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Channel: Vicente Luis Mora. Diario de Lecturas
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Recensiones y recomendaciones

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Antes de las reseñas, me gustaría hacer un par de recomendaciones; la primera es una nouvelle de Maxim Biller, titulada En la cabeza de Bruno Schulz, recién publicada por Editorial Minúscula, con elegante traducción de Paula Kuffer. Bajo este extraño título aguarda al lector una breve joya de tono kafkiano cuyas nimias evoluciones presagian todo el horror que viviría el escritor polaco Bruno Schulz, quien murió a manos de los nazis y cuya obra merecería más atención editorial. Ojalá que el libro de Biller la impulse. La segunda recomendación es una novela del ruso Gaito Gazdánov, El espectro de Aleksandr Wolf (Acantilado, 2015), con una excelente traslación a cargo de María García Barris. La novela de Gazdánov, que podría leerse como una variación exótica de Los duelistas de Joseph Conrad, se recorre con avidez y agrado. Si tuviera que destacar una sola cosa de ella subrayaría la habilidad del autor para construir varias historias de la más humana y sensible de las formas. Hacía tiempo que no leía una novela con tanta sabiduría vital, fruto quizá de la ajetreada y variopinta experiencia del autor, huido de Rusia en 1923, acogido por Francia y que trabajó durante mucho tiempo en Alemania. Todo ese trasiego en una época tan palpitante (la novela fue publicada en 1948) y todo el bagaje espiritual que debió acumular Gazdánov están lustrosa y compasivamente trasvasados a sus personajes. El espectro de Aleksandr Wolf es una de esas novelas breves que requieren de la sosegada destilación de varias décadas de vida para ser escritas.



Frédéric Martel, Smart. Internet(s): la investigación; Taurus, Madrid, 2014.

Este exhaustivo texto de Martel es interesante si se mira como radiografía o fotografía, más que como ensayo de calado, de algunos cambios sociopolíticos y económicos que están teniendo lugar en la actualidad y que han de implicar profundos cambios en el futuro. Smart, como libro,es un cruce entre un trabajo sociológico y una crónica periodística –se basa, de hecho, en entrevistas–, pero retrata tendencias que no podemos dejar de lado si buscamos una imagen clara del mundo que están construyendo para nosotros (o por nosotros). Aunque la tesis medular de Smart es que Internet es cada vez más local y que “ni disuelve las identidades culturales, ni allana las diferencias lingüísticas, sino que las consagra” (p. 21), ofrece otras líneas de corte geopolítico. Por ejemplo, una de las conclusiones a las que llega Martel, vía uno de sus entrevistados, John Sujit es que China está construyendo la mayoría del hardware tecnológico de nuestro tiempo e India el software (p. 100), y que se trata una tendencia creciente, cuyos efectos globales veremos en los próximos años. Pensemos dónde deja eso a la antigua primacía occidental, que todavía controla las marcas que ponen en marcha ese funcionamiento (o parte de ellas, porque China ya tiene empresas tecnológicas de mayor tamaño que Amazon), pero que está deslocalizando la operativa en Asia y encuentra allí profesionales mejor formados en cuestiones informáticas (los indios) y mano de obra infinitamente más barata y competitiva.

Como hemos avanzado, la tesis central del ensayo, probada sobradamente a través de las entrevistas con responsables de medios de comunicación (televisivos, digitales, etcétera) de todo el orbe, es que Internet se localiza a la vez que se globaliza (una tendencia que ya sabíamos desde al menos 1998, cuando se publica Local y global de Jordi Borja y Manuel Castells), pero que parece crecer en los últimos años, mediante el aumento de la localización territorial de los contenidos:

China confirma paradójicamente que la televisión continúa estando muy territorializada, a pesar de que bascule hacia Internet. La social TV, la televisión conectada y los intermediarios del tipo Netflix no hacen más que acentuar esos fenómenos de regionalización y a veces de relocalización. Al convertirse en algo nuevo, más complejo, y tal vez más interesante, al liberarse del receptor tradicional y de los varios hijos de misión, la televisión se transforma al tiempo que permanece anclada en un territorio. Y aunque el hermoso slogan de Youki sea The world is watching, a fin de cuentas, y paradójicamente, el mundo no mira. (p. 309).

Los ejemplos que incorpora Martel son numerosísimos y de su lectura salimos con la impresión de que le asisten las razones y los hechos. Una coincidencia viene a apuntalar su hipótesis: leyendo el prólogo que la escritora chilena Claudia Apablaza escribe para Voces -30, la antología que ha realizado de autores latinoamericanos jóvenes, describe su propósito abarcador y confiesa: “La distancia y las dificultades de distribución por las que pasa el mundo editorial determinan esa variable, aunque sí, está internet, pero me parecía que incluso en internet lo que se volvía más latente eran los narradores chilenos y a mi vista, los que tenía más cerca”[1]. La antóloga se vio forzada a hacer un esfuerzo activo para encontrar en la propia red un margen de investigación más amplio y comprensivo.


En ocasiones, no obstante, Martel lleva demasiado lejos el argumento forzando su sentido, como cuando sostiene que el uso por Facebook y Google de algunas lenguas, como el portugués  (p. 83), implica una voluntad territorial, cuando no es más que una política habitual de cualquier multinacional–algo que implica su propio nombre–. Facebook no se ha hecho más brasileño porque admita el portugués, sino que una parte de la sociedad brasileña se ha globalizado o glocalizado gracias a Facebook, lo cual es algo distinto a lo que Martel argumenta.

            En cualquier caso, estos excesos puntuales de Martel no deben restar importancia a su obra, pues este vastísimo caudal de entrevistas, comentarios e impresiones, provenientes de numerosos representantes y agentes del mundo digital, constituyen un esfuerzo de investigación que resiste pocas comparaciones, y que deviene casi obligatorio para los estudiosos de la comunicación, de Internet o de la televisión. En realidad es un instrumento útil para cualquier investigador que pretenda estar al tanto de cómo suceden las cosas en nuestros días, y, sobre todo, de cómo se cuentan esas cosas y de quiéndecide el modo en que se cuentan.



Julián Cañizares, La lealtadmantenimiento; La isla de Siltolá, Sevilla, 2015.

Sigo desde sus comienzos la trayectoria poética de Julián Cañizares (Albacete, 1972), caracterizada por una mirada metafísica que forja su asiento en un lenguaje poético singular, tan acerado como contenido. Sin embargo, aquella mirada postromántica de Sustituir estar (2009) o de Lugar esquema (2013)ha sufrido cambios notables en La lealtadmantenimiento, para ahondar en la expresividad, de forma que la preocupación esencial de ese lenguaje poético es ahora el lenguaje en sí mismo, con el propósito de encontrar, como apunta Cañizares al final del libro, “un lenguaje propio, que actúe como espejo, reflejo del yo” (p. 63). Con este objetivo, uno de los más propios del quehacer poético (pues la poesía es “una crítica del lenguaje”[2], según Meschonic, y “cuanto más densa es la textura del lenguaje del poema, más se convierte en una cosa en sí misma, pero más puede gesticular más allá de sí misma”[3], a juicio de Terry Eagleton), emprende Cañizares un arriesgado ejercicio de reconstrucción lingüística, que podría recordar a ciertos experimentos de Oliverio Girondo, Lewis Carroll, Julio Cortázar o Raymond Roussel, dirigidos a lograr esa expresividad del símismo mediante la dislocación, desplazamiento o retorsión del lenguaje:

La vida rasa es el corazón
de lo llegadoreo y sentir,
de lo que mespera siendo sí,
yo, estructura de almatodo. (p. 31)

La relación con Girondo es especialmente clara, puesto que también en el poeta argentino “el cambio se da por necesidad del yo, y no como algo impuesto (…) La palabra deviene así proceso continuo de cambio. Proceso y no fin, dado que no se conoce la última voluntad del yo”[4], como viera Olga Juzyn-Amestoy. Cañizares sigue para ello tres procedimientos: la retorsión o el desplazamiento de palabras conocidas (vgr., “transomitir”, “rectula la curva”, “sufrerior”), la creación e términos de nuevo cuño (“harakirimente”), y la yuxtaposición de “palabras duales”, como el autor las llama, “formadas por dos palabras juntas que hacen que el significado sea más completo, más identificado con un mundo personal” (p. 64), como por ejemplo la “lealtadmantenimiento” del título. Es obvio que los riesgos tomados no siempre están a la altura del ambicioso planteamiento. A veces las elecciones de palabras no son afortunadas o caen en lo naif (“newtérmicos”, p. 27), y en otras la energía del poema parece más centrada en la producción de neologismos que en constituirlo como un texto válido. En estos casos el sentido termina ahogado en las palabras, en vez de impulsarse gracias a ellas. Pero, junto a estas caídas, hay que reconocer bastantes aciertos, pudiendo encontrarse poemas redondos en los que el espíritu de este lenguaje subjetivizado ha dado de lleno en la diana al conciliarse con el sentido del poema, como “Sentisiendo”, “Irvenir”, o “Lugarmento”, todas ellas piezas memorables, plagadas de hallazgos, y que dibujan un espacio exigente y necesario en nuestra poesía actual, donde encontraríamos también el último poemario de Mario Martín Gijón, Rendicción (2013), también comentado en este blog. Cañizares sigue con La lealtadmantenimientosu camino de perfección; al no tratarse de un camino fácil, no podemos exigirle que todos los pasos sean hacia adelante, aunque aquí estaremos pendientes de cada vicisitud, porque nos gustan los autores que se lanzan sin red y porque las voces singulares escasean y merecen leal seguimiento. Cesare Pavese escribió: “Habla poco mi amigo y ese poco es distinto”. Pues eso.


[Relación con los autores: ninguna, salvo con Julián Cañizares, cordial. Relación con las editoriales: ninguna.]
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[1] C. Apablaza, “Prólogo: una estrategia de exilio permanente”, en C. Apablaza (ed.), Voces -30. Nueva narrativa latinoamericana 2014; Ebooks Patagonia, Chile, 2014, [11-21], pp. p. 12.

[2] Henri Meschonic, “Leer la poesía hoy”, La poética como crítica del sentido; Mármol-Izquierdo Editores, Buenos Aires, 2007, p. 155.

[3]Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 249.


[4] O. Juzyn-Amestoy, “Girondo o las versiones poéticas del cambio”, Revista Iberoamericana, LVII, n. 155-156, abril-septiembre 1991, [pp. 543-556], pp. 545-46.

Acercamiento a la trilogía de Jorge Carrión

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La trilogía [1]narrativa de Jorge Carrión, formada por Los muertos (2010[2], 2014), Los huérfanos (2014) y Los turistas (2015), es uno de los ejercicios más ambiciosos de la novelística española última y, pese a sus puntuales errores [3] o carencias [4], hay que concluir que por sus valores estructurales [5]y discursivos [6] y por su capacidad para ahondar en los efectos psicosociales del trauma (personal [7]e histórico [8], individual y colectivo [9]), merece atención destacada por cuestionarse estilística [10], temática y constructivamente [11]preguntas fascinantes, algunas de ellas nunca planteadas antes en nuestra narrativa [12].








[1] La decisión de optar por el formato de trilogía no es baladí y tiene un contenido meditado por el autor: “Siempre he pensado –dice Vincent– que en las sagas, en las trilogías y las tetralogías, usted ya me entiende, el espectador establece otro tipo de relación con los protagonistas, una relación más profunda y más compleja.” (Los turistas,p. 60). No sólo con los personajes; el hecho de abordar la historia en tres volúmenes, cada uno con un estilo y construcción distinta, nos revela que no estamos ante una serie de novelas que parte del presupuesto de no tener una visión total sobre la historia. Ni el autor ni el lector tienen todos los elementos necesarios para reconstruir por completo la trama y las motivaciones. Si Lawrence Durrell hizo esto desde una perspectiva tardomoderna y a través de los cuatro personajes de El cuarteto de Alejandría, Carrión lo hace desde una perspectiva posmoderna (Los turistas, Los huérfanos) o pangeica (Los muertos), a través de la estructura novelesca.
[2] La primera edición de Los muertos fue publicada por la entonces llamada Mondadori; los tres títulos han sido publicados recientemente por Galaxia Gutenberg entre 2014 y 2015, que son las ediciones por las que citaremos.
[3] A mi juicio, amén de algún error puntual, que no tiene sentido apuntar en un texto, como éste, de contenido más amplio, el error de la trilogía es su excesiva autoconsciencia: la necesidad de que las cosas encajen, no solamente entre sí –intratextualmente– sino también con sus deliberadas resonancias intertextuales: el juego del ajedrez en Los huérfanos no sólo debe ser un motivo, también debe simbolizar la guerra fría entre EEUU y la URSS; las vidas de los personajes de Los muertos, una por una, deben apelar a otra ficción que a su vez trae sus respectivas resonancias literarias, etcétera. Aunque el autor ha dicho en algún lugarque no hay un “intérprete” en las novelas que tenga acceso a toda la historia, ese hermeneuta existe –contradiciendo a los Alvares y Carrington que se manifiestan, en la órbita de Sontag, “contra la interpretación” (Los muertos, p. 223)–, aunque sea en fantasma. Este planeamiento casi urbanístico, zonificado, que detalla la narración parcela a parcela, con voluntad agotadora, genera a veces cierto acartonamiento y deja poco espacio a la espontaneidad, a la fantasía (no a la imaginación, que la hay, y mucha), a la posibilidad de contradecirse, a la retorsión que se impone sobre el diseño y que puede trastocarlo con brillantez. La trilogía de Carrión no se equivoca, siempre tiene razón sobre sí misma, detalle por detalle y página por página, y esa falta de contradicción y de equivocaciones me parece, artísticamente, un error.
[4] Aunque se advierte un mejor estilo literario en Los turistas y, sobre todo, en Los huérfanos, que en la excesivamente esquemática Los muertos,Carrión es un notable escritor pero no es un gran prosista. Entre sus muchos dones para escribir echamos de menos una mayor calidad de página; esto no quiere decir que no escriba bien, sino que el estilo no parece ser una de las preocupaciones principales de la trilogía. Creemos que la razón estriba en una elección estética previa: la prosa parece constreñida por la pulsión de no perder de vista las ideas trascendentes que se quieren contar, por lo que el estilo está supeditado a lo descrito.
[5]Por ejemplo, “Teoría general de la huella”, el segundo capítulo de Los turistas, es una de las piezas más ambiciosas de la literatura contemporánea, que encuentra ascendientes en el capítulo del Ulysses de James Joyce titulado “Los bueyes del sol” y en Levante (1990) de Mircea Cărtărescu.El texto se estructura como un largo poema más o menos épico, donde la historia épica contada es, ni más ni menos, la de la propia lengua española y la de sus formas poéticas: el texto comienza con cuatro versos en latín vulgar, partiendo de un personaje histórico, la galaico-romana Egeria, cuyo Itinerarium ad Loca Sancta (escrito alrededor del año 386) es uno de los primeros libros de viaje escritos por una mujer y suele estudiarse como claro ejemplo de paso del latín clásico al vulgar. El poema, narrado por la “mujer de la multitud”, una Viajera inmortal sin nombre, continúa a partir del 5º verso con el lenguaje español del tiempo de las jarchas (y con la estrófica de las jarchas), para pasar a las formas del mester de juglaría, los romanceros, etcétera. Las rimas asonantes suceden a las consonantes y el verso libre a la rima; los intertextos trufan el cuerpo del texto y ensanchan su horizonte hermenéutico. Conforme el poema avanza, evolucionan tanto el idioma usado en él como su forma estrófica, y al mismo tiempo se ahonda en la construcción mítica del personaje, cruzado con la Promethea de Alan Moore (a su vez atravesada por los mitos grecolatinos), de forma que el “poema” va acumulando capas o estratos lingüísticos, históricos, estilísticos, literarios y míticos, en una síntesis que nos hace recordar aquel adagio de Gaudí: “la originalidad es la vuelta al origen”. Una pieza que es uno de los más contundentes homenajes a la tradición literaria rastreables en la literatura reciente, muy en la órbita de su maestro Juan Goytisolo.
Ahondando en la semántica del poema, la Viajera antonomástica que nos cuenta la historia va transmigrando en un personaje cíclico cuyo único punto de anclaje es el movimiento. Metamorfoseada en varios personajes unidos por la condición móvil, asiste a casi todos los hitos de la Historia moderna y actual (también a todos los hitos del feminismo), recontando hechos execrables y lugares taumatúrgicos.
[6]Algunas referencias literarias que ha utilizado Carrión para construir su obra, sea como modelos o como intertextos: Otra vuelta de tuerca, de Henry James; Respiración artificial, de Ricardo Piglia; Amor, de David Grossman; Poeta en Nueva York, de F. García Lorca; Bajo el volcán, de M. Lowry; Libro de los pasajes, de Benjamin; Watchmen, de Alan Moore, y un largo etcétera, amén de su habitual diálogo con las obras de Coetzee, Juan Goytisolo o W. G. Sebald. La primera parte de Los turistas es un juego con “El hombre de la multitud” de Edgar Allan Poe, donde se cuenta un viaje tras un hombre misterioso, pero ahora Londres es global y el personaje persigue a “La mujer de la multitud” por todo el planeta.
[7] Uno de los traumas individuales que aborda la trilogía es el de la orfandad. Hay que tener muy en cuenta que los personajes centrales de la trilogía, Carrington y Alvares, son huérfanos. El tema es mencionado ya en Los muertos, donde puede leerse: “estábamos todos vivos, pero éramos como huérfanos, sí, señor, como huérfanos, eso es lo que somos todos nosotros, no sólo los de nuestra comunidad, todos los habitantes de este planeta, muertos o huérfanos, seres incompletos, sin remedio” (p. 141). El huérfano carece de resguardo existencial porque, como viese Lacan, sitúa al sin padre como el siguiente en el punto de mira de la muerte. Es posible –arriesgo una interpretación harto discutible– que Carrington y Alvares quieran hallar en la ficción un resguardo ante esa intemperie, y que la perduración de los personajes ficcionales sea el modo de burlarla. Vivir en la ficción es vivir dos veces. Es la pérdida personal lo que lleva a la reactivación, a la recreación, a la Reanimación Histórica (Los huérfanos, p. 53). En Los huérfanos, donde obviamente la preocupación al respecto es más clara, Marcelo se define este modo: “un escritor en un búnker, escribiendo para sí mismo, después de haber perdido a su mujer y a su hija. Un escritor huérfano entre huérfanos” (p. 185).
Otro asunto ligado con la orfandad en tanto identidad faltante podría ser el del lenguaje. En Los huérfanos Marcelo recupera su idioma materno, el español, a través del diccionario, porque vive en el búnker rodeado de gente que habla en inglés. Al ser una lengua “católica”, “sacraliza” con ella a Thei, hablando de ella con el campo semántico sacro (cf. pp. 83, 209).
[8] Si en Los muertos el tema del duelo se vive a través de los personajes de ficción, en Los huérfanos la ficción y el duelo se traspasan a los seres humanos reales a través de la Reanimación Histórica, que crea las condiciones para que las personas puedan vivir el sufrimiento de otras en su propia piel mediante el rescate de la memoria y la personificación de un papel (Los huérfanos, pp. 20, 53 182, 161). Esto nos lleva a uno de los grandes temas de la trilogía, la investigación sobre el trauma tanto en sentido individual como colectivo o histórico, presente en los tres libros y encarnado en Los turistas en la “mujer de la multitud”. La historiadora del arte Griselda Pollock ha hecho del estudio de la huella del Holocausto en nuestros días un tema central de su trabajo; cuando Anna Guasch le pregunta el porqué de ese interés, contesta: “en la actualidad hay tres poderosísimas razones por las que el Holocausto no es un tema superado y de hecho vivimos un después pero no un más allá de Auschwitz. En primer lugar asistimos desde el plano psicoanalítico, el filosófico, el ético, pero también el filmográfico (…) o el museográfico (…) a un renovado interés por lo que fue el mayor episodio de intolerancia y barbarie del siglo XX. En segundo lugar existen junto a los testigos, los ‘hijos de los supervivientes’, los ciudadanos, pero también los artistas que en la década de los noventa retornaron a un ‘transmitido trauma’. Y finalmente episodios como el 11 de septiembre en Nueva York, el 11 de marzo en Madrid, y otros muchos, como los relacionados con el genocidio de Bosnia o Ruanda nos hacen cobrar conciencia de que vivimos una era llena de peligros” [Griselda Pollock en Anna Maria Guasch, La crítica dialogada. Entrevistas sobre arte y pensamiento actual (2002-2007); Cendeac, Murcia, 2007, pp. 83-84]. Eso explica por qué Carrión, como crítico, ha mostrado interés por el drama argentino de los hijos de los desaparecidos, leyendo con mucha atención a escritores como Sergio Bruzzone, por ejemplo. Para el Carrión de la trilogía, el trauma sociohistórico es un elemento capital que aparece unido a otro muy vinculado con él: cómo se cuenta ese trauma, como se materializa discursivamente el dolor. Y ello porque, como dice Malabou [citada por Slavoj Zizek en “Descartes and the post-traumatic subject: on Catherine Malabou's Les nouveaux blessesand other autistic monsters”; Qui Parle, nº 17 (2), 2009, pp. 123-148], el sujeto “postraumático” es uno de los más comunes de nuestro tiempo, frustrado por traumas violentos que le superan (véanse J. M. Coetzee, Desgracia; Juan Villoro, 8 segundos; Sergio del Molino, La hora violeta; Mark Oliver Everett, Cosas que los nietos deberían saber, entre otros), hechos imborrables como los que han podido ocasionar el 11/S, Fukushima, los tsunamis, los terremotos, el terrorismo, etc. Zizek y Malabou se mantienen en el estudio del trauma, mientras Carrión intenta ir más allá y entiende que la ficción es uno de los medios de terapia de grupo.
Es aquí donde cobra sentido el interés de Carrión por el estatuto de los seres ficcionales. Observemos esta declaración de Terry Eagleton: “¿Por qué se considera con tanta frecuencia que la literatura es una especie de prótesis emocional o forma de experiencia vicaria? Una razón está relacionada con el drástico empobrecimiento de la experiencia en las civilizaciones modernas. Los ideólogos literarios de la Inglaterra victoriana consideraban prudente animar a los hombres y mujeres de clase trabajadora a extender sus simpatías más allá de su propia situación mediante la lectura (…) podría distraerles de indagar demasiado quejumbrosamente en las causas de sus privaciones. No sería demasiado afirmar que para estos comisarios culturales la lectura era una alternativa a la revolución. La imaginación con empatía no es tan inocente desde el punto de vista político como pueda parecer” [Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 83; en el mismo libro trata Eagleton el estatuto ontológico de los entes de ficción, tema central de Los muertos]. Uno de los objetivos de la trilogía de Carrión, creo que no declarado, es reencantar la experiencia colectiva a través de la narración, colmando con ella las lagunas experienciales descritas por Eagleton, y lograr la empatía con los sujetos postraumáticos a través de los personajes de ficción.
[9] El modo de unir lo personal con lo colectivo es a través de la “huella” que deja la “pérdida”: “recordará con una mezcla de ardor y cariño el último juguete de su niñez, porque la vida adulta se caracteriza sobre todo por la pérdida” (Los turistas,p. 85). Lo que Carrión denomina “Teoría General de la Huella” se construye teóricamente por la relación con el aura, en el sentido benjaminiano, como revela la cita de Walter Benjamin que abre Los turistas (p. 13). En la ecuación de la trilogía, Benjamin = Historia, de forma que la huella del trauma persona y la huella del trauma histórico se sueldan íntimamente: “Se multiplican las huellas como lo hacen las reliquias” (Los turistas, p. 99). El propósito de Alvares y Carrington no es sólo revivir la Historia en el sentido de recordarla, sino de ponerla a funcionar, encarnándola, algo que hacen literalmente los personajes que han optado por el cambio de rostro –facing– en Los huérfanos, y que viven de nuevo los traumas de sus ascendientes.
[10]Hace cinco años, comentando la estructura de Los muertos, escribí: “existen por tanto hasta cuatro ficciones superpuestas: 1) Los muertos (la serie), 2) las vidas o ficciones anteriores de las que provienen los personajes de la serie, 3) Los muertos (la novela) y 4) otra novela apócrifa, Los muertos. La novela oficial, apuntada en el ensayo final y que habría sido encargada por los productores a una tal Martha H. de Santis, y de la que se reproduce un extracto”. Hoy diría lo mismo de una forma mucho más sintética y precisa: Los muertos es la descripción de un transmedia inventado.
[11] La trilogía contiene casi todas las formas expresivas y genéricas imaginables: novela tradicional, novela fragmentaria, poema épico, guión televisivo, ensayo, crónica de viaje, diálogo, estilo indirecto libre, monólogos, etcétera. Una de las innovaciones formales más interesantes de la trilogía es que Los muertos esté escrita como una serie televisiva, algo que ahora es ya casi un estilo y de hecho la última saga de novelas de Mark Z. Danielevski, The Millions, también está construida como una teleserie. Sin embargo, hay un antecedente en el uso: “Nick Harkaway’s debut novel The Gone-Away World (2008) is arguably constructed as a television series. The opening section, establishing the aftermath of the Gone-Away War, reads like scene-setting season premiere of a TV series, complete with narrative hooks, snares and hints of what is to come. After those first twenty-eight pages, the reader is taken back to the narrator’s childhood and, after nearly 300 pages of a digressive, meandering romp through the pre-history of the post-apocalypse, the novel returns to where it started before moving on to its conclusion. Harkaway structures his novel in a manner that answers to the demands of a twenty-first-century audience familiar with episodic screen narratives that require increasingly close attention, and he has compared it to a DVD box-set release” [TomAbba, “Hybrid stories. Examining the future of transmedia narrative”; Science Fiction Film and Television, nº 2 (1) 2009, pp. 59-76, p. 69]. Carrión y Nick Harkaway tuvieron la misma idea prácticamente a la vez; Harkaway la publicó antes, pero es obvio que Carrión no tenía conocimiento de ello.
[12]Las dos últimas frases son las dos últimas frases de la reseña que dediqué a Los muertos en 2010. Cuatro años después, dice Carrión en una entrevista sobre Los huérfanos que “Esta novela quiere ser una respuesta a la pregunta de si es posible una ‘novela global’” (entrevista de Santiago García Tirado en Blisstopic,  http://www.blisstopic.com/index.php/libros/entrevistas/item/2752-jorge-carrion-entrevista). Es sólo una de las muchas cuestiones que esta trilogía pone sobre la mesa y que habrá que ir respondiendo.


[Relación con el autor: amistad. Relación con la editorial: ninguna]

Paseando por la calle desolada

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Nuestra difusa contemporaneidad admite dos movimientos especulares, simétricamente inversos. Por el primero nos hallamos ante una tendencia a convertir cualquier cosa en objeto estético, sobre todo los objetos destinados al consumo masivo. Por el segundo movimiento nos hallamos, según la descripción de Arthur Danto en Después del fin del arte, ante un movimiento de fuga en el arte contemporáneo que lo conduce hacia unas prácticas que ya no admiten, según los parámetros convencionales de la historiografía artística, tal definición de arte. En otro lugar (Qué es el arte) explica Danto cómo el salón francés de los rechazados proponía una estética que era absolutamente inasumible desde los parámetros de la estética de Leon Battista Alberti; del mismo modo la aparición de Duchamp primero y Warhol después nos sitúan ante un escenario, post-artístico según Manuel Ruiz Zamora, poseedor de una escala de valores que sería distinta, a su vez, de la planteada por los impresionistas.

