denunciada por ellos mismos con amargura, conscientes de vivir “en una transición casi crónica” (p. 141) es uno de los temas esenciales –y mejor tratados– de la misma, conectando con otros libros de Cebrián como Mercado común (2006); no en vano titulábamos nuestra reseña de aquel libro “La vida portátil”, como portátil es la subjetividad de la protagonista: “Empaquetar sus objetos es para Almudena empaquetar su propio yo (…) y esperar, bien embalada, a que la necesiten en el belén viviente de alguna otra ciudad” (p. 132). Esa identidad “gachosa” de los extraterritoriales, de quienes viajan por trabajo y no encuentran su lugar en el exterior, debatiéndose entre la falta de arraigo del país de bienvenida y el distanciamiento cultural hacia su propio país de origen, está retratada a la perfección en El genuino sabor, vinculada a la expresión idiomática y al andar entre lenguas característico de los extraterritoriales, y me parece uno de los mayores aciertos del libro.

El realismo naif de Cebrián consiste en abordar la realidad desde un punto de vista acerado, profundo e incisivo que, en apariencia, se presenta como ligero y superficial. De ahí que su aparente “transparencia” pueda ser malentendida, y su “facilidad” esconde la terrible precisión del niño que grita que el emperador va desnudo. No niego que El genuino sabor es un libro que quizá no tiene grandes ambiciones artísticas y que parece conformarse con enfocar una lente microscópica sobre comportamientos individuales y sociales, pero arroja sobre ellos una luz desusada y necesaria, ofreciendo una imprescindible mirada al bies de nuestra sociedad y nuestro tiempo. Es verdad que la de Cebrián es una literatura poco propicia a la angustia de los “grandes temas” y sin agón con lo sublime, pero también es cierto que por eso mismo carece de la enfermedad de los constructores que Thomas Bernhard denunciase en Corrección, y no intenta imitar a los Maestros antiguos –como le sucede a muchos otros escritores, sin éxito alguno en el empeño–; por ende, gracias a libertad que ella se ha arrogado, su obra puede definir su propio campo de expectativas y renuncias, dentro de un sistema estético que, de puro original y diferente, sin ella no existiría. Intento decir que la literatura española sería más predecible y limitada sin Mercedes Cebrián.

*

“La ciudad flotante 浮城es una imagen comúnmente aceptada, introducida por Xi Xi 西西en su famoso relato breve escrito durante los años ochenta, que toma prestada de una pintura de René Magritte, para describir la situación entre mediasde Hong Kong. (…) es una ciudad que cuelga en el cielo entre las nubes de arriba y el mar de abajo –que son, respectivamente, China y Gran Bretaña–”, escribe Tse en el ensayo antes citado. Y uno de sus personajes cree que el edificio donde vive es un barco, toma pastillas para el mareo y cada vez que se levanta por la mañana piensa que ha llegado a una orilla distinta (“Blessed Bodies”). Si la ciudad planetaria que está materializando la globalización es flotante (gachosa, blanda pero diferente del líquido, un objeto sin raíces desplazándose sobre una superficie en movimiento, como apuntase Slavoj Zizek acerca de la barca con que termina la película Children of Men), pocas escritoras tan avispadas y finas como Dorothy Tse y Cebrián para describir lo que está sucediendo en ella.



[Relación con Dorothy Tse y su editorial: ninguna. Relación con Literatura Random House: ninguna. Relación con Mercedes Cebrián: cordial.]


[1] Véase Nuria Álvarez Macías, “Historia del cine de Hong Kong”, en http://thecult.es/secciones/cine-clasico/historia-del-cine-de-hong-kong.html
[2]Gilles Deleuze y Felix Guattari, Kafka. Por una literatura menor; Ediciones Era, México D.F., 1978, p. 28.

Foto:
Hallway, 2008 from In Between, by Julia Fullerton-Batten

Entrevista reseña a Andrés Ibáñez

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Qué me importa a mí el naufragio del mundo, lo único que me interesa es mi bendita isla.
Friedrich Hölderlin, Hyperion

¡Qué terror tan dichoso y santo, qué saludable espanto cuando sepa, por ese puro vestigio de la gracia, que su isla está misteriosamente habitada!
Paul Valéry, Monsieur Teste

Uno no siempre escribe de lo que quiere, no porque no sea libre, sino porque a veces lo impiden azares extraños o circunstancias personales. Una serie de catastróficas desdichas ha impedido que hasta hoy les hable a ustedes de uno de los narradores a quien más respeto y uno de los pocos coetáneos a los que –con toda tranquilidad lo digo– admiro. No tendrán que esperar a las líneas azules del final para saber que Ibáñez y yo no somos amigos, apenas nos hemos encontrado una vez, aunque hemos mantenido correspondencia sobre cuestiones literarias, carteo que comenzó a causa, si mal no recuerdo, de nuestra común admiración por el poeta Wallace Stevens.

Espere uno lo que espere encontrar en una novela, es imposible no hallarlo en las de Andrés Ibáñez. Si el lector quiere acción, la hay; si es sexo, buena construcción narrativa, visiones sobre la violencia actual, excelente estilo o filosofía profunda lo que busca, en sus novelas se topará con todo ello; ya persiga el lector una lectura amena o una compleja, ambas posibilidades están, a la vez y milagrosamente, en sus textos; y si busca un repertorio de procedimientos literarios, una revisión de la sociedad de nuestro tiempo (y de buena parte de los pasados) y personajes sólidos y bien tramados, tendrá donde elegir en Brilla, mar del Edén (2014). 

En esta novela, Andrés Ibáñez conforma el accidente de un avión frente a una isla, quizá inapropiadamente, como un naufragio, e incluso los supervivientes construyen un refugio llamado Villa Naufragio (p. 97), aunque el autor quizá se basa en la segunda definición del término, que lo presenta como “pérdida grande, desgracia o desastre” (DRAE). Producida la catástrofe, los supervivientes se organizan en la playa para hacer recuento, curar las heridas y salvar lo posible de la carlinga. Supongo que les suena el argumento: era habitual en las “novelas” clásicas griegas (configurando, de hecho, uno de los tipos de cronotopos bajtiniano en la novela griega), está en la génesis de Robinson Crusoe, novela que parece de obligado rescate para pasar al canon (véanse los acercamientos de Coetzee y Franzen, mucho más interesante y valioso el primero) y, sobre todo, es el punto de partida de Lost, la serie televisiva. He escrito “sobre todo” porque Ibáñez parte explícitamente de Perdidos para construir la novela, sobre todo en las 300 primeras páginas, alejándose progresivamente en las 457 restantes del serial televisivo, lanzándose entonces a unamaravilla arquitectónica de imaginación y fantasía desbordantes. Los puntos de coincidencia con Lost son obvios: Joseph parece Jack, el médico de la serie,y Wade es muy parecido a Locke e igual de enigmático (p. 42). Juan Barbarín, el protagonista y narrador de la novela, siente que la jungla le observa (p. 45), y los personajes oyen voces. El oso polar de Abrams y Lindelof es sustituido por lobos gigantes (p. 82) y el humo negro por una columna azul (pp. 93-95) que resulta ser el Dr. Manhattan de Watchmen; en la p. 551 aparece el campo de golf, etcétera. Los más lostófilos pueden disfrutar hallando más puntos de contacto. Aunque, como digo, la novela tiene imaginación de sobra, extraña un poco la honda dependencia del relato televisivo. Poniéndonos en la tesitura del abogado del diablo, ¿por qué uno de los narradores más imaginativos del panorama peninsular toma, como punto de partida y como estructura –pues también se utilizan los flashbacks individuales de la serie– a una conocida serie de televisión?

Andrés Ibáñez: Me gustaba Lost y, como me pasa muchas veces cuando algo me gusta, quería escribirlo. Me divertía inspirarme en una serie de televisión y no en una fuente literaria. Me parecía que era lo que había que hacer, dado que algunos de los relatos que más me interesan en la actualidad no son novelas, ni películas, sino precisamente series. Pensaba, inevitablemente, en Cervantes inspirándose en novelas de caballerías que a él le parecían “cultura popular” pero que de cualquier modo le fascinaban. Es un poco lo mismo. Pensaba también en la imitatiode mis amados renacentistas. Quería practicar la imitatio. Robar, al estilo posmoderno.


V.L.M.: Algo me imaginaba respecto a Cervantes, la verdad, porque en la novela pululan incontables homenajes literarios o menciones: Rainer María Rilke, Robert Frost, Swift, Octavio Paz, Jardiel Poncela (Fernando Valls ya ha apuntado la relación del capítulo 56 con “La lista” de 34 mujeres de Jardiel, y también podríamos remitir al diario de Arthur Schnitzler, donde anotó no sólo todas sus amantes, sino también todos y cada uno de los orgasmos que tuvo desde los 17 años hasta su muerte), Pynchon, Murakami, John Donne y, sobre todo, a Roberto Bolaño, personaje explícito de la novela y al que se dedican varios capítulos, incluyendo un poema apócrifo (pp. 349-342). También, a través de Lost, se incorporan numerosas referencias literarias y filosóficas que habían tenido en cuenta los guionistas de la serie: la filosofía de Locke, el “monstruo” de El señor de las moscas, de William Golding. También sospecho que la Columna Negra es una reminiscencia del monolito de 2001, An Space Odissey. El sueño en común que tienen Juan y Cristina (p. 689), ¿tiene algo que ver con el que tienen el agente Cooper y Laura Palmer en Twin Peaks?


Andrés Ibáñez: Una de las cosas que me interesaron más de la serie Lost era la importancia que en ella tiene la manipulación. Cómo es posible engañar una y otra vez a las personas por medio del miedo, los principios, la ciencia, ¡cualquier cosa!, para encerrarlas en pequeñas burbujas y convertirlas en máquinas asustadas que no se atreven a cuestionar la versión de la realidad que  han recibido. Pensé mucho en la segunda parte de Don Quijote cuando planeaba la novela, sobre todo en la forma en que casi todos los personajes de la novela se dedican a crear grandes espectáculos para Don Quijote, una realidad falsificada que él se cree a pies juntillas. Lo que parece decir Cervantes es que hace falta estar loco para creerse lo que la realidad nos presenta.

            
    Sí, es posible que la Columna Negra, que yo veo como una especie de enorme roca o peñasco, sea un recuerdo de 2001, que es una de las obras de arte que más me han influido y obsesionado a lo largo de mi vida. El sueño compartido de Juan Barbarín y Cristina es un elemento importante de la historia. Ese sueño, que es algo más que un sueño porque es una visión real y compartida, nos habla de una comunicación posible de las almas. Creo que el estudio de la conciencia es un tema clave de nuestra época. Es relativamente reciente aunque, según yo lo veo, está dominado por teorías previas: que la conciencia o la “mente” no existen, que la mente es como una especie de ordenador, etc. Al estudiar la conciencia, lo más importante que debemos comprender es que es independiente del cuerpo y que no “está” en el cerebro. La conciencia es un campo que nos engloba, no algo escondido y aislado dentro de nuestra cabeza. Hay un nivel de la conciencia, una especie de gran esfera llena de visiones, que es común a todos y al que podemos acceder mediante experiencias terriblemente traumáticas (como le sucede a Juan Barbarín en este caso), mediante la meditación o mediante la experiencia estética. Es cierto que es un tema que aparece mucho en las películas de David Lynch. Como bien sabes, Lynch lleva toda la vida practicando la meditación.


Sí, reseñé la edición inglesa del Catching de Big Fish de Lynch en este mismo blog, hace bastantes años. Y anoto, al paso de tu comentario, que también los neurocientíficos como Stanislas Dehaene y David Eagleman han dejado claro que el cerebro, en efecto, ni es ni funciona como una computadora.

Sobre el tema de la isla, táchese lo que no proceda:

1) Isla como ser vivo / hipótesis Gaia de Lovelock y Margulis / → poiesis sistémica (la isla como mundo, la novela como mundo: la isla como trasunto de la propia Brilla, mar del Edén).
2) En la p. 71 los personajes encuentran el letrero donde reza que “nada es lo que parece. Esto no es una isla”. ¿Foucault o la isla como proyección mental?
3) La isla puede ser “el país de los muertos” (p. 26), el protagonista llega a ella tras unos minutos que le parecieron “una eternidad” (p. 15), y en varias veces se describe la isla como un lugar de muertos y espíritus y a la Pradera como un cementerio. En p. 62 se describe a la isla como Limbo. ¿Te has inspirado, de alguna forma (como el Martínez Sarrión de Cantil) en La isla de los muertos, de Arnold Böcklin? ¿Cabe plantear una analogía dantesca que distribuiría la isla en tres sectores, el paraíso (la cima del volcán, donde están los “espíritus escogidos”, el purgatorio (“Villa Naufragio”) y el infierno (el interior de la isla)?
4) No sé si la Isla, que es “un ser inteligente” (p. 410) y tiene sus propios sueños y pesadillas, que dejan sus restos entre la selva, tiene su origen en Solaris, el planeta inteligente de Stanislaw Lem. La isla es perspicaz, pero la pradera dentro de la isla también “es un ser inteligente que se deleita engañándonos” (p. 461), un poco al modo de las Meditaciones metafísicas de Descartes; el propio Wade había encontrado la pradera en una isla dentro de una isla, una reduplicación de segundo grado, advirtiendo de una característica esencial de todo lo contado –y también de la propia narración–: los dos niveles. Todo en la novela tiene dos niveles, incluidos los personajes, un nivel “visible” y otro profundo o invisible, al que se llega después de una operación de desenmascaramiento, de develación, mediante algún tipo de epifanía. Como lo de San Pablo y la visión per speculum in aenigmate. Los lugares importantes de la isla están invariablemente detrás de un muro o barrera, que hay que superar. ¿Una característica gnóstica, apostillada por la posibilidad de “redención” (en sentido gnóstico, no religioso)?