En consecuencia, encontramos por un lado lo que se ha denominado capitalismo estético; por el otro, un arte configurado como post-arte, un arte zombi si me permiten la broma, que seguiría teniendo un cuerpo reconocible como humano pero cuyo interior ya no está animado, carece de ánima, de alma. “En el capitalismo de nuevo cuño, el arte, los artistas y el mundo ideal que encarnan (creatividad, movilidad, autenticidad, motivación, compromiso, autodeterminación) se han convertido en modelo de conducta para el mundo empresarial en lo relativo a la eficacia y a la innovación. Hoy hay directivos de empresas que se proclaman ‘artistas’ y se multiplican los libros que subrayan los paralelismos o las similitudes entre el artista y el empresario: asunción de riesgos, exigencia de creatividad constante, contexto cada vez más competitivo”, sostienen Gilles Lipovetsky y Jean Serroy en su débil o quizá superficial ensayo La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico (Anagrama, Barcelona, 2015, p. 52). No abundaremos demasiado a este respecto, pues es cuestión sabida y ya teníamos mejores descripciones que las propuestas por estos dos teóricos franceses (véase el capítulo “Esteticismo” dentro de La experiencia estética moderna de José Luis Molinuevo, de 1998). Sí, en cambio, nos interesa mucho más el otro movimiento del péndulo, muy bien descrito por Manuel Ruiz Zamora cuando dice que “podría definirse el post-arte como toda aquella manifestación de la creatividad humana que alcance cierta significatividad paradigmática en virtud de un alto grado de excelencia. Ello implicaría un, por un lado, que habríamos llegado al final del arte entendido como actividad superior del espíritu, pero que volveríamos, por otro, a reconciliarnos con las artes, en el sentido de una cierta forma de saber que se plasma en realizaciones de un alto grado de creatividad fáctica y que comprenden, no sólo un cierto tipo de productos, sino que se despliegan, tal y como vaticinara Santayana (…) por todas y cada una de las parcelas de la vida del ser humano” (Manuel Ruiz Zamora, Escritos sobre Post-Arte. Para una fenomenología de la muerte del Arte en la cultura; Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 2014, p. 33). La cita de Santayana nos recuerda aquella frase de Felisberto Hernández: "Aunque Petrona no había cultivado su sentimiento estético en el arte, en cambio tenía desarrollado el sentimiento estético de la vida, en ciertos aspectos del comportamiento humano. (Claro que ella no le hubiera llamado sentido estético. Tal vez nunca haya pronunciado la palabra 'estético')" (F. Hernández, Los tiempos de Clemente Colling, 1942, Ediciones del Viento, A Coruña, 2009, p. 27).

El problema que surge de inmediato es fácil de adivinar: dónde está, dónde se encuentra la línea divisoria entre un mundo que se estetiza y un arte que se mundializa (de mundo de "diseño total" habla Boris Groys recientemente); cómo encontrar argumentos razonables para corregir a quienes sostienen que la gastronomía o el diseño son artes, pero también para detener algunos excesos complacientes lanzados provocativamente desde el mundo del arte, como aquel Joseph Beuys que decía que “todos somos artistas”, aplanando toda distinción conceptual, imponiendo una presunta democratización en algo (el talento) ajeno por completo a criterios democráticos y, para resumir, mezclando churras con merinas en una esfera (la de la distinción entre lo que es arte y no arte) en la que no hay nadie que se considere incapacitado para emitir una opinión, pues todos tenemos muy claro lo que es arte y, desde luego, lo que no lo es. Algo muy distinto sucede, eso sí, cuando queremos explicar sobre qué bases teóricas fundamentamos qué sea o qué no sea el arte, momento en que incluso las teorías más conspicuas al respecto (las de Dickie o el citado Danto, por ejemplo), incurren en aporías y puntos flacos, como bien se encarga de demostrar el ensayo de Ruiz Zamora en las páginas 157 y siguientes.

Escritos sobre Post-Artepuede ser una buena introducción para reflexionar sobre todas estas cuestiones, con independencia de la opinión que se tenga sobre las ideas puntuales de su autor; su mérito estriba en que no desea tanto tener razón como en sacar a la luz las débiles bases y los discutibles fundamentos de todo cuanto suele considerarse tener razón contemporáneamente en términos artísticos. Del mismo modo que la visión del arte de Danto sufrió un shock tras visitar una exposición de Warhol, Ruiz Zamora se queda horrorizado en el Museo Dalí de Figueras, y de ese encuentro traumático surge la reflexión –o la necesidad de reflexión– que le mueve a escribir el libro. Y es necesario enfatizar la valía del autor al ser capaz de poner en cuestión sus propios esquemas conceptuales, en aras de un mejor análisis; no todos los ensayistas, críticos y pensadores actuales son capaces de salirse de sus ideas asentadas, para averiguar si éstas hacen o no debidamente su trabajo. Pero Ruiz Zamora, tras llegar a la conclusión de que “desde un punto de vista puramente estético, gran parte de la obra de Dalí no se caracteriza precisamente por su gran valor ni por su desbordante originalidad” (40), acto seguido añade: “sin embargo, tal vez esta consideración, realizada desde parámetros estéticos tradicionales, contenga tanto un error de perspectiva con respecto a la obra, como un monumental equívoco en relación al sentido que la figura de Dalí representa en la historia del arte” (ibídem). Tras esta honesta vuelta de tuerca, el punto de partida será por completo diferente: “dicho de forma más rotunda y paradójica: el valor de Dalí como Artista consiste precisamente en haber dejado de serlo” (41), aserto en el que la palabra más importante es valor. Pues ese es el punto más difícil, y por lo tanto más meritorio, del ensayo de Ruiz Zamora: aclarar que porque un trabajo creativo haya dejado de ser artístico, no significa que deje de ser valioso. De ahí que, volviendo a las ideas de Danto, con quien Ruiz Zamora dialoga de continuo, estas manifestaciones ya no sean de “arte post-histórico”, sino de post-arte, es decir, no de un arte que sucede a destiempo, sino un tiempo lleno de algo que ya no es arte, aunque tenga un aire de familia con aquél al suceder en el mismo lugar, con los mismos habitus y en el mismo campo artístico. A juicio de Ruiz Zamora, el papel de Duchamp es parecido, aunque su función es la de abrir un vasto territorio innominado más allá del arte; en su opinión, en la conocida pieza de “La fuente se produce una incuestionable desacralización del objeto hasta entonces considerado como ‘artístico’, pero detrás de ella no alienta un espíritu iconoclasta que pretenda acabar con los últimos vestigios de un mito, sino el alma de un místico (…) que desarrolla una suerte de teología negativa en relación a ciertas categorías históricas” (p. 48). Por ese motivo, Duchamp está todavía en la historia del arte, aunque disolviendo los cimientos de la misma: “la profecía hegeliana se habría cumplido” (p. 49), pues a partir de ahí el Arte sería una forma de pasado, que es justo lo que quería decir Hegel con su famosa frase sobre el fin del arte.



 [El Roto, en El País, 04/04/2015]

Hay, a juicio de Ruiz Zamora, dos posibilidades de post-arte: la lúdico-cínica (denostada por él y cuyos mayores representantes serían Damien Hirst o Jeff Koons) y la “‘creatividad estética’ que, habiendo comprendido el agotamiento de las inercias metafísicas del Arte (…) proponen una serie de prácticas que aspiran a reinsertarse en las corrientes de las actividades comunes que componen la vida cotidiana de las sociedades actuales, y que comprenderían aplicaciones que van desde la publicidad o el diseño, hasta el net.art, en sus dimensiones más humildes, sin olvidar, por supuesto, el grafiti no seducido por los oropeles de la inmortalidad.” (p. 189). Partiendo de esta demoledora liquidación de restos de serie, que diría Vázquez-Montalbán, que casi nos une –en un terrible midgarthormconceptual– con el capitalismo estético de Lipovetsky y Serroy, la pregunta es obvia: entonces, si eso es así, ¿qué resta en nuestro tiempo de aquello antes conocido como arte? Pues, a juicio del autor, poca cosa. Apenas un pequeño “limbo” de “realizaciones que continúan alimentando ingenuamente la creencia en una evolución específicamente lineal de escuelas y estilos en el mundo del arte” (p. 136), que el autor no especifica, pero bajo cuya definición imaginamos ese pequeño espacio del arte contemporáneo donde existe aún consenso de grandeza: Kiefer, Bourgeois, etc. Lo que sí queda clara y contundentemente denunciado en el ensayo es el segmento lúdico-cínico del post-arte: prácticas como la Tere Recarens, quien “se lanzó en paracaídas con una escoba para intentar barrer las nubes y que pudiera verse un poco el sol en la ciudad de Berlín” (p. 70), son definidas como “ocurrencias” (ibídem) y es cierto que lo son. La cuestión es que Ruiz Zamora incluye dentro de esta categoría casi todas las prácticas post-conceptualistas, y ahí tengo mis dudas, porque quizás habría que examinarlas caso por caso, para evitar olvidos innecesarios. Incluso artistas como Ai Weiwei cuentan en su trayectoria con obras que podrían pertenecer al arte y otras a la ocurrencia post-artística. En cualquier caso el autor explica a la perfección en la parte central de su ensayo el “callejón sin salida” (p. 100) en el que se ha situado el arte contemporáneo, y como parte de sus problemas surgen paradójicamente de uno de sus presupuestos fundacionales, cual sería el de la voluntad de mantener un carácter oracular en un mundo que ya no requiere de voces explicativas. Disentimos, sin embargo, cuando el autor se muestra reacio a que el arte ocupe un lugar crítico dentro de la sociedad, “el cual precisaría de un vehículo (el diálogo platónico, por ejemplo, con el tratado filosófico) de argumentación contra argumentación de razones” (p. 102); creemos que el arte puede hablar de lo que quiera y que si la filosofía puede ser cívica (como cree Ruiz Zamora, en la órbita de José Luis Molinuevo), no se entiende bien por qué el arte no puede serlo, por qué no puede tomar una postura ciudadana crítica con el poder o los poderes, como hace el arte “institucional” de un Haacke, por ejemplo. Incluso siguiendo a rajatabla el sistema de pensamiento de Ruiz Zamora, lo único que necesitarían estas prácticas para ser arte, político o no, es “alcanzar un determinado grado de excelencia” (p. 100), siendo indiferente el objeto o tema que aborde en cada supuesto.

La incomodidad que en algunos momentos sacude al lector al recorrer el ensayo no es solamente provechosa, sino estrictamente necesaria. Bastantes partes de Escritos sobre Post-Arte destilan algo parecido al pesimismo, y la ironía de Ruiz Zamora se vuelve atormentada en ellas, casi melancólica, pero no deberíamos engañarnos: hay algo enormemente positivo en su postura, en cuanto afirmación radical de un pensamiento clarificador: el filósofo, el pensador, no vienen al mundo del arte a repartir bendiciones ni a dar cartas de naturaleza; por el contrario, su labor es precisamente la de probar las metodologías, someter a crítica las epistemes, acechar la conceptualización, repensar el discurso. Aunque los diagnósticos sean terribles –y en Escritos sobre Post-Artesuelen serlo–, el resultado es positivo, valioso, porque nos ofrece un pensamiento, una toma de posición, dentro de una dinámica en la que las tomas críticas de posición no abundan o son particularistas, no dirigidas a la totalidad. Además, Ruiz Zamora no esconde sus fuentes ni ahorra los pasos de su exposición –que es, en resumen, y ahí está su valía, un exponerse, un quedar expuesto–, con lo que nos deja francas las puertas para contradecir sus ideas, para criticarle, para mostrar nuestra oposición (puntual o general). Nos permite seguir pensando. Porque, al cabo, esa es una posible definición de Arte, aquello que nos interesa tanto como fenómeno (estético o no, definible o inasible, ideal o institucional) que no podremos dejar de pensarlo nunca.




[Relación con autor y editorial: ninguna]

Libros que no podré reseñar...

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... por sobrecarga de trabajo, pero cuya lectura recomiendo:









Arte y tachado

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[El siguiente texto es un fragmento de la conferencia que di en el MUBAM de Murcia el pasado  jueves, continuando una investigación sobre el tachado que vengo realizando desde este post de junio de 2013]

El poeta e historiador Jacques Dupin ve en Joan Miró a uno de los nihilistas artísticos más profundos; no ya por su manida acusación de asesino de la pintura, que no era cierta en realidad y daba más con su parecer que con su hacer, sino por la clara tendencia antipictórica que llevó a cabo durante algunas etapas de su carrera, en las que se negaba a tocar los cuadros[1], que eran rematados por un carpintero de su barrio, o en las que hacía collages o compraba pinturas tradicionales comercializadas y las “agredía” con un par de trazos suyos para dejar en evidencia su decadencia, su anacronismo, su bajeza. En su última etapa, ya octogenario, Miró rajaba o quemaba sus cuadros, como puede verse en su Toile brulée II:



“La inmersión en el vacío –dice Dupin–, el recurso a lo negativo, el brote del no que sobreentiende el sí creador e informa sobre él, siempre se infunden a la trama de la obra, pero la mayoría de las veces están ocultas. Cuando lo negativo toma el poder ocupa todo el terreno, encuentra distintas ideas para hacerse visible”[2]. Aparece de nuevo el análisis de Gottfried Benn en Das Moderne Ich: el nihilismo está omnipresente, pero no es visible: es patente en los actos de Miró, en sus declaraciones, en sus hogueras de cuadros propios; está latente en todos sus cuadros, de forma que es invisible pero, como decíamos al comienzo de este texto, puede leerse.
           
            Filosóficamente, el nihilismo en forma de tachado cobra forma en una carta titulada “Zur Seinsfrage” (“Hacia la pregunta del Ser”), que Martin Heidegger le dirige a Ernst Jünger en 1956, respondiendo al texto de Jünger “Sobre la línea”. Ambos textos abordan la cuestión del nihilismo, teniendo como referencia La voluntad de poder (1901) de Nietzsche. A partir de determinado momento, Heidegger cruza la palabra Ser con un tachado en cruz, porque “la esencia del nihilismo (…) nos remite a un ámbito que exige otro decir”[3]:



El tachado en cruz, característico por cierto de algunas obras de Antoni Tàpies, tiene para Heidegger la siguiente explicación: “la tachadura en forma de cruz sólo proviene de modo inmediato, a saber, del hábito casi inextirpable de representar ‘el Ser’ como un enfrente que existe por sí mismo, y que entonces sólo a veces sale al encuentro de los hombres. (…) el signo de cruzar no puede ser un mero signo negativo de tachadura. Señala, más bien, las cuatro regiones del cuadrado y su reunión en el lugar del cruce” (pp. 108-109), idea que hay que relacionar con el texto de Jünger que, como recordemos, toma la línea como teatro de operaciones. 


Por eso, dice Heidegger, “si (…) la Nada alcanza a dominar de un modo particular en el nihilismo, entonces el hombre no sólo está afectado por el nihilismo, sino que participa esencialmente de él. Pero entonces tampoco está toda la consistencia humana en algún lugar más acá de la línea, para luego cruzarla y establecerse más allá de ella en el Ser” (p. 109). El concepto de línea alude en este cruce de textos al lugar donde la existencia acoge el nihilismo en cuanto se marca topológicamente su relación con el hombre. El acto de tachar, de marcar con una cruz, es otra operación de replanteamiento –y de replaneamiento– en la que Heidegger apunta la necesidad de un decir otro, invitándonos a considerar el lenguaje tachado como un lenguaje nuevo,especialmente creado para expresar el nihilismo. Y es aquí donde se crea una lengua de la tacha que luego acogerá Derrida y que el arte y la literatura influenciados por el nihilismo han venido utilizando de forma instintiva y, digámoslo así, natural. Por ello no es extraño que W. J. T. Mitchell abra Iconology (1986) advirtiendo que es un lugar común en los estudios sobre la imagen que ésta “debe ser entendida como una clase de lenguaje” y que en este lenguaje “en vez de proveer una ventana transparente sobre el mundo, las imágenes son ahora consideradas como la clase de signo que presenta una apariencia engañosa de naturalidad y transparencia encubriendo una mecanismo de representación opaco, distorsionante, arbitrario, un proceso de oscurecimiento ideológico”[4]. La antigua vocación de transparencia ha desaparecido, y el tachado es una de esas formas de representación falaz, decepcionante, en la que se rompe el antiguo contrato con la imagen o con la palabra, surgiendo una línea de sombra diferente a la hora de formar o destruir los sentidos.

            Toca ahora, tras expresar su ascendencia metafísica, hablar de la física de la tachadura nihilista y encontrarle lugar en las coordenadas artísticas contemporáneas. Dentro de sus Nuevas estrategias alegóricas (1991), José Luis Brea exponía un esquema conceptual en el que se distinguían estrategias de desplazamiento (ready-mades, apropiacionismos), de yuxtaposición (neobarroco, post-minimal, ensamblajes) y por último, estrategias de suspensión, que incluyen interrupciones y no-enunciaciones; dentro de estas últimas, apuntaba Brea las estrategias de “opacidad, ocultación de la visibilidad y no transparencia”[5], para poner como ejemplo de las mismas a continuación el trabajo que desarrolló Terry Rollins en agosto de 1981 con los chicos del K.O.S. (Kids of Survival), un grupo de alumnos de un instituto del Bronx. Fue un un esfuerzo creativo conjunto en el que Rollins y los chicos desarrollaron prácticas de tachado artístico de la escritura, a partir de textos de Gustave Flaubert, Ralph Edison o Charles Darwin, entre otros:



            A este respecto dice Brea:

(…) aquí nos interesan más otros encuentros, digamos, “no pacificados” de texto o imagen, en los que ambas eficacias se contrastan y violentan. Como, por ejemplo, ocurre en Tim Rollins & KOS, en que la pintura se superpone al escrito, anulándolo, sentenciando su desaparición o, más bien, su retirada a un lugar subterráneo, a la profundidad de una especie de memoria silenciada del lienzo. (p. 53)

Por supuesto, este es un tachado conceptual, pero había una tradición retiniana del tachado, anterior al conceptualismo. Según Noémi Blumenkranz, “la tachadura de color es fundamental en pintura, ya que implica el concepto de intervalo. Caracteriza ‘el estilo pictórico’ (Wofflin), opuesto al estilo lineal. En efecto, las tachaduras pictóricas suprimen la línea, el relieve y la forma, restituyendo la superficie a la pintura. Whistler, los impresionistas y, más tarde, los puntillistas pintaron mediante tachaduras de colores uniformes yuxtapuestas para expresar las fuerzas de la naturaleza sin ninguna disciplina formar, para expresar la disolución y abolición de las formas”[6]. Más tarde, en 1950, se crea el movimiento pictórico del tachismo, que se plantea a sí mismo como una “pintura no figurativa, que tenía las manchas de color como medio expresivo fundamental”[7], siendo sus autores más destacados Hartung, Wols, Bryen, Riopelle o Mathieu: 

 El tachado, por tanto, es una tendencia artística con larga trayectoria, pero aquí nos interesa únicamente su práctica ligada al nihilismo creativo. En ese sentido, y volviendo al lenguaje negativode Heidegger y el lenguaje de la ocultación de Mitchell, cabría relacionarlo con las formas de restricción de la mirada artística.

            [...] Un ejemplo artístico de las posibilidades de tachado podríamos encontarlo en la obra del artista británico Richard Galpin, quien parte de las ideas de Derrida sobre el sous rature de la Grammatologie y de la obra de Robert Kosuth, especialmente de su Zero & Not (1986), una instalación consistente en grandes planchas con textos tachados del Traumdeutung (1899)de Sigmund Freud:




            Explicando su propio trabajo, dice Galpin:

My work is not about the suppression of text, or the negation of what the text represents, but is about obscuring the words in order to create a different relationship between the text and the viewer. When I first started this body of work I felt that the erasure of language in art, rather than being destructive, contained the potential to provoke an ambiguous and shifting reading of both the original text and the work.[10]

            Como puede verse en sus trabajos, Galpin trabaja en ocasiones directamente sobre la realidad, tachándola parcialmente, como en No News is Good News II (1999), y en otras piezas opta más bien por el tachado o la invisibilización de parte de la realidad, convirtiendo un paisaje urbano, por ejemplo, en una especie de pieza abstracta que no deja de revelar su relación con el “texto original” del que habla en su ensayo. En este supuesto, podemos decir que el gesto nihilista está ligeramente trascendido, como en el caso –aludido por el propio Galpin– de la obra de la obra de Robert Rauschenberg Erased de Kooning Drawing(1953), un célebre tachado que Jaspers Johns definió como una “sustracción aditiva”[11], en un oxímoron feraz que revela la tensión entre un gesto destructivo y otro constructivo y creador, que toma al primero como instrumento. Un ejemplo similar de tensión constructivo/destructiva podríamos encontrarlo en el polifacético artista Marcel Broodthaers. Sandra Santana recogía en un artículo esta explicación de Broodthaers sobre su filme Le Corbeau et Le Renard:

Me he servido del texto de La Fontaines y lo he transformado en lo que denomino una escritura personal (poesía). Frente a una versión impresa de este texto he colocado objetos cotidianos (bota, teléfono, botella de leche), cuyo fin es entrar en una estrecha relación con los caracteres impresos. Es un intento de negar, tanto como sea posible, el sentido tanto de las palabras como de las imágenes. Al concluir el trabajo de rodaje se me ocurrió que la proyección de la película en un monitor corriente, así como sobre una pantalla en blanco, no podía expresar exactamente la imagen que quería alcanzar. El objeto permanece como algo demasiado externo al texto. Para poner en  relación el texto y el objeto, la pantalla debía estar impresa con los mismos caracteres que el texto que aparecen en la película. Mi película es un jeroglífico, que se debe querer descifrar. Es un ejercicio de lectura[12].
             
Para terminar, podríamos citar otros ejemplos de artistas que han trabajado con el tachado, recopilados en este tablero de Pinterest como Mel Bochner (Language is not Transparent),Allison Freeman (Marginalia), Esther Olondriz (Tasso pleu de paraules), Idris Khan (Rachmaninoff Preludes), Jenny Holzer (Top Secret 32, U.S. Government Document), Ann Hamilton (Tropos), Ana Wawrzkowicz (Ambiguous documents, troquel), Remo Albert Alig (Sunlight on Paper, troquelado y quemado), Tom Phillips (A Humument), Cecil Touchon (Palimpsest Asemic Correspondence), Mike Mills, GiantShadows (Spite 99 y Enigma), Anne Hamilton (Tropos), Jerzy Lewczyński (Lost Words), Tom Godfrey (Tibetan Woodblock), Veronica Gerber (Trail), Anatol Knotek (Then), Juliao Sarmento (You make my breath away), David Maljkovic (Recalling Frames), Alejandro Magallanes, (Retrato de un hombre intachable), Phil Yamada (J), Linda Ellia (Exorcism), Cecil Touchon (Correspondence), Ellsworth Kelly, Austin Kleon, Michael Stecky, Aileen Bassis, Ula Kulpa, Emilio Isgrò, etc. También podríamos recordar la creciente tendencia de la “Blackout Poetry”, que consiste en escribir poesía a partir de la borradura controlada de periódicos. Un proyecto artístico similar es The Deletionist (véase www.thedeletionist.com), una aplicación informática diseñada por los poetas y artistas Amaranth Borsuk (que hizo su plaquette Tonal Saw, creada a partir de la borradura de un ejemplar del National Sunday Law), Jesper Juul (autor del videojuego conceptual 4:32) y Nick Montfort (autor de las series ppg256 y de otros cibergeneradores poéticos). Esta aplicación borra el contenido de cualquier página web y revela un poema escondido en ella y que estaba, según sus creadores, cubierto de información innecesaria. El tachado es, aquí, un aclarado, un instrumento que por oposición descubre o desvela el contenido literario.


[1]  Lo que nos trae a la memoria al antiartista Warhol, que en ciertas épocas de gran producción, no llegaba a tocar “sus”litografías más que con la firma.
[2] J. Dupin, “Joan Miró o el asesinato de la pintura”, ABC Cultural nº 414, 31/12/1999, pp. 37-38.
[3] M. Heidegger, “Hacia la pregunta del ser”, en Ernst Jünger y Martin Heidegger, Acerca del nihilismo; op. cit., p. 107.
[4] W. J. T. Mitchell, Iconology. Image, Text, Ideology; University of Chicago Press, Chicago, 1986, p. 8.
[5] José Luis Brea, Nuevas estrategias alegóricas; Tecnos, Madrid, 1991, p. 51.
[6] Noémi Blumenkranz, “Tachado”, en VV.AA., Diccionario Akal de Estética; Akal, Madrid, 1998, p. 1017.
[7]  Joan Sureda y Anna María Guasch, La trama de lo moderno; Akal, Madrid, 1993, p. 239.
[8] M. Á. Hernández Navarro, “Resistencias a la imagen (Mary Kelly, la balada de la antivisualidad”, Estudios Visuales: Ensayo, teoría y crítica de la cultura visual y el arte contemporáneo; nº 4, 2007, [pp. 71-98], p. 72.
[9]Miguel Ángel Hernández Navarro, “El cero de las formas. El Cuadrado negro y la reducción de lo visible”, Imafronte, nº 19-20, 2007-2008, [pp. 119-140], p. 137.
[10] R. Galpin, “Erasure in Art: Destruction, Deconstruction and Palimpsest” (1998), en su página web http://www.richardgalpin.co.uk/archive/erasure.htm.
[11]Jasper Johns, en su catálogo Paintings, Drawings, and Sculpture 1954–1964; Whitechapel Gallery, London, 1964, p. 27.
[12] Fragmento de una entrevista recogida en: Marcel Broodthaers. Cinéma, versión alemana del catálogo publicado con ocasión de la exposición del mismo nombre organizada por la Fundació Antoni Tàpies, Barcelona (Düsseldorf: Kunsthalle Düsseldorf, 1997, p. 320); citado por Sandra Santana en “Marcel Broodhaers: Le Corbeau et le Renard, un ejercicio fílmico de lectura”; ponencia presentada en el XLII Congreso de Filósofos Jóvenes: Filosofía y Cine, Salamanca, 12-15 Abril 2005.

El urbanismo onírico de Mircea Cartarescu

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Mircea Cărtărescu, Nostalgia; Impedimenta, Madrid, 2012.
Mircea Cărtărescu, Lulu; Impedimenta, Madrid, 2013; traducción de Marian Ocha de Eribe.
Mircea Cărtărescu, Por qué nos gustan las mujeres; Funambulista, Madrid, 2006, traducción de Manuel Lobo.
Mircea Cărtărescu, Las bellas extranjeras; Impedimenta, Madrid, 2013; traducción de Marian Ocha de Eribe.
Mircea Cărtărescu, El Levante; Impedimenta, Madrid, 2015; traducción de Marian Ocha de Eribe.




“Voy a resistir, porque este espacio en las montañas, aunque vacío, parece acumular sucesos, difuminar unos a través de otros, borrar los límites (tan precarios) entre el mundo de nuestra mente y el de la mente más vasta que nos comprende a todos” (Lulu, p. 42).


La proliferación

Envidio a quien no haya leído ningún libro de Mircea Cărtărescu porque todavía tiene la oportunidad de leer Nostalgia o El Levante y volverse completamente loco. Hacía tiempo que un autor no me deslumbraba tanto –pues he llegado tarde, pero en buen hora, al más conocido escritor rumano actual– y creo que, con independencia de las ideas y prejuicios que uno tenga sobre literatura, Cărtărescu es capaz de vencer cualquier resistencia y hacer caer al lector en sus redes gracias a la potencia y ambición de su escritura volcánica.

No hace mucho tuve una conversación en Barcelona con Gonzalo Torné. En ella, y a partir de algunas ideas que yo apuntaba torpemente sobre un conocido prosista actual, Torné fue construyendo en directo una interesante teoría, por la cual habría dos tipos de grandes novelistas: los prosistas inteligentes, creadores de obras bien planeadas y cuyo sobrado intelecto a veces se interpone en el camino natural de la narración y le impide alcanzar grandes cotas, y los autores proliferantes, caracterizados por tener brillantes intuiciones narrativas, a partir de las cuales desarrollan y desarrollan tramas y argumentos y personajes y más personajes, y más tramas y más sucesos y más anécdotas y más ramificaciones, hasta el infinito o el agotamiento –lo que suceda primero–. Sería fácil poner ejemplos: Henry James o Nabokov serían inteligentes, proliferantes Tolstoi o Kafka (especialmente en El castillo); Bellatin afina y Aira prolifera; Italo Calvino es un dechado de inteligencia mientras Don DeLillo se pierde a veces al intentar desarrollar sus agudas intuiciones: “en Ruido de fondo”, decía Torné, “lo interesante no es lo que hace DeLillo con la nube tóxica, sino que se le ocurriese la idea de la nube tóxica”. Medio en broma, medio en serio, llegamos a la conclusión de que en algunos casos extremos no sería necesario leer por completo los proyectos de los autores proliferantes: bastaría con leer doscientas o trescientas páginas hasta ver cómo funciona el mecanismo narrativo y disfrutar, durante un tiempo razonable, del mismo.

La definición de escritor proliferante se ajusta como anillo al dedo a Mircea Cărtărescu. Los proyectos y libros de Cărtărescu se parecen mucho entre sí, porque son la expresión de algunas ideas, topos, tropos, coros, logosy logros que el autor rumano repite y reinventa sin cesar, en una incesante tormenta de fábula y lenguaje que prolifera y se expande indefinida y magníficamente por varios libros y por varias artes: relato, novela, poema, artículo, ensayo. Todo lo escrito por él tiene un aire de familia inequívoco, cuyas claves desarrollaremos luego, pero que convienen en forjar un nombre indiscutible cuyo estilo se basa en la sobreabundancia y la diseminación, cuya desparramada locura, sobre todo en algunos relatos largos de Nostalgia, nos llena al principio de consternación y luego de alegría, porque en realidad no queremos que la desmesura y la escritura desatada de Cărtărescu se terminen. Después de leer cinco libros casi seguidos del rumano, lo único que deseo es que Impedimenta publique los tres tomos de Orbitor, su trilogía novelística, para poder sumergirme en el mundo onírico de Cărtărescu muchas horas más (hay una edición de Cegador en Funambulista, pero es una traducción de la versión alemana, no del original).


El posmodernismo

(…) entretanto yo tengo que decir algo inteligente sobre posmodernismo

El Levante, p. 159



El procedimiento es posmoderno, así que lo utilizaré también yo.

El Levante, p. 200

Aunque la mayoría de las veces los datos biográficos añaden más sombra que luz para interpretar una obra literaria, en la biografía de Cărtărescu hay un dato en extremo relevante para leer su obra: se doctoró en literatura con una tesis sobre posmodernismo rumano. Esto quiere decir que ha dedicado varios años de su vida -años clave por ser los de su formación intelectual-, a estudiar la posmodernidad y su(s) efecto(s) sobre las obras literarias. El posmodernismo de Cărtărescu es de corte postromántico, como queda claro en la selección de temas (el doble castrador, el solipsismo), la actitud ante la literatura de sus personajes y la extraña consideración, casi naif, de una naturaleza en estado de pureza: “el silencio de los bosques, el silencio de los lugares que el pie humano no ha pisado. Paisaje puro, naturaleza pura, indiferente, en paz, fundida con todo lo que verdaderamente existe” (Lulu, p. 56); esa “verdadera existencia” (p. 62), con ecos de la vraie vie est ailleurs de Rimbaud, vuelca su consistencia en su oposición al sueño y a las elucubraciones de los filósofos posmodernos (“los filósofos dicen que ahí afuera no existe nada”, El Levante, p. 146), aunque todo en los libros de Cărtărescu es ficción y, en buena parte, sueño. Otro sueño postromántico, mallameano, es el de la escritura del Libro, resabio, según Curtius y Blumenberg, del antiguo tema del mundo como libro del que hablamos en Pasadizos (2008). Para el protagonista de Lulu la escritura de ese Libro total era el único objetivo de su existencia en la juventud, y el desencanto de la madurez viene de haberse desenfocado de ese objetivo (p. 78). En un momento prodigioso de El Levante, unas islas imaginarias con forma de letras crean la palabra “Helesponto” sobre el mar, “como en los mapas” (p. 102), reverberando la imagen borgiana de la coincidencia entre realidad y rigor cartográfico: el mundo como escritura. Cerrando el círculo podríamos decir que para Cărtărescu ese Libro del Mundo es posmoderno y por eso lo es también su relato, como se reconoce en el canto IV de El Levante: “tras muchos llantos, tentativas y peripecias que en mi relato posmoderno te sumirán en ensoñaciones” (p. 73). Cuando el citado DeLillo describe en White Noise un “atardecer posmoderno, rico en imaginaría romántica”[1], me parece estar asistiendo a la perfecta definición de la literatura de Cărtărescu.


El mito frío

Todo, todo son efectos largamente planeados para que te enrosques en ellos como la bombilla en su casquillo o para que no distingas ya qué es sueño y qué es realidad…

El Levante; pp. 191-92



(…) maquillado y estrambótico como un arquetipo de Jung.

El Levante, p. 218

Una de las claves del autor es que racionaliza el inconsciente, y convierte sus dominios soterrados –las referencias en su obra a lo subterráneo son muy numerosas– en campos de juegos a su conveniencia. Amparado a veces en los sueños, que utiliza a pesar de ser consciente de su peligro para la narración (véase el párrafo con que se abre “El Mendébil” en Nostalgia, p. 43, o la autocrítica en Por qué nos gustan las mujeres, p. 23), resguardado otras veces en un tono onírico que lleva a sus textos a lindar con la literatura fantástica, Cărtărescu aprovecha todos los resortes del inconsciente de forma racional, haciéndolos servir a su propósito: “Pienso que recreo todo lo sucedido en Budila de una forma demasiadosencilla, que está demasiado clavado en mi mirada por ese subconsciente del que he aprendido a desconfiar siempre debido a su infinita astucia. En esa profundidad hay túneles secretos entre los edificios de mi mente, conductos y manojos de cables de colores, canales de agua fétida, llenos de las deyecciones de mi cerebro. Hay cámaras de escucha y burdeles subterráneos y habitaciones en las que no han entrado nadie. Y yo, solitario en la ciudad de la superficie, soy el único señor y el único enemigo”[2]. La mecánica de esta racionalización no sólo es semántica, sino que también es espacial, lo que me parece un hallazgo: para Cărtărescu el inconsciente es un lugar paseable, “los subterráneos de la mente” (Lulu, p. 151), construidos como un laberinto de pasillos (las circunvalaciones cerebrales) y escaleras, con miles de habitaciones cerradas con “candados obscenos”, que Victor va rompiendo para mirar al interior de cada una: “seguía arrancando al azar aquellos candados blandos, pero me resignaba cada vez con más dificultad a lanzar una ojeada en aquellas estancias hundidas en la abyección” (Lulu, p. 135). En alguna pieza de Por qué nos gustan las mujeres explica la génesis de esos sueños espaciales, lo que denota la autoconsciencia con la que emplea este recurso del urbanismo onírico[3]. Esta espacialización del inconsciente, que lo convierte de forma literal en el campoliterario de juegos que citábamos arriba, es un rasgo de talento del autor, que le permite moverse por el espacio de lo onírico con una libertad plena y de modo autoconsciente. De ahí la presencia explícita de los mandalas, de los Dopplegänger, de los alef borgianos, de las bodas celestiales, de los caminos de ascensión purificadora, de la mise en abyme, de las eclosiones subterráneas, de los psicocopompós, de los espejos (ya sean mágicos, tapados o sin reflejo), de las transformaciones: Cărtărescu juega con los mitos y los arquetipos sin esconderlos, mostrando sus cartas e incluso sus fuentes (como Baltrusaitis o Jung en El Levante), porque lo esencial en su obra no son los materiales, sino la construcción y reelaboración de los mismos. De ahí ese lugar central que parece tener en la literatura rumana y, cada vez más, en la europea. Los motivos los explicó hace 80 años un compatriota suyo, Mircea Eliade:

La novela rumana (…) triunfará definitivamente cuando logre imponer dos o tres tipos de personajes-mitos en la literatura universal (no se trata del tipo del avaricioso, el amante, el celoso, etc., sino de personajes que sepan participar lo más intensamente posible en el drama de la existencia; que tengan un destino, que sepan padecer en su propia carne o que lleguen a encarnar la agonía del conocimiento, etc.). Un pueblo crea, a través de su folklore y su historia, mitos. Y una literatura crea, especialmente a través de su época, personajes-mitos.[4]

Y creo que Cărtărescu ha trabajado de forma deliberada en esta dirección, creando un tipo humano de corte mítico, consistente en un personaje algo inmaduro[5]dividido entre su existencia cotidiana y mostrenca y una vida interior fantasiosa y llena de imaginación, mediante la que intenta olvidar, sin conseguirlo, la miseria de su existencia real. Las mujeres –luego volveré a este peliagudo tema– juegan en su obra un papel residual, salvo excepciones, consagradas a ser metamorfosis de las musas tradicionales y meras “puertas de entrada” de lo extraordinario en lo ordinario, permitiendo a ese personaje varón habitual en las obras de Cărtărescu coquetear con una posibilidad de vivir la vida como algo maravilloso, mientras dure el encanto del amor (suena cursi, lo sé, pero exponerlo de otra forma es traicionar la verdad textual de sus obras). Ese personaje mítico convive con otros mitos ya clásicos de largo alcance, que el autor conoce de sobra y que utiliza a sabiendas, fríamente,para crear un determinado clima narrativo.

Una de las manifestaciones de esta racionalización, hasta cierto punto junguiana, como luego veremos, de los mitemas, podemos apreciarla en el motivo de la telaraña, cuya importancia en Nostalgia ya enfatizó en su prólogo Edmundo Paz Soldán, pero que es recurrente en toda su obra. El motivo alcanza en Lulu (1994) toda su capacidad simbólica, que alcanza las cotas de la cosmovisión: “deja de existir el mundo con sus verdades ramificadas en una red horizontal e ilusoria”, aunque su aparición más frecuente es la de la telaraña onírica que anuncia la llegada de lo pesadillesco a la narración: páginas 46, 55, 60, 127, puesto que la telaraña que tendrá un clímax casi paroxístico en las páginas 65 y siguientes. En ellas se describe un episodio onírico del protagonista, en el que sube hacia el techo de la mansión en la que se encuentra, perdiendo edad conforme sube, hasta llegar casi como un niño. Una enorme telaraña cubre toda la parte superior del edificio y Victor debe atravesarla, hasta encontrar a una araña de dimensiones monstruosas, con la que se unede forma no sexual pero sí corporal; después, baja las escaleras de nuevo “y en cada ventana me veía cada vez más maduro” (p. 69), hasta llegar a su edad de entonces, diecisiete años. La escena puede leerse desde la perspectiva junguiana del encuentro con la sombrapropia, como parte del proceso de individuación personal, del mismo modo que la novela puede ser parte del descenso al abismo o mäelstrom del yo (del protagonista, del narrador, del autor) con todas sus consecuencias. La telaraña es también, por supuesto, la propia escritura, la novela en la que se atrapa a Lulu y la sombra que ha proyectado sobre la sombra de Victor. El texto se vuelve no sólo terapéutico –“si la escritura es, como dicen, una terapia”, p. 24–, sino también sismográfico, en el sentido de que registra las evoluciones psíquicas del personaje hasta identificar texto y emoción o discurso escrito y discurso emocional, “como si el texto fuera mi verdadera vida” (Lulu, p. 101). Del mismo modo que la telaraña une a la presa con el horror de la araña y los omnipresentes nervios, arterias, neuronas y venas de sus relatos conectan eléctricamente la percepción y la conciencia, es la escritura, el “vendaje de este texto (…) de esta tela rara y complicada como una gasa o como una telaraña” (Lulu, p. 147), y sus hilos los que “configuran la telaraña que has tejido, no para capturar algo con ella, sino para ser atrapada” (Nostalgia, p. 314; véase también El Levante, pp. 113 y 160); esto permite que en su obra “una línea de la primera página comunica a través de mi esófago con una palabra de la página cuarenta y que los nervios craneales cortocircuitan símbolos y alusiones” (Lulu, p. 100), cerrando el círculo gnoseológico de la literatura de Cărtărescu: telaraña como símbolo – tejido del texto (referencias intratextuales al propio libro o a los otros libros del autor, referencias intertextualesa libros de otros) – tejido nervioso – redes sinápticas del pensamiento – racionalización del inconsciente – símbolos espacializados y espacios simbolizados[6]– urbanismo onírico – las telarañas = correspondencias baudelerianas, signos en rotación – telaraña simbólica. Esquematizado, sería más o menos así:






Reparos

Mi mayor reparo a la obra de Cărtărescu se centra en Las bellas extranjeras, pero de este libro hablaremos en otro lugar.Entre otros errores achacables al autor apuntaríamos cierta cursilería, ligada a cierto entendimiento naif de lo femenino [“Por qué nos gustan las mujeres (…) porque no leen revistas porno y no navegan por sitios porno (…) porque no se masturban”, p. 292, disculpen mis carcajadas]. En otras ocasiones nos encontramos una visión inexcusable y burdamente machista:

Amadísima lectora (…) Tú no buscas entre las hojas de los libros la árida filosofía ni la política encarnizada que retiene en sombrías cárceles a los exaltados y a los temerarios, sino el amor verdadero que, como las rosas prensadas entre las páginas, no muere jamás. (El Levante, p. 59)

Es difícil saber si una declaración como esta es más estúpida que machista, o viceversa. Tampoco es fácil de entender la pudibundez inmadura con la que el autor evita los temas sexuales (salvo alguna excepción en Lulu, pp. 42-43), sobre los que pasa con abstrusas aclaraciones, que no se sabe si esconden incapacidad técnica para la descripción de los coitos o miedo a perder lectores por ser explícito. Preferimos, desde luego, el primer motivo.



El Levante y conclusión

Si tuviera que recomendar uno solo de estos libros recomendaría El Levante (1990), sin dudarlo, porque es un libro imposible. Es un libro que no podría ser escrito más que por el propio Cărtărescu. Como ha explicado su excelente traductora de guardia, Marian Ochoa de Eribe, en una entrevista[7], el volumen publicado en España parte de una “traducción al rumano” que Cărtărescu decidió realizar al entender que su Levantuloriginal, escrito por completo en verso y trufado de guiños a la literatura rumana, era intraducible. Para facilitar la versión a otros idiomas y la circulación del libro, transformó la mayor parte de los pasajes a prosa, con lo que el libro perdió su parte más experimental, deudora del capítulo “Los bueyes del sol” del Ulysses de James Joyce. Pero esta deuda con la tradición (donde Joyce hacía un recuento de los estilos narrativos ingleses, Cărtărescu haría una reconstrucción de los estilos poéticos rumanos; Jorge Carrión desarrolla el mismo envite con la poesía castellana en la segunda parte de Los turistas, 2015) es sólo un punto de partida, pues una cosa es sostener un ejercicio así durante un capítulo, y otra muy distinta levantar un libro entero sustentándolo en un armazón tan ambicioso tanto desde el punto de vista constructivo como estilístico, por no hablar de la incomparable imaginación que puebla El Levante de imágenes vibrantes y de hallazgos expresivos, verbales y semánticos, cuyo disfrute debemos en buena medida a la ejemplar labor de la traductora. A esto hay que añadir una dimensión política, si cabe: se advierte la presencia aún por entonces (1988 sería la fecha de redacción, según cuenta el autor falsablemente en la página 151) de la dictadura de Ceacescu, que moriría fusilado al año siguiente en Targoviste; de esa atmósfera represiva quiere escapar el autor mediante la imaginación, pero también con el canto a unos palicari revolucionarios que no admiten más señor ni amo que la libertad (obsérvese la magnífica alegoría del juez asno en pp. 139-41: “aquel que se inclina / ante cualquier asno que ostenta el poder / merece ser azotado / y honrado con latigazos”), y quizá la presencia explícita de ciertas marcas de consumo occidentales pudiera funcionar como un conjuro contra la restricción comunista, algo que no tengo claro puesto que no soy especialista en historia ni cultura rumana, y bien que lo siento. Si lo fuera, podría detectar más influencias. Así, siguiendo una pista dada en la red por el investigador Adolfo Rodríguez, la lectura de unos poemas de Mihail Eminescu, traducidos por Dana Giurcă y J.M. Lucía Megías, me hacen ver algunas líneas de confluencia:

Pero quizás allá arriba haya castillos
con arcos de oro hechos de estrellas,
con ríos de fuego y con puentes de plata,
con orillas de mirra, con flores que cantan[8]

Y este tipo de imaginería que une arquitectura y fantasía en su ejemplar urbanismo onírico es característico en Cărtărescu, especialmente en El Levante, pero no sólo ahí. En el mismo poema, “Mortua est!”, Eminescu dice:

¿Y para qué?... ¿Acaso no es el todo locura?
¿Por qué tu muerte, mi ángel, tuvo que ser?
¿Acaso hay sentido en el mundo? Y tú, rostro sonriente,
¿sólo has vivido para así poder morir?

Y Cărtărescu parece responder, sobre el mismo tema de la amada muerta:

¿Quiénes somos? No se sabe. ¿Qué hemos sido? Solo ilusión

(…) Pero ¿qué sabes tú, niña? (…)

Incluso tú eres solo tierra:

Bajo tu camiseta de Shakin’ Stevens y bajo tu seno luminoso

Tu horrible esqueleto triunfa sobre ti. (pp. 164-65)

“El oído te miente, el ojo te engaña”, dice Eminescu; “no oyes con los oídos y no ves con los ojos / Nada que no sea ilusión y sueño insípido” (p. 166), replica Cărtărescu. En “Noaptea”, otro poema de Eminescu, la amada “blanca como la nieve invernal” se aparece al poeta justo cuando éste cae en un sueño, algo habitual en el autor de Nostalgia, etcétera. Lo esencial, sin embargo, no es detectar los infinitos materiales con los que éste trabaja, como apuntamos arriba, sino constatar la importancia del trabajo que hace con ellos y cómo les imprime su sello personal y los enriquece, con una potencia que los convierte en precursores de su propio trabajo. Es decir: es Cărtărescu quien me lleva a Eminescu y otros muchos autores, y no al revés, lo que habla muy bien del primero. Los atardeceres en California son los más bellos del mundo, me dijo alguien hace poco, por el extremo grado de contaminación ambiental.

*

Los demás libros de Cărtărescu que he leído podrían ser, con no poco esfuerzo, compuestos por otros autores, o por un equipo de autores con diversos talentos, pero El Levante no. Es una rareza desasosegante, una maravilla, un libro con escasos parangones, y eso que la versión preparada por el autor debe ser apenas una sombra del original. Por eso nuestra obligación es leer la magnífica edición de Impedimenta… y pensar en que debemos ponernos a estudiar rumano para leer la original.




[Relación con el autor y las editoriales: ninguna]




[1]“Another postmodern sunset, rich in romantic imaginery. Why try to describe it? It’s enough to say that everything in our field of vision seemed to exist in order to gather the light of this event”; Don DeLillo, White Noise; Penguin Books, New York, 2009, p. 216.
[2]Mircea Cărtărescu, Lulu; Impedimenta, Madrid, 2013, p. 31.
[3] Y su dominio de la técnica, pues esto que el narrador dice de otra persona bien pudiera decirse del propio Cărtărescu:“Cuando me contaba cualquier sueño, lo visualizaba con tanto detalle que después me parecía que era yo quien lo había soñado”; Mircea Cărtărescu, Por qué nos gustan las mujeres; Funambulista, Madrid, 2006, traducción de Manuel Lobo, p. 38.
[4] Mircea Eliade, Fragmentarium; Trotta, Madrid, 2004, p. 88.
[5]“Practicamos el sexo con un cerebro de hombre, pero queremos con uno de niño, confiado, dependiente, deseoso de dar y recibir afecto”; Mircea Cărtărescu, Por qué nos gustan las mujeres; Funambulista, Madrid, 2006, traducción de Manuel Lobo, p. 196.
[6] Cf. Mircea Cărtărescu, Lulu; Impedimenta, Madrid, 2013, p. 94.
[7] http://www.rri.ro/es_es/el_levante_en_espaol_la_historia_de_una_traduccion_imposible-2530774
[8]“Tres poemas de Mihail Eminescu”,traducción de Dana Giurcă y José Manuel Lucía Megías, publicada en Cuadernos del matemático, 28 (2002), pp. 28-31.

Diario de una pelea con Evan Dara

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Miércoles, 28 de mayo. Cometo el error de leer de un tirón casi 100 páginas de la novela de Evan Dara El cuaderno perdido (Pálido Fuego, Málaga, 2015, traducción de José Luis Amores). Tal hecho no es en sí mismo un error, porque las disfruto como un enano a pesar de la complejidad de entrada; el error que cometo es que al día siguiente salgo de viaje y aparco durante cuatro días la lectura de la obra. #fail

Domingo, 31 de mayo: Regreso y recorro 120 páginas más. Leo con sensación de jet-lag mental; no por el viaje, sino porque debido al tiempo transcurrido no recuerdo bien los detalles e ignoro si la parte que estoy leyendo tiene relación o no con la leída cuatro días atrás. A pesar de mi sensación de pérdida me doy cuenta de que los personajes sufren otra sensación similar y de que hay cierta fluidez o liquidez (Dara habla en esta novela, publicada por primera vez en 1995, de identidad líquida–pág. 236– cinco años antes de que Zygmunt Bauman hiciera la descripción teórica de la figura) en la estructura novelesca; intento decir que siento que si la hubiera leído de un tirón no estaría mucho más perdido. Me asombra el modo de Dara –o de quien se disfrace tras ese nombre– de cruzar historias, hilos narrativos y discursos prescindiendo de cualquier fijación o hito y de cualquier ancla significante sencilla de descifrar, sin que eso afecte a la lectura, que discurre fácil, tranquila, asombrada y maravillada a ratos, como quien cruza en coche una ciudad desconocida.

Lunes, 1 de junio, 4pm: Me pregunto cómo J. L. Amores, el traductor, sabía cuál de los sucesivos narradores en primera persona era hombre o mujer, teniendo en cuenta que en inglés casi nunca es identificable el género en una voz que cuenta desde un yo. No tengo a mano el original para buscar los marcadores genéricos que ha podido seguir, pero imagino la inmensa dificultad de la traducción. / Me topo con esta cita y creo que guarda algún sentido fractal respecto a la propia significación de la novela: “la agudeza de nuestro entendimiento sobrepasa con creces lo que recibe a través de la experiencia… o, lo que es lo mismo (…) reconstruimos el cristal con fragmentos de vidrio dispersos… ¿cómo aprendimos a hacerlo?... es decir, desde luego yo no fui a la escuela de fragmentos, ¿y tú?” (p. 264, también 310). Yo sí, pero a la vista está que no he aprendido nada. / En 266 leo: “las páginas de la carta se habían desordenado con el ajetreo, pero encontré el hilo, sin dificultad, tras reorganizarlas un poco”. Pues serán las tuyas, yo sigo felizmente perdido y devorando páginas. Sigo leyendo con una idea feliz en la mente: encontrarme ante el primer libro que puedo terminar sin haber comprendido. Y que eso me dé igual.

Lunes, 1 de junio, 6pm: Me viene a la mente una cita de Madera de boj de Cela: “todo esto viene muy desorganizado”. Entiendo que varias imágenes o metáforas de El cuaderno perdido tienen algo en común. Relacionan motivos o fenómenos caracterizados por la mixtión entrópica o por la unión cruzada y azarosa de elementos o estructuras con la incompletud del ser humano y de su experiencia. Por ejemplo, la música de Harry Partch (pp. 287ss). La referencia a Beethoven: “por qué se enamoraría de esa forma del reciclaje, de contar la misma historia una y otra vez; y fue esto lo que fundamentó mi trabajo (…) intentando generar el infinito dentro de un área finita” (pp. 49-50). La narrativa sentimental de la narradora del tramo central de la novela, cuando se explica que “la narrativa tenía que servir para algo, aunque sólo fuera para ayudar a consolar la pérdida que ella misma había garantizado” (p. 300). El discurso sobre la ausencia de centro (p. 333). La cita shakespeariana que abre la novela: “este trigo esparcido en un mismo haz, / estos miembros rotos en un solo cuerpo”. El “campo de presencia ininterrumpido” infantil que consiste para Piaget en una “fluida mezcolanza de sensaciones, estímulos y percepciones” (p. 444). Las recurrencias a Chomsky y sus saberes aprendidos de antemano, que te guían a través de “los árboles del lenguaje” (p. 204). Y, sobre todo: “progresar implica adentrarse en el error, traer a un primer plano el titubeo experimental” (p. 356).

Lunes 1, 7pm. Leo esta bestialidad:




Madrugada del lunes 1 al martes 2, 5am. Me despierto súbitamente pensando que el personaje de Raymond puede haber sido en realidad el marido de Carla y que eso explicaría muchas cosas. Le daría un sentido complementario al personaje de Greg -el padre de Tom-, que funcionaría como espejo o personaje anticlimático. Le doy vueltas en la cama a esta posibilidad un rato, angustiado, hasta que caigo en la cuenta de que Carla no es un personaje de El cuaderno perdido, sino de la última novela de Gopegui. Caigo dormido de nuevo.

Martes 2, tarde. Pienso, a la vista de las páginas anteriores a la soberbia resolución lorquiana de la novela[1], si hay en ella una temprana crítica del Big Data, mediante el modo en que la sobredosis de información puede utilizarse para ocultar una verdad mediante la asfixia de informes. En su última parte la novela entronca con White Noise de Don DeLillo y con películas sobre desastres químicos, que en los 80 poblaron el imaginario estadounidense a partir de varios casos reales de contaminaciones industriales. Me da pena que se acabe la novela. Como se dice en cierto punto, “no quería que la película acabase, que no se resolviera de ninguna forma; yo quería que la película simplemente continuara, que continuara elaborando más versiones de su historia, que continuara produciendo más personajes” (p. 75).