Andrés Ibáñez: Difícil contestar a todo ese aluvión de preguntas/sugerencias. Una de las cosas que me fascinaba de la serie Lost, una de las razones de que me parezca tan interesante y actual es, precisamente, que el relato contiene todas las claves, todas las soluciones posibles. Creo que estamos muy lejos de las anagnórisis antiguas: ¡era su padre! ¡eran hermanos! o de las soluciones al enigma tipo Agatha Christie. El enigma es inmenso y nosotros conocemos ya todas las soluciones, y eso, curiosamente, no nos ayuda. Sí, quería escribir sobre eso, sobre un enigma que no puede descifrarse, sólo vivirse.
            La influencia de Tarkovsky es evidente, no sólo el mar inteligente de Solaris sino sobre todo el paisaje viviente de Stalker, que siempre ha sido mi película favorita y mi historia favorita. Pero el paisaje viviente lo he encontrado también en muchos otros sitios: en Henry Corbin, la noción de Hurqalya como paisaje viviente, en culturas primitivas como la de los maoríes (La magia de los sentidos de David Abram), en nuestra percepción del paisaje como lugar lleno de significados. Creo que es imposible no sentir que el mundo está vivo, que un árbol, unas ciertas rocas, un valle, un lago, significan algo, saben cosas de algún modo, y nos hablan.
           

Ahondemos en eso a través de la “Praderabruckner”. La Pradera, espacio simbólico de gran presencia ya desde la página 162 y que tendrá un lugar clave en Brilla, mar del Edén, es una constante en tu obra; de hecho, la encontramos en tu primer libro, La música del mundo o el efecto Montoliu (1995), del que pronto se cumplen 20 años. La profesora Lozano Mijares, que realizó una cuidada lectura de aquella obra, dijo que “la praderabruckner consiste precisamente en percibir la música como espacio, no de forma racional, sino experiencial”[1]. La pradera, por tanto, aparece ligada en ambas novelas a la música y especialmente a Bruckner y el adagio de su octava sinfonía. La música, además, tiene un papel primordial en la acción: hace desaparecer la niebla en varias ocasiones, Santiago y Juan llegan a la pradera cantando (p. 402) y el hecho fundamental de la novela sucede justo después de que John toque un piano. Al llegar a la casa Tudor de la cuarta praderabruckner, John siente que su conciencia y su percepción se amplían (pp. 635-36). Sube al “nivel superior” (p. 636) de la pradera y tiene una epifanía (p. 643).

Andrés Ibáñez: Creo que tenía yo diecisiete años cuando sentí, en una de esas visiones que me arrastraban y me arrasaban en esa época, que la música del Adagio de la Octava era en realidad o “sucedía en” una Pradera. Escribí un poema y apareció la palabra “praderabruckner”, que luego pasaría a La música del mundo, donde es el centro de uno de los episodios principales. Sí, uno siente que hay algo extraño en la música, algo que no puede verse ni tocarse, sino sólo escucharse de forma sucesiva, y se plantea si no habrá una dimensión posible en la que se pueda ver la música y percibirla de forma simultánea, es decir, como un lugar, como un edificio o un jardín. Esto es también Parsifal, donde Gurnemanz, en el tercer acto, dice: “aquí el tiempo se convierte en espacio.” Siempre decimos que la música es un arte del tiempo, es decir, de la sucesión, pero disfrutamos más de la música cuando sabemos qué es lo que va a pasar a continuación. Pensemos en una melodía, por ejemplo. No entendemos una melodía de forma “sucesiva”: sólo cuando la conocemos en su totalidad podemos realmente entenderla y disfrutarla. Escuchar música es escuchar una totalidad, desde el pasado, hacia el futuro. Por eso es tan difícil disfrutar de una obra la primera vez que la oímos. Esto no sucede la primera vez que leemos un libro o vemos una película.
            En efecto, la isla “funciona” por medio de la música. Los que se ponen a cantar, encuentran la Pradera. En el caso de Wade es diferente: él no canta, pero recita un poema, aunque no son las palabras del poema las que abren la posibilidad del encuentro, sino la música de la voz, la música del poema. Es la voz, el canto, la música, lo que hace que la Pradera reaccione y nos escuche. Si la isla es un ser vivo, la música es su lenguaje.
            La Pradera lleva toda la vida obsesionándome. Al terminar de ver la tercera temporada de Lost de pronto tuve una visión: que la Praderabruckner estaba en aquella isla. Fue esta sensación poderosísima la que me hizo pensar en escribir el libro. Sentí que el viento soplaba en la Pradera, y que la hierba se movía allí dentro, como llamándome.
           

Entramos en algunos reparos, si te parece. Es extraño que en alguien tan dotado para el estilo como tú, que eres uno de nuestros prosistas más elegantes y articulados, se cuelen algunas partes en las que se echa de menos algún trabajo de edición, por ejemplo aquí:

El tercer trozo del avión, correspondiente a la cola, no se veía en parte alguna. Faltaba un buen trozo de cola, y con ella todos los pasajeros que estaban alojados allí. Hacia el este, la línea de la costa cortaba la visión del mar de más allá, y yo me imaginé que la cola estaría por allí, al otro lado de la punta de tierra de la bahía en la que habíamos caído. Cortada en sección, la cola del avión se habría llenado de agua y se habría hundido en cuestión de minutos. (pp. 24-25).

En esa misma página 25, en el segundo párrafo, hay una frase donde se repite cuatro veces la palabra “agua”. En la página 449 se dice que las fuerzas de Kunze “nos apuntaron con sus armas”, a pesar de que páginas antes se apunta que los “Insiders” habían privado de las armas a la expedición gracias a un gas somnífero, lo cual se recuerda en la página 548, donde se aclara que el siguiente viaje al interior de la isla deben hacerlo armados con “palos”, por ser los únicos instrumentos de defensa a su alcance. Ya no tiene remedio, lo comento por si es de ayuda para otras ediciones de la novela.

Andrés Ibáñez: Tendría que revisar eso que dices de las armas. No creo que los Insiders les roben todas las armas. No lo hacen por pura perversidad y porque en realidad todo lo que sucede en la isla es un juego, del mismo modo que les destrozan algunos cacharros pero no todos, o les tiran algunas herramientas al río pero no todas. Fui muy cuidadoso con las armas, un tema que desconozco completamente. Me documenté mucho. En cuanto a los dormitat Homerus que mencionas, ¿qué le vamos a hacer? Cuando me llegó el libro y lo abrí y empecé a leer me encontraba con párrafos como los que mencionas por todas partes. Me daba una vergüenza horrible y me parecía que era lo peor que había escrito en mi vida. Luego me dije que habría otros pasajes que estaban bien.
            No me preocupan tanto las repeticiones. A veces son necesarias para que esté absolutamente claro lo que se cuenta y para que el lector vea con claridad lo que sucede. Escribir es algo muy extraño, como tú muy bien sabes. El lector abre el libro y se encuentra, por ejemplo, dentro de un avión, volando sobre el océano. Para el lector esto es normal, un libro más, otro libro. Podría estar en un avión como en cualquier otro sitio. Luego el avión sufre un accidente y cae al mar. El lector lo sigue, digamos que con interés, pero de momento nada le sorprende en exceso. Un avión, un accidente. Pero para el escritor, ese avión, el accidente, el mar, son milagros. Es un milagro conseguir escribir que un hombre está dentro de un avión y que al leer el libro uno deje de pensar en otra cosa y sienta que realmente está dentro de ese avión, que ese avión y ese accidente tienen realidad. Al escritor le parecen milagros cosas que el lector acepta sin problemas y sin excesiva sorpresa. Cuando el escritor consigue que una página tenga realidad, sabe que no debe tocarla mucho y que puede estropearla al intentar mejorarla. Creo que a veces eso es lo que pasa: que uno sabe que ha logrado crear una sensación, la sensación de un personaje, de un espacio, de una situación, y ya no quiere tocar ni una palabra por miedo a que esa sensación desaparezca. Hay otros pasajes, en cambio, que uno corrige con manía de orfebre, con obsesión casi, durante semanas y semanas. En estos sí se puede. Es muy difícil saber qué se puede y qué no se puede hacer en una página. Hay que desarrollar una gran intuición para saberlo.
            No sé si me estoy justificando. Espero que no. Hay otros errores de coherencia que ya me han señalado. Habrá que localizarlos y arreglarlos.


En la novela hay ecos que anuncian cosas que van a pasar; la “metafísica de la montaña” está ya anunciada en la p. 191. La vieja que cuenta el mundo desde el interior de un saúco está en las páginas 212 y 689. ¿Especularidades, juegos de espejos narrativos?

Andrés Ibáñez: Al principio de Anna Karenina, una mujer se suicida tirándose a un tren. Es construcción novelesca normal, diría yo. Uno tiene que ir sembrando, sembrando, cosas que al principio no se ven pero que más tarde crecen y se hacen árboles.



VLM.: Tu imaginación no se limita al tiempo, sino también al espacio. Has creado la Región Confabulada en La música del mundo (1995), el Planeta Análogo en El mundo en la era de Varick y la Isla de las Voces o de la Resurrección en Brilla, mar del Edén (2014). Esta constante de creación espacial, ¿tiene como objeto la posibilidad de arrogarte libertad plena a la hora de escribir? Parecen espacios más u-tópicos que distópicos, pero me gustaría saber tu opinión al respecto. Y, relacionado: la Universidad Blanca recuerda un poco a la Sociedad Teosófica de La música del mundo, y aunque John no está de acuerdo con algunas de sus premisas, creo ver en esta Universidad una especie de trasposición de tu poética de la “literatura simbiótica”.


Andrés Ibáñez: Uno sueña con la libertad total para escribir. Es la libertad que deberíamos tener todos para inventar nuestra vida. La libertad del artista debe ser un reflejo de la libertad humana. Por eso me parece tan raro que existan artistas que estén en contra de la libertad, que apoyen a las dictaduras, que sean reaccionarios. ¿Hay realmente buenos escritores reaccionarios? ¿Puede un escritor estar a favor de los que reprimen, a favor de la derecha, de la Iglesia, del liberalismo, del castrismo? Quevedo es un buen ejemplo: es un gran escritor, pero no un escritor universal a causa de su mezquindad y su pobreza de miras. “Poderoso caballero es Don Dinero” se lee, por ejemplo, como una crítica al dinero: lo es, pero en el sentido que un Don Nadie, con la ayuda del dinero, puede fingirse de noble cuna. Quevedo condena al infierno no a los grandes demonios de la sociedad, sino a los barberos. Es esa frivolidad incomprensible de la derecha, ese desdén por el dolor humano, convenientemente recubierto de religión.
            Pero creo que me estoy yendo muy lejos. O a lo mejor quería hablar de esto también, no sé. Desde luego, Brilla, mar del Edéntrata también sobre esto. Me asombra, por ejemplo, la visión de los Insiders y de Abraham Lewellyn, que afirma que la isla es “propiedad privada” y que se ríe de los náufragos cuando estos le preguntan por qué no les ayudan. ¿Por qué debemos ayudar al que tenemos al lado? No es inteligente y tampoco da beneficios. ¿Para qué hacerlo? Si lo hacemos es porque hay algo en nosotros que nos mueve a hacerlo, una simpatía. Simpatía quiere decir que hay dos cosas separadas que comienzan a resonar mutuamente. Ayudo al otro porque sé que el otro y yo somos lo mismo. Siento que no hay otro y yo, que sólo hay yo, que el otro también es yo. Esta simpatía es como la simpatía de dos cuerdas, de dos palabras o de dos imágenes. Todo el arte surge de la simpatía, del descubrimiento de afinidades, de semejanzas. Esto es la poesía. Esto es la música y la novela. Por eso, ¿cómo puede un artista, que ha de trabajar con las semejanzas y las simpatías, no sentir amor por el mundo y por los otros?