Miércoles 3, tarde. Releo algunas páginas. Rebusco en las notas que he ido tomando. Reviso algunas partes enteras y copio todas las citas que he ido subrayando –que, juntas, suman bastantes páginas–. Releo el excelente prólogo de Stephen J. Burns y encuentro allí que la interconexión de voces de la novela tiene un componente ecológico (p. 12, ¡!). De pronto se abre la mente y entiendo este thriller ecológico, como alguien ha definido la novela. Creo que veo algo. Vuelvo a las páginas donde alguien describe la creación de un artefacto imaginario capaz de extraer energíadel lenguaje (pp. 107-108), pienso que ese artefacto existe y se llama El cuaderno perdido.El puzle se arma en la cabeza. Aunque el puzle es más tipo John Ahsbery que tipo Conan Doyle, por supuesto, lleno de piezas faltantes y otras sobrantes. Un puzle que no casa, que no cuadra, y que por eso nos refleja. A la perfección.

Las alusiones científicas (relatividad, principio de incertidumbre) no son casuales. El uso de testimonios parciales (fragmentos de cartas hiper-subjetivas, la colisión de testimonios de primera y de segunda mano, el estilo indirecto para narrar hechos que por científicos debieran ser objetivos) y la ausencia de voces autorizadas, así como de autoridad narrativa en la novela, no son casuales. La discusión sobre la inconmensurabilidad del lenguaje no es casual. Con esto no quiero decir que Dara pretenda hacer una justificación tan burda como mi novela es incompleta y en parte incomprensible porque el mundo también lo es, sino, más bien, todo lo contrario, porque tal aserto implicaría haber atisbado y entendido –globalmente- el mundo: hay en El cuaderno perdido una metafísica, o una cosmovisión, si prefieren, de lo incompleto o de lo humano incompletoque parece iluminar la visión del mundo de todos los personajes y, al mismo tiempo, rige la estética de la novela. Nunca como en esta novela ha sido tan cierto aquello que decía Eagleton de la literaturacomo “acontecimiento, en el sentido de que su completud está en movimiento perpetuo, pues solo se hace realidad en el acto de leer”[2].  Desde este punto de vista, El cuaderno perdido puede referirse, no lo sé, no tengo ni idea, podríareferirse a la falta existencial de cuaderno de bitácora, a la ausencia de un manual de instrucciones para entender la vida y para entendernos a nosotros mismos. La pérdida del lenguaje final ante la inminencia de la tragedia es una metáfora de la desaparición de lo humano ante el terror, anunciando el regreso a la pura animalidad, representada en el deseo de supervivencia. Creo. Qué sé yo. Qué más da. Lo mejor es que la lean, con la absoluta conciencia de que recorren, entendiéndola o no, lo cual es lo de menos, una novela grande como pocas, narrativa en estado puro con escasísimos parangones. Déjense atrapar por la selva del lenguaje y el diagrama de flujo de la literatura. Y disfruten.






[Relación con autor y editorial: ninguna]



[1]La casa de Bernarda Alba, claro, pero sin virginidad.
[2]Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 245.

Por qué llamar a las series arte cuando quieren decir storytelling

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[Lo que sigue es una versión actualizada y aumentada de la conferencia que di el pasado 5 de junio en el ciclo #Trends de las jornadas ScreenTV, desarrolladas en la ciudad de Málaga]


Conversación

España se ha convertido en un país de 40 millones de críticos de series de televisión. Hasta ahora éramos todos entrenadores de fútbol, analistas políticos y gastrónomos, y ahora las series han venido a incrementar el currículum vitae nacional, convirtiéndonos en la generación más pretaradade la historia. Las series están en la conversación; de hecho, dominan la conversación actual. No sé si han visto los anuncios de Vodafone donde dos personas se encuentran por casualidad en lugares públicos compartiendo una espera. Al no saber cómo romper el hielo, sacan inmediatamente el tema de la serie que están siguiendo para verla en el teléfono móvil de uno de ellos. Este cambio en la conversación es tan obvio que ya comienza a registrarse en esos termómetros sociológicos que son las novelas actuales; por ejemplo, en la última novela de Belén Gopegui, El Comité de la noche (2015), leemos: “hoy, después de dejar a Marina en el colegio, me he encontrado con Ramiro, hacía años que no le veía (…) Tomamos juntos un café, hablamos de los críos, de las casas, de las guerras, de un par de series, de conocidos comunes”[1]. Más adelante, en otro lugar de la novela (p. 217), se cita Black Mirror. En un post de hace dos años recogíamos decenas de menciones narrativas al tema, que se han multiplicado desde entonces. Y también podrían citarse ejemplos poéticos, por no hablar de la cantidad de escritores que han escrito ex profeso sobre series televisivas, ya sea en artículos de prensa o en volúmenes colectivos sobre series concretas, una línea editorial cada vez más frecuente en nuestro país.



 
Esta omnipresencia de las series, incluso en otras manifestaciones artísticas como novelas, películas o libros de poemas, han llevado a algunas personas a considerar que las series pueden pertenecer a una alta cultura contemporánea[2], y todos hemos oído cómo algunos, ante series como la tramposa True Detective, han utilizado sin ambages la expresión “obra de arte”[3](no volveré a hablar sobre esa serie, contra la que ya me pronuncié contundentemente). Como críticos culturales, esto nos sitúa en un lugar inquietantemente ambiguo, pues ratificar ese aserto, que elevaría las series, o algunas de ellas, a obras al nivel de una película de Tarkovski o de una novela de John M. Coetzee, o manifestarse en contra de tal aserción, nos obligaría a enfocar cuestiones muy peliagudas: primero, qué es el arte; segundo, qué es una obra de arte; tercero, qué es alta y baja cultura y si existe tal distinción –para mí, lo siento, existe–; cuarto, qué series de televisión son mejores que otras y por qué; y, en quinto lugar, cuáles de esas series de televisión más ambiciosas sería considerables como artísticas y por qué. Cualquiera de estas cinco consideraciones ocuparía no sólo el tiempo de esta charla, sino varios años de estudio de un especialista, y por lo tanto vamos a tener que operar sobre presupuestos y consensos.

Creo que antes de entrar en tales consideraciones pueden hacerse preguntas mucho más importantes que la de si una serie en concreto puede ser, o no, una forma de arte. Por ejemplo, una pregunta interesantísima sería ¿por qué las series son hoy en día tan importantes?¿Quién ha decidido que las series pasen a formar una parte tan substancial de nuestro ocio y de nuestra conversación social? ¿Quién ha creado esta “agenda serial” y la extendido globalmente de una manera tan rotunda? ¿Teníamos necesidad de series, o esa necesidad nos ha venido impuesta de algún modo? Y, si nos ha sido impuesta, ¿por quién y por qué, quién tendría tanto interés en sustituir el mundo del libro, e incluso el mundo del cine, por un modelo “teleserial” de cultura?

Este tipo de preguntas me parece muy pertinente, porque a lo mejor el debate sobre si las series son, o no, una forma cultural podría estar muy ligado al de su propia necesidad. Me explico, aunque ustedes ya imaginan por donde voy: si yo fuera ejecutivo de una multinacional de la comunicación y tuviese a mi mando cadenas de televisión donde producir y emitir series, y poseyese también periódicos y revistas donde hablar de ellas y publicitarlas, y tuviera contratada una legión de community managers cuyo único trabajo fuese incrementar la atención y el hype sobre las mismas, ¿de qué forma intentaría eliminar al espectador esa molesta sensación de placer culpable que a veces nos surge al ver un producto televisivo? Si yo fuera ese ejecutivo, iría presentando estos productos a los críticos de televisión como obras de arte, sabiendo que esos críticos de televisión estarían encantados de sentirse críticos de una tendencia de moda a la vez que críticos de alta cultura, sentirse dotados del mismo prestigio –cada vez más devaluado, no nos engañemos–, de los críticos cinematográficos y literarios, para devenir arduos defensores del arte nuevo, de la nueva forma artística de nuestro tiempo. Así, esta nueva cultura, definida como “alta” desde el propio medio, sería apoyada por los críticos del propio medio, y defendida a muerte por unos telespectadores que, de la noche a la mañana, pasan de ser meros consumidores de telebasura a convertirse en refinados degustadores high brow de excelencia altocultural, sin cambiar absolutamente nada ni hacer ningún esfuerzo que difiera de sus prácticas anteriores, es decir: encender la televisión o verla a través del ordenador y sentarse a contemplar pasivamente estas nuevas formas presentadas como el último grito en arte audiovisual. Nunca fue más fácil elevar el estatus sociocultural: sin mover un músculo ni hacer esfuerzo alguno.

Por supuesto, esto que acabo de hacer es una hipótesis ficticia que no se diferencia mucho a una especie de teoría de la conspiración. Lo admito, al menos en parte. Añadamos entonces otra perspectiva de análisis. Pensemos en qué momento histórico nace esta histeria colectiva de las series. Démonos cuenta de que coincide en el tiempo con otros hechos significativos: la difusión occidental de los teléfonos inteligentes; la aparición de tabletas y soportes móviles para consumo de productos audiovisuales, que requieren urgentemente de contenidos para llenarlos y dar sentido a los cientos de euros que cuestan; el surgimiento de las redes sociales en Internet y el incremento del fenómeno fandom, gracias a la capacidad comunicativa de redes como Facebook y Twitter y su capacidad para reverberar e incluso crear tendencias; la difusión masiva de la televisión digital, que trajo en Estados Unidos un incremento exponencial del negocio de los canales por cable –lo sé porque yo vivía allí en aquel momento y me suscribí a uno-, canales que viven de las suscripciones, como recordó Marijo Larrañaga el primer día de estas jornadas, y que presentaban como productos o contenidos estrella los deportes y la serie de televisión (series de televisión que, como ahora veremos, están construidas narrativamente con técnicas tomadas del marketing y la publicidad). Es decir, resumiendo: entre los años 2004 y 2010 asistimos por un lado al despegue de una poderosísima industria estadounidense que potenciaba canales televisivos de pago, creaba ancho de banda y generaba aparatos portátiles que requerían de contenidos audiovisuales y, por el otro, asistimos a la aparición súbita -oh, milagro- de unos contenidos audiovisuales que venían presentados con una etiqueta imbatible: entretenimiento + distinción cultural. No hace falta leer a Pierre Bordieu para entender el impacto de esa alianza en el imaginario colectivo. Ahora, atemos cabos y recordemos las fechas de comienzo de muchas de las series que han creado el fandom televisivo actual: 2004, Perdidos; 2006, Héroes; 2007, Mad Men; 2008, Breaking Bad; 2009, The Good Wife; 2010, Juego de tronos; 2011, Homeland. The Wire se estrenó antes, en 2002, y The Sopranos aún antes, en 1999, pero en realidad comenzaron a ser vistas de modo generalizado alrededor de 2008 ó 2009, siendo consumidas en su origen sólo por televidentes norteamericanos o por estudiosos del género. Los demás las vimos en pleno boom, porque se nos decía que formaban parte del “canon”, y así era –del canon televisivo, claro–. En realidad, para muchos, entre los que me cuento, The Wire era la mejor de todas. Luego volveremos a ella.

Creo que con estos datos objetivos, basados en fechas de aparición de unos y otros fenómenos industriales, pues todos los citados son productos de la industria del entretenimiento, hemos dejado atrás teorías de la conspiración para asomarnos a un análisis muy diferente, que a mi juicio –por supuesto discutible, y más teniendo en cuenta que no soy experto en series, algo bastante complicado, como recuerda Alberto Rey en una divertida entrada de su blog–, perspectiva que a mi juicio, decía, nos presenta el fenómeno de la histeria de las series como algo muy diferente a un asunto cultural. Para mí, la mayor parte de este hype se debe a un fenómeno económico muy antiguo consistente en la ley de la oferta y de la demanda, particularizado en este caso en la demanda de contenidos para unos aparatos y unas cadenas de pago y la producción en masa de dichos contenidos, unas veces mejores y otras, la mayoría, puro entretenimiento revestido de espectáculo. Que una compañía de smartphones ofrezca en su propaganda como utilidad esencial del aparato el hecho de ver series y no la posibilidad de llamar por teléfono, creo que lo dice todo al respecto.

Puede ser interesante descender a nuestra propia experiencia como televidentes para seguir atando cabos. Aunque me duela decirlo, pues con ello estoy confesando que tengo más años que el baúl de la Piquer, yo he visto series de televisión en los años 70, 80, 90, 00 y a partir de 2010, lo que implica que tengo a mis espaldas casi cinco décadas de consumo serial. He visto desde Pippi Calzaslargas a House of Cards, desde Heidi y Marco hasta Los Simpson, que son series de animación. Pese a sumar, por tanto, miles y miles de horas como televidente de series, siempre tuve la impresión, incluso cuando veía series “serias” como Yo, Claudio, o Hill Street Blues, de que estaba pasando un buen rato con un producto de entretenimiento. Nunca jamás, entre 1980 y 2007, escuché a nadie decir de una serie que fuera una obra de arte o que fuese alta cultura[4]. Las discusiones sobre la serie de anocheestaban en el mismo nivel que las discusiones sobre el partido de anoche, o que la entrevista de Milá de anoche, cuando Milá molaba. Durante tres décadas todos tuvimos claro de qué estábamos hablando cuando hablábamos de series, hasta que de pronto nos hemos encontrado con otro tipo de discurso. Sobre ese discurso vamos a profundizar a continuación.



Por qué dicen literatura cuando quieren decir storytelling
           
Harvard Business Review: ¿Por qué el presidente de una empresa o un gerente deberían prestar atención a un guionista?
Robert McKee: Una gran parte del trabajo de un empresario es motivar a la gente a conseguir ciertos objetivos. Para hacerlo, él o ella deben involucrar sus emociones y la llave para abrir sus corazones es una historia.[5]


El primer paso para la consideración de la serie como arte vino constituido por la sobredimensión de su parte de narrativa. Las series cuentan cosas, luego son narración. Las novelas cuentan cosas, luego también son narración. Entonces, series y novelas son narrativas idénticas. Esta especie de silogismo, que hubiese horrorizado a Aristóteles y hubiera supuesto el suspenso en la asignatura de Lógica I de la carrera de Filosofía, con la que tanto sufrí porque la lógica va contra mi naturaleza, ha sido muy extendida. Y creo que el problema estriba en la confusión de la literatura con otra cosa; en realidad, el contenido narrativo de las series está más próximo al storytelling que a la literatura per se. El storytelling es un conjunto de trucos y herramientas para contar historias, proveniente de entornos educativos infantiles[6], cuya solvencia persuasiva ha dado el salto al relato político, publicitario y audiovisual. Un ejemplo, que ya hemos citado varias veces, está en la forma en que se crea de la nada, gracias al storyelling, un relato bélico justificativo de una acción política en la película Wag the Dog (1997). Merece la pena ver las imágenes:



En efecto, la historia se configura como una especie de meme que hay quien llega a hablar, como recuerda Salmon y han estudiado Faustino Oncina y Virginia Moratiel[7], de giro narrativo para hablar de nuestra época. Esta plaga no se limita sólo a lo audiovisual, lo político, lo empresarial y lo publicitario; el problema es que, como señaló el año pasado el conocido crítico literario James Wood, el storytelling también está invadiendo la novela, y de ahí la facilidad de la confusión:

As the novel’s cultural centrality dims, so storytelling (…) flies up and fills the air. Meaning is a bit of a bore, but storytelling is alive. The novel form can be difficult, cumbrously serious; storytelling is all pleasure, fantastical in its fertility, its ceaseless inventiveness. Easy to consume, too, because it excites hunger while simultaneously satisfying it: we continuously want more. The novel now aspires to the regality of the boxed DVD set: the throne is a game of them.[8]

La última frase es una mención oblicua de Wood a Game of Thrones, por supuesto, quizá como epítome de todo lo serial. La cuestión es que es más que problemático comparar una narrativa, como la literaria, sustentada en la búsqueda de la excelencia artística (o eso debería) y una narrativa, la teleserial, caracterizada por lo que se ha denominado por los expertos marketing relacional, y con fines principalmente crematísticos. Quizá para evitar añadiendo confusión, lo mejor es clarificar las cosas, y con ese fin hemos construido una comparación entre series y literatura a partir de algunas opiniones de diversas personas sobre el particular, a las que he ido añadiendo mi propio parecer.







SERIES
LITERATURA
Facilidad de acceso y lectura. Están hechas para ser entendidas de modo inmediato y sin dificultad, y los escasos puntos oscuros (como el final de Lost) buscan incrementar la conversación en redes sociales.
Como comentó recientemente Antonio Orejudo, leer es algo que demanda un trabajo intelectual y su recompensa se recibe en diferido, sin generar una gratificación instantánea.
Las series pueden ser complejas, pero no difíciles.

Las buenas novelas pueden ser complejas, difíciles o complejas y difíciles.
El visionado de series no necesita de una educación previa ni de una formación cultural. Las referencias suelen ser intramediales, televisivas, o metareferenciales (referentes a la propia serie). A veces hay referencias cultas, pero no son indispensables para entender la trama, ni la existencia de referencias crea, de por sí, “esencia” artística.
Leer requiere de un largo y complejo proceso formativo, que comienza en la infancia y no acaba nunca. Como dice José Luis Pardo, “la alta cultura requiere entrenamiento, mientras que la baja cultura está ligada al impacto directo”[9].
Las series buscan la gratificación instantánea porque su lógica esencial no es artística, sino económica. No buscan lectores, sino consumidores que reconozcan, como apunta Cascajosa, la imagen corporativa de la cadena generadora, incluso cuando son consumidas ilegalmente[10].
La literatura -la que de verdad puede recibir tal nombre, al menos- tiene como primer fin el artístico. No busca clientes ni consumidores, sino lectores. El mercado no es un fin, sino un medio para llegar a más lectores.
Dan Harmon, creador de la serie Community: "Hay una dosis muy baja de poder transformador en las series. La televisión es tóxica. Con las películas la cosa es diferente; existe una historia que evoluciona: un inicio, un nudo y un desenlace y normalmente, cuando un filme termina se permite provocar una pequeña sensación de cambio en el espectador. En la televisión eso no ocurre, los cambios no se plantean. Los guionistas conspiran para que te sientes en el sofá y veas durante siete años a los mismos personajes. Los efectos en el cerebro humano que provoca eso nunca serán mejores que leer el peor libro de la historia. Entre cientos de horas de televisión y Moby Dick lo tengo claro. A veces pienso que en realidad trabajo para el Gobierno de los Estados Unidos con el objetivo de que la gente se quede en casa viendo la televisión y no salga a quemar la Casa Blanca”.
Los libros, algunos libros al menos, puede que no cambien las cosas pero trastornan a sus lectores y en algunos casos pueden cambiar el curso de sus vidas. Leer El comité de la noche (2014) de Belén Gopegui nos sume en una profunda meditación acerca de nuestro papel como ciudadanos, planteándonos peliagudas cuestiones sobre lo que estamos haciendo o dejando de hacer para mejorar las cosas en nuestro entorno próximo. Es un libro que nos invita a salir a la calle, en vez de quedarnos en casa viendo la tele.
Cantidad de tiempo insumido: ver Breaking Bad supondrá casi 100 horas de tu vida. No aportará nada a tu cultura no televisiva. Sólo entenderás más chistes y algunas referencias en series y películas.
En 100 horas puedes leer El Quijote, cinco dramas shakespearianos y Anna Karénina. Esas lecturas no te convertirán en un hombre culto, pero casi. No dan referencias, sino armas conceptuales para vivir y entender el mundo.
“Porque ser especialista en ‘The Wire’ es mucho más sencillo que ser especialista en la obra de Charles Dickens, pero también exige un rol mucho más pasivo. Sólo tienes que sentarte a ver un episodio pasar detrás de otro. Aun así, seguimos considerando a los defensores de la serie (tan excelente que habla por sí sola) como una suerte de élite cultural, unos verdaderos príncipes caminando por encima del resto de los espectadores. Este elitismo de fácil acceso nos confirma lo que, en el fondo, siempre sospechábamos: a la gente le gusta fardar de ser más lista que tú. Cuando ver la tele empezó a dejar de ser considerado una actividad indigna y pasó a ser un símbolo de estatus deseable, un montón de gente descubrió que esa era su oportunidad para convertirse en lo más parecido a un especialista en Dickens sin necesidad de hacer demasiado esfuerzo.” (Noel Ceballos[11])
Convertirte en un especialista en una cuestión intelectual requiere de tal vastedad de actos y de la consulta de tan diferentes medios de documentación (archivos físicos, archivos digitales, libros, blogs, tesis doctorales, artículos académicos, etc.), que en cierto modo supone un refinamiento del modo de buscar, localizar, destilar, elegir y discriminar información. Es decir, el proceso enseña a pensar. El resultado final, las conclusiones, sólo son una parte del crecimiento intelectual logrado, por no hablar de todo cuanto uno encuentra azarosamente por el camino, que le abre puertas para otras investigaciones y otros asuntos (o para otras lecturas). Ser “especialista” en series es apenas ver capítulos y ver los comentarios que otros han hecho viendo capítulos. Para ser especialista académico en series el hecho diferencial no es verlas, sino el ingente trabajo intelectual de investigación hecho al margen del visionado de TV, compuesto, fundamentalmente… por lecturas.
Como apunta Gonzalo Torné, las series utilizan trucos manidos para mantener la atención: “La narrativa televisiva se sustenta en los giros de la trama, los diálogos cortantes y los cambios bruscos en el temperamento de los personajes; con notables excepciones está pensada para mantener cautivo a un espectador menos leal que quien se compra un libro.La información suele presentarse en forma de rompecabezas para involucrarle como agente activo(pero con el cuidado de no suministrarle nunca las piezas necesarias). Ambos rasgos le suministran a la ficción televisiva la apariencia de estarse elaborando delante de nosotros. Esta impresión se beneficia del ‘continuará’, viejo como el mundo (…) no sólo sentimos el deseo de saber cómo sigue, sino de saberlo antes de la próxima entrega, para no perder comba.”[12]
Las series aprovechan los recursos provenientes de la novela y del cine (algo que ya vio en 2011 Martín Schifino[13]), pero no son ni novela ni cine, son televisión.

Las buenas novelas no suelen preocuparse por el lector, en el sentido de que no se ponen a su servicio; más bien le ofrecen respetuosamente lo mejor que tienen, bajo la presunción de que el lector sigue ahí. El televidente es un obseso del zapping, el lector no. El televidente tiene una gran y diversa oferta cuando paga una suscripción de TV de pago, el lector que compra un libro suele querer aprovechar su inversión hasta el final, incluso cuando está parcialmente insatisfecho con el producto.
Cultura aludida, no creada. “Hay un caso que me resulta paradigmático: ‘True Detective’. A todos (a mí el primero) se nos llenó la boca hablando de posibles referentes literarios y filosóficos, principalmente porque su creador los había esgrimido en alguna entrevista. Pero no profundizábamos en ellos. La serie tampoco lo hacía, en realidad. Solo eran unos nombres de autores (Lovecraft, Nietzsche, Ligotti) que todos repetíamos como un mantra, confiando en que al final la serie estuviera a la altura de las circunstancias y nos diera algo que justificase tanto name-dropping. No lo hizo, pero no tuvimos tiempo de analizar exactamente qué nos quiso contar esa temporada. Llegaron otras series nuevas y había que verlas. Nadie tiene tiempo de profundizar cuando Netflix lanza un paquete de 13 episodios al mes. ‘True Detective’ ya ha quedado olvidada.” (Noel Ceballos)
“En una ceremonia in de la confusión entre lo popular y lo elitista, en un falso difuminado de los límites, nos fascinan la banalización de la literatura sometida a la superficialidad de ciertos lenguajes audiovisuales y la metamorfosis seudointelectual del entretenimiento televisivo. La consideración de las series como literatura resulta cuestionable académicamente y se vincula con una corriente de desprestigio de la palabra literaria por parte de lectores que experimentan cierto aburrimiento sine nobilitate, o que no se molestan en leer y cubren su cuota de prestigio cultural conMad Men.” (Marta Sanz[14])
                                                          
La principal preocupación de la serie es la historia.
La principal preocupación de la novela es el lenguaje[15].
Incluso cuando los guionistas de series son escritores conocidos, como Neil Gaiman, Michael Chabon, etcétera[16], lo que están haciendo es televisión y no literatura. Recuerdo lo que un escritor amigo me comentó tras colaborar en la adaptación al cine de una de sus novelas: “lo primero que me han dicho al sentarme es que hay que dejar la literatura fuera”, confesaba dolorido.
La novela tiene unos fines propios no limitados a narrar historias, según ha apuntado Jorge Volpi[17], que es el fin último de las series y donde conectan esencialmente con el storytelling.
Constricciones y corrección política. Ya advirtió Cascajosa, citado a Eduardo Ladrón de Guevara, de las muchas cosas que no se pueden grabar en una serie: cierto tipo de actualidad política, tabaquismo, drogodependencias, etcétera. En una entrevista de 2014, Ladrón de Guevara intentaba justificar el escaso mordiente crítico de Cuéntame: “En el fondo intentamos llegar a todos los espectadores. A mí me hubiera gustado hacer una serie que fuera más beligerante con el tardofranquismo. Yo aposté por eso, pero comprendí que teníamos que llegar a todos los públicos y ser lo más neutral posible. Esta no es una serie política. Ya me gustaría a mí hacer una serie de políticos. Daría una pierna. Pero no hay cadena que lo compre”[18]. Algunos piensan que HBO, por el hecho de tener escenas muy subidas de sexo o Fox, por presentar al doctor House ciego de pastillas, tienen más libertad, lo que sólo puede explicarse si no se sabe qué es Fox y qué intereses defiende. En realidad hay muchas cosas que no se tocan o se tocan de forma muy liviana por corrección política en series USA: el genocidio de los indios, el debate sobre la pena de muerte o el permiso de armas, el capitalismo –no los excesos del capitalismo, sino el sistema capitalista en sí– etc. Las series sólo intentan concienciarnos de cosas de las que ya estamos todos más o menos concienciados: diversidad sexual, la lucha contra el racismo, contra la discriminación de las mujeres, contra el maltrato… Su potencial político, por tanto, es prácticamente nulo.
Frente a las restricciones de las series, la novela se presenta como uno de los únicos lugares donde cabe el pensamiento libre por completo de corrección política y donde caben todo tipo de comportamientos. También en cierto –escaso– cine. Novelas como las últimas de José Serralvo o Juan Francisco Ferré no podrían ser llevadas a la pequeña pantalla. En las series no sólo es inviable cierto modo de entender el sexo, sino que cualquier forma de pensamiento político radical está rigurosamente prohibida, precisamente porque su objetivo prioritario es el comercial, y no el intelectual. Las series que se nos presentan como “obras de arte” no quieren criticar el sistema, sólo critican algunas cosas de la sociedad, o algunos excesos del sistema, lo justo para ocultar al espectador que su emisión y recepción acrítica lo reafirman. Una serie realmente subversiva no es que fuese cortada al poco de la emisión, es que jamás llegaría a ser grabada. Sólo en los espacios de libertad de las webseries o series digitales alternativas cabe concebir un escenario semejante.