            En cuanto a las utopías, yo aprendí a temerlas cuando me puse a leerlas. Las utopías de Moro, Campanella, Restif de la Bretonne, la Sinapia española… Porque todas las utopías son dictaduras. Quizá la Nueva Atlántida de Bacon sea distinta. Esa es una utopía no tanto política como de la mente, de la percepción. Pero las utopías y el pensamiento utópico me aterran. Algunas personas pronuncian la palabra “utopía” con ilusión. Por ejemplo Bolaño en su maravilloso poema “Musa”. Pero en la política no son deseables las utopías, sino las topías. El presente, lo que hay. La situación real. No conozco forma de estado mejor que la socialdemocracia, un equilibrio armonioso entre un sistema económico capitalista que permite el enriquecimiento de las empresas y un estado fuerte que controla al capitalismo y ayuda a los más débiles. Este equilibrio no es una utopía: fue el sistema político y social de gran parte de Europa durante muchos años, el más próspero, el más democrático de toda la historia humana. ¿Por qué la palabra socialdemocracia ha desaparecido? Es a lo que deberíamos aspirar.
            La Universidad Blanca no es realmente una utopía, porque  no es un modelo de sociedad. No podría existir una sociedad así. No todo el mundo está interesado en la transformación y en la  búsqueda interior, en la evolución de la conciencia y en el arte. No es una utopía, es un centro de estudio. También una forma de vida, y creo que podría ser una vida ideal para mucha gente, al menos durante unos cuantos años.


Hasta aquí la entrevista.

Otras consideraciones sobre la novela que me parece relevante destacar serían las conexiones con obras anteriores; amén de las apuntadas, Ibáñez ha estado interesado la inteligencia artificial y los autómatas, especialmente en Memorias de un hombre de madera. Desde ese punto de vista, es una especie de broma íntima que John o Juan Barbarín,el protagonista, acabe teniendo una pierna de madera (aprovecho para decir que es una lástima el escaso desarrollo del prometedor personaje de Ariko, truncado en seco). El hombre mecánico / animado / Golem es un mito, lo que no es de extrañar en una novela que reelabora constantemente aspectos míticos. La tesis del transtiempo que exponía Ibáñez en La música del mundo puede haber hecho un giro en Brilla, mar del Edén hacia una posición más cercana al eterno retorno, más en la versión de Anaximandro o de Zoroastro que en la nietzscheana; de ahí que Juan y Cristina se reconozcan en diferentes épocas (quizá de ahí también la aparición del Dr. Manhattan de Watchmen, que puede trascender también tiempo y espacio). Lévi-Strauss escribía en Mito y significado que “hay (…) una especie de reconstrucción continua que se desarrolla en la mente del oyente de la música o de una historia mitológica. No se trata sólo de una similitud global. Es exactamente como si al inventar las formas especialmente musicales la música sólo redescubriese estructuras que ya existían a nivel mitológico”[2]. En ese sentido, es factible hacer una mitocrítica de las estructuras profundas de Brilla, mar del Edén, como dirigidas a crear un continuo expresivo entre el tiempo de la música (la “Praderabruckner”), el tiempo mítico y el tiempo narrativo, esto es, la cadencia estructural en que está redactada la novela de Ibáñez, larga y llena de fugas, detalles y motivos como una sinfonía de Bruckner, esas sinfonías que un personaje de Thomas Bernhard describe como una “borrachera de notas caóticas y salvajes”[3], aunque aquí hay, como Wallace Stevens, una idea de ordenque desea canalizar ese lenguaje salvaje de lo mítico. Los lugares de Brilla, mar del Edén, son lugares para escuchar la música o para cantarla: “The ever-hooded, tragic-gestured sea / Was merely a place by which she walked to sing” (W. Stevens, “The Idea of Order at Key West”).

Debemos terminar, no sin dejar apuntado que Brilla, mar del Edén es una novela sustancialmente romántica o posromántica en numerosos aspectos: profundización en la grieta del yo y el sujeto[4], dualismo (p. 569), elevación, solipsismo en el paisaje y adaptación a los estados de ánimo (del personaje demiúrgico Pohjola), y una repesca constante de ese elemento, planteado por Nicolás de Cusa y de presencia constante en el Romanticismo: el entendimiento de la filosofía vital y artística como coincidentia oppositorum, según destacase Jean Perrin en su estudio sobre el poeta Percy B. Shelley. En efecto, la coincidencia de opuestos es constante en la novela: los personajes quieren irse de la isla y quedarse, al mismo tiempo; Wade no puede caminar, pero anda; Norobu murió, pero está vivo; Ariko nunca ha vivido pero vive y ama; los sentimientos contradictorios hacia Juan desgarran a Cristina; “no es que viéramos en el otro nuestra propia imagen, sino que al ver la imagen del otro no nos parecía ver a otro, sino a nosotros mismos” (p. 680). El resultado es una gran novela romántica, que tiende lazos a otra notable novela de este año, Los hemisferios de Mario Cuenca, con la que tiene interesantes puntos de contacto: ambas usan el género fantástico, parte de su acción transcurre en una isla, y el punto de partida de las dos es un relato audiovisual: Vértigo en el caso de Los hemisferios, Perdidos para Brilla, mar del Edén. Mientras que Cuenca vuelca su esfuerzo narrativo más en la dirección filosófica de un Fausto o de un Bruno, Ibáñez prefiere el camino de Hyperion o de Enrique de Ofterdigen, puesto que para él la aventura literaria es un proyecto tanto o más vital que intelectual o filosófico; como decía Ibáñez en un ensayo, “pensemos, entonces, en la posibilidad de una literatura que se mueva también en esas dos direcciones: en la dirección del mundo externo, la ecología, el pensamiento holístico, la simbiosis, y también en la dirección del mundo interior: el estudio y la cartografía de la conciencia”[5]. Viaje inmóvil, acecho a las profundidades abisales (Freud) de la conciencia y a las cimas de la revelación, ambiciosa escritura de nuestro tiempo, lo más grande de Brilla, mar del Edén, una novela en la que todo es inmenso, es nada de lo humano le es ajeno.




[Relación con el autor: cordial. Relación con la editorial: ninguna]


[1] M. P. Lozano Mijares, La novela española posmoderna; Arco Libros, Madrid, 2007, p. 330.
[2] Claude Lévi-Strauss, Mito y significado; Alianza, Madrid, 2008, p. 83.
[3] Thomas Bernhard, Maestros antiguos;Alianza Tres, Madrid, 1990, p. 46.
[4]Sería muy largo hablar sobre la concepción del yo en esta novela. Numerosos tratamientos, implícitos y explícitos, se refieren a este tema, constante en la narrativa de Ibáñez. En este caso destaca la subida petrarquista a esa especie de Mont Ventoux que es el Volcán, donde la Montaña se identifica claramente con Juan (“esa montaña soy yo”, p. 656) y se deja claro que nada se resolverá en su interior hasta que la corone, hasta que llegue, por tanto, al fin de sí mismo.
[5] A. Ibáñez, “”, en Eduardo Becerra (ed.), Desafíos de la ficción; Cuadernos de América sin nombre, nº 7, Murcia, 2002, p. 40.

Libertades totales

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Pablo Katchadjian, La libertad total;Bajo la luna, Buenos Aires, 2013
Fernanda García Lao, Fuera de la jaula; Emecé, Buenos Aires, 2014
Mauro Libertella, El libro enterrado; Mansalva, Buenos Aires, 2013
Ramiro Quintana, El intervalo; Tantalia, Buenos Aires, 2006
Luis Chitarroni, Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa; Interzona, Buenos Aires, 2007.

            Admiro la literatura argentina, desde adolescente, por su libertad creativa (común a todos los países hispanoamericanos, pero hoy nos centraremos en el caso argentino). Quizá, si le preguntamos a cualquier crítico argentino, sacará a relucir –como haríamos nosotros para la literatura española– diversas fuerzas interiores de reacción, líneas normalizadoras, prácticas institucionales, tensiones con la tradición, etcétera, que atemperarían o limitarían una aserción como la nuestra. Pero debo decir, con honestidad, que desde la férrea normalización literaria peninsular, que atenaza en el realismo ingenuo y sentimentaloide a la narrativa y en la línea figurativo-melancólica a la poesía (con numerosas excepciones en ambas, por fortuna), las convenciones argentinas nos parecen algo así como una playa caribeña para un preso siberiano.

            Antes de continuar quiero hacer dos advertencias: 1) no soy experto en literatura argentina, sino mero y rendido admirador, y cuanto sigue debería ser leído como lo que es: la expresión ardorosa de un fan o un supporter de la literatura argentina. Por ese mismo motivo, en cuanto gesto de simple comentario dirigido a compartir mi felicidad con otros lectores hispanohablantes que quizá no han oído hablar de estos libros, 2) he prescindido de incluir notas de la crítica argentina o hispanoamericana que ha estudiado estos textos, actuando como una especie de Adán arrojado a su lectura libérrima, atrevimiento que puede ser criticable, y me disculpo, pero es reproducción a escala, espero, del atrevimiento mayor con que estos escritores hicieron sus libros, haciendo de su capa un sayo.

A estos cinco libros podrían añadirse muchos más, claro, pues la libertad en Argentina es la norma, y no la excepción (de hecho, podíamos añadir los de Alinovi y Peyrou que ya comentamos aquí). Pero para no cansarles con la extensión, me he centrado en los que siguen.

Libertades totales. Concebida como un experimento conversado, al modo de los diálogos platónicos y con parecidos recursos (sofismas, falacias lógicas, etcétera), a los que habría que añadir el sentido del humor, La libertad total (2013) de Pablo Katchadjian aglutina a diez personajes anónimos que se encuentran en un espacio onírico, preñado de simbolismo y similar al espacio en blanco de la película Nada (2004),de Vincenzo Natali. Denominados como A, B, C, D, E, F, G, H, e I, la anonimia y cuasi-intercambiabilidad de los personajes los configura casi como nomenclaturas matemáticas, como X e Y utilizadas para materalizar funciones. La discusión retórica y sofística entre ellos, sus reflexiones sobre la reflexión y sobre la naturaleza del lenguaje, utilizado como instrumento para no entenderse, cuajan un libro devestido de anécdota, abstractoy por el que parece que apenas pasan pasiones humanas –aunque pasan todas–. Fábula metafísica, especulación lingüística y narrativa, La libertad total condena y a la vez sanciona las posibilidades de la libertad artística: hay libertad total, sí, pero sostenida por numerosas limitaciones o constricciones, programadas de modo inmisericorde. Como en Qué hacer (2010), el texto a veces elige repetirse, otras veces escoge la permutación que cruza la puerta y no aquella que se limita a abrirla y cerrarla constante, binariamente. Variaciones programadas y fijas vestidas con las galas del libre albedrío. Como la vida misma, parece decirnos Katchadjian.

*

Libertinaje. Otro ejemplo de libertad mayúscula es el que se ha permitido Fernanda García Lao en su última novela, Fuera de la jaula (Emecé, 2014), un delirante retrato polifónico de dos familias o dinastías que comienza en 1956 y acaba en torno a los años 90, lo que permite a la autora hacer una especie de tríptico à la El Bosco de la historia argentina, vislumbrada aquí más a través de los comportamientos privados de los personajes que por el recuento explícito de los sucesos históricos. Imposible punto de encuentro entre Mientras agonizo (1930) de Faulkner y la película de Tod Browning Freaks (1932), Fuera de la jaula presenta como normal la anormalidad y como cotidiana la aberración, con sano humor y un excelente estilo sustentado en la frase breve y vigorosa, aliñada de cuando en cuando con toques de irracionalidad. La novela se levanta a partir de una variada sucesión de voces, comenzando por la de Aurora, quien rompe a hablar una vez muerta. Sobre este particular, que no es nuevo en literatura pero al que García Lao ha sacado excelente provecho, ha reflexionado la autora en términos que me parece muy interesantes:

Por otro lado, hay un juego con el narrador omnisciente, un narrador que ha quedado medio exiliado de nuestros textos. Si muere la idea de Dios, entonces ¿cómo vas a saber todo? Podés tener un narrador pegado a la nuca que te sigue y comparte tu punto de vista, pero no puede saber lo que sentís, a no ser que lo hagas evidente. Me dije que la muerte me daba un permiso genial; desde ese punto de vista me sentía muy libre, la primera persona siempre es impune, pero acá era el colmo. Decidí que Aurora podía saber lo que estaban pensando y que accede a un recorte de su propia vida del que no había tenido noción mientras estaba viva porque su presencia era incómoda dentro del entramado familiar.[1]

            Como puede verse, ese “permiso” que se ha concedido la autora y que le concede libertad total para contar, es uno de los medios de hacer de la necesidad virtud, a la vez que se salva uno de los problemas narrativos más frecuentes en la narrativa de este lado del charco. Virtuosa de la construcción elocutoria, García Lao da voz en su novela a una muerta, a varios vivos, a una androide e incluso a las dos cabezas del bicéfalo ManFredo, quizá el mayor hallazgo del libro y una de las reflexiones sobre el Doppelgänger más estimulantes que he podido leer los últimos años (y he dedicado parte de mi tesis doctoral a ese tema).

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Libertad es igual a Libertella. La serie es ésta, según me explicase Damián Tabarovsky: Libertella – Liber terra – Liber in terra – El libro enterrado, de Mauro Libertella, un tomito autobiográfico escrito a raíz de su relación con su padre, el enorme escritor argentino Héctor Libertella. Para quienes no lo conozcan, Libertella padre es un escritor inclasificable, para quien la relación con el lenguaje es inquietante y corrosiva, es una relación discomplaciente con el español; ya sé que no existe tal cosa como discomplaciente en nuestra lengua, pero Libertella ya no existe tampoco, y neologismo y hombre pertenecían a un modo retador y retorcido de entonar la lengua; otrosí me gusta discomplaciente porque ampara en su seno la disconformidad y lo díscolo, y Libertella era ambas cosas.

No divinicemos al hombre pero, permítanme, a la obra sí; me parece que Héctor Libertella fue o es un escritor en otra dimensión (la cuarta, por ejemplo), y aun sigo bajo el efecto que me provocaron en su momento libros como ¡Cavernícolas! oA la santidad del jugador de juegos de azar; libros conmovedores no por emotivos sino por destructivos, porque conmueven estructuras, socavan prejuicios literarios, remueven esclerosis estilísticas y se configuran como actos de libertad total escrituraria que quiebran las ideas de quien lee, e incluso el proceso de lectura de quien lee. Para Libertella, la escritura era un concepto total, según cuenta su hijo Mauro: “Mi viejo preparó ese libro como hacía siempre, componiendo desde el cuerpo del texto hasta las solapas y la contratapa. No sólo le gustaba escribir libros, le gustaba hacerlos” (p. 21). En el valiente y hermoso libro de su vástago, aparece un Libertella desacralizado y humano, demasiado humano, pero que termina de cerrar el vínculo “emotivo” que sienten o sentimos los lectores que tanto agradecimiento debemos a Libertella padre. “No hace falta una agudeza sustantiva”, dice Libertella hijo sobre los libros que abordan la desaparición paterna, “para saber que esos libros se escriben, justamente, para atravesar esa contradicción” –se refiere a la de “idealizar al padre y saldar cuentas” (p. 66)–, y añade: “y que con el punto final subyace la promesa de una especie de redención” (p. 67). Los que hemos pasado por la misma experiencia sabemos hasta qué punto es hermosa la elegancia con que Mauro Libertella ha cruzado el Rubicón de esa idealización justiciera de su padre.

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Lenguaje. La descomposición del yo es un tópico de toda la literatura hispánica reciente, como hemos recordado en La literatura egódica (2013), y desearíamos resaltar su agudo tratamiento en El intervalo (2006) de Ramiro Quintana. Esta breve novela sitúa en espacios reducidos a un personaje masculino, Virgilio, absolutamente perdido en los laberintos de su cerebro y en sus paranoias, incapaz para relacionarse con su entorno, paralizado por sus volutas mentales y con nula inteligencia emocional, y lo hace con un elegante tratamiento literario, singularizado a las circunstancias. El intervalo se centra en el torrente de pensamiento del personaje, que va desvelándose al lector a través de la técnica conductista, mediante la descripción de sus actos. La introducción por Quintana de numerosas palabras en desuso, o extrañas en un discurso literario (a menos que se trate del discurso de un Miguel Espinosa, por ejemplo), podría hacer referencia –especulo con total libertinaje– a un modo lingüístico de mostrar el anacronismo vital y la sustancial diferencia y/o extrañeza de Virgilio, el personaje central, respecto a las circunstancias de las demás personas. El lenguaje del narrador, como el de algunos personajes de Beckett, a pesar de ser correcto, no es un lenguaje que permitiera a su protagonista comunicarse. Su aislamiento, reforzado así mediante el lenguaje (literario y aun lingüístico) con el que se le describe, es el asunto central de El intervalo, que revela a un narrador joven a quien seguir los pasos.


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Liberación. Peripecias del no (2007) de Chitarronies, como reza su subtítulo, el Diario de una novela inconclusa, pero sobre todo se trata de un elaborado juego de alcances y renuncias que persigue la recuperación de ese Borrador mítico e irrecuperable que, en la mitología de cualquier novelista, guardaba las esencias de la novela que deseaban escribir, pero de la cual fueron distanciándose con su escritura. El propósito –desmesurado– de Chitarroni es volver ahí, a lo perdido, al original del original, cuando nada había sido estropeado y la ambición del proyecto estaba intacta. Juego de apócrifos a partir de una ficticia revista pseudónima de literatura, Ágrafa, el falseamiento está presente por doquier en Peripecias del no, un libro en el que todo es exceso en estado puro: de personajes, de citas, de ejercicios de estilo, porque lo que define a una novela por terminar es que nunca sufrió la poda y se ha quedado con los recortes por hacer. De ahí quea veces se ofrezcan al lector enumeraciones caóticas de nombres o libros, simples apuntes de una palabra, o una frase, que serían como notas que se apunta el narrador para la futura novela; amén de despistar (pues algunos nombres son apócrifos, o remiten a bibliografía inexistente, o son cul de sac referencial), su función es la de convertir el texto en una suerte de hipertexto, señalando la dirección a la que la novela inacabada debería apuntar, con lo cual se expande el horizonte hermenéutico de la novela conclusa; sus referencias (reales y apócrifas) son otras tantas llamadas a elementos afines a lo que se cuenta en Peripecias del no y, en consecuencia, forman parte “hipotextual” o subterránea, textual pero no legible, de la misma. En Peripecias del no, que algunas cosas no puedan leerse no significa que no sean parte de la novela, lo cual me parece un hallazgo.

Vaya por delante que no es un libro fácil de leer. Conocíamos muchos narradores no fiables, pero pocos en los que todo, desde el título a la estructura, invitan a la sospecha. Algunas partes parecen reescritas (compárense páginas 31ss y 169ss) pero hay leves diferencias entre ellas. Las citas tampoco son honestas: la cita de Anthony Powell, “The nearest some women get to being faithful to their husbands is to give their lovers absolute hell”, es ligeramente alterada por Chitarroni, incluso en el inglés: “esa observación de Powell según la cual el mayor rasgo de fidelidad de las mujeres consiste en ser desagradables y combativas también con sus amantes. The nearest some women get to being faithful to their husbands is being disagreeable to their lovers. A. P.” (p. 54); y el verso de Quevedo “vivo en conversación con los difuntos” deviene “vivo en comunión con los difuntos ” (p. 225), entre otros muchos ejemplos de retorcimiento erudito. Pero quizá la infidelidad sea algo natural en una novela acabada que se presenta como inconclusa, en un artefacto que, desde sus primeras páginas, se construye sobre la fabulosa negación de su presupuesto.


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            En alguna ocasión he ofrecido este plausible concepto de literatura: construcción dirigida a la destrucción de alguna idea preconcebida (ideológica, ética, estética) del lector. Creo no equivocarme si digo que las obras aquí citadas pueden poner en jaque muchas de esas convenciones o incluso todas a la vez.

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[No hay ninguna relación con los autores y las editoriales citadas]


[1] En Silvina Friera, “Los personajes existen, hay que excavar para encontrarlos”, Página 12, 08/09/2014, accesible en http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-33287-2014-09-08.html.

La disolución callejera -Poe, Woolf, Noll-

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[Para Luis Rodríguez, que me forzó a leer a Noll]     

Pero, como era usual, él andaba de acá para allá.
Edgar Allan Poe[1]

-Me encanta pasear por Londres –dijo la señora Dalloway.
Virginia Woolf[2]

Anduve entre la multitud.
João Gilberto Noll[3]

Es bastante curioso que The Man of the Crowd (1840), de Edgar Allan Poe, Miss Dalloway(1925), de Virginia Woolf y Lord (2004), de João Gilberto Noll, sitúen en Londres la acción narrativa. Es extraño porque el geográfico es sólo uno de los aspectos que tienen en común. Las tres obras plantean, cada una a su modo, la disolución subjetiva en una ciudad, la dispersión identitaria en la urbe, y cruza por las tres –de diferentes formas– cierta idea de ilegibilidad.En su relato breve The Man of the Crowd (1840), Edgar Allan Poe presenta a un hombre que tiene una experiencia urbana diferente: tras leer detenidamente el tráfago humano desde el interior de un café, detecta a un hombre mayor que llama su atención, porque la expresión desesperada de su rostro era algo que no había visto nunca antes, y decide seguirle. Tras hacerlo durante toda la noche y todo el día siguiente, se da cuenta de que se limita a caminar entre la gente, esquivando las áreas despobladas, prefiriendo caminar por las más populosas y transitadas, disolviéndose en ellas. Miss Dalloway, la novela de Woolf en la que el tejido urbano tiene una función estructural o conectiva,cuenta las historias paralelas de dos personajes que transitan por Londres sin llegar a rozarse en ningún momento, ni tener noticia uno del otro. El Lord de Noll narra la disolución de un escritor brasileño llegado a Londres tras una extraña invitación, representándose su progresiva dispersión –mental y física– en la ciudad, en la cual centra sus esperanzas hasta no proponerse más objetivo que permanecer en ella, perdiendo su subjetividad y diluyéndose en otras personalidades. El innominado personaje de Noll, desde que llega a Londres, comienza a temer su borrado y a perseguirlo al mismo tiempo: compra un espejo para poder verse porque en su apartamento no hay ninguno, “pues necesito constatar que todavía soy yo mismo, que otro no tomó mi lugar” (p. 25), pero poco después sale a comprar maquillaje: “en aquella tienda de Piccadilly Circus y comprar lo que me transformaría, no digo en un joven, pero sí en un señor de apariencia ejemplar” (p. 29). Anagnórisis y extrañamiento simultáneos. Entra en la National Gallery y se maquilla en los baños, haciéndose consciente de que “había venido a Londres para ser varios” (p. 30); a partir de ahí la novela dibuja repetidos contornos de un personaje regido por la metamorfosis, que se somete a otras prácticas para destruir su personalidad reconocible y va evitando o tapando los espejos de Londres para no verse en ellos. Londres, recordemos, es la ciudad donde transcurre la nouvelle de Stevenson Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde (1886), un clásico de la literatura sobre la división de la personalidad. Es curioso que cuando hablé en La literatura egódica de los espejos en la literatura, uno de los ejemplos que puse también era londinense: “Según Rank, en Londres, en 1913, se juzgó a un hombre que había encerrado a su amante infiel durante ocho días en una habitación cubierta por entero de espejos: la joven no soportó el enfrentamiento a su mirada acosadora y enloqueció”[4]. Eso es justo lo que intenta evitar el protagonista de Lord, que cubre con sábanas todos los azogues que encuentra. En la escena final, con un gesto maestro, desvela Noll qué sucede cuando el personaje desempaña el espejo y se enfrenta finalmente la imagen reflejada.

En los tres textos la ciudad interrumpe los pensamientos de los personajes, confundiéndose con ellos, y marca el ritmo narrativo:


Yet, as we proceeded, the sounds of human life revived by sure degrees, and at length large bands of the most abandoned of a London populace were seen reeling to and fro. The spirits of the old man again flickered up, as a lamp which is near its death hour. Once more he strode onward with elastic tread. Suddenly a corner was turned, a blaze of light burst upon our sight, and we stood before one of the huge suburban temples of Intemperance—one of the palaces of the fiend, Gin. [E. A. Poe, “The Man of the Crowd”, op. cit., p. 36]



Hubiera preferido ser una de esas personas como Richard, que hacían las cosas por sí mismas, mientras que ella, pensó, esperando a cruzar, la mitad de las veces no hacía las cosas así, simplemente, por sí mismas; más bien para que la gente pensara esto o aquello, una perfecta idiotez, lo sabía (ahora el policía levantaba una mano), porque nunca nadie se creía el cuento ni por un instante. ¡Ay! ¡Si hubiese podido volver a vivir! Pensó, bajando de la acera, ¡si hubiese podido incluso tener otro físico! [Virginia Woolf, La señora Dalloway, op. cit., p. 157]



Ya habíamos caminado un poco y ahora nos mirábamos frente al Parlamente con mucha gente pasando alrededor. (…) No es de golpe, hombre: es que quedar como quedó, por un lado, o volver a América del Sur en el horizonte, por el otro, hace que no me reconozca más, que me transfigure, que salga de este cuerpo idiota de aquí, me vomite de asco, me vuelva otro. Él me miraba frente al Parlamento. Parecía que no me había visto nunca. [J. G. Noll, Lord, op. cit., pp. 92-93]

El vagar disociativo del personaje de Noll es muy similar al de Septimus Smith en la novela de Woolf; muy atento a la tradición británica, sobre todo a Samuel Beckett, quien a ratos parece resonar en el libro (“Me fui atravesando la calle, tenía maña, a estas horas siempre es bueno acordarse de que se es brasileño”, p. 95; “¿Qué hace usted ahí?, me preguntó. Estoy acostumbrado a esa pregunta, la comprendí en seguida”, Beckett, Molloy), es bastante posible que Noll haya tenido presente un libro canónico como Miss Dalloway, que retrata también a un personaje masculino con problemas mentales dejándose mecer por el movimiento de las calles de Londres. Como en Miss Dalloway, uno de los momentos climáticos es el suicidio de un personaje al lanzarse al vacío y, como en la novela de Woolf, es la ciudad –hasta la huida final– el elemento conector de toda la trama, al par que disolvente subjetivo.