En consecuencia, no tienen la libertad de que el arte se dota a sí mismo y que constituye su elemento más representativo y característico.
Constricciones formales. El 95% de las series de televisión siguen formatos implacables: están compuestas de episodios de 45-50 minutos, con numerosas excepciones que son igual de férreas (es decir, que una vez establecida su duración temporal no la alteran), o de 20-30 minutos en sitcoms, y se estructuran en temporadas. Ningún espectador aceptaría un capítulo de tres o cinco horas de duración, por ejemplo, aunque haya muchas películas que tengan esa duración e incluso muy superior, como obras de Tarr, Kluge o Warhol. Las series siguen un formato narrativo melodramático con esquemas bastante estrechos, como sabe cualquiera que haya leído manuales de guión televisivo.
Las novelas tienen un formato mucho más flexible porque, en realidad, no tienen ningún formato. Como han expresado muchos teóricos, de Frank Kermode a Julio Ortega, las novelas modernas y posmodernas más interesantes se basan, precisamente, en la destrucción sistemática de nuestros esquemas preconcebidos de novela. Las series, en cambio, suelen respetarlos a ultranza. Incluso los transmedia que utilizan las series como una de las plataformas discursivas suelen hacer un transmedia mainstream, muy previsible y de corto vuelo estético.
Los televidentes pueden decidir la finalización de una serie, o la alteración de su contenido, durante su emisión (de esto hay que excluir a las series creadas por plataformas tipo Netflix, que ofrecen todos los capítulos de golpe, con el proyecto narrativo cerrado, aunque estas series son de momento una minoría). Es decir, pueden impedir la “escritura” de la serie o forzar cambios no queridos por su autor.Esto ha frustrado la continuidad de series prometedoras como Boss.
La novela llega a los lectores terminada como un todo y la lectura ajena no interfiere en el proceso narrativo (salvo raros casos de ficción digital interactiva). Esto implica que el proyecto estético del narrador se conserva intacto y bajo su control en todo momento. El lector completará después el sentido de lo leído, pero su existencia no depende de él. Un lector puede dejar una novela a medias, pero el libro (en papel o digital) permanece completo y ajeno a esa decisión.



No todo son reparos

            Una de las cosas que las series hacen muy bien, y que por su formato extendido en el tiempo pueden llegar a hacer incluso mejor que una película o una novela es la creación de personajes (aunque dependerá del tamaño y el talento del escritor, por supuesto, y ninguna serie nos ha dado todavía un personaje a la altura de los de Shakespeare o Cervantes). La posibilidad de dar a un actor 15, 30, 60 horas para encarnar a un personaje bien diseñado genera unas posibilidades que no habíamos visto hasta ahora, o que habíamos visto sólo en casos muy extremos, como en las sagas de Star Trek o en A la busca del tiempo perdido de Proust. “Mientras que un film puede ser exitoso con personajes poco desarrollados”, dice el productor de transmedias Nuno Bernardo, “las series de televisión viven y mueren por la fuerza de sus personajes. Los espectadores se conectan a ellas semana tras semana porque han hecho una conexión personal con un carácter. Pueden perdonar un episodio mal escrito o una estructura de narración repetitiva porque quieren ver a sus ‘amigos’ en la emisión”[19]. En efecto, las series duran tanto que nos dan más oportunidades de “empatizar” con el personaje y de establecer vínculos de afecto con él. Es una de las consecuencias de la complejidad de las series, que ha sido estudiada por José Luis Molinuevo en una excelente serie de libros de acceso gratuito a través de su blog y que ahondan en las dimensiones complejas de lo serial. Para Carlos Scolari, “Una de las características de las nuevas producciones audiovisuales es la multiplicación de los programas narrativos: casi todas las series televisivas y muchos largometrajes de la última década han visto cómo se incrementaban los relatos y personajes (Scolari, 2006). En un episodio de 45’ de series como 24, The Sopranos o ER y en películas como Babel o Crash pasan muchas cosas, decenas de personajes interactúan entre sí mientras despliegan sus programas narrativos. En algunas producciones es tan elevada la complejidad de la trama que hasta se vuelve complicado identificar al personaje central o reconocer un programa narrativo de base”[20]. Esta posibilidad polifónica y plural es uno de los espacios que las series mejor pueden recorrer para encontrar sus propias dimensiones estéticas, es decir: para lograr algo que sólo una serie de televisión podría lograr, en vez de reproducir esquemas narrativos tomados del cine y de la literatura, que es lo que sucede en la mayoría de casos.


Las series en la literatura

Otro efecto positivo que están teniendo las series es el modo en el que pueblan el imaginario colectivo (para lo bueno y para lo malo[21]), dando ideas a los creadores de muchas ramas artísticas para seguir trabajando. Del mismo modo que la realidad entra en las series, como apuntaba tempranamente Marc Augé[22], las series entran como realidadexógena en la literatura. Y lo pueden hacer de muchas formas: como modo de reflejar la sociedad –como veíamos antes, en cuanto modo de reflejar “la conversación”– o, lo que más nos interesa, como espoleta o estímulo creativo. En 2014 hemos tenido un ejemplo claro y asombroso en la novela de Andrés Ibáñez Brilla, mar del Edén, que recibió el Premio Nacional de la Crítica y que parte de la serie Lost para desarrollar una historia alternativa a la de la trama serial; cuando le entrevistamosen el blog sobre este particular, respondió Ibáñez: “Pensaba, inevitablemente, en Cervantes inspirándose en novelas de caballerías que a él le parecían ‘cultura popular’ pero que de cualquier modo le fascinaban. Es un poco lo mismo”. Entre líneas leemos con claridad que Ibáñez toma un producto narrativamente bajo para elevarlo artísticamente, como hizo Cervantes. Pero no es el único ejemplo de interrelación directa entre series y novela; otros ejemplos serían The Gone-Away World (2008) de Nick Harkaway, construida como un pack de una teleserie[23], Los muertos (2010), de Jorge Carrión, o The Familiar (2015) de Mark Z. Danielewski, título de una sagafamiliar compuesta por 27 novelas, cuya estructura se basa, según él mismo ha declarado, en la de las series televisivas.

Carrión, que se ha acercado a las series no sólo desde la novela, sino también desde ensayos como Teleshakespeare (2011), ha sido a veces criticado por declaraciones como esta: “Como escritor, leo la realidad a partir de la literatura. Me interesan el cómic, el videojuego, el arte contemporáneo o las series que se dejan interpretar como literatura expandida. Hay otros modos de interpretar las series, pero el mío es el teleshakespeariano. El de Shakespeare como espectro que recorre escenas brutales de Los Soprano, House of Cards o Gomorra; aunque también vea a Cervantes en la pareja protagonista de Breaking Bad o a Kafka en ese infierno en la tierra que retrata Manhattan.Los libros nutren directamente, de hecho, obras como Friday Night Lights, Juego de tronos, Hannibal o Sherlock. Y en muchas ocasiones las series, gracias al talento de sus guionistas y al poder de la industria, son superiores a los textos originales”[24]. Sin embargo, Carrión, que en Twitter dio hace poco un aparente paso atrás sobre algunas de sus tesis,






 nos pone sobre una importante pista en Los muertos (2010), su novela construida como una serie televisiva y que presenta una teleserie homónima, Los muertos. En cierto momento leemos esto sobre la serie ficticia que construyen Alvares y Carrington:

La serialidad ha sido puesta en crisis por Alvares y Carrington. En un hábil equilibrio entre el capítulo de novela, la secuencia narrativa, la entrega folletinesca y el capítulo televisivo, los jóvenes creadores han dosificado la información y las historias cruzadas de su ficción, siguiendo un patrón muy similar al de teleseries como The Wire; pero al mismo tiempo decidieron de antemano la duración del producto, como si de un largometraje se tratara, porque tenían muy claro que el sentido que ellos pretendían depositar en él, el debate que con él querían provocar, sólo podía regirse por las leyes del arte, es decir, gracias al control absoluto que un artista debe tener sobre su obra[25].

Y, en efecto, creo que ese control absoluto es el que permite explicar a la perfección la diferencia entre series y arte (especialmente entre series y arte literario). Siempre he pensado que la única serie que merecía el nombre de “arte” era Twin Peaks, y a mi juicio el motivo esencial es que era un proyecto estético individual de uno de los pocos talentos genialoides que tenemos, David Lynch. Lynch tuvo la libertad estética y el control necesarios para hacer lo que quisiera (aunque tuvo que capitular respecto a la exigencia de un final más o menos aceptable por los espectadores, como me recordó Isabel Vázquez), e hizo la antiserie: una serie irracional, surrealista, dirigida a confundir al espectador y no a halagarlo, a desafiar los límites de su comprensión y lo que hasta entonces se entendía por discurso televisivo. Twin Peaks era imposible y, como Lynch no lo sabía, lo hizo. Su eco puede encontrarse en series tan distintas como Veronica Mars, Hannibal o Carnivale[26]. El problema es que hoy es imposible hacer otro Twin Peaks (fuera de Lynch, quiero decir, pues parece haber llegado a un acuerdo finalmente para hacer una continuación). Lynch quiere el control absoluto de la obra, algo hoy inaceptable para unas cadenas que ofrecen formatos inamovibles y que se ajusten como un guante a la demanda de los espectadores. Twin Peaks era grande porque amén de mantener en lo posible ese control hizo lo que sólo una novela puede hacer: desafiar el marco estético de su receptor. Este argumento se me hizo obvio leyendo unas declaraciones de Gonzalo Torné, donde se enfrentaba a la pregunta de Roberto Valencia de si “tiene sentido escribir ficción literaria”[27]en unos tiempos, como los nuestros, llenos de ficciones audiovisuales. Reproduzco parte de la respuesta de Torné:

Soy reacio a reducir la ficción imaginativa a un relato por escrito. Las buenas novelas elaboran un punto de vista complejo sobre el mundo y suelen expresarlo en una experiencia muy compleja. (…) acabo de terminar ¡Adiós libros míos! de Kenazburo Oé, una exploración sobre la vejez de una inteligencia sentido del desafío estético inimaginable en otro formato. Leer una buena novela es sentarse en la mesa de los adultos.[28]

Las series de TV tienen muchos valores, pero 1) estos valores son televisivos, casi nunca artísticos; 2) salvo rarísimas excepciones, como la de Twin Peaks, jamás desafían al medio –ni a la comprensión del lectoespectador–, permaneciendo iguales a sí mismas: sus capítulos son homogéneos en duración (salvo alguna excepción como The Sopranos), siguen la secuencia prevista por la cadena a la que pertenecen (con cortes publicitarios, salvo en HBO, Netflix y similares), van creando una ficción con las rígidas reglas del melodrama convencional (planteamiento, nudo, conflicto, apariencia de final irresoluble, súbito giro dramático final que arregla la trama, casi siempre para bien), cuestionan algunos modelos sociales pero nunca el capitalismo que las sustenta como producto, dependen de la audiencia y a veces son alteradas por ella –que decide, ahí es nada, sobre su continuidad, esto es: ¡sobre su existencia!– y nunca se plantean un desafío estético como series, nunca rompen nuestra idea de lo que es una serie de televisión (otra excepción, amén de la de Lych, apuntada por Isabel Vázquez, sería algún proyecto de David Milch, como John from Cincinnati, 2007). Las series son complejas, sí, pero su complejidad es neobarroca, por adición, por superposición de tramas y espesor de personajes, o por proliferación de las relaciones entre personajes, pero rara vez permiten más variantes estructurales en sus tramas que los flashbacks y flashforwardso los agujeros de gusano narrativos que permiten tiempos paralelos (Fringe), elementos tomados de la literatura en los primeros casos y de la ciencia ficción literaria en el último. Por el contrario, las mejores novelas que he leído cuestionan el género de la novela, cuestionan la existencia de la novela, cuestionan y desafían a sus lectores, sometidos a constantes desafíos de todo tipo. Una novela como El cuaderno perdido (1995; Pálido Fuego, 2015) de Evan Dara, que he leídohace poco, contiene tales retos intelectuales y supera la capacidad de comprensión de su receptor de tal forma que ni siquiera Twin Peaks se acerca a su atrevimiento, afrontando ese desafío de un modo total, absoluto: no sabemos a veces qué estamos leyendo, ni quién habla ni qué o quién está ante nuestros ojos, perono nos importa, no podemos dejar de leer porque la maravilla nos acucia (algo similar ocurre con la reciente Distancia de rescate, de Samanta Schweblin, 2015). Algo así es imposible en una serie de televisión, que puede ser entendida, cualquiera de ellas –salvo Twin Peaks, porque está hecha para no ser comprendida del todo desde la lógica común–, por un adolescente. A eso se refiere Torné cuando dice que “leer una buena novela es sentarse en la mesa de los adultos”, porque un adolescente no puede leer Ulysses o Finnegan’s Wake ni entender lo que realmente pasa en Anna Karénina o en las novelas de Beckett, Michon, Gaddis, Robbe-Grillet, Wikievicz o Robert Musil: no tiene madurez intelectual ni existencial para comprenderlas. Tiene que crecer como persona y formarse intelectualmente para aprehenderlas en su totalidad. En cambio, seres “complejas” como The Wire o The Sopranos son asumibles, literalmente, por cualquier espectador, con independencia de su edad o formación. Puede seguirlas alguien que no sepa leer ni escribir. El Quijote no. Quizá por eso proliferen ahora esas discutibles versiones “adaptadas” del Quijote, mientras que es impensable una versión “adaptada” de Mad Men, que puede entender hasta el menos capacitado de sus espectadores.



Conclusiones

Maybe, set against television, smartphones and so on in the battle for public attention, the novel has to focus on precisely what the other media can’t do.
Leo Benedictus[29]

(...) ocurre frecuentemente que los detalles de un suceso pequeño o de una simple palabra son expresión vívidamente intuitiva y breve, no de una particularidad subjetiva, sino de un tiempo, pueblo o cultura: seleccionar estos detalles sólo puede hacerlo un escritor inteligente (...) Un instinto certero ha venido a transferir a la novela esa tal descripción de lo particular y su selección.
G.W.F. Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas


Hay días en que me levanto muy negativo y suscribo una opinión muy parecida a la que dio hace poco el escritor Javier Calvo en Facebook: “la vanguardia de la creación narrativa sigue estando en la novela y el cine. Las series solamente me parecen la vanguardia del consumo imperativo y la uniformización global (…) Narrativamente se limitan a robar recursos de la novela en un tiempo en que a la gente le da pereza el esfuerzo de leer una novela”[30]. En un sentido similar, el filósofo José Luis Pardo añade que “la cultura de consumo reconstruye la distinción entre lo alto y lo bajo porque la cultura de consumo se basa en darle a la gente lo que le gusta[31]. Otros días, como hoy, me levanto más positivo e intento mirar las cosas desde una perspectiva diferente. Quizá el lugar para las series no sea eso que antiguamente se llamaba, y para algunos todavía se llama, alta cultura, pero sí la cultura popular, a la que hacía referencia Andrés Ibáñez más arriba, y entendida en el modo en que la describe con agudeza Marta Sanz:

La cultura popular no es lo mismo que la cultura basura. La cultura popular es aquella capaz de reflejar problemáticas que afectan a las comunidades, las hacen visibles entre las interferencias del televisor y consiguen que un mensaje sea escuchado entre la maraña de mensajes. La cultura popular no es la cultura ‘fácil’. Se trata de encontrar un punto intermedio entre el elitismo y lo populachero, lo cómodo, reconocible, lo que resulta confortable y reconfortante en lugar de inquietante y transformador.[32]

Esto está muy bien, siempre que recordemos con José Luis Pardo que aquellas formas experimentales que tenía la cultura popular en los años 60 perdieron su espacio ante el empuje de la sociedad de mercado posterior, “y aunque es verdad que sigue habiendo productos interesantísimos de la cultura popular a partir de entonces, hay que hilar muy fino para detectarlos” (op. cit., p. 171). Y creo que nuestro trabajo como críticos culturales es, precisamente, hilar muy fino, y no abrir una espita enorme por la que se cuele cualquier manifestación audiovisual, recordando con el Dominique Wolton de Elogio del gran público (1990)que la audiencia televisiva está compuesta en un 60 o 70% por un sector social que no quiere televisión de calidad. Pero este fenómeno no sólo sucede con las series de televisión, también sucede con la literatura y el cine. Lo siento mucho, pero Ciudadano Kane no es asimilable a Aquí llega Condemor, el pecador de la pradera. Nuestras ganas de ser cultos a cualquier precio no pueden cegarnos; si ves mucho cine basura –y les habla alguien que ha visto dos veces Los albóndigas en remojo y otras cosas aún más inconfesables– lo que has visto es basura; si pillas todas las referencias de Community no eres culto, es que has visto mucha tele. Hemos perdido mucha vida frente a la tele. En su primera intervención en las jornadas decía Concepción Cascajosa en este mismo ciclo que un estudiosostiene que una hora de televisión quita 22 minutos de vida, en términos casi tabaqueros. Así que, literalmente, nos hemos dejado la vida viendo televisión, lo que no significa que hayamos aprendido nada más que televisión, como el protagonista de aquella estupenda serie de los 90, Sigue soñando (Dream On, 1990). Pero no nos engañemos, porque como críticos culturales no podemos engañarnos: cuando vi las cinco temporadas de The Wire creí que estaba ante una obra maestra, algo digno de llamarse arte. Estaba por entonces preso del hype o histeria de las series y deslumbrado por el brillo áureo de la “Tercera Edad de Oro”. Hasta escribí un poema a Omar Little que tuvo cierto éxito en las redes. A los dos años defendía The Wire porque me molaba representar el papel del crítico literario moderno que hace una tesina de posgrado sobre el neoplatonismo de fray Luis de León y a la vez defiende The Wire. A los cuatro años de verla, comencé a pensar que lo único artístico o literario que me había dejado The Wire, de la que ya no recordaba apenas nada -mientras que muchos planos de Eyes Wide Shut sigue golpeando mi cabeza desde 1999-, era mi poema sobre Omar Little. Ahora, años después, releo mi poema y me doy cuenta de que mi poema era una mierda. No hay nada artístico en The Wire, ni falta que hace, es televisión majestuosa, es una fantástica teleserie, pero el arte es otra cosa. Los que lo hacen lo saben.

Termino sosteniendo algo que a lo mejor les suena extraño, después de todo lo dicho, pero piénsenlo despacio. A lo mejor, comparar las series con el cine o la televisión es, en realidad, menospreciarlas. ¿Cómo ha dicho? Sí, lo que leen. Creo que los defensores de las series se equivocan al defenderlas como si fueran obras de arte similares a las de otras instancias. En realidad, lo que los seriéfilos o seriófilos deben hacer, si son valientes, es todo lo contrario: es más lógico defender que las teleseries son una manifestación mayestática y excelente de la capacidad expresiva de la televisión o de los modernos medios audiovisuales. Es decir: si se compara a la TV con algo es por miedo a que no valga lo suficiente por sí misma; si yo digo que el Córdoba F. C. se parece al Real Madrid lo que despierto es la inmediata carcajada. En cambio, sopesen esto: para un culé, sería casi un insulto decir que el Barça se parece al Madrid. ¿Entienden lo que digo? Cuando alguien está orgulloso de algo, lo que suele defender no es el parecido, sino la diferencia. Las series de televisión son un estupendo medio de comunicación, están alcanzando un nivel técnico soberbio y entretienen a millones de personas. Tienen su propio sistema de referencias, tienen sus guiños, sus ecos, sus relaciones de inter e hipertextualidad, como ha estudiado Cascajosa[33], tienen su propio mundo, tienen interés, tienen buenos autores detrás[34]y buenos actores delante, tienen medios, tienen audiencia, tienen poder de seducción. Se han adueñado ya del espacio de la conversación social. ¿Por qué las series iban a querer ya parecerse a algo? ¿No ha llegado ya el momento de dejarse de complejos, de no implorar penosamente la invasión de espacios que ni les pertenecen ni les hace falta y de ser, simplemente, ellas mismas? ¿No han llegado ya a un nivel comunicativo de tal calibre que debemos comenzar a llamarlas única y exclusivamente por su nombre, por lo que son, excelentes series televisivas? ¿Acaso no es eso suficiente? Para mí lo es y por eso las veo.





[1] Belén Gopegui, El comité de la noche; Random House, Barcelona, 2014, p. 49.
[2]“las series son fundamentalmente un discurso narrativo, puesto que se nos cuentan historias de muy diversos modos. Este discurso narrativo puede ser interpretado de muy diversas formas, e incluso no ser interpretado de ninguna, pero como cualquier realidad social, como cualquier evento cultural relativamente reciente y con un gran impacto social, requiere últimamente la atención de críticos y especialistas de diversas artes, también las literarias, por lo que podemos decir, que algunas de estas producciones, están pasando a formar parte de la alta cultura, o cultura canónica para una gran parte de la sociedad occidental”; Pablo Lorente Muñoz, “Las series de televisión y la literatura: nuevos modelos narrativos”, Narrativas. Revista de narrativa contemporánea en castellano, nº 23, octubre-diciembre 2011, [pp. 21-31], p. 30.
[3]“A new halo of prestige now floats over serialized dramas. Recently the Paris Review, the 60-year-old literary journal whose "Writers at Work" feature has included Capote, Hemingway and Nabokov, commissioned the first-ever interview in that series with a television writer: Matthew Weiner, creator of Mad Men." The stuff is art," says editor Lorin Stein. He still doesn't own a TV set. ("The day is short. I love to read.") But the 40-year-old has polished off a select group of series on his computer or with friends. To discuss, say, the themes of masculinity in the moody FX comedy "Louie" is an instinctive part of the experience, he says. "”; John Jurgensen, “Can We Please Stop Talking About TV?”, The Wall Street Journal, 25/04/2013, http://www.wsj.com/articles/SB10001424127887324474004578442720332605236
[4]“Los jóvenes os creéis que el entretenimiento de la televisión explica los misterios del universo por medio de un nuevo avance científico-narrativo que nadie teorizó antes de la existencia de la ‘serie de moda’”; Mario Crespo, Biblioteca Nacional; Eutelequia, Madrid, 2012, p. 99.
[5] En artículo sin firma “Storytelling That Moves People: A Conversation with Screenwriting Coach Robert McKee”, Harvard Business Review, June 2003, p. 6.
[6]“Considerado durante mucho tiempo como una forma de comunicación reservada a los niños cuya práctica se limitaba a las horas de ocio (…) el storytelling disfruta en efecto en Estados Unidos, desde mediados de los años noventa, de un éxito sorprendente (…) Es una forma de discurso que se impone en todos los sectores de la sociedad y trasciende líneas de partición políticas, culturales o profesionales, acreditando lo que los investigadores en ciencias sociales han llamado el narrative turn y se ha comparado desde entonces a la entrada en una nueva era, la ‘era narrativa’”; Christian Salmon, Storytelling: La máquina de fabricar historias y formatear las mentes; Península, Barcelona, 2013, p. 30.
[7]Cf. Faustino Oncina y Elena Cantarino (eds.), Giros narrativos e historias del saber; Plaza y Valdés Editores, Madrid, 2013, en especial el artículo de Virginia Moratiel, “Giros narrativos en el cambio de era”, pp. 215-231.
[8] James Wood, “Soul Cycle”, The New Yorker, 08/09/2014, http://www.newyorker.com/magazine/2014/09/08/soul-cycle.
[9] J. L. Pardo en en Roberto Valencia (ed.), Todos somos autores y público. Conversaciones sobre creación contemporánea; Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 2014, p. 168.
[10] C. Cascajosa Virino, “No es televisión, es HBO: La búsqueda de la diferencia como indicador  de calidad en los dramas del canal HBO”; Zer: Revista de Estudios de Comunicación, nº 21, 2006, pp. 23-33.
[11]En http://www.revistagq.com/actualidad/cultura/articulos/conversaciones-tv-expertos-en-series/21444
[12] G. Torné, “Inocencia y entusiasmo”, El Cultural de El Mundo, 07/03/2014, http://www.elcultural.com/version_papel/OPINION/34252/Inocencia_y_entusiasmo
[13]Hasta podría decirse que las series son hoy el nuevo pan-arte, pues aprovechan tanto las técnicas narrativas de la novela como los estándares de producción del mejor cine”; M. Schifino, “¿Series de oro?”, Revista de Libros, nº 173, mayo 2011, http://www.revistadelibros.com/articulo_completo.php?art=4947.
[14]En http://cultura.elpais.com/cultura/2014/09/11/babelia/1410439160_248507.html.
[15]Englobando lenguaje idiomático, estilístico y estructural.
[16]“Hoy son cada vez más los escritores reputados que escriben guiones para teleseries estadounidenses: Michael Chabon (Hobgoblin), Stephen King (Kingdom Hospital), Salman Rushdie, que prepara The Next People. A propósito de las series, David Simon (autor de The Wire) ha hablado de ‘novelas visuales’ (…) lo disperso y la complejidad narrativa han encontrado ya su lugar incluso en las superproducciones”; Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico; Anagrama, Barcelona, 2015, pp. 61-62. En Estados Unidos los estudios de televisión y de cine contratan inmediatamente a los escritores mejor calificados en las carreras de creative writing de mayor prestigio (Iowa, New York, etcétera). Véase la opinión de Marcos Ordóñez, “Series: el triunfo de la narración”, El País, http://cultura.elpais.com/cultura/2015/04/04/actualidad/1428172924_512765.html,  04/04/2015.
[17]“Sólo puede creerse que ésta desaparecerá debido al desarrollo de los medios audiovisuales si se asume de antemano que la novela no es un fin en sí mismo, sino apenas una escala en la evolución de la ficción narrativa. (…) El argumento está equivocado de principio: la novela no es un paso intermedio que puede ser superado gracias a la tecnología y, por lo tanto, tampoco resiente su competencia; por el contrario, la novela posee el mayor grado de perfeccionamiento posible dentro de su propio ámbito.”; J. Volpi, “Ciencia y literatura. El principio de la novela”, en Eduardo Becerra (ed.), Desafíos de la ficción; Cuadernos de América sin nombre, nº 7, Murcia, 2002, pp. 27-28.
[18]Eduardo Ladrón de Guevara en El País, entrevista de Rosario G. Gómez, 04/03/2014, http://cultura.elpais.com/cultura/2014/03/01/television/1393703032_266819.html
[19] Nuno Bernardo, Transmedia 2.0. How to Create an Entertainment Brand using a Transmedia Approach to Storytelling; BeActive Books, Lisboa, 2014, p. 46.
[20] Carlos Scolari, “Desfasados. Las formas de conocimiento que estamos perdiendo, recuperando y ganando”, Versión 22, UAM México, 2009, [pp. 163-185], p. 179.
[21]“(…) quiero analizar la medida en la que la ficción televisiva durante la guerra de Iraq contribuyó a difundir la idea de que la tortura es un mal necesario en la guerra contra el terrorismo. Ve 24, ve Perdidos, ve Battlestar Gallactica…, encontrarás un patrón clarísimo”; Aixa de la Cruz, “Abu Grahib”, en Alberto Olmos (ed.), Última temporada. Nuevos narradores españoles 1980-1989; Lengua de Trapo, Madrid, 2013, p. 38.
[22]“Por otra parte, es necesario comprobar que se mezclan cotidianamente en las pantallas del planeta las imágenes de la información, las de la publicidad y las de la ficción, cuyo tratamiento y finalidad no son idénticos, por lo menos en principio, pero que componen bajo nuestros ojos un universo relativamente homogéneo en su diversidad. ¿Hay algo más realista y, en un sentido, más informativo, sobre la vida en los EE.UU. que una buena serie norteamericana?”; Marc Augé, Los no lugares; Gedisa, Barcelona, 2001, p.  38.
[23]“Nick Harkaway’s debut novel The Gone-Away World (2008) is arguably constructed as a television series. The opening section, establishing the aftermath of the Gone-Away War, reads like scene-setting season premiere of a TV series, complete with narrative hooks, snares and hints of what is to come. After those first twenty-eight pages, the reader is taken back to the narrator’s childhood and, after nearly 300 pages of a digressive, meandering romp through the pre-history of the post-apocalypse, the novel returns to where it started before moving on to its conclusion. Harkaway structures his novel in a manner that answers to the demands of a twenty-first-century audience familiar with episodic screen narratives that require increasingly close attention,11 and he has compared it to a DVD box-set release (personal email).”; Tom Abba,“Hybrid stories. Examining the future of transmedia narrative”.  Science Fiction Film and Television 2 (1): 2009, pp. 59-76, p. 69.
[24]http://cultura.elpais.com/cultura/2014/09/11/babelia/1410439160_248507.html
[25] Jorge Carrión, Los muertos; Mondadori, Barcelona, 2010, p. 83.
[26] Cf. Daniel Kurland, “Twin Peaks: The 25 Year Influence of the David Lynch TV Series”; Den of Geek!, 08/04/2015, en  http://www.denofgeek.us/tv/twin-peaks/239941/twin-peaks-the-25-year-influence-of-the-david-lynch-tv-series
[27] Roberto Valencia en R. Valencia (ed.), Todos somos autores y público. Conversaciones sobre creación contemporánea; Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 2014, p. 135.
[28] Gonzalo Torné en en R. Valencia (ed.), Todos somos autores y público; op. cit., p. 135.
[29] Leo Benedictus, “Broken English”, ProspectMagazine, 22/02/2012, en http://www.prospectmagazine.co.uk/2012/02/hindered-narrators-new-novels-room-pigeon-english-extremely-loud/.
[30]Javier Calvo en Facebook, 04/06/2015. “Un ejemplo de esa conclusión en el consumo -una compulsión que excluye de la élite a quien no ha tenido acceso a determinado input- es el de las nuevas series de televisión estadounidenses normalmente no accesibles a través de los canales convencionales: ya no se encuentra un lugar en el mundo sin haber visto Los soprano, The Wire, Mad men. En la revista Quimera del escritor mexicano Emiliano Monge se mostraba escandalizado por el prestigio narrativo de las series frente a la oscuridad que el lenguaje literario ha de imponer a la espuria claridad del lenguaje sin más”; Marta Sanz, No tan incendiario; Periférica, Cáceres, 2014, p. 63.
[31] J. L. Pardo en en Roberto Valencia (ed.), Todos somos autores y público. Conversaciones sobre creación contemporánea; Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 2014, p. 169.
[32] Marta Sanz, No tan incendiario; Periférica, Cáceres, 2014, p. 31.
[33] Cf. Concepción Carmen Cascajosa Virino, “Procesos de hipertextualidad en la ficción televisiva norteamericana”, Área abierta, nº 5, 2003.Encuentro en otro texto de Cascajosa una reflexión coincidente con la mía: “El ala oeste de la Casa Blanca, Buffy, cazavampiros, 24 y Perdidos (…) son muestra sobresaliente de una ficción televisiva de calidad capaz de entretener a una audiencia mayoritaria sin renunciar a la ambición temática y la experimentación formal, mereciendo ser reivindicadas como lo mejor que tiene que ofrecer el medio televisivo”; C. Cascajosa Virino, “Por un drama de calidad en televisión: la segunda edad dorada de la televisión norteamericana”, Comunicar: Revista científica iberoamericana de comunicación y educación; nº 25, vol. 2, 2005 (cd-rom).
[34]Para Sergi Pàmies, “el serial de televisión pertenece hoy a los guionistas, y por eso la calidad de las tramas y textos ha logrado arrebatar al cine la hegemonía creativa de la ficción audiovisual”; Citado en Iván Bort Gual y Francisco Javier Gómez Tarín, “De los 24 fotogramas por segundo a los 24 episodios por temporada”, Revista Venezolana de Información, Tecnología y Conocimiento, Año 6: Número 1, 2010, [pp. 25-41], p. 37.





El arquetipo de los gemelos y su pervivencia en la narrativa actual

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En este artículo, aparecido en la revista italiana Istudi Ispanici, intento establecer los motivos de la pervivencia y asombrosa difusión del mitema de los hermanos gemelos en la narrativa actual en castellano, utilizando la mitocrítica, la antropología, la neurociencia y algunas ideas provenientes del psicoanálisis junguiano. En la parte metodológica se intenta explorar si hay algún modo de conjuntar los avances neurocientíficos con la explicación psicoanalítica de la identidad; en la parte expositiva se exponen los pasos históricos mediante los que el eje gemelar ha creado todo un imaginario cultural rastreable en centenares de obras de todas las épocas y lugares, centrándonos más tarde en la literatura hispánica, en especial la española. Para concluir, se utiliza el esquema dispositivo expuesto para acometer la lectura mitocrítica de dos novelas que me han parecido especialmente apropiadas para esta cuestión, amén de tener gran calidad literaria: Los hemisferios (2014), de Mario Cuenca, y new mYnd (2014), del Colectivo Juan de Madre. El artículo se puede descargar aquí.

El artículo que se ha publicado es apenas el 65 o 70% del texto original, que es más largo y con mayor aparato crítico, lo que impedía su publicación en revista. Quizá es también demasiado extenso para publicarlo aquí, imagino que lo incluiré en algún futuro libro de ensayos.

Como prueba de la increíble presencia que tiene este arquetipo en nuestros días, añado a continuación algunos textos sobre el tema que han aparecido desde la fecha de entrega del artículo hasta hoy (y seguro que hay más que no conozco): Andreu Martín y Jaume Ribera en su novela Los gemelos congelados (2015), Fernando Castro Flórez en Mierda y catástrofe (2014), Nere Basabe en El límite inferior (Salto de Página, Madrid, 2015, pp. 136-47) y Esther García Llovet en Cómo dejar de escribir(2015). Si alguien recuerda otros ejemplos no incluidos en el artículo que le parezcan de interés para ser recogidos en el futuro texto, serán muy bienvenidos.

Si el link anterior no les funciona, pueden descargar el artículo aquí


 

Narrativa reciente

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Nere Basabe, El límite inferior; Salto de Página, Madrid, 2015.
Samanta Schweblin, Distancia de rescate; Random House, Barcelona, 2015.
Paula Lapido, Horror vacui; Salto de Página, Madrid, 2015.
Aixa de la Cruz, De música ligera; 451 Editores, Madrid, 2009.
Aixa de la Cruz, Modelos animales; Salto de Página, Madrid, 2015.
Cristina Morales, Los combatientes; Caballo de Troya, Madrid, 2013.
Cristina Morales, Malas palabras; Lumen, Barcelona, 2015.
Marta Sanz, No tan incendiario; Periférica, Madrid, 2014.
Mar Gómez Glez, La edad ganada; Caballo de Troya, Madrid, 2015
Noelia Pena, El agua que falta; Caballo de Troya, Madrid, 2014.
Belén Gopegui, El comité de la noche; Random House, Barcelona, 2014.
Sònia Hernández, Los Pissimboni; Acantilado, Barcelona, 2015.        

            Borges decía de las obras de O’Neill (puede que no fuera O’Neill, hablo de memoria) que en ellas no se sabe bien lo que pasa, pero lo que pasa es terrible. Algo parecido sucede en Distancia de rescate(2015), de Samantha Schweblin, que puede leerse de un modo lógico -y resulta entonces inquietante- o de un modo irracional -y en tal caso el resultado es pavoroso-. Gracias a una endiablada habilidad narrativa la autora logra introducirnos en una atmósfera subyugante en la que se trenzan tres tiempos superpuestos -en alguna ocasión, más de tres-, con sus respectivos diálogos, sin que el lector pierda el hilo más que allí donde Schweblin quiere confundirle, porque confusa está la voz femenina que, entre titubeos, cuenta agónicamente los hechos. El resultado es un texto de extrema originalidad y un ejercicio de precisión y afinado; una experiencia brutal de lectura que demuestra que el necesario puñetazo al lector también puede darse a cámara lenta.

*

Aixa de la Cruz me parece una escritora excelente, fina y dotada, a la que seguiremos de cerca. En De música ligera, siendo obra claramente primeriza,me interesaron dos cosas: el loable desparpajo con que aparecía la autora para crear la parte metanovelesca de la narración, y su habilidad para describir personajes con un fogonazo, como cuando queda palmaria la diferencia entre los dos protagonistas, Julia y Dylan, por la manera en que cuentan hasta cinco (pp. 66-67; la protagonista escindida de “Doble”, en Modelos animales,queda retratada contando hasta tres, p. 57). Eran gestos que revelaban sin ambages a una narradora en ciernes, que ahora despliega todas sus posibilidades en Modelos animales, conjunto de relatos que reúnen ambientes verosímiles donde los caracteres encajan como pueden sus complejidades psicológicas, gracias a un dominio de la técnica narrativa que en algunos lugares se vuelve virtuosismo. Y no me refiero tanto a “Doble”, un relato donde la bifurcación identitaria divide en dos la página, algo que puede venir de El curandero de su honra (1926), de Ramón Pérez de Ayala, y que ya hemos visto hace poco en Fuera de la jaula (2014) de Fernanda García Lao y en new mYnd (2014) de Colectivo Juan de Madre (y en algún otro lugar que debo callar), sino que me refiero a los hábiles modos de vertebrar relatos como “Modelos animales”, en los que la complejidad textual se pone al servicio de la historia para enriquecer sus matices y no para opacarlos. O al modo en que De la Cruz siembra ideas y motivos para recogerlos con elegancia después. O al modo en que sus textos nos incomodan, como los de Belén Gopegui, a pesar de las diferencias entre ambas; o al modo en que entremezcla discursos; o al modo en que va demoliendo expectativas para proponer mejores soluciones. Leyendo a Aixa de la Cruz se tiene la sensación de que cuando la autora divisa algún edificio o objeto estético que le gusta, piensa “qué interesante” para, acto seguido, derrumbarlo con una apisonadora y volver a levantarlo de nuevo más firme y audaz, más convincente, más a su gusto. Y también al nuestro.

*

Aunque Marta Sanz, más valiosa como narradora que como ensayista o poeta, vindica constantemente en No tan incendiariola necesidad de un pensamiento propio, la verdad es que la mayoría de lo leído en su libro nos suena a ya visto en otras partes (en Brecht, en Gramsci, en Benjamin, en Bértolo, en Reig). Conjunto disperso de artículos y colaboraciones repescadas sin un claro criterio recolector, la autora reclama en No tan incendiario la necesidad de un pensamiento político original que luego no aparece demasiado, o que es demasiado dependiente de las reconocibles consignas sobre las que los textos se van montando. Sí hay alguna excepción de mérito en la valiente defensa de cierta cultura popular, equivocadamente malentendida a veces como folclorismo, y que Sanz se ocupa de situar en su debido contexto. Por desgracia, el resto del libro es más predecible (me desquité de su lectura con El frío, de 1995, la primera novela de Sanz, que tenía pendiente, en la que detecto, a pesar de su condición debutante, un estilo ya reconocible y otros elementos clave de la obra posterior de la autora).

En cambio, Noelia Pena sí es capaz de articular en El agua que faltaun pensamiento propio, no tanto por la semántica –que ya podríamos ver reflejada en ciertos ensayos de Belén Gopegui o Isaac Rosa– sino por la forma, ya que su libro sí es orgánico, a pesar de la dispersión: aforismos, microensayos, estampas autobiográficas y poemas crean una escritura singular y personalísma, cuyo fragmentarismo moderno y antiposmoderno persigue todavía el sueño de la unidad –no del sujeto, sino delpensamiento–. Es un libro diferente El agua que falta, valeroso, discutidor de su propio lenguaje y del lenguaje en general, una obra que vale la pena leer, porque consigue presentar de una forma no trillada ideas de necesario recuerdo.

*

            Hay algunos pasadizos entre los dos libros de Aixa de la Cruz que he leído: la música, sobre todo, pero hay más:

a/ “Se vio a sí misma, con todo lujo de detalles, en un espectáculo teatral improvisado en su mente: las escenas iban a cámara lenta y podía detenerse a evaluar el jersey verde con el que anunciaba la noticia”; Aixa de la Cruz, De música ligera, p. 125.
b/ “es decir, hice un zoom off y me observé a mí misma como parte actuante de la escena”; Aixa de la Cruz, Modelos animales, p. 12.

a/ “metió la mano en el tórax del animal y sintió la suavidad viscosa”; Aixa de la Cruz, De música ligera, p. 109.
b/ “Sí fue impactante, en cambio, contemplar el encéfalo del gato, aquella misma noche, contenido con holgura en la palma de mi mano.”; Aixa de la Cruz, Modelos animales, p. 37.

*

Aunque La edad ganada, segunda novela de Mar Gómez Glez, no sea una ficción del todo lograda, es una obra valiente y singular, creada a través de un procedimiento constructivo tan interesante como valioso: en vez de elaborar, o reelaborar más bien, una vida entera, la autora hace varias calas en la experiencia vital (cuya relación con la propia de la autora no queda clara -ni falta que hace, nos imaginamos diciendo a la protagonista-), escoge varios hitos -identificados por la edad que la protagonista tenía en ellos-, y cuenta una anécdota concreta de ese periodo, pretiriendo, desechando u obliterando los demás. En estos tiempos de escrituras autobiográficas marcadas por el a ver quién la tiene más traumática (la vida, me refiero), con total despreocupación por el modo (y el estilo) de narrar las experiencias, La edad ganada demuestra una sana pulsión crítica y autocrítica de cuestionar el modelo autoficcional existente, en aras de una forma distinta, original y propia de contar las cosas, que se inserta más en la tradición novelesca que en la autoficcional. El comienzo, por ejemplo, nos trae a la mente el principio de A Portrait of the Artist as a Young Man, lo que no está nada mal; como en el libro de Joyce, con todas las diferencias que se puedan y quieran ver, se persigue la construcción literaria de una identidad (no su refrito en libro, a lo que últimamente nos han acostumbrado). “Lo que llamamos yo”, decía Félix de Azúa en Autobiografía sin vida, “no es sino el laberinto de torrenteras abiertas desde el nacimiento y que constituyen un mapa de nuestra memoria, ya que la memoria es sólo ese mapa”[1]. La edad ganada, que podría haberse titulado Vida sin autobiografía, es una investigación sobre la experiencia y, sobre todo, una elegante indagación acerca de cómo columbrar y reconstruir una experiencia a través de la narrativa, que convierte al libro en un ejercicio serio, profundo y (auto)consciente con momentos excelentes, algún error léxico (“infringiendo”, p. 39, por “infligiendo”; “encima”, p. 81, por “enzima”) y otros lugares más mecánicos, aunque siempre dentro de una solvente calidad narrativa. Queremos más.

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            Es realmente costoso entrar en las primeras páginas de Los Pissimboni (2015) de Sònia Hernández; el texto genera una especie de resistencia a la lectura, y creo que el motivo es la escasa plasticidad de la prosa, que cuenta los hechos sin que podamos verlos. Casi al final de la novela, adonde merece la pena llegar, descubrimos que esta abstracción es deliberada (p. 99), pero no puede negarse que la elección de Hernández es peligrosa y puede expeler a no pocos lectores. Por ejemplo, la casa de los Pissimboni está cubierta de hiedra, pero eso es lo único que sabemos, que está cubierta de hiedra. No hay una descripción de colores, nola vemos, y lo que en otras manos sería un hallazgo descriptivo se queda en bosquejo. No distinguimos los rostros de los personajes, ni los lugares donde pasan las horas, nominados de forma genérica: biblioteca, cocina, cuartucho, Casa del Pueblo. Los personajes son intercambiables, pues de la mayoría de ellos sólo conocemos su melancolía y su “talante especulativo” (p. 16), y creo que ese es uno de los mayores fallos de la novela, su talante especulativo (no en el sentido intelectual, sino en el de divagar inconcreto). Si añadimos a ello el narrador omnisciente en tercera persona, la linealidad de la trama y la falta de penetración descriptiva, el resultado es casi como el relato que alguien le cuenta oralmente a otro. En la publicidad editorial se nos dice que Los Pissimboni tiene “tintes kafkianos” pero Kafka, en realidad, era un maestro de la visibilización. Como recordaba Andrés Ibáñez (gran visualizador él mismo en su prosa), en un fantástico texto escrito a partir de un solo párrafo de Kafka y titulado, no por casualidad, “Pequeño curso de literatura”, ese párrafo kafkiano de “El cazador Graco” resulta ser “magistral porque cada una de las frases, casi cada palabra, crea imágenes”, según Ibáñez. En cambio, la novela de Hernández crea abstracciones. Centrémonos en un detalle clave: en la página 26 se detalla cómo el personaje Yago, en un bar del pueblo próximo al hogar de los Pissamboni, fija su atención en un hombre; “después de haberle observado con detenimiento, Yago pensó que se trataba de un hombre bastante ordinario, y le sorprendió su propio pensamiento”. Analizando su sorpresa, “Yago lo miró detenidamente tratando de detectar cuáles eran los rasgos que le hacían tan despreciable. Nunca había observado a nadie con tanto detalle” (p. 27). Es razonable esperar que veamos, por tanto, los rastros de ese escrutinio, de ese minuciosísimo examen visual que Yago sometió a aquella persona. Pues bien: ninguno. Es decir: se da por supuesto que los personajes miran, pero la narración no lo hace. Nos quedamos sin ver aquello que obsesivamente miraba Yago.

            Pero entonces, señor crítico, ¿por qué leer este libro? Porque tiene otras, y no pocas, virtudes. Ahondemos. La novela, como El castillo de Kafka, está organizada geográficamente por dos espacios, uno más o menos real (el villorrio, dominado por la Casa del Pueblo) y otro más o menos simbólico, situado en lo alto (la casa de la hiedra), si bien no hay esa oposición vertical de poderes consustancial a la novela del checo. La psicogeografía es otra: la casa de la hiedra y la Casa del Pueblo son especulares y la historia los carga de significación porque, como se dice en algún momento, “reconocer los lugares no es otra cosa que reconocerse a uno mismo” (p. 96). Hay que entender, y en eso sí es kafkiana la obra de Hernández, que no hablamos de espacios, sino de imaginarios localizados (de la misma forma que los borrosos Pissimboni son imaginarios subjetivos y no personas). El aburrimiento inherente a ambos lugares es intercambiable y, sobre todo, la falta de libertad en las dos casas es idéntica y simétrica, esclavizados sus respectivos moradores por normas tan férreas como inexplicables (cf. p. 20 y 86). Se genera una duplicidad existencial (p. 53), que tiene su trasunto textual en dos planos narrativos separados por una distancia onírica (“cuyas palabras le llegaban como si entre ambos se extendiera una distancia insalvable o como si le hablara desde un sueño”, p. 60). Yago, el personaje central, está escindido, viajando de una prisión a otra (y de un plano existencial al otro) en busca de su identidad, aunque en algún momento de la novela se explica que el regreso a la casa de la hiedra es el “fin” que habrá de liberarle (p. 101). No puedo continuar la explicación sin descubrir el desenlace del libro, así que no lo haré, pero sí apunto que el final de la novela (poco después de que, significativamente, la voz narrativa cambie de pasado a presente en la página 98) abre otro nivel de interpretación de Los Pissimboni, que es al que merece la pena llegar, descubriendo una obra interesante, fina e inteligente, a la que sólo reprochamos algunas decisiones estéticas que –a nuestro particular y quizá equivocado juicio– empecen o dificultan la lectura. Eso sí, una vez terminada ésta, no puede evitar el lector volver atrás y releer párrafos o páginas que construyen esa otra novela estimulante y compleja de planos paralelos que Los Pissimboni guarda en su interior, intranovelaque –esta sí– se ve a la perfección y se disfruta sin tasa.

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Todo texto es la absorción o transformación de otro texto.
Julia Kristeva

            He leído dos novelas de Cristina Morales: Los combatientes y Malas palabras. Los combatientestiene a su favor algunos valores y en su contra algunas características criticables. Entre los primeros podríamos contar su arrojo y el hecho de que el conflicto no sólo regule la relación entre los personajes, sino también la relación entre el texto y el lectoespectador (utilizo el término porque hay mucho teatro en Los combatientes y porque la narración se vuelve en ocasiones textovisual). Entendemos que la autora propone una interacción o entreverado entre literatura y realidad más radical que los habituales, para lo cual llega a utilizar personas reales con su propio nombre, incluidas en la novela en situaciones comprometidas. La incomodidad que genera este choque brusco con lo real es deliberada, por supuesto, así como la proveniente de colar de rondón antiguos discursos falangistas en un entorno post-15M, pero entendemos que la persecución de la inquietud es parte de la poética de agitación natural de la autora. En la parte mejorable situaríamos la ausencia de más ambición narrativa y la excesiva dependencia de textos ajenos (discursos, canciones, refranes o dichos, etcétera) que convierte en la novela en ocasiones en una especie de sampleo o de centón que pone en entredicho su carga de originalidad. Leer Los combatientes puede ser una experiencia frustrante a ratos, pero conviene no olvidar que la inquietud y la frustración son dos efectos cuidadosamente buscados y provocados por la autora.

            En Malas palabras también nos topamos con la dependencia de un texto anterior, el Libro de la vida de Teresa de Cepeda y Ahumada, pero esta relación es estructural, puesto que el libro de Morales parte de un encargo de la editorial Lumen para reescribir la confesión de la santa. Es decir; a diferencia de Los combatientes, donde las reminiscencias son de llegada, en Malas palabras son de partida, y como tal hemos de juzgarlas. He leído en paralelo los textos de Morales y de Teresa de Jesús, con el fin de evaluar debidamente la transformación, y creo que Morales ha hecho bien en desarrollar y privilegiar la trama detectable pero invisible en el Libro de la vida; es decir: narrar la intrahistoria de la religiosa, de su familia y de las mujeres de la época, y realizar las obvias denuncias de falta de habitación propia (p. 95), desde una primera persona tan problemática como plausible por ser muy moderna, pero eso es justamente lo que –supongo– se le había pedido que hiciera: actualizar y revitalizar la obra teresiana desde una perspectiva de género. De hecho, Malas palabras puede leerse como un ejemplo imperfecto de las narrativas oposicionales que Ross Chambers [Room for Maneuver: Reading (the) Oppositional (in) Narrative, 1991] vindicaba para resaltar el machismo de los discursos masculinos tradicionales (por eso digo que es un ejemplo imperfecto, ya que el texto de Teresa de Jesús es femenino y no masculino, si bien partía de un encargo de su confesor). En cualquier caso, podríamos decir que Morales visibiliza por completo, incluso por exceso, lo que el texto teresiano está solo sugerido.

Para lograrlo, Morales toma algunos elementos del Libro de la vida que dejan el rastro de cierta rabia (y que suenan modernos, también: vgr., “fue grande el desprecio que me quedó de todo lo de acá: parecíame basura”, escribe Teresa), y afronta desde esa actitud combativa la reescritura de la historia: “Si he de escribir para edificar, ¿cómo voy a levantar ningún edificio sobre el suelo del lector sin antes echar abajo el edificio que ya está ruinoso? Escribir para dar gusto, ¿no es echar más escombros sobre las ruinas, o es quizá limpiarlas y recolocarlas, haciendo como que se construye, cuando en realidad no hay edificio sino una ordenada montaña de basura?” (Malas palabras, p. 43). El resultado no me parece literariamente fascinante, pero me ha interesado, está bien escrito, su estilo no trae causa del de la religiosa, sino que es una reelaboración personal, y además le veo otro valor característico de la Morales de Los combatientes: la certeza de hallarnos ante una dinamitera que cuestiona todo sin pararse en barras y que pone en el envite su propia concepción de la literatura y no sólo la nuestra. En términos agustinianos, ya que de religión hablamos, Morales practica el agere contra y el primer cuerpo puesto contra las cuerdas es el suyo. Intento decir que Cristina Morales está rozando el acierto y que cuando llegue a él será un acierto brutal y con pocos parangones, porque escasos son los autores que están poniendo en su literatura tanto riesgo como ella. “Escribo con libertad”, deja caer Teresa; “a fuerza de no escuchar a los prudentes, cada vez escribo mejor” responde Morales (Malas palabras, p. 86). Y es cierto.

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            Horror vacui, el debut novelístico de Paula Lapido (Madrid, 1975) no resulta redondo pero apunta buenas maneras; la autora demuestra tener ambición para urdir una trama compleja, buena mano para crear personajes (si acaso demasiado dependientes de aspectos físicos en detrimento de los más necesarios colores psicológicos, no siempre bien resueltos), y notables dotes para la construcción de atmósferas y de detalles inquietantes (un maravilloso columpio autómata, por ejemplo), cuya simetría fractal parece a veces aludir a los juegos gráficos de Maurits Cornelis Escher (“siempre es posible mirar desde más cerca. Advertir detalles cada vez más pequeños a medida que los ojos se aproximan al objeto observado” (p. 79), detalle no baladí si tenemos en cuenta que uno de los personajes centrales se llama Maurice Cornelius, círculo que termina de cerrar la página de Pinterest de la autora.

Los dos mayores reparos que cabe ponerle a Horror vacui serían, por un lado, su recurrencia a lo que he denominado en otro lugar tentación psiquiátrica de cierta narrativa española, que parte de manuales de psiquiatría o psicopatología para construir un personaje; por otro lado, la recreación de un TOC (transtorno obsesivo compulsivo) en la prosa para remedar el que sufre el personaje, algo quizá preciso si la historia se contara en primera persona desde el punto de vista de quien sufre el TOC, pero innecesario (por no decir impropio) para un narrador omnisciente limitado que asiste en tercera persona al desarrollo de los acontecimientos. Esta abundancia en la repetición de las manías compulsivas de Isaac, el protagonista, hace que la lectura sea en ocasiones algo tediosa, sensación que he contrastado con otros lectores de la novela. Sin embargo, Lapido tiene un don para sembrar inquietud, y gracias a él la novela mantiene el interés; cuando la trama finalmente avanza, cada diez o quince páginas, el lector agradece que ocurra algo fuera de la repetitiva cabeza de Isaac y prosigue con la lectura. Quizá para futuras obras la autora tenga presente que el estilo se construye, en parte, gracias a la repetición (lo dijo Kermode sobre Hamlet, entre otros), pero no mediante el hartazgo. Horror vacui satisfará a lectores de diversos géneros (detectivesco, de thriller, de fantasía), y también debe interesar a un lector de gusto más general, que hubiera finalizado feliz la narración si se le hubieran ahorrado cincuenta páginas de peces imaginarios.