Porque los personajes de estas prosas no tienen nada que ver ni con los paseantes de Robert Walser, ni con las derivas situacionistas, ni con el flâneur baudelairiano. No persiguen mirar la ciudad, sino hacerse invisibles en ella; no buscan ver, sino dejar de ser vistos.


Ilegibilidad

En este punto podríamos hacer una leve conexión asimismo a The Waste Land de Eliot, no sólo porque también se refiere a Londres, sino porque además es una referencia casi explícita de Miss Dalloway[5]. No hace mucho leía la versión facsimilar del borrador del libro de Eliot, editada por Valerie Eliot, y descubría en ella un verso borrado por el poeta y que no aparece en la versión definitiva de La tierra baldía: “(London, your people is bound upon the wheel!)”[6]. La edición añade las anotaciones que hizo Ezra Pound al borrador coloreadas en rojo, y al margen del verso eliotiano escribe el autor de los Cantos:“vocative”, como apuntando que el vocativo del verso le resulta problemático. Quizá por esta anotación de su amigo decidiese Eliot suprimirlo de la versión final. La cuestión es que este verso extirpado de Eliot, “(Londres, ¡tu gente está atada a la rueda!”) parece ser una clara remembranza del King Lear de Shakespeare, donde leemos en el acto IV, última escena: “but I am bound upon a wheel of fire / that mine own tears do scald like molten lead” (traducido como “pero yo estoy atado en una rueda / de fuego, de manera que mis lágrimas / abrasan como plomo derretido”[7]), que es, a su vez, una referencia obvia a la Rueda de Fuego de la mitología griega, la rueda ardiente donde pagara Ixión su traición a Zeus, según la Metamorfosis ovidiana y los dramas homónimos de Esquilo y Eurípides (parece que hubo otro Ixión, de Sófocles, hoy perdido[8]). De modo que el verso borrado, ilegible, de Eliot, nos lleva a toda una mitología (y toda una iconografía) de dolores ardientes y de castigos divinos, asociados a una lectura negra, casi psicogeográfica,de la ciudad de Londres.




 Ixión lanzado al Hades, J. E. Delaunay, 1876.


Londres y la dificultad de lectura: el relato de Poe acerca del hombre de la multitud comienza con una mención a un libro alemán del cual fue dicho que no se deja leer (“er lässt sich nicht lessen”[9], cita en alemán en el original); esa mención se repesca al final del relato para equipararlo a un corazón humano, el del hombre de la multitud. El narrador de Poe entiende que hay algo oscuro y terrorífico, relacionado con el crimen, en el corazón de ese hombre errabundo, un secreto que nunca llegará a conocer por más que lo persiga a lo largo y ancho de la ciudad. Es decir, la verdadera identidad del hombre está encubierta por la ciudad; del mismo modo que Stillman, el paseante-mapa descrito por Auster en La ciudad de cristal (otro personaje que lleva a cabo derivas urbanas obcecadas), su errancia nos dice cosas pero nos oculta lo esencial. Vemos las letras de su texto pero no podemos desentrañar su contenido, es ilegible. En Miss Dallowayla ilegibilidad vino determinada en su tiempo por su estructura perturbadora, por su simultaneísmo y la forma de dar voz a los dos personajes encarnando desde fuera los monólogos interiores, que son recreados sin cederles la palabra. El narrador casi omnisciente de Woolf nos permite acceder a una parte de sus mentes pero ellos, en realidad, la tienen ocupada por la ciudad, haciendo ilegibles al lector sus verdaderos sentimientos (quizá, ha apuntado María Lozano, porque su problema es precisamente no sentir).

En Lord, la ilegibilidad adopta dos variantes: la primera, la de un texto privado de las habituales marcas de lectura: el personaje no tiene nombre, la atmósfera semi-irracional impide la autoficción, no hay pausas narrativas, no hay sentido en las acciones narradas, sino un continuum difícil de asumir que el lector asume embelesado, hipnotizado por el ritmo narrativo y la cadencia metamórfica del personaje que sehabla en primera persona (precisamente porque se habla a sí mismo y no a nosotros es por lo que no entendemos algunas referencias, que apelan a algo que él sabe y que nosotros desconocemos). La segunta variante de ilegibilidad es más, diríamos, metafísica: el personaje creado por João Gilberto Noll es el vivo retrato del hombre de la multitud de Poe: es viejo como él, se describe un callejeo de toda una noche de duración parejo al suyo, y asimismo tiene la ropa sucia y su expresión es desesperada o podemos imaginarla sin dificultad como tal, pues algunos viandantes se acercan para ayudarle. Como el hombre de la multitud de Poe, el protagonista de Lord sólo quiere ser masa urbana indistinguible. En algún momento confiesa: “era de ese material difuso de la multitud que yo construía mi nuevo rostro, una nueva memoria” (p. 37). Quizá no haya una relación deliberada con el relato de Poe, pero el hecho de que podamos establecerla sin forzar el sentido (la innegable posibilidad no de una “influencia”, sino de un obvio paralelismo),nos dice ya suficientes cosas, por ejemplo que ambas historias representan la disolución identitaria urbana, en lo urbano, a la perfección (como le sucede al Septimus de Miss Dalloway). En las tres obras la ciudad y su multitud es parte de la identidad no sólo de la propia historia, sino de la propia psique de los personajes, a la que se incorpora como contenido. Y ese choque provoca un brutal encuentro, que deja a los personajes desguarnecidos, despersonalizados, en los límites de la razón, al borde del abismo, a punto de caer al Hades. Los tres personajes masculinos se disuelven en lo colectivo porque tienen algo que ocultar.

“El peor corazón del mundo”, remata Poe, “es un libro más grueso que el Hortulus Animae y quizá no es más que uno de los grandes dones de Dios que er lässt sich nich lessen[10], que no se deje leer, que no pueda ser leído.



[1]E. A. Poe, “The Man of the Crowd”, The Works of Edgar Allan Poe in Five Volumes; vol. V., The Electronic Classic Series, University of Pennsylvania, Philadelphia, 2011-2103, p. 37.
[2] Virginia Woolf, La señora Dalloway; Cátedra, Madrid, 2000, traducción de María Lozano, p. 153.
[3] João Gilberto Noll, Lord; Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2006, p. 27.
[4] V. L. Mora, La literatura egódica; Universidad de Valladolid, Valladolid, 2013, p. 92.
[5] Cf. la nota al pie de María Lorenzo en su edición de Miss Dalloway, op. cit., p. 215.
[6]T. S. Eliot, The Waste Land. A Facsimile and Transcript of the Original Drafts; edited by Valerie Eliot, Faber and Faber Limited, London, 1971, p. 43.
[7]William Shakespeare, El rey Lear; DVD, 2001, versión de Enrique Moreno Castillo, p. 183.
[8]“Al parecer, también Sófocles escribió una obra sobre la traición de Ixión a Zeus (…), pero nada sabemos sobre su contenido”; Myriam Libran Moreno, “Zeus Tragodoumenos: apariciones de Zeus como personaje en la tragedia”, Cuadernos de filología clásica: estudios griegos e indoeuropeos, nº 11, 2001, [pp. 101-126], p. 112.
[9] E. A. Poe, op. cit., p. 37.
[10] E. A. Poe, op. cit., p. 39, traducción nuestra.

Novedades en edición alternativa

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Antonio Luis Ginés, Aprendiz; Isla de Siltolá, Sevilla, 2014.

“Uno escribe sobre lo que ve. / Por eso no quería aquella habitación / con vistas a la rotonda, / donde el tráfico, fluido e incesante, / nos llevaba a escribir / sobre gente que pasa, sobre coches / que no dejan rastro. Prefería vistas / a la sierra pero no pudimos elegir”, se lee en “Rotonda”, uno de los últimos poemas de Aprendiz. Sin embargo, no deberíamos dejarnos engañar por la cita, porque en realidad Antonio Luis Ginés suele escribir sobre lo que no se ve o, con mayor propiedad, sobre aquello que ya no es visible, sobre lo invisible que permanece dejando su rastro en las cosas, las personas o la memoria. Valle-Inclán decía en un artículo de 1908 que “Para ser perpetuada por el arte no es la verdad aquello que un momento está en la vista sino lo que perdura en el recuento”, y creo que esta frase, como aquella pintura de Tàpies que representa una cama de la que alguien se acaba de levantar, pero cuyo durmiente no vemos, resumen bien el espíritu de la poesía de Ginés. Si en sus primeros libros se notaba el desajuste existencial (“la vida no te espera. Arranca”, se leía en Cuando duermen los vecinos, 1995) y la mirada solipsista (Rutas exteriores, Animales perdidos), los últimos poemarios, Celador y Aprendiz,parecen indicar un giro en su trayectoria que apunta a la observación de la exterioridad: de la experiencia en un hospital, en el caso de Celador (un poemario durísimo, con momentos que recuerdan al Diario de una enfermera de Isla Correyero), y la experiencia familiar, tanto de los ascendientes como de la descendiente, en Aprendiz. La poesía de Ginés tiene la particularidad de ser figurativa y fantasmática al mismo tiempo, capaz de unir el sentido propio de las cosas con el simbólico de una forma sólo en apariencia sencilla. Las capas interpretativas van creciendo con el poemario y acaban construyendo un mundo paralelo de reverberaciones y resonancias que podríamos definir como senequista, que consistiría en la asunción serena y tranquila de la poca importancia de las cosas que hiciera célebre el filósofo cordobés Séneca. Las casas se van llenando y vaciando, las personas van entrando y saliendo, “pero la casa, las figuras, / tienen su propia versión de las cosas. / No parecen contar con nuestro asombro / para cambiar de vida” (p. 44). Un libro con caídas y en el que no todos los poemas tienen la misma tensión, pero que recoge un buen puñado de piezas necesarias y firmes.


Pilar Fraile Amador, Los nuevos pobladores; Traspiés, Granada, 2014.

La metáfora del “fantasma en la máquina” de Gilbert Ryle, una explicación filosófica sobre el pensamiento cartesiano que, increíblemente, ha triunfado en la cultura popular (véase la serie de manga japonés Ghost in the Machine o el álbum homónimo del grupo Police) puede ser una vía de acercamiento a Los nuevos pobladores, el primer libro de relatos de Pilar Fraile. En la mayoría de ellos, utilizando la imagen que Ryle toma del dualismo de Descartes, son descritas personas que continúan realizando mecánicamente sus actividades habituales aunque haya desaparecido el espíritu que las animaba. Es decir, los personajes de los cuentos de Fraile son (o han sido) brutalmente deshumanizados, y su pérdida de humanidad no se debe al hecho de haberse vuelto animales, ni vegetales (ni minerales), sino a que han devenido máquinas biológicas autosustentadas, incapaces de contener su propio movimiento. Esto se advierte con claridad en relatos de título simbólico como “Fe”, “Valor” y “Educación”. En este último levanta Fraile una interesante metáfora sobre un hombre al que se le van cayendo dedos de las manos: en ningún momento se plantea el protagonista qué le sucede, ni intenta remediarlo; sólo se acostumbra, por “educación”, a la nueva circunstancia e intenta que su rendimiento laboral no se vea perjudicado por ella. En “Compañeros”, un relato que recuerda a Super-Toys Last All Summer Long (1969) de Brian Aldiss o al episodio “I’ll be right back” de Black Mirror, el autómata es más humano que su dueña.

Aunque el conjunto es irregular, y algunas piezas son previsibles o sobrantes, relatos como el citado “Educación”, “Razones” y, sobre todo, “Fin del mundo”, apuntan a una dirección de escritura desasosegante, incisiva y con voz propia que merece seguimiento.



Daniel Arjona, La venganza de la realidad; Capitán Swing, Barcelona, 2014.