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            La segunda novela de Nere Basabe (Bilbao, 1978), El límite inferior, descubre una narradora valiosa y cuya trayectoria conviene seguir en el futuro. La novela se desarrolla con soltura, quizá con demasiada linealidad y poca ambición argumental, pero esa debilidad es compensada por una honda expresividad plástica y por las dotes de la autora para dibujar personajes que despliegan poco a poco matices y sugerencias. Con algún detalle mejorable, como la presencia puntual de un anacrónico narrador moralista galdosiano que juzga a sus criaturas, Basabe tiene a su favor ser especialista en crear originales microclimas narrativos en lugares manidos y asolados por la narrativa como hoteles o bares, donde nos parece que ya no queda nada nuevo por decir: es muy significativo de sus dotes que ella sepa cómo hacerlo. También debe encomiarse su prurito documentalista, del que ponemos un ejemplo: los complejos cálculos de cimentación de estructuras descritos en la p. 164 son reales y están bien explicados (para saberlo hemos tenido que documentarnos, claro está); esto podría parecer un hecho anecdótico, y hasta cierto punto lo es, pero revela algo presente a lo largo de toda la novela: la pretensión inquebrantable de la autora de hacerlo todo de la mejor manera posible. En ocasiones este perfeccionismo eleva el tono de la novela mientras que en otras lo satura y paraliza, echándose de menos más rupturas de la secuencialidad y de la horizontalidad espacial del relato; no obstante, el resultado adquiere consistencia al avanzar y la parte final es simplemente brillante y repleta de hallazgos, realzando con brío unas historias personales que en otras manos no hubieran ofrecido más que costumbrismo.

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            Leer a Gopegui es un ejercicio de alto riesgo, una especie de deporte extremo en términos literarios. La razón reside en que es una de esas pocas voces actuales tras cuya lectura el lector ha cambiado. No es que haya dejado de ser quien era, por supuesto; pero se ha producido, necesariamente, una pequeña transformación durante la lectura, puesto que las peripecias de sus personajes nos obligan a asomarnos al mayor abismo concebible: quiénes somos y qué hacemos. Qué hacemos por nosotros, qué hacemos por nuestro entorno y que hacemos por los demás. Son muy pocos los escritores capaces de deslizar subrepticia y hábilmente esa pregunta de la mente del personaje a la mente del lector, pero Gopegui, con una refinadísima técnica disfrazada de falsa simplicidad de thriller,o novela de suspense o incluso de acción (discutible rúbrica bajo la que podrían acogerse sin dificultad Acceso no autorizado o El comité de la noche, novelas cuya etiqueta descriptiva es lo menos importante), traslada esas preguntas existenciales a quien penetra en los libros. Nos pone ante los ojos lo que no queremos ver porque, como dice uno de sus personajes, Carla, “escribir es traer de vuelta a los expulsados del presente” (p. 78). En la primera página de El comité de la noche alguien presenta las dos partes siguientes como documentos a punto de activarse. Pero es una añagaza de la autora, una trampa retórica: los que vamos a ser activados somos nosotros.

            De los muchos aspectos técnicos que podrían abordarse al hablar de El comité de la noche (y los literarios son sólo una pequeña parte de los aspectos reseñables), me ha interesado especialmente uno. No quiero desvelar la trama, pero en las últimas páginas da la impresión de que se descorre el velo que ha propiciado la suspensión de la credulidad del lector (no puedo ser más explícito sin reventar la novela, y quien la lea lo entenderá). La cuestión es que esa, final, es otra trampa técnica de Gopegui, que cada vez sofistica más sus elementos constructivos; en realidad esa crisis de la ficcionalidad, esa posición limítrofe entre relato y testimonio ya venía quebrada por la intervención de un personaje interesante, el “escritor fantasma” contratado por Carla para contar su historia. Es un personaje que me ha recordado mucho al detective de La soledad era esto (1990) de Juan José Millás. El motivo es claro: ambos protagonistas son personajes masculinos a los que una mujer que no conocen les encarga la redacción de un texto sobre ellas (un informe, un relato), con la condición de que introduzcan en él vivencias personales del redactor y el mayor grado de subjetividad posible. Es decir, son dos hombres solitarios y concienzudamente objetivosa quienes dos mujeres pagan para que dejen de serlo, a través de un texto escrito. Tanto en aquella novela de Millás como en esta de Gopegui el recurso funciona a la perfección; en ambas obras el relato subjetivizado se convierte en el punto de giro de la novela hacia otra cosa (el cambio de perspectiva intimista en aquélla, la crisis de la ficcionalidad en ésta), y en los dos casos las mejora y eleva, convirtiéndolas en piezas de relojería donde ambos narradores demuestran, en el punto cenital de su carrera (donde Gopegui está pero Millás hace tiempo, a mi juicio, que dejó de estar), su habilidad para contar historias con mecanismos creíbles y tan originales como poco estrambóticos y forzados.

            A estos valores hay que añadir muchos otros: la capacidad de dotar a los personajes de voz propia y singular, la capacidad de comprensión de las angustias humanas y encarnarlas de forma literaria, el mejor estilo posible perfectamente acomodado a las posibilidades expresivas de cada personaje, la facilidad con que se cuenta una historia compleja, la ética social del cuidado humano transformada en un cuidado de los personajes, evitando cualquier deshumanización, y un largo etcétera de dones que no sorprenderán a quien haya seguido la pista a una de las mejores narradoras vivas en castellano. El comité de la noche se convierte en el punto más logrado –desde mi personal y discutible punto de vista– de la trayectoria de Gopegui desde Lo real (2001), y la obra donde mejor ha logrado esa síntesis exquisita y terriblemente difícil al conjugar una obra semánticamente cruda, desasosegante, cívica, valiente y crítica con una potencia literaria demoledora.




[Relación con las editoriales: ninguna. Relación con Basabe, De la Cruz, Schweblin, Lapido, Gomez Glez, Morales, Sanz, Hernández y Pena, ninguna. Relación con Gopegui: cordial]



[1] Félix de Azúa, Autobiografía sin vida; Mondadori, Barcelona, 2010, p. 26.

Mesetas, miedo y miseria

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José Vidal Valicourt, Meseta; El Gaviero, Almería, 2015.

Es inevitable tender lazos entre este poemario, resultado de un viaje de Vidal Valicourt por la terrible estepa castellana, y los que hicieron en su momento los miembros del grupo del 98 (G98). Más allá de las cuestiones formales (Vidal presenta una mezcla poderosa de fragmentos o pequeños poemas en prosa con versículos), o de las elocutorias (se utiliza por el autor un sugestivo construido por oposición especular al yo, véase página 35), lo que más nos llama la atención es cómo Castilla ha perdido por completo su capacidad simbólica de reverberación de lo patrio, un tema ausente por completo de Meseta, donde están más presentes Deleuze y Guattari que los Cid o Alvargonzález del G98. La dureza del paisaje y su paisaje agostado son ahora imágenes de la naturaleza o del interior del pensamiento, pero nunca de lo colectivo, o al menos lo social aparece como un factor muy secundario. Vidal Valicourt recorre el interior de España con el mismo juego intimidad/exterioridad con que Martín Caparrós explora las provincias argentinas en El Interior (2006), y lo hace con un repertorio de formas de mirar y de contar que exploran la relación de la persona que mira con la historia contada y la del lenguaje con ambas. El resultado es un libro astillado, áspero, asoleado, asolado, desolado, castellano.



Stephanie Alcantar, Coreografía del miedo; Tierra Adentro, México D.F., 2015.

En el proyecto de “lectura del tachado” que venimos sosteniendo desde hace varios años, explicitado en un tablero de Pinterest creado en 2013 y del cual ya hemos publicado alguna entrega, tiene lugar propio el poemario Coreografía del miedo de la mexicana Stephanie Alcantar. En este libro el tachado utiliza sólo dos formas de expresión, pero por el sostenimiento a lo largo del texto cobran precisa importancia: hay un tachado lineal, que deja ver lo tachado, y otro que lo ciega por completo:



En varios poemas el tachado parcial revela parte del “subtexto” vital que parece mover la parte más afectiva y directa del poema, subtexto que la autora incluye y borra al mismo tiempo; por el contrario, ignoramos lo que cubre el tachado completo, que es inaccesible, pero que sigue presente –como espacio en negro– para recordarnos que hay algo más, algo prohibido o algo que la memoria no permite recordar, silencios como cicatrices de un dolor que no puede recuperarse. “Para decir olvido / al silencio” (p. 33), dice Alcantar en cierto punto. El resultado es que en Coreografía del miedo hay tres libros: el que resulta de la escritura no tachada, perfectamente legible per se; el que suma la escritura normal y la parcialmente tachada, que es un texto dialógico a veces y en otras dialéctico y tensionado consigo mismo; y, en tercer lugar, el texto resultante de la suma de todo lo legible y lo ilegible dentro del libro, que hábilmente manifiesta a la vez enunciados, tachados y pérdidas. 



Eduardo Rabasa, La suma de los ceros; Pepitas de Calabaza, Logroño, 2015

Eduardo Rabasa (México D.F., 1978) ha conseguido con esta notable opera prima algo nada sencillo, cual es la consecución de una potente novela política, concepto que el autor desarrolla en todas sus posibilidades: en la vertiente ideológica -con una elaborada reflexión acerca de los variados medios actuales para borrar las ideologías-, en la vertiente práctica (en cuanto describe la dinámica de hacer política instrumental, sobre la que ahora volveremos) y en vertiente politológica, puesto que el ambicioso objetivo del autor es llegar al fondo hobbesiano de los pilares de cualquier sistema político y a la almendra de sus mecanismos de entronización, asentamiento y legitimación. Para recrear el proceso y exponer su alcance práctico Rabasa levanta una novela de tintes distópicos, ubicada en una ciudad, Villa Miserias, trasunto de muchas ciudades norte o centroamericanas, y explica los intentos de llegada al poder de cuatro personas diferentes (Orquídea, González, Perdumes y Max Michaels, el protagonista), con una parsimonia desasosegante por su exactitud y por la sensación de falta de esperanza.

Frente a las antiguas construcciones sociales utópicas, como las de Fourier, Rabasa plantea en la ficción que sucedería si se generan construcciones sociales antiutópicas o distópicas, esto es, creadas para establecer permanentemente el mal y no el bien de la sociedad. El fondo mítico de Villa Miserias queda constituido a través de la figura de Selom Perdumes, el demiurgo del sistema del “cambio perpetuo” (p. 51, no sabemos si con reminiscencias de la revolución permanente), y hábil creador del “quietismo en movimiento”, práctica lampedusiana creada por Perdumes dirigida al sostenimiento de un cierto estado de cosas. La fábula política creada por Rabasa tiene una lógica interna caracterizada por la completa ilógica, algo a lo que estamos acostumbrados en nuestro día a día y que el autor retrata a la perfección. Si la mayor impostura imaginable sería un candidato electoral que dijese la verdad, esa y no otra es la arriesgada opción que toma Max Michaels en su delirante campaña: decir a los votantes que no tiene ninguna intención de reformar la sociedad o de cambiar las cosas: “si me elijen haré todo lo posible por perpetuar este sistema” (p. 324), incluyendo en su programa “cobrar más impuestos a las capas inferiores” o “colocar la política al servicio de la economía” (p. 352). El giro propuesto por Rabasa es brutal: es ahora el emperador quien dice que va desnudo. Y sin embargo, funciona a la perfección, porque la alternativa diseñada por Perdumes, González, se rige por los mismos planteamientos, sólo que sin explicitarlos.

Rabasa, editor de profesión y politólogo de formación, analiza en La suma de los ceros las relaciones de poder, tanto en un sentido teórico (con menciones oblicuas a Foucault, p. 68, y otros muchos pensadores) como en un sentido afectivo y sentimental, pues las relaciones de poder aparecen también en la relación que Michaels sostiene con Nelly, así como en las de amistad (cf. pp. 364-65), llegando el lector a la conclusión de que la nietzscheana voluntad de poder es para el autor lo que rige cualquier dimensión de la existencia humana. Aunque pudiera dar la impresión, por lo ya dicho, de que estamos ante una novela ensayística, hay que destacar el pulso narrativo de Rabasa, que elabora esta novela de ideas profundamente hispanoamericana no sólo mediante una narrativa directa y poderosa, sino que también invita a otros géneros, que aparecen reproducidos o imitados: poesía, teatro, artículo, crónica, relato breve, etcétera. El resultado es un puzle variopinto y monumental, que se enriquece gracias a esa estructura de tejido bien consistente y armado.

Dentro de las microhistorias, una de las más interesantes es la del artista Pascual Bramsos, que se dedica a hacer piezas de arte con dinero (pp. 161ss); nos sentimos tentados a decir que, aunque el detalle puede leerse de forma literal, también cabe suponer que Rabasa esté creando a un artista contemporáneo que se hace rico al objetualizar el dinero. En una de las piezas de Bramsos hay un agujero, y el artista explica: “si se asoma con cuidado, verá que en ese punto se concentra todo lo que existe en nuestro mundo” (p. 164), lo que puede leerse como un homenaje al aleph borgiano, o como una explicación del mundo del arte contemporáneo (o las dos cosas). Esta posibilidad de segunda lectura es constante a lo largo del libro, que siempre deja un espacio de indeterminación que podemos proyectar hacia arriba, o ensanchar en horizontal hasta convertirlo en síndrome social.

En resumen, La suma de los ceros es un feliz debut narrativo de la mano de alguien que no sólo sabe editar buena literatura, sino que además sabe escribirla.

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[Relaciones con las editoriales: ninguna. Relaciones con los autores: con Vidal Valicourt, correspondencia sobre su obra; con Alcantar, cordial; con Rabasa, ninguna.]

Acercamiento al problema terminológico transmedia

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En el último número de la revista indexada Caracteres he publicado un artículo que considero destacado dentro de mi producción, examinando la cuestión de las narrativas transmedia desde el concepto de complejidad.  Adjunto el enlace al pdf y resumen del mismo.

http://revistacaracteres.net/wp-content/uploads/2014/05/Caracteresvol3n1mayo2014-problema-terminologico-transmedia.pdf


Resumen
En los últimos años, diferentes perspectivas teóricas han examinado el fenómeno transmedia. Existen varios campos de investigación que, a pesar de su común interés por lo transmedial, parecen a veces ignorarse unos a otros, utilizando su propia terminología. Las Teorías de la Adaptación Cinematográfica, la Literatura Comparada o los Media Studies, entre otros, ofrecen sus opiniones separadas dirigidas a analizar las formas, funciones, efectos y estructura de las experiencias transmedia. Nuestro texto aborda esas contribuciones y explora los vínculos y diferencias entre ellas, proponiendo la complejidad como un elemento clave del concepto de transmedia.

La gramática metapublicitaria: new mYnd

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-Sí, pero yo creo que han sido los anuncios. Que tantos anuncios lo han rematado.
C. J. de Madre, new mYnd

Me pregunto si la publicidad no será el arte del siglo XXI.
Serge Daney[1]

Peter M. Daly ha estudiado cómo la publicidad más efectiva de nuestro tiempo, aquella donde la imagen es más persuasiva, sería un trasunto del emblema renacentista, compuesto por el motto (el adagio o lema latino que encabeza el emblema, como el “Fotuna virtutem superans” de Alciato), una imagen simbólica y un epigrama o poema explicativo al final. Del mismo modo, la publicidad suele tener imagen simbólica, lema o eslogan, y un texto (escrito o audiovisual) informativo sobre las bondades del producto: “(…) it is my contention that some of the best modern advertising relies on symbolism and on techniques of verbal and visual communication that are strikingly reminiscent of the emblem”[2].















En otros lugares (La luz nueva, El lectoespectador) hemos apuntado cómo algunos textos narrativos y poéticos actuales se nutren de la publicidad: en unos casos, como recurso semántico o tema; en otros, como estrategia retórica a la hora de presentar literariamente una idea o un concepto, por lo común de forma textual pero también textovisual en otros. A ello –apuntábamos– ayuda el hecho de que numerosos escritores actuales tienen formación publicitaria, de diseño gráfico, de ventas o de márquetin (esta palabra me suena bastante rara, casi es preferible el original marketing) o trabajan en alguna o varias de esas áreas. La lectura de la inclasificable y abrumadora novela new mYnd (Aristas Martínez, 2014), del multidisciplinar Colectivo Juan de Madre, abre una nueva dimensión, a mi juicio, del uso literario de la publicidad como estrategia retórica, en una suerte de giro meta. No es que new mYnd sea una novela metapublicitaria, pues sus fines estéticos son muy otros, sino que en el proyecto hay metapublicidad, concebida como un elemento más de la composición narrativa. La publicidad ideada para uno de los productos del libro (los sugestivos I-diamantes que procuran al huésped personalidades diversas), se conforma con posterioridad como publicidad de la propia obra, apareciendo en la faja el autor apócrifo Paul Veins como la “autoridad” que avala la novela, y acompañándose el volumen con un marcapáginas y una publicidad virtual que hace referencia a los diamantes y la nueva mente descrita en la novela (analogía, claro está, de la nueva carne de la tan antigua como actual película Videodrome).

¿Significa esta absorción de la esencia publicitaria por la literatura una especie de sacrificio al mercado, de rendición incondicional ante la comercialidad y el espectáculo? Pues no, en realidad todo lo contrario. Que los autores de new mYnd o La insólita reunión de los nueve Zacarías (2012) renuncien a la primera y más importante de las marcas en la industria editorial, la autoría, al presentarse como colectivo seudónimo, y que además elijan siempre para sus publicaciones editoriales francotiradoras e independientes como Grupo Ajec, Sloper o Aristas Martínez, invita a pensar que hacer dinero escribiendo no cuenta, en ningún momento, como uno de los propósitos del grupo. Lo que se pretende, entiendo, es otro tipo de intervención, más estética y conceptual, en el campo literario; una injerencia caracterizada precisamente por el abandono de muchas retóricas y prácticas ancilares en éste, sobre todo aquellas relacionadas con la presencia autorial y mercantildel autor en ese campo. Por no hablar de una profunda voluntad de innovación literaria, de la que la metapublicidad es sólo una parte.

¿Por qué, entonces, si los fines no son comerciales ni mercadotécnicos, esta utilización de la publicidad? Pues el motivo, a mi entender, podríamos hallarlo en Aristóteles. La retórica, que nace según Giorgio Colli de “la vulgarización del primitivo lenguaje dialéctico”[3](new mYnd puede ser definida, en parte, como la sofisticación del lenguaje narrativo dialéctico), se conforma tradicionalmente, desde Aristóteles, como el medio clásico de persuasión a través del logos. Según el manual aristotélico, la retórica nace de la voluntad dispositiva de la voluntad a través de la palabra y los mecanismos de convicción, y desde ahí se encarna en formas distintas (como las identidades de new mYnd), que alcanzan desde el montaje de la katharsis en la tragedia griega a la conversación preparatoria de una compraventa. Tras la Retórica de Aristóteles y hasta nuestros días, como explicitaba George Steiner, la persuasión desarrolla su peculiar gramática: “hay una parte de retórica en cada acto comunicativo y en cada visitación. La retórica es el arte de cargar con efecto significante las unidades léxicas y gramaticales de enunciación (…) Los procedimientos reales de persuasión están construidos con la gramática relevante”[4]. En nuestros días, tal y como en el siglo XVII, la retórica “es un arte, y este arte tiene su mito: es el de Eros y Psiche[5], y no por casualidad new mYnd es una novela enclavada entre el erotismo (doble, especular) y la psique (dividida), y con una sexualidad y una identidad cuyos desdoblamientos se traducen en una interesantísima duplicación textual, que tiene algunos antecedentes tanto en nuestra narrativa (Los hemisferios, de Mario Cuenca, aunque con diferente división textual), como en nuestra poesía (los Diálogos del conocimiento, de Vicente Aleixandre, entre otros poemarios). Por ese motivo, la metapublicidad se asoma a new mYnd como parte del discurso, como medio persuasivo interno y externo (uno de los mejores en tanto discurso, como apuntase C. E. Oosgod según Stanley Fish[6]), ya que los malévolos y desconocidos autores que se ocultan bajo el Colectivo Juan de Madre (desconocidos para mí, al menos) pertenecen a ese grupo de hombres que “desean engañar y ser engañados, puesto que la retórica, ese poderoso instrumento de error y fraude, tiene sus profesores oficiales”, muy conscientes de que las “aplicaciones artificiales y figurativas de las palabras que la elocuencia ha inventado, no sirven sino para insinuar ideasequivocadas, excitar las pasiones y, por ello, descarriar el juicio” (Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, III, cap. 10). Desde luego, los personajes de new mYnd tienen las pasiones excitadas y descarriado el juicio, para goce y disfrute del lector, que transita asombrado por una obra de arte literario conceptual disfrazada de producto, que no puede dejar de “consumir”. Colectivo Juan de Madre traspasa las líneas de los medios de comunicación de masas para robar sus procedimientos y cambiar un mecanismo alienante por otro de gramática reconstructora: un mecano narrativo perfectamente expuesto y contado, con momentos brillantes y final apoteósico, del que seguiremos hablando en otros textos y artículos, porque, como diría el anuncio de L’Oreal, él lo vale.



[Relación con la editorial: ninguna. Relación con los autores: ninguna.]


[1]Serge Daney, “El origen del siglo XXI”, Revista de Occidente, nº 358, marzo 2011, p. 34.
[2]Peter M. Daly, “Modern Advertising and the Renaissance Emblem Modes of Verbal and Visual Persuasion”, en Karl Josef Höltgen, Peter M. Daly and Wolfgang Lottes (eds.), Word and Visual Imagination. Studies in the Interaction of English Literature and the Visual Arts; Universitätsbund Erlagen, Nürnberg, 1988, [pp. 349-369], p. 349.
[3] G. Colli, El nacimiento de la filosofía; Tusquets, Barcelona, 1994 p. 86.
[4] G. Steiner, Presencias reales ¿Hay algo en lo que decimos?; Destino, Barcelona, 1991, p. 196.
[5]Marc Fumaroli, L’école du silencie. Le sentiment des images au XVII siecle; París, Flammarion, 1994, p. 7.
[6] Cf. Stanley Fish, “Retener el elemento que falta: poder, significado y persuasión en El Hombre de los Lobos de Freud”, en VVAA, Lingüística y escritura, Visor Distribuciones, Madrid, 1989, pp. 165-66.

Facetas argentinas

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Me satisfacen facetas parciales, y realizo la síntesis utópica lo mejor que puedo, con un elemento de frustración.
Mariano Peyrou, La tristeza de las fiestas












Es arriesgado comentar un diamante por una sola de sus facetas, pero a veces la visión sesgada ofrece significativas pistas estructurales.



Mariano Peyrou, La tristeza de las fiestas; Pre-Textos, Valencia, 2014

A la pregunta ¿cuánto has amado?
responde como si el lenguaje (…)
se hubiera acabado.
Mario Montalbetti, El lenguaje es un revólver para dos

Aunque la obra de Peyrou toca muchos asuntos y temas, el lenguaje y su capacidad de comunicación y representación siempre me ha parecido el tema central de su poesía. En La tristeza de las fiestas, su primer libro de prosa, el lenguaje sigue pregnando semánticamente el empeño, centrándose varias de las piezas en la (com)posición de las palabras, en el tegumento del lenguaje y su relación, psíquica y hasta física, con sus usuarios. Algo que hace de los diversos relatos del libro un mosaico interesante de reflexiones metalingüísticas –y metasentimentales–. Este punto, la interesante complejidad de la mayoría de los relatos, así como la habilidad de Peyrou para transmitir atmósferas e ideas, serían los puntos fuertes de La tristeza de las fiestas. El reparo, sin embargo, surge al comparar el trabajo desarrollado por Peyrou con los mismos materiales en poesía y en prosa. Mientras que en su obra lírica el lenguaje utilizado es preciso, tenso, afilado, especialmente creado para el desafío semántico que se propone (es decir, el autor crea un lenguaje para hablar del lenguaje, una prosodia particular que explicite en sí, desde su formulación, las tensiones del discurso), la prosa de La tristeza de las fiestas es más convencional, quedando un poco desequilibrada respecto al contenido (salvo momentos muy puntuales, como la página 31; los deslizamientos léxicos y palíndromos de “Roma” y la humorada de “Efectos secundarios” son buenos intentos, pero no siempre logran el fin deseado). Con ello se quiebra la certeza, que comparto, de que “forma es contenido” (p. 41). Cuando se utilizan recursos para variar la prosa no se reinventaésta (como sí hace Peyrou con su poesía), sino que se utilizan mecánicas traídas de otros campos, como la dramaturgia (“Teatro”). Intento decir que los particulares argumentos de cada uno de los cuentos plantean desafíos sobre el lenguaje que no se plantea la prosa –el lenguaje narrativo– con que están escritos. Lo que me parece algo en cierta medida contradictorio, sobre todo cuando se tiene vivo en el recuerdo la excelente y arriesgada poesía del autor, donde la ambición sí llega hasta el final en la exploración de la capacidad comunicativa. La tristeza de las fiestas es un excelente libro de cuentos, porque Peyrou es talentoso y haría buena literatura hasta dormido; pero, precisamente por ello, por tener el autor un don singular, entiendo que hay pedirle más, todavía más,para la próxima vez.

06/07/2014


Matías Alinovi, La Reja; Alfaguara, Buenos Aires, 2013

Matías Alinovi que, sin ser un saeriano, escribió la novela en verso que Saer siempre aseguró tener como proyecto. Se llama La reja y está entera en endecasílabos.
Beatriz Sarlo[1]

Es de noche. No hay otros. Con el verso
Debo labrar mi insípido universo.
               Borges, “El ciego”

La historia es simple. En La Reja, partido de Moreno (…) una casa quinta es ocupada por una familia y recuperada a los cinco días por sus dueños
               Información de contraportada

Se han difundido términos y conductas para discriminar a ciertos grupos de población, en especial a aquellos denominados «negros», un grupo que en la Argentina no se encuentra claramente definido, pero se asocia, aunque no exclusivamente, con personas de piel o cabello más oscuro, pertenecientes a la clase trabajadora, clase baja, pobres y, más recientemente con la delincuencia. En muchos casos, se han «racializado las relaciones sociales», y simplemente se utiliza el término «negro» para denominar al trabajador, sin relación alguna con el color de su piel.
               Matilde Sosa

Ahora me doy cuenta, ese personaje quiere ser parte de la negrada.
               Matías Alinovi sobre La reja[2]

Problema similar al de Peyrou
nos ofrece La reja,de Alinovi,
una novela no endecasilábica
-aunque el endecasílabo la rija
como una marca gravitacional
de la que siempre intenta estar en fuga-,
una novela en que el decir oculto
(“hablar es desdoblarse cada tanto”,
puede leerse en 106), asalta,
como la finca en causa, el argumento
donde ambos se entreveran y entrelazan,
“hablar con esos negros e inducirlos”
como si fuera hablar lo que produce
las causas, el origen -y así sea,
siquiera en el formato narrativo-.
Las formas, ya lo dijo Todorov
(y Todorov aquí se escribe grave
para poder redondear la oncena)
son portadoras de la ideología[3]
y ha de entenderse que Alinovi cuaja
en lenguaje de ira y restricción
al argentino incluso en la negrada
-en pleno conurbano de Moreno,
partido bonaerense centro-oeste
donde vive el autor, y los sin techo,
sin techo de lenguaje, entre otras cosas-,
y esa restitución de lo encarnado
en letra, para explicitar la carne
es el especular donde Alinovi
refleja constricciones económicas
que acaso –y especulo yo también–
encuentren su habitáculo en el yo
que choca verbalmente con el mundo
con una métrica falaz, que no podría
casar con el lenguaje del sin muros,
(“el Negro es conjetura que pregunta”[4])
con el fraseo oscuro de quien rompe
el nombre propiedad porque no es propio
de quien no cuida el fundo no ocupado:
“porque la propiedad es un derecho
que no caduca cuando no es ejercido”
-88, nótese que doce
en vez de once sílabas acuden,
quebrando el metro clásico propuesto-.
Es un enorme riesgo el de Alinovi,
que encierra en una forma poemática
aquello que debiera ser narrado,
con los mismos problemas que Espronceda
cuando intenta incluir en el poema
asuntos que podrían ser escritos
en forma de novela, y que lo sufren;
y aunque La reja sufre algunas veces
con el aleve ala de Alinovi,
hay que reconocer que en otras zonas
de conurbada y drástica tensión,
la frase reverbera esplendorosa
y estilo y fondo rompen las prisiones
y alcanzan un latir resplandeciente,
de “límites por todos entendidos”[5],
que arrojan el lector a la tormenta.
Quedémonos con eso. Con el riesgo,
quizá desmesurado, de La reja,
a veces construida como verso
y en otras universo, me disculpan
el consabido guiño a quien ya saben,
pero es que toda crítica es ceguera.