Quienes estén interesados en tener acceso a un vivaz resumen de las últimas tendencias científicas en unas pocas páginas entregadas, que no confunden la pasión con la falta de rigor, disfrutará con el pequeño ensayo del periodista Daniel Arjona La venganza de la realidad. Arjona describe de forma accesible y precisa a un tiempo los fenómenos científicos más relevantes y su evolución histórica, centrándose en lo que denomina las tres fronteras: la de la cosmología, la de la biología evolutiva combinada con la genética y la de la neurociencia. Ideas y teorías de notable complejidad están entreveradas a la perfección en una síntesis que no las simplifica. Este recorrido, incluso para los lectores familiarizados con las teorías y científicos citados por Arjona, es placentero por otra de sus virtudes: está muy bien escrito, una habilidad que, por desgracia, no suele abundar entre los divulgadores científicos, más preocupados por la “claridad” que por la transmisión, que es otra cosa y que puede hacerse con un estilo digno, como Arjona lo hace.

Entre los reparos que pueden ponerse al ensayo, el primero sería su puntual dogmatismo combatiente (algo que quizá puede permitirse un científico, pero no un divulgador), como cuando dice en la introducción que el libro va a combatir los subjetivismos mediante la ciencia, para acabar reconociendo en la página 15 “el subjetivismo” como uno de los problemas esenciales de la física cuántica[1]. El otro punto discutible es la confusión entre la filosofía y la parte más constructivista y posmoderna de la misma, como revela alguna extraña mención: “lejos quedan los tiempos en que los filósofos creyeron poder echar mano de sus últimos petardos para defender una maltre­cha barricada ante la ciencia. Sokal señaló la desnuda impos­tura del emperador” (p. 8). En realidad, Sokal mostró las vergüenzas de cierto pensamiento postestructuralista, pero no de la “filosofía” como rama del conocimiento que incita al conocimiento de lo real y a su estudio sistémico, sin renunciar jamás a la ciencia, sino (per)siguiéndola muy de cerca. Así, recordando con Rorty que la filosofía analítica ha pasado por una fase cientista y otra “anti-cientista”[2], podríamos citar Los lógicos de Jesús Mosterín, las reflexiones sobre el lenguaje a partir de la gramática generativa chomskiana de todos los filósofos analíticos (tendencia dominante en la actualidad), o los sesudos comentarios sobre neurociencia a partir de Damasio que Zizek incluye en su poco leído Visión de paralaje, uno de sus libros más “serios” y aprovechables, o las teorías neurocientíficas que Vicente Serrano recoge en La herida de Spinoza. No olvidemos que cuando el filósofo Víctor Gómez Pin incluye en su ensayo Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen“un catálogo relativo a qué ha de saber un filósofo”, nos encontramos con que “tal saber incluye necesariamente aspectos relativos a genética, lingüística, mecánica clásica, mecánica cuántica, Teoría de la Relatividad, teoría matemática de Conjuntos, topología algebraica, teoría físico-matemática del campo, teorías ondulatorias de la luz y del sonido, momentos de la historia de la teoría musical, historia conceptual del arte… y un no muy largo etcétera”[3]. Ese catálogo parece bastante alejado de una alergia a la ciencia; más bien parece tomarla como punto de partida para la cogitación. Arjona, en su opúsculo, parece sostener en todo momento de una preeminencia de lo científico, postura cuyas discutibles bases epistemológicas no vamos a discutir, porque significaría hacer un recorrido lleno de citas de Feyerabend, Frege, Peirce, Quine y Popper, entre otros, que me aburre simplemente al pensarlo. Yendo al grano, y obliterando por hoy la aridez de la filosofía de la ciencia (que para Quine era toda la filosofía que precisamos), preferiría postular que filosofía y ciencia no compiten, sino que –cuando bien entendidas– aspiran ambas a darnos una imagen y una explicación –no mera descripción– de la realidad (la ciencia) y un horizonte de sentido y de indagación a partir de lo real (la filosofía). Plantear su coexistencia como una “competición” es tan absurdo como hacer competir a las patatas y a la gastronomía. Sin patatas no hay gastronomía, de acuerdo, lo saben todos los cocineros y todos los filósofos (con la posible excepción de Bruno Latour, que quizá diría que la idea de patata es una construcción social), pero lo interesante es qué puede crear la gastronomía con las patatas, que a solas serán muy reales y exactas pero no hay quien se las coma sin cocinar. Estoy más de acuerdo con Pinker, referencia intelectual destacada de Arjona, cuando decía en The Blank Slate (2002) que es absurdo inferir consecuenciaséticas de las evidencias científicas desde la propia ciencia[4], desplazando estas cuestiones a las humanidades (y la Ética es una materia esencialmente filosófica). Respondiendo a la pregunta de H. G. Gadamer en Verdad y método, “si aquello que antes era filosofía tiene todavía un lugar en el conjunto de la vida del presente”, creo que los inapelables descubrimientos científicos sí que dejan hueco para la filosofía, precisamente para reflexionar sobre sus límites y alcance ético.

En cualquier caso, sea preeminente o no la ciencia, es innegable de su papel central y básico en nuestros días y de su creciente dominio del imaginario contemporáneo (incluso del artístico). Por esta razón, y si aún no se han puesto al día, el opúsculo de Arjona es, con sus arrojos y cerrojos, un práctico medio de hacerlo.



Kostas Vrachnos, Encima del subsuelo; Point de Lunettes, Sevilla, 2014.

No voy a decir nada sobre este poemario porque sería inútil añadir una sola palabra más al excelente prólogo de Alberto Santamaría, quien comenta la poesía de Kostas Vrachnos (Kalamata, Grecia, 1975) en su justa medida. Me limito a recomendarlo por agavillar varios poemas sustanciosos, entre los cuales rescato éste, buen botón de muestra de que la de Vrachnos no es una poesía destinada a dejar indiferente al lector:


FAMILIA DE CUATRO MIEMBROS

El padre se arregla la corbata antes del cementerio.
La madre se arregla el pelo antes del cementerio.
La hija se arregla la falda antes del cementerio.
La gata bosteza y se rasca su cabeza vacía.
El hijo les espera desde temprano en el cementerio.

El padre pone en marcha el coche rumbo al cementerio.
La madre a su lado callada rumbo al cementerio.
La hija atrás callada rumbo al cementerio.
La gata más o menos lo mismo que antes, sin cambios.
El hijo se arregla la corbata en el ataúd.




[Relación con A. L. Ginés: muy cordial; con Fraile y Vrachnos, ninguna; con D. Arjona, combates epistemológicos constantes en Facebook, dentro de la cordialidad] [Relación con las cuatro editoriales: ninguna]


[1] Sobre la compleja cuestión de la observación en la física cuántica, véase David Eagleman, Incógnito. Las vidas secretas del cerebro; Anagrama, Barcelona, 2013, p. 265.
[2] Richard Rorty, “El ser al que puede entenderse, es lenguaje”, Filosofía y futuro; Gedisa, Barcelona, 2002, p. 122.
[3] Víctor Gómez Pin incluye en su ensayo Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen; Espasa Calpe, Madrid, 2008, p. 29.
[4] Cf. Steven Pinker, La tabla rasa; Paidós, Barcelona, 2003, p. 174.

La neuronovela de Doctorow y el yo enjaulado de Parreño

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            Una de las versiones de la autoconciencia biológica del sujeto es la neurológica, esto es, la conciencia que un personaje literario tiene de sí mismo como sistema cerebral –lo cual, por supuesto, no es más que una licencia poética del autor del texto–. En Estados Unidos se ha denominado neuronovel a una tendencia narrativa en que las ciencias del cerebro están muy presentes en la narración. Así, Marco Roth ya apuntó en 2009 algunos nombres, como Ian McEwan o Jonathan Lethem, que trabajaban en esa línea[1]–a la que en España podríamos agregar algunos textos del escritor y neurobiólogo Germán Sierra–, y recientemente E. L. Doctorow ha publicado la ya citada Andrew’s Brain(Abacus, London, 2014), en la que vamos a detenernos por su importancia.

           Andrew es un personaje fascinante: es neurólogo y tiene numerosos problemas de todo tipo; aunque no es mala persona ni ha intentado jamás hacer daño voluntariamente a nadie, mató por error a su hija y ha herido a todas las personas que ha conocido. El hecho de que sea profesor universitario permite a Doctorow citar varias de las teorías neurocientíficas más recientes (Damasio, por ejemplo, es citado en alguna ocasión), y elaborar meritorias reflexiones sobre la consciencia humana y las consecuencias de los procesos cerebrales (si bien Andrew es intolerablemente reduccionista y piensa que las investigaciones acabarán por demostrar que el libre albedrío no existe[2]. Pero las metáforas científicas se ponen al servicio de la ficción; por ejemplo, en un momento concreto Andrew utiliza un viejo EEG para extraer imágenes gráficas del cerebro en la clase de ciencia. No por azar coloca los sensores a la alumna de la que está secretamente enamorado, Briony, para poder ver dentro de ella, mejor que lo que nunca podrían hacer sus compañeros de clase. Y los picos obtenidos por el detector cuando la chica contempla una escena circense le hacen deducir a Andrew que algunos gustos infantiles siguen presentes en ella[3], no por casualidad, pues Briony se dedica también al salto acrobático, en este caso al salto de trampolín (una emulación de esas capacidades realizada por Andrew, por cierto, dará una vuelta brutal a la trama). En algún lugar concreto, Doctorow hace expresar a la perfección lo que llamaríamos el loop recursivo de la conciencia en una cuestión que Andrew dirige a sus alumnos:

Hice esta pregunta: ¿cómo puedo pensar sobre mi cerebro cuando es mi cerebro el que está haciendo el pensamiento? ¿Acaso está este cerebro pretendiendo que soy yo pensando sobre él? Soy una consciencia misteriosamente generada, y no me reconforta saber que es una de miles de millones. Eso es lo que les dije y entonces recogí mis libros y salí de la habitación (posición de Kindle número 344)

            En otros momentos Andrew comenta el syllabus o programa de su asignatura, aludiendo a que los filósofos pragmáticos y existencialistas son los que mejor pueden ajustarse a una ciencia de la mente, al mantenerse al margen de cualquier “metaphysical bullshit” (pos. 600). Entiende que el alma no es más que uno de los fingimientos de los que es capaz la mente (pos. 936) y que la identidad es una suma o sucesión de esas ficciones identitarias (lo que habíamos apuntado en las conclusiones de nuestro La literatura egódica, 2013). Para Doctorow la neurociencia es el modo de lograr la introspección e incluso de llegar a una trascendencia inmanente, donde no sea necesario ningún esoterismo para preguntarse por el sentido de las cosas. En la apertura de su ensayo Cómo sentimos, el neurobiólogo Giovanni Frazzeto lo dice de forma muy clara: “la aventura de adentrarse en los secretos del cerebro humano daba paso a la reflexión profunda. Era como explorar un aspecto poco conocido de mí mismo, como descifrar un relato escrito en código acerca de la mente, relato a cuya escritura yo mismo contribuía con mis experimentos”[4]. El ensayo de Frazzeto, por cierto, es un valioso acercamiento al problema emocional y su traslación fenomenológica en sentimientos, algo por cierto de lo que es muy consciente Doctorow en su novela: “Is that congnitive science?”, pregunta el psiquiatra, y Andrew responde: “Not really. It’s more like suffering” (pos. 1555).

            Andrew’s Brain, en suma, entiende la identidad como algo polimórfico e hijo de la metamorfosis, más allá del desequilibrio de su protagonista, que le lleva a enhebrar ante un psiquiatra estatal una retahíla de recuerdos inconexos sólo para no hablar de lo que ocurrió (pos. 1045). Es una novela que pone en cuestión el yo; no el de su protagonista, que también, sino cualquier yo, la idea misma de yo. Y es aquí donde podemos engarzarla con Pornografía para insectos (2014), el último poemario de José María Parreño, un poeta menos conocido de lo que debiera y autor de algunos libros muy estimables como El libro de las sombras (1985). Aunque en la cubierta sólo aparece como título Pornografía para insectos, el poemario tiene una segunda rúbrica –y, con ella, una primera división interna observable–: El desvividor.  El desvividor seríael supuesto resultado de su imposibilidad para escribir el primero, según se confiesa en la introducción. Lucha, pues, entre dos poemarios, uno querido y otro obtenido, como consecuencia de otra lucha íntima, la de desvivirse, la de “aniquilar el yo”[5], aunque “mi yo no consiente en morir de ninguna manera” (p. 12).

            Pornografía para insectos es el retrato parcial de esa lucha sin cuartel entre una parte del yo que busca la desaparición y la otra que se resiste (“soy su mitad o más. / Pero no tengo nombre”, p. 20), aunque sea bajo la forma de la figuración o simulación de la identidad: “hay orquídeas que se hacen pasar / por hembras de abeja” (p. 13, recordando las formas avatáricas de sí que crea la araña Cyclosa Mulmeinensis, de la que hemos hablado en otro lugar[6]). Dos yoes antagónicos incapaces de convivir y que sólo buscan prevalecer uno sobre el otro: “hago el cuchillo // para que / una parte de mí / mate a la otra” (p. 51). No hay dos identidades, sino más bien un no-yo que se propone, sin demasiada suerte, matar al poderoso yo central que atenaza a la subjetividad y le impide desaparecer. “Es una especie de celda, la mente del cerebro. Tenemos esos misteriosos cerebros de un kilo y cuarto de peso y ellos nos encarcelan” había escrito Doctorow en su novela (“It’s a kind of jail, the brain’s mind. We’ve got these mysterious three-pound brains and they jail us”; Andrew’s Brain, pos. 1025/1679). Ese yo enjaulado impide al yo elocutorio que utiliza Parreño disolverse en la nada y llevarse el dolor de vivir y el dolor de contemplar las injusticias, pues a su particular modo Pornografía para insectos es un poemario de honda carga social, con múltiples capas de lectura, todas sabias y elocuentes. Quizá como rescoldo de esperanza o como trascendente alternativa, aparece al final un extraño dualismo cartesiano que abre las puertas al “alma” y otras formas de perduración. A nosotros nos parecen más interesantes las primeras, las desustanciadas: “Ya nunca más / diré yo: / diré aquí” (p. 52). Quizá el espíritu no tenga suficiente con eso, pero los lectores de poesía sí.



[Relación con los autores: ninguna. Con las editoriales: ninguna con Abacus, Pre-Textos es mi editorial de poesía]



[1]Marco Roth, “Rise of the Neuronovel. A specter is haunting the contemporary novel”, n + 1, 14/09/2009, https://nplusonemag.com/issue-8/essays/the-rise-of-the-neuronovel/.
[2] E. L. Doctorow, Andrew’s Brain; Abacus, London, 2014, edición para Kindle, posición 334/1679.
[3] E. L. Doctorow, Andrew’s Brain, ibídem.
[4]Giovanni Frazzeto, Cómo sentimos. Sobre lo que la neurociencia puede y no puede decirnos acerca de nuestras emociones; Anagrama, Barcelona, 2014, p. 9.
[5] J. M. Parreño, Pornografía para insectos; Pre-Textos, Valencia, 2014, p. 11.
[6] V. L. Mora, “Sujeto a réplica: el estatuto narrativo del sujeto palimpsesto y formas literarias de identidad digital”, en Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban (eds.), Imágenes de la tecnología y la globalización en las últimas narrativas hispánicas; Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2013.

Fragmentos de apocalipsis

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“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, Fredric Jameson.

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Juan Carlos Márquez, Los últimos; Salto de Página, Madrid, 2014.

Tras el libro de cuentos hilados Tangram (2011) y el experimento narrativo-fotográfico Lobos que reclaman la noche (2012), el narrador Juan Carlos Márquez continúa su camino en las distancias menos cortas con una nouvelle contenida y enmarcable en el género de la ciencia-ficción, un género que hace décadas que dejó de ser un subgénero para devenir una posibilidad estética más, muy apreciada por las últimas hornadas de narradores. Con ciertas reminiscencias, a mi juicio, del Plop de Rafael Pinedo (el tema postapocalíptico, el tono duro y nihilista, la fragmentación constructiva, la precisión cortante), Márquez presenta un relato distópico dividido en dos partes, una terrestre y otra marciana, muy bien escrito y trabado. Frente a la sequedad estilística de Pinedo, Márquez ofrece un tono algo más retórico, con un estilo puesto exquisitamente al servicio de la trama, sin obliterarla y realzando sus contornos con algunos destellos líricos. Otra diferencia con el escritor argentino sería el fuerte humanismo de fondo –volcado sobre todo en el omnipresente tema de la paternidad–, frente a la brutal deshumanización de los personajes de Pinedo, enmarcados en unas coordenadas sociopolíticas de las que huye Márquez. Se advierte algún pequeño error (la distancia de la Tierra a Marte no son “50.000 millones de kilómetros” –p. 102–, sino diez veces menos, 55 millones aproximadamente), que no afecta a la trama.

La historia de Los últimos se desarrolla en un in crescendo pavoroso resuelto con soltura, donde nada sobra y todo está al servicio del sentido, salvo un par de sueños que sirven al autor para darle contexto onírico al deseo y a la culpa (algo muy habitual en la narrativa española última, por cierto). El final abierto nos deja ante una vuelta de tuerca que puede ser vista, como diría José Ángel Valente, a modo de esperanza.

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“Esto no es una historia. Es una profecía”
[Gonzalo Torrente Ballester, Fragmentos de apocalipsis; Destino, Barcelona, 1982, p. 83.]

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A lo largo de los últimos años he ido apuntando en mis ensayos o reseñando en mi blog libros recientes que abordan el tema postapocalíptico o que son definibles como distópicos. Los han escrito autores franceses (Jean-Claude Rufin, Houellebecq), alemanes (Julie Zeh, El método), neozelandeses (Bernard Beckett, Génesis), británicos (Never let me go,2005, de Kazio Ishiguro), estadounidenses (Jonatham Lethem, Dave Eggers, Ken Kalfus, George Saunders, Cormac McCarthy), y no pocos escritores hispánicos: Mike Wilson, Zombi; Ariel Dorfman, Terapia; Javier Fernández, Cero absoluto; Doménico Chiappe, Entrevista a Mailer Daemon; César Aira, Marcelo Cohen, Eloy Tizón, J. P. Zooey, Cristian Crusat, Rafael Pinedo, Gabriel Peveroni, Pablo Manzano, Juan Francisco Ferré, David Monteagudo, Robert-Juan Cantavella, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Pedro Mairal, Germán Sierra, Paolo Bacigalupi, David Miklos (No tendrás rostro, 2013), Jorge Carrión (Los muertos, 2009, Los huérfanos, 2014), María Perezagua (“Homo coitus ocularis”, relato incluido en Leche,2013), Anna Kazumi Stahl (Catástrofes naturales), Manuel Darriba (El bosque es grande y profundo, 2013), el citado Juan Carlos Márquez (Los últimos), los autores incluidos en la antología Mañana todavía. Doce distopías para el siglo XXI (Fantascy Libros, 2014), editada por Ricard Ruiz Garzón y, por último, Mario Martín Gijón, en su novela Un día en la vida del inmortal Mathieu (2013), de la que hablaremos a continuación.

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La novela de Mario Martín Gijón imagina un día bloomianodel futuro próximo a 2072, con estructura narrativa de “tiempo reducido”, en el que un psicólogo intenta comprender un catastrófico atentado acaecido el día anterior y calmar la angustia de sus pacientes producida por el ataque. Un día en la vida del inmortal Mathieu (Ediciones Irreverentes, Madrid, 2013) recrea un mundo regido por el liderazgo de China, en el que la insostenible situación socioeconómica global ha obligado a la prohibición de la natalidad. A modo de compensación por la imposibilidad genésica, los seres humanos alcanzan la condición de inmortales gracias al elevado desarrollo de la tecnología, que permite la gradual sustitución de las partes del cuerpo por prótesis biónicas (un tema, siempre lo recordamos, ya magistralmente desarrollado en 1952 en la novela Limbo de Bernard Wolfe). Pese a las buenas intenciones de Martín Gijón, lamento decir que su prosa narrativa no está a la altura de su poesía, y si hace algún tiempo alabábamos su excelente poemario Rendicción (2013), no podemos hacer lo mismo con esta novela, lastrada por algunas decisiones desafortunadas: el uso de la técnica del manuscrito encontrado o editado, que por manido debe ser utilizado con algo más de malicia; la sensación de que su estilo narrativo, siendo bueno, es menos singular y trabajado que su estilo poético; algún momento de inoportuno melodramatismo (p. 54); la planitud de casi todos los personajes; detalles chocantes como que un psicólogo francés cite de continuo a Unamuno y Cernuda; y, más en general, la sensación de que el libro se ha escrito no tanto para calibrar las posibilidades de la inteligencia artificial o de la cibernética o para columbrar las sociedades resultantes de su aplicación generalizada, sino para ajustar algunas cuentas con nuestra actualidad. Es cierto que toda distopía es, en cierto modo, una proyección de la sociedad del tiempo en que se escribe y una crítica de la misma –por eso es un género esencialmente político–, pero su éxito como proyecto narrativopasa por dotar de verosimilitud narrativa y ambiental al mundo futuro imaginado, algo que Un día en la vida del inmortal Mathieu no llega a conseguir, entregándonos sólo algunas estampas de ese porvenir que no terminan de formar una imagen coherente y reconocible. Por ese motivo, algunas de las reflexiones más poderosas y plásticas aparecen cuando el protagonista rememora los primeros años del siglo XXI (entre otras, véanse pp. 71-72), es decir, nuestro presente, y critica algunos fenómenos hoy en marcha. Como valores de la novela destacaríamos la voz en primera persona de Mathieu, causante de muchos males que intenta justificar(se), así como la indudable imaginación de Martín Gijón y el hábil modo en que los problemas humanos seculares, el “miedo primigenio” (p. 158) y las cuestiones de identidad son capaces de sortear los cables y las prótesis hasta dejar a los personajes desnudos ante sí mismos.


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“Convivimos con el Apocalipsis. Hace ya mucho tiempo que esa idea nos acompaña. Ha ido variando, se ha ido transformando a lo largo del tiempo, siendo primero una sombra, luego una posibilidad tangible y después una realidad evidente. Mientras existió la posibilidad tangible, era imposible ver en las películas imágenes de la destrucción real. Pero en cuanto cayó el Muro de Berlín la gente empezó a atreverse a manejar la idea de. Supongo que estábamos más que preparados, me dijo Víctor. No sólo somos la generación que más ha pensado en el Apocalipsis, somos la generación que más lo tiene presente, la generación que más lo necesita para pensar en sí misma. Un la idea del Apocalipsis, del fin del mundo, parece ser el último resto del que disponemos para seguir creyendo en algo parecido a la identidad. Sólo hay que fijarse en la cantidad de novelas y de películas que han ido apareciendo desde los años 90 en las que estallan bombas atómicas, algo impensable 10 años atrás, o se destruye la tierra, poniendo a los seres humanos al borde de la extinción. Bombas atómicas por un lado, extraterrestres por otro, asteroides gigantescos o fenómenos naturales tipo cambio climático. ¿No te has parado a pensar en ello?, Me preguntó. ¿Cuál es el hueco que intentamos llenar con semejante dosis de destrucción? ¿Qué clase de culpa tenemos que expiar para que nos veamos en la necesidad de un de imaginar la extinción de la raza humana y la destrucción de nuestro planeta una y otra vez? ¿Cómo es posible que coloquemos nuestra última esperanza de existencia como individuos en la idea de la destrucción del mundo conocido? ¿Por qué esa obsesión con hacer tabla rasa y empezar de nuevo?”
[Juan Trejo, La máquina del porvenir; Tusquets, Barcelona, 2014, p. 56.]


[Relación con Juan Carlos Márquez: no le conozco personalmente, somos contactos en Facebook. Relación con Mario Martín Gijón: cordial. Relación con las editoriales: ninguna].

Mavrakis y el neuromarketing

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Nicolás Mavrakis, El recurso humano; Milena Caserola, Buenos Aires, 2014.

Nicolás Mavrakis (Buenos Aires, 1982) es un joven periodista, crítico literario y escritor argentino, del que habíamos leído algún ensayo sobre tecnología y literatura, y que cuenta con varios libros publicados. Su última publicación, la novela El recurso humano, muestra que la inquietud sociotecnológica es una constante en su obra, latente ya en obras anteriores como No alimenten al troll (2012). Construida como una distopía, El recurso humano presenta el discurso en primera persona de un experto en neuromárketing, es decir, un “programador especializado en análisis de información neurocientífica” (p. 114). El objetivo de su trabajo es, definiéndolo a grandes rasgos porque la idea es más compleja de lo aquí resumido, crear agentes provocadores (p. 117) del consumo de los demás. Para ello debe ser capaz de predecir las pautas de consumo, pues sólo así se llegarán a establecer los patrones de condicionamiento: “¿Pero qué tal si el trabajo predictivo se vuelve pragmático? ¿Qué tal si uno pudiera, llegado el caso de la predicción perfecta de los fe­nómenos humanos, moldear el mundo de acuerdo a las necesidades de cada individuo?” (p. 37). El refinamiento de estos procesos por las empresas del ¿futuro? que presenta Mavrakis llega a tal sofisticación que el cerebro humano no basta y es necesario crear algo más complejo: “Hay que miniaturizarse y desaparecer en bytes” (p. 35) se dice reveladoramente, anticipando que el personaje Arcidiácono es un programa de Inteligencia Artificial: “Arcidiácono era la suma encriptada y viva de una infinita memo­ria del consumo, creciendo con cada byte que se sumaba a la red. Su propia memoria se había digitalizado bajo un algoritmo que se nutría del análisis diferencial de cada orden de compra ingresada a todas las versiones occidentales, orientales, legítimas y piratas de sitios como eBay, Amazon, BetterWorldBooks, Hardwaresales.com, Mercado Libre.” (p. 130). Este trabajo de predicción comercial, sustentado en el análisis de ingentes cantidades de datos, no es ninguna fantasía; Byung-Chul Han, en Psicopolítica (2014), escribía: “el Big Data podría poner de manifiesto patrones de comportamiento colectivos de los que el individuo no es consciente. (…) Los datos personales se capitalizan y comercializan por completo (…) los hombres (…) devienen mercancía. El Big Brother y el Big Deal se alían”[1]. Han sólo describe, Mavrakis encarna narrativamente el procedimiento por el cual podrá llevarse a cabo esa mercantilización inconsciente del sujeto actual en breve plazo.

Textualmente, la novela se presenta como un diario al revés, que invierte La flecha del tiempo, al modo de la novela de Martin Amis –que no por casualidad aparece en la novela–, o del Viaje a la semilla de Alejo Carpentier. Alternándose con este diario fragmentario aparece otro relato, numerado en código binario, que cuenta la otra parte de la historia con secuencialidad temporal opuesta. El primer diario es algo extraño y heterodoxo, pues sabe cosas que pasarán al día siguiente, algo improbable en un diario strictu sensu: “Pudo haber sido el momento más extraño del fin de semana. Pero faltaba lo peor.” (p. 81). La extrañeza se aclara en otro momento, en el que hay una conexión del diarista con el otro registro binario, pues el diario se refiere el 31 en julio en pasado (“Creo que ya escribí en algún lugar de este diario que es como el amor: no hace falta buscarlo, te encuentra”, p. 90), a una frase que se escribirá dentro del relato binario en el pasado temporal de la novela, pero en el futuro de la historia (p. 21), revelando que el diarista tiene acceso al otro segmento del discurso. La crítica Leticia Martín ha establecido algún paralelismo (no completo) entre este diario y el Diario de la beca de Mario Levrero, y podemos asociarlo con cualquier diario cuyo objeto último sea, precisamente, la destrucción del diario convencional (véase página 133).

El gran asunto de El recurso humano es precisamente la reconfiguración de lo humano, vía la neurociencia, en el futuro próximo; mientras los científicos investigan en lo que somos, las corporaciones trabajan en cómo rentabilizarlo, y la novela de Mavrakis muestra las más inquietantes –pero plausibles– formas de lograrlo. “El mundo va a ser la combinación exitosa de bases de datos reco­lectadas por sociólogos, psicólogos, neurólogos y el trabajo metódico de programadores senior” (p. 37). Novela política, pues, en la que lo contado es más importante que el modo en que se cuenta, le conecta con otros narradores de su entorno (con J. P. Zooey, a mi juicio, más que con otros), y con esa imparable tendencia distópica que canaliza el imaginario del pánico socio-económico-tecnológico-político que sacude la literatura en castellano en ambas orillas del Atlántico.

Para terminar, y como curiosidad, diremos que la novela de Mavrakis, aparecida antes que el último episodio de la serie Black Mirror (el especial de navidad titulado “White Christmas”), toca la mayoría de los temas planteados televisivamente por éste, por ejemplo la miniaturización de la conciencia en bits, demostrando que Arcidiácono sí que sabía leer el futuro.


[Relación con autor y editorial: ninguna]


[1] Byung-Chul Han, Psicopolítica; Herder, Barcelona, 2014, p. 98.

Comentario sobre la poesía de Eduardo Moga

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En este vídeo comentamos "El corazón, la nada" (2014), antología de la obra poética de Eduardo Moga publicada por Amargord.

Peter Handke y Juan Trejo

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Peter Handke, La Gran Caída; Alianza, Madrid, 2014.


Sobre Peter Handke ya hemos hablado muchoen este blog, pero siempre quedan cosas por decir tratándose de un gran narrador como él. Leyendo La Gran Caída (Der Große Fall, 2011)entiendo dos cosas: la primera, que la virtud por la que antes se reconoce a un escritor eximio es que suele desconcertar nuestra experiencia de lectura; o, en otras palabras: si no entiende qué sucede en La Gran Caída, siga leyendo hasta que tal cosa deje de importarle. La segunda, que la especial riqueza discursiva de la prosa de Handke proviene de la cualidad ambivalente de su mirada: es penetrante unas veces y otras se deja penetrar por las cosas que observa, de forma que hay una perspectiva continua de entrada y salida de lo observado en la obra. Momentos memorables como ese en el que el actor protagonista de La Gran Caída recae en que el estruendo urbano genera una especie de sordera (fruto de la mirada penetrante del escritor sobre las cosas), o la dificultad de aprehender una semilla de limón húmeda, se mezclan con otros instantes donde son las cosas las que entran en la narración, que se vuelve porosa y absorbente (“lo que llegaba hasta él era sólo un asombrarse”, p. 158). Es un milagro narrativo que un autor logre oscilar con esa naturalidad desde el mirar al ser mirado, y que una novela fluya sin tensión ni chirridos entre ambas fuerzas, hechizando al lector con la alternancia. La Gran Caída cuenta la historia de una caminata perceptiva, de una contemplación de corte a veces surrealista, que parte de lo íntimo y llega a lo social (a la destrucción de lo social, para ser exactos), una deriva cuyo ritmo siempre hipnótico puede recordarnos a El paseo (1917), de Robert Walser –con menos sentido del humor y más psicología–, aunque a lo que más recuerda es a otras obras del propio Handke, como la tremenda La pérdida de la imagen o Por la sierra de Gredos (2002). No estamos ante una de las mejores obras del autor austríaco, pero tampoco ante una de las menos interesantes, lo que no debe movernos a engaño: Handke, incluso en dosis medias, sigue siendo imprescindible.


Juan Trejo, La máquina del porvenir; Tusquets, Barcelona, 2014


La excelente novela de Juan Trejo La máquina del porvenir (2014) narra la historia de tres generaciones de una familia preñada de secretos, entre ellos la construcción de una máquina para viajar en el tiempo. Sin embargo, la máquina es en esta ocasión casi un pretexto para ahondar en el poder del pasado a la hora de entender el presente de los personajes (“la máquina del porvenir sirve para ver el presente”, p. 378), diluyéndose la parte tecnológica en un recurso al servicio de la trama, y primando el concepto simultaneísta del tiempo, al que los personajes llegan más mediante la meditación trascendental o los paraísos artificiales que mediante la propia máquina. Uno de los aspectos atrayentes de la novela es que su investigación sobre el Tiempo y su efecto sobre las personas no se limita a la semántica, sino que incluye la propia estructura de la novela, algo que la une a algunas obras recientes, como La torre y el jardín de Alberto Chimal, Los hemisferios de Mario Cuenca o, yendo algo más atrás, a El mundo en la era de Varick de Andrés Ibáñez (novelas con las que comparte otros elementos, como la ambición narrativa y el intento de pintar un gran fresco sociocultural). En La máquina del porvenir la estructura temporal se materializa mediante el empleo del agujero narrativo de gusano, trasunto de la hipótesis científica planteada por Hugh Everett III. Estos puntos de engarce entre instantes narrativos sonapreciables en algunos lugares, como por ejemplo al comparar las páginas 215 y 406 de la novela, donde los mismos dos personajes se encuentran, en idéntico instante, en dos lugares diferentes, produciéndose un pliegue espacio-temporal que se explicita a nivel narrativo por la repetición del mismo párrafo. Muchas páginas antes se había avanzado la posibilidad: “(…) experimenta la profunda, casi palpable sensación de estar al mismo tiempo en otro interior, casa o piso. Su mente se mueve en dos territorios, como mínimo. (…) Y la sensación tiene que ver con el punto de contacto, con la grieta a través de la cual sus diferentes yoes se ponen en contacto” (p. 101). No es casual que el Doctor Manhattan del cómic Watchmen de Alan Moore vaya a ser una figura recurrente de la novela; esto sucede porque este personaje representa a la perfección el modelo de temporalidad simultánea que Trejo persigue: “(…) según mi actual percepción, en el discurrir de esta historia el pasado, el presente y el futuro se interrelacionan formando una especie de flujo un sin contornos definidos; algo parecido a lo que le ocurre al Doctor Manhattan” (pp. 169-70). También la desintegración atómica del personaje de Moore es símbolo de la los suyos[1].

Porque otra de las claves de la novela es la necesidad de los personajes de superar su dispersión identitaria (véase p. 16), moviéndoles el impulso de hallar algún tipo de unidad o anclaje, aunque en varios momentos sospechen que su fijeza debería consistir, precisamente, en aceptar el desarraigo y la carencia de raíces. Los personajes se sienten nómadas y viajan en pos de alguna revelación o de algún descubrimiento que pueda cambiar sus vidas: México, Argentina, Brasil, Estados Unidos, Barcelona; también la escritura como terapia, ya sea de una obra de teatro (cf. pp. 65 y 245) o del diario de Oscar, simboliza ese ansia de identidad. Los personajes centrales (Óscar, Jorge, Rick) van a toparse en esos lugares con figuras anticlimáticas que les servirán de psicopompós o figuras simbólicas de acompañamiento “al otro lado”: Vilo, Boluda[2], Víctor, don Andrés. Para terminar, la presencia de agua en algunos de esos lugares está vinculada profundamente la revelación o epifanía vital que van a sufrir[3], siendo muy hermoso el tratamiento de las ciudades sumergidas.


[Imagen de Thomas Barbey]



Por eso no es casual que la novela de Trejo participe del Bildungsroman, en cuanto novela de aprendizajes y construcción de personalidad, a la antigua usanza. Es una novela post-romántica que también parece una novela rusa, no sólo por la morosidad de algunos aspectos de la trama y las derivaciones familiares, sino por la utilización de diversos nombres para algunos personajes, como Ryszard, según las circunstancias en las que se encuentren. Pero hay un elemento que la hace singular: en La máquina del porvenir constatamos en todo momento que la identidad dudosa del personaje guarda estrecha relación con el acto de narrar su historia y la de su familia; no me refiero a la obviedad de que la historia de un personaje debe contextualizarse familiarmente, sino a que la propia narración en marcha constituye para Óscar lo identitario: “A partir de ahí, lo narrado señala, en teoría, hacia la búsqueda de la identidad perdida” (p. 345). Necesidad que también acucia a otros personajes: “contar su historia implicaba para Víctor desprenderse de clichés o enfoques heredados y empezar a observar las cosas a través de su propia mirada” (p. 351). En ese sentido, es a la vez Bildungsroman, novela de construcción, pero también construcción de novela, metanovela, en fin, que va contando su propia elaboración. De este modo reparamos en que tanto la forma de la narración como el tiempo de la misma están hábilmente acompasadas a su espíritu, ajuste en el espacio y en el tiempo que es el que intenta hallar, por todos los medios, su personaje principal.

El lector se ve a veces apesadumbrado por la morosidad y lentitud de la historia, por la inacabable reproducción de las sagas familiares y sus pequeñas historias, que además se repiten y forman círculos nietzscheanos de formalización y copia; el lector se siente a veces impaciente ante el relato, como Víctor cuando escucha el interminable discurso de Jorge sobre su propia historia (pp. 336ss), que además el lector ya ha podido leer en su mayor parte al principio de la novela. Jorge le advierte a Víctor que “no voy a correr, lo que tú quieres saber conlleva aceptar toda la historia; mi historia, si prefieres verlo así” (p. 340), y nosotros, como Víctor, aceptamos las condiciones, unas pocas veces con impaciencia y las más con una demorada y redonda sensación de disfrute.


[Relación con los autores reseñados: ninguna. Relación con las editoriales: ninguna.]



[1]“Quítenle un pasado como físico nuclear. Lo que queda se parece a mí: un ser desintegrado que, poco a poco, gracias a un impulso eléctrico de su conciencia, empieza reconstruirse a nivel intrínseco”; Juan Trejo, La máquina del porvenir; Tusquets, Barcelona, 2014, p. 68.
[2]Como en su novela anterior, El fin de la guerra fría (2008), Trejo utiliza para algunos de sus personajes secundarios nombres irónicos, relacionados con algunos de sus escritores favoritos. Si allí aparecían don de ladrillo aquí comparecen de perfil la gerente de hotel Doctorow (p. 323) o los profesores David F. Wallace y Bellow (pp. 353-54). Incluso, describiendo las clases de ambos profesores, Trejo lleva a cabo una inteligente forma de crítica literaria subterránea (pp. 354-57).
[3]Es significativo, al terminar la novela, volver a la página 17 y leer que “el agua de algo parecido a mi identidad, por turbia que fuese, había sido mi madre”.

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