[1] http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/ficcion/Saer-experiencia-poetica-mundo-Beatriz-Sarlo_0_1001299899.html
[2]http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/Matias-Alinovi-La-Reja-conurbano-okupas_0_907109515.html
[3] Tzvetan Todorov, Crítica de la crítica; Paidós, Barcelona, 2005, p. 179.
[4] Página 49.
[5] Página 60.


[Relación con Peyrou: sostuvimos correspondencia años atrás sobre sus libros, en la actualidad ninguna. Relación con Pre-Textos: es mi editorial de poesía. Relación con Alinovi: ninguna. Relación con Alfaguara: ninguna.]

Reseña mash-up de Martillo

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Martillos neumáticos palabra e imagen bioavance explosivo

William Burroughs, Nova Express

En el mundo de Goethe el crujido del telar era aborrecido como un ruido ingrato; en el tiempo de Ulrich comenzaba a hacerse agradable el canto de las máquinas, el de los martillos y de las sirenas de las fábricas.
Robert Musil, El hombre sin atributos



Si bien no todo el monte es orégano, creo no desbarrar demasiado al sostener que buena parte de la mejor literatura en castellano está siendo publicada en editoriales independientes. Acaba de sumarse al numeral indie el sello Balduque, con un deslumbrante comienzo: la novela Martillo, primera de Alejandro Hermosilla (Cartagena, 1974), una obra reticular y absorbente que no cabe sino aplaudir por su madurez, quizá ayudada por el hecho de que su autor haya publicado su opera prima en la cuarentena.

Podría parecer fácil presentar esta novela, pero en realidad es bastante complicado. Se solucionaría el expediente con rapidez aludiendo a tópicos narrativos como el juego de espejos, las muñecas rusas, el trompe-l’oeil, la metaficción (p. 163), etcétera. La palabra “fragmentarismo” también sería apropiada e inoportuna a la vez para acercarse al libro. En realidad, podríamos decir que uno de los símbolos que mejor explica la literatura del escritor murciano es el caleidoscopio que nos conduce irremediablemente a observar sus creaciones desde las más variadas y, por momentos, insólitas perspectivas. Basta animarse a hacer girar el caleidoscopio y, continuamente, aparecen nombres de escritores como Lovecraft, Artaud, Ali Bey, Pitol, Potocki, Borges, etc., que podríamos conectar con la estética del escritor cartagenero en un proceso que se revela, aparentemente, infinito. De esta forma, comenzamos a sentir la presencia del caleidoscopio lingüístico construido por Alejandro Hermosilla como un órgano vivo, perteneciente a un amplio cuerpo (la literatura) en el que todas las partes se encuentran conectadas entre sí. Pues basta que el caleidoscopio se desplace levemente hacia un lugar u otro para que todo lo sostenido hasta entonces sobre un escritor quede en entredicho y el arte de continuos equívocos que este objeto propicia continúe extendiéndose. En este supuesto, el tejido central de Martillo se arma mediante tres tipos de citas: las implícitas, que son las intertextualidades apropiadas de las obras enumeradas en la nota final (p. 223); las explícitas o remisiones, que son citas de autores explícitamente mencionados en el texto; y, por último, las apócrifas, referentes a libros ficticios, como el Necronomicón. De modo que ambas capas textuales se entretejen, creando un sustrato límbico del que se irá alimentando la narración como si de un inconsciente narrativo se tratase. Hermosilla se procura un ello textual, epicúreo y promiscuo, del que tirará el superego constructivo.

Dicho de otra forma, un temblor dionisíaco afecta tanto a la semántica del libro (cuyo gran asunto es el deseo y los apetitos rabelesianos, pues Martillo es una novela carnavalesca en todos los sentidos), como a la estructura. Estructura textual que, además, se plantea como un remedo de la ciudad de Fez y su doble mitológico y fantástico, Ubar, posible alusión al Uqbar borgiano. De ahí que la forma más precisa de definir esta novela -árabe, dionisíaca y urbana a la vez-, es, por supuesto, mediante el concepto de texto-medinade Juan Goytisolo, fundado sobre el de ciudad-palimpsesto, como decía el autor de Makbara en un trabajo sobre la obra de Orham Pamuk. Por cierto, es extraño que en una novela innovadora, fundada en un gran trabajo sobre el lenguaje, ambientada en Marruecos, que defiende la ruptura del ritmo narrativo como herencia de la cultura árabe (p. 151), sexualmente provocadora y que sostiene una visión pro-arábiga, no aparezca por ningún lado el nombre de Goytisolo, sobre todo porque precisamente Makbara ha venido en más de un momento a nuestra mente durante la lectura (también el Vathek de Beckford, minuciosamente obliterado).

Frente a la idea “occidental” de bien, Hermosilla convoca al travieso efrit o demonio de la mitología árabe como vehículo rector de las transformaciones de los personajes. Novela de la carne y la reencarnación, de la pulsión sexual, al fin y al cabo, Martillo es un libro dichoso (p. 164), celebratorio, de ansia vital. Por ello, Hermosilla, como Nietszche, resemantiza en su novela el concepto de Daimón, siendo su concepción, coaligada con la de Mal, una fuerza positiva que equivale a creación, producción, vitalidad, mientras que el Bien sería mediocridad, placidez, sacrificio inútil. Las fuerzas maléficas (representadas en la novela por los primigenios lovecratianos) son convocadas para descubrir su fuerza regenerativa tras la destrucción (destrucción de la sociedad, del texto, del párrafo). La revelación surge del hachazo en la cabeza (Kafka, Diarios) o del martillazo a los conceptos (Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos). Algo parecido a lo que le sucede al hombre contemporáneo, incapaz de reunir los fragmentos de su ser dispersos alrededor de los más incógnitos parajes y regresar al Edén (p. 91), y que encuentra en la reordenación asistemática de esos pedazos rotos su identidad. Es el efrit malvado y fértil, en consecuencia,el que permite hilar el libro a través de las transfiguraciones y metanoias de los mismos personajes a través de las épocas, como esa princesa cristiana medieval que se convierte en Scherezade y después en una bailarina de rasgos latinos (cf. pp. 119, 156 y 180). Repeticiones, arquetipos, giros, apariciones y reapariciones (de párrafos y de personajes), metamorfosis textuales que revelan trasvestismos, eso es Martillo, que recuerda en su monocorde prosodia textual al martinete flamenco, pero que se eleva, semántica y estilo mediante, a la más compleja y sensual de las composiciones musicales árabes, puesto que el narrador reverbera aspectos de la trama en medio de digresiones que nos desvían de la narración central, haciéndole a uno sentir que se encuentra en medio de una calle con varios asnos obstaculizando el tráfico (p. 163).

El único problema de este sistema de composición, donde no todos los materiales son originales, es que resulta difícil saber a quién hay que achacar la responsabilidad por los fallos. En este caso, y tratándose de una especie de homenaje al otro cultural, manifestado por lo árabe en general y por lo árabe marroquí en particular, se comete algún desmán, como hablar de “Oriente” (p. 46), concepto huero y ideológicamente connotado en términos generales, pero además impropio para hablar de Marruecos, que es tan occidental en el mapa como España (y si el término “oriental” se toma en otro sentido que el geográfico, el error queda bien explicado por Edward Said en Orientalism). Amén de esa confusión exotista sobre Oriente en Marruecos, también se comete otra no menos preocupante para quien localiza o ambienta una novela en un país del norte de África: no distinguir árabe de musulmán, error bastante extendido (hay árabes que no son musulmanes, como muchos tunecinos, vgr., y muchos afroamericanos estadounidenses son musulmanes sin ser árabes), como el de identificar indios con hindúes. El problema, como digo, es que seguramente Hermosilla sabe estas cosas, pero alguno de los autores de los textos apropiados, remezclados o sampleados lo ignoraba. En tal caso, surge una curiosa problemática intertextual: ¿es el autor que remezcla obras responsable de los errores de los textos que incorpora? ¿Debe elegir fragmentos libres de errores? ¿Debería acotar los mismos y depurarlos en la traslación, mediante aclaraciones, puntualizaciones o ironías? Interesante problema, al menos para mí, que dejamos para otra ocasión.

Para terminar, podría decir que este mosaico, este conjunto de cristales rotos en reordenación sistemática, esta potencia esquirlada que recuerda a la primera novela de Javier Pastor, este “viaje chamánico a los confines del yo”, como lo describe J. F. Ferré en su prólogo, esta otredad berberisca injertada a la fuerza (por la fuerza del estilo) en nuestra literatura, con sus aciertos y fallos, manes y desmanes, merece ser leída por la simple y poderosa razón de que es uno de esos pocos experimentos narrativos que salen bien.



NOTA: Me parece justo indicar que en determinados pasajes de la reseña se copian –utilizando las técnicas del sampleadotan extendidas en el contexto musical– fragmentos, frases, palabras, acentuaciones o modulaciones de diversos artículos y trabajos de Alejandro Hermosilla, como ésteo éste, o la propia Martillo.


(Relación con autor y editorial: ninguna)

Dorothy Tse y Mercedes Cebrián

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Dorothy Tse, Snow and Shadow; East Slope Publishing, Hong Kong, 2014.
Mercedes Cebrián, El genuino sabor; Random House Literatura, Barcelona, 2014.

It is the writer’s language that should be described as floating as well, a language that is in between.
Dorothy Tse


A primera vista podría decirse que estos dos libros no tienen mucho en común. El de la hongkonesa Tse es un libro de relatos de corte surrealista, mientras que El genuino sabor  de Mercedes Cebrián es una novela de realismo naif (luego abordaré qué sea esto). Pero al ahondar en los dos títulos surgen insospechados puntos de contacto entrambos. Para comenzar, el tremendismo fantástico (y también naif) de Dorothy Tse –poblado de personas que se arrancan miembros, o de padres que se decapitan para poner su cabeza en el cuello de su hijo, que ha perdido la suya durante una noche toledana–, resulta extraña y conmovedoramente realista para describir las brutalidades que nos suceden con nuestros semejantes más próximos. Para seguir, el falso costumbrismo de Cebrián revela la parte fantástica de nuestra realidad, volviendo ajeno lo familiar, tal y como se aprecia en un apunte sobre los postres exóticos: “tras ese aspecto tan amigable, tan de buñuelo o natillas caseros que esos postres tenían, se agazapaba un idioma incomprensible a todos los niveles. Eso era de verdad lo extranjero: aquello que a primera vista parecía familiar de tan inocuo pero que, al abordarlo, resultaba brutalmente ajeno” (El genuino sabor, p. 18). Y la mención al idioma, sobre todo en lo tocante al idioma del entorno familiar, abre otro punto de contacto entre los dos libros, justo en el cual se cuece la almendra de lo narrado: la identidad extraterritorial.

*

Los cuentos de Tse, excelentemente traducidos del chino al inglés por Nicky Harman, están ambientados en Hong Kong, localidad natal de la autora. Eso significa que Tse es china aunque nació inglesa; como saben los lectores, el 1 de julio de 1997 la pequeña región situada en el delta del Río Perla dejó de ser parte de la Commonwealth para pasar a control chino. La esquizoide situación cultural de la ciudad se ve clara en películas de Samson Chiu, Fruit Chan, John Woo o Andrew Lau, autor de la cinta en que se inspiró Scorsese para Infiltrados[1], y los efectos de la división cultural son palpables también en el libro de Tse, originalmente escrito en chino. En un texto difundido por Iowa University, titulado “Writing Between Lenguages”, Tse describe cómo los hongkoneses crecieron con el dialecto chaozhau, pero han tenido que aprender luego el mandarín para relacionarse con la metrópoli, y mientras tanto responden los correos electrónicos en inglés: “para nosotros, merodear entre lenguas es también deambular entre diferentes roles e identidades”. Y luego hace esta declaración: “La literatura de Hong Kong tiene una tradición de resistencia al lenguaje de la vida corriente. Su lenguaje, altamente experimental, es una estrategia para distinguir un trabajo literario de otros comerciales o de entretenimiento (Hong Kong’s literature has a tradition of resistance to the language of daily life. Its highly experimental language is a strategy to distinguish a literary work from an entertaining and commercial one)”, aserto que podría sentar las bases para hablar de los relatos de Tse (escritos en chino culto en un ambiente chaozhau e inglés) como literatura menor, en el sentido deleuziano: “Una literatura menor no es la literatura de un idioma menor, sino la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor. De cualquier modo, su primera característica es que, en ese caso, el idioma se ve afectado por un fuerte coeficiente de desterritorialización”[2], que en este caso es más política o simbólica que geográfica; asimismo tiene la obra de Tse la tercera característica (valores referidos a lo colectivo), aunque es más discutible la existencia del segundo requisito, ya que en ella no “todo es político”, aunque alguna lectura realizada sobre su obra, como la del profesor Leo Ou-fan Lee, entiende que los cuentos son una elaborada metáfora de la peculiaridad hongkonesa. Sea así o no, estos relatos son también fábulas existenciales que, bajo la capa de fantasía, esconden un desgarro vital; así puede leerse el retrato brutal de esa madre que, viendo que su hijo no duda en amputarse miembros a cambio de sexo con prostitutas, vacila, con el dinero en la mano, si utilizarlo para conseguirle más mujeres al chico o quedárselo para pagarle un funeral decente cuando muera, optando por esto último (p. 72). Sería difícil describir el mundo narrativo de Dorothy Tse; una posibilidad sería imaginar el imposible punto medio entre Kafka, Chuck Palahniuk y Miranda July. En todo caso he disfrutado sin medida de estos cuentos libérrimos y terribles, en los que una mujer que siente crecer la muerte dentro de sí puede decir, eufórica: “At least, it’s a fresh new feeling” (p. 169), y unas chicas pueden donar sus cuerpos para que sus huesos le den consistencia a los muros de un rascacielos en construcción; unos cuentos que acogen imágenes de desconcertante y cruel belleza, como cuando la narradora del relato “Monthly matters” describe lo que hace su padre con su hermana embarazada:

Los ojos de los transeúntes caen sobre nosotros como hojas sacudidas de un bosque lleno de árboles. Mi padre extrae el cuchillo del vientre de Mui Mui y se retira un par de pasos. Todos esperamos a que algo suceda pero Mui Mui simplemente cae al suelo, sin emitir ni un gemido, como una estatua muy erosionada que se desmorona sobre el polvo. Entonces sólo queda el aire, como en una película muda, con todas las cosas deviniendo una pintura monocroma. La lluvia parece flotar en medio del vuelo, emitiendo el sonido tartamudo de la estática de las pantallas de televisión. (p. 130)

No se angustien, Mui Mui no muere. Los personajes de Tse siguen viviendo a pesar de sus amputaciones, transformaciones o metanoias, como esa princesa que vive durante años atrapada dentro un bloque de hielo (“Snow and Shadow”).

*

A juicio de Mercedes Cebrián, la identidad en el extranjero es algo maleable y blandengue, una ontología no líquida sino plasmática, similar a las gachas (imagen querida para la autora, que sostuvo durante años el blog Gachas at Tiffany’s), ligada al uso flexible e irrespetuoso de los idiomas: “Almudena le explica detenidamente su idea de lo blandengue internacional, de la sensación de estar flotando en un líquido amniótico para adultos, de ser ella misma parte de un enorme tofu conversacional en una o más lenguas siempre plagadas de errores e imprecisiones, errores que acaban provocando vaguedades análogas en el trazo, en la rotulación del propio yo” (p. 107). Y justo en este último aspecto, la asunción de los problemas identitarios, es donde no acabo de comprender algunos reparos puestos a la novela de Cebrián, a la que he visto acusada de falta de solidez en los personajes. Creo que, precisamente, la ausencia de solidez de los personajes, denunciada por ellos mismos con amargura, conscientes de vivir “en una transición casi crónica” (p. 141) es uno de los temas esenciales –y mejor tratados– de la misma, conectando con otros libros de Cebrián como Mercado común (2006); no en vano titulábamos nuestra reseña de aquel libro “La vida portátil”, como portátil es la subjetividad de la protagonista: “Empaquetar sus objetos es para Almudena empaquetar su propio yo (…) y esperar, bien embalada, a que la necesiten en el belén viviente de alguna otra ciudad” (p. 132). Esa identidad “gachosa” de los extraterritoriales, de quienes viajan por trabajo y no encuentran su lugar en el exterior, debatiéndose entre la falta de arraigo del país de bienvenida y el distanciamiento cultural hacia su propio país de origen, está retratada a la perfección en El genuino sabor, vinculada a la expresión idiomática y al andar entre lenguas característico de los extraterritoriales, y me parece uno de los mayores aciertos del libro.

El realismo naif de Cebrián consiste en abordar la realidad desde un punto de vista acerado, profundo e incisivo que, en apariencia, se presenta como ligero y superficial. De ahí que su aparente “transparencia” pueda ser malentendida, y su “facilidad” esconde la terrible precisión del niño que grita que el emperador va desnudo. No niego que El genuino sabor es un libro que quizá no tiene grandes ambiciones artísticas y que parece conformarse con enfocar una lente microscópica sobre comportamientos individuales y sociales, pero arroja sobre ellos una luz desusada y necesaria, ofreciendo una imprescindible mirada al bies de nuestra sociedad y nuestro tiempo. Es verdad que la de Cebrián es una literatura poco propicia a la angustia de los “grandes temas” y sin agón con lo sublime, pero también es cierto que por eso mismo carece de la enfermedad de los constructores que Thomas Bernhard denunciase en Corrección, y no intenta imitar a los Maestros antiguos –como le sucede a muchos otros escritores, sin éxito alguno en el empeño–; por ende, gracias a libertad que ella se ha arrogado, su obra puede definir su propio campo de expectativas y renuncias, dentro de un sistema estético que, de puro original y diferente, sin ella no existiría. Intento decir que la literatura española sería más predecible y limitada sin Mercedes Cebrián.

*

“La ciudad flotante 浮城es una imagen comúnmente aceptada, introducida por Xi Xi 西西en su famoso relato breve escrito durante los años ochenta, que toma prestada de una pintura de René Magritte, para describir la situación entre mediasde Hong Kong. (…) es una ciudad que cuelga en el cielo entre las nubes de arriba y el mar de abajo –que son, respectivamente, China y Gran Bretaña–”, escribe Tse en el ensayo antes citado. Y uno de sus personajes cree que el edificio donde vive es un barco, toma pastillas para el mareo y cada vez que se levanta por la mañana piensa que ha llegado a una orilla distinta (“Blessed Bodies”). Si la ciudad planetaria que está materializando la globalización es flotante (gachosa, blanda pero diferente del líquido, un objeto sin raíces desplazándose sobre una superficie en movimiento, como apuntase Slavoj Zizek acerca de la barca con que termina la película Children of Men), pocas escritoras tan avispadas y finas como Dorothy Tse y Cebrián para describir lo que está sucediendo en ella.



[Relación con Dorothy Tse y su editorial: ninguna. Relación con Literatura Random House: ninguna. Relación con Mercedes Cebrián: cordial.]


[1] Véase Nuria Álvarez Macías, “Historia del cine de Hong Kong”, en http://thecult.es/secciones/cine-clasico/historia-del-cine-de-hong-kong.html
[2]Gilles Deleuze y Felix Guattari, Kafka. Por una literatura menor; Ediciones Era, México D.F., 1978, p. 28.

Foto:
Hallway, 2008 from In Between, by Julia Fullerton-Batten

Entrevista reseña a Andrés Ibáñez

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Qué me importa a mí el naufragio del mundo, lo único que me interesa es mi bendita isla.
Friedrich Hölderlin, Hyperion

¡Qué terror tan dichoso y santo, qué saludable espanto cuando sepa, por ese puro vestigio de la gracia, que su isla está misteriosamente habitada!
Paul Valéry, Monsieur Teste

Uno no siempre escribe de lo que quiere, no porque no sea libre, sino porque a veces lo impiden azares extraños o circunstancias personales. Una serie de catastróficas desdichas ha impedido que hasta hoy les hable a ustedes de uno de los narradores a quien más respeto y uno de los pocos coetáneos a los que –con toda tranquilidad lo digo– admiro. No tendrán que esperar a las líneas azules del final para saber que Ibáñez y yo no somos amigos, apenas nos hemos encontrado una vez, aunque hemos mantenido correspondencia sobre cuestiones literarias, carteo que comenzó a causa, si mal no recuerdo, de nuestra común admiración por el poeta Wallace Stevens.

Espere uno lo que espere encontrar en una novela, es imposible no hallarlo en las de Andrés Ibáñez. Si el lector quiere acción, la hay; si es sexo, buena construcción narrativa, visiones sobre la violencia actual, excelente estilo o filosofía profunda lo que busca, en sus novelas se topará con todo ello; ya persiga el lector una lectura amena o una compleja, ambas posibilidades están, a la vez y milagrosamente, en sus textos; y si busca un repertorio de procedimientos literarios, una revisión de la sociedad de nuestro tiempo (y de buena parte de los pasados) y personajes sólidos y bien tramados, tendrá donde elegir en Brilla, mar del Edén (2014). 

En esta novela, Andrés Ibáñez conforma el accidente de un avión frente a una isla, quizá inapropiadamente, como un naufragio, e incluso los supervivientes construyen un refugio llamado Villa Naufragio (p. 97), aunque el autor quizá se basa en la segunda definición del término, que lo presenta como “pérdida grande, desgracia o desastre” (DRAE). Producida la catástrofe, los supervivientes se organizan en la playa para hacer recuento, curar las heridas y salvar lo posible de la carlinga. Supongo que les suena el argumento: era habitual en las “novelas” clásicas griegas (configurando, de hecho, uno de los tipos de cronotopos bajtiniano en la novela griega), está en la génesis de Robinson Crusoe, novela que parece de obligado rescate para pasar al canon (véanse los acercamientos de Coetzee y Franzen, mucho más interesante y valioso el primero) y, sobre todo, es el punto de partida de Lost, la serie televisiva. He escrito “sobre todo” porque Ibáñez parte explícitamente de Perdidos para construir la novela, sobre todo en las 300 primeras páginas, alejándose progresivamente en las 457 restantes del serial televisivo, lanzándose entonces a unamaravilla arquitectónica de imaginación y fantasía desbordantes. Los puntos de coincidencia con Lost son obvios: Joseph parece Jack, el médico de la serie,y Wade es muy parecido a Locke e igual de enigmático (p. 42). Juan Barbarín, el protagonista y narrador de la novela, siente que la jungla le observa (p. 45), y los personajes oyen voces. El oso polar de Abrams y Lindelof es sustituido por lobos gigantes (p. 82) y el humo negro por una columna azul (pp. 93-95) que resulta ser el Dr. Manhattan de Watchmen; en la p. 551 aparece el campo de golf, etcétera. Los más lostófilos pueden disfrutar hallando más puntos de contacto. Aunque, como digo, la novela tiene imaginación de sobra, extraña un poco la honda dependencia del relato televisivo. Poniéndonos en la tesitura del abogado del diablo, ¿por qué uno de los narradores más imaginativos del panorama peninsular toma, como punto de partida y como estructura –pues también se utilizan los flashbacks individuales de la serie– a una conocida serie de televisión?

Andrés Ibáñez: Me gustaba Lost y, como me pasa muchas veces cuando algo me gusta, quería escribirlo. Me divertía inspirarme en una serie de televisión y no en una fuente literaria. Me parecía que era lo que había que hacer, dado que algunos de los relatos que más me interesan en la actualidad no son novelas, ni películas, sino precisamente series. Pensaba, inevitablemente, en Cervantes inspirándose en novelas de caballerías que a él le parecían “cultura popular” pero que de cualquier modo le fascinaban. Es un poco lo mismo. Pensaba también en la imitatiode mis amados renacentistas. Quería practicar la imitatio. Robar, al estilo posmoderno.


V.L.M.: Algo me imaginaba respecto a Cervantes, la verdad, porque en la novela pululan incontables homenajes literarios o menciones: Rainer María Rilke, Robert Frost, Swift, Octavio Paz, Jardiel Poncela (Fernando Valls ya ha apuntado la relación del capítulo 56 con “La lista” de 34 mujeres de Jardiel, y también podríamos remitir al diario de Arthur Schnitzler, donde anotó no sólo todas sus amantes, sino también todos y cada uno de los orgasmos que tuvo desde los 17 años hasta su muerte), Pynchon, Murakami, John Donne y, sobre todo, a Roberto Bolaño, personaje explícito de la novela y al que se dedican varios capítulos, incluyendo un poema apócrifo (pp. 349-342). También, a través de Lost, se incorporan numerosas referencias literarias y filosóficas que habían tenido en cuenta los guionistas de la serie: la filosofía de Locke, el “monstruo” de El señor de las moscas, de William Golding. También sospecho que la Columna Negra es una reminiscencia del monolito de 2001, An Space Odissey. El sueño en común que tienen Juan y Cristina (p. 689), ¿tiene algo que ver con el que tienen el agente Cooper y Laura Palmer en Twin Peaks?


Andrés Ibáñez: Una de las cosas que me interesaron más de la serie Lost era la importancia que en ella tiene la manipulación. Cómo es posible engañar una y otra vez a las personas por medio del miedo, los principios, la ciencia, ¡cualquier cosa!, para encerrarlas en pequeñas burbujas y convertirlas en máquinas asustadas que no se atreven a cuestionar la versión de la realidad que  han recibido. Pensé mucho en la segunda parte de Don Quijote cuando planeaba la novela, sobre todo en la forma en que casi todos los personajes de la novela se dedican a crear grandes espectáculos para Don Quijote, una realidad falsificada que él se cree a pies juntillas. Lo que parece decir Cervantes es que hace falta estar loco para creerse lo que la realidad nos presenta.

            
    Sí, es posible que la Columna Negra, que yo veo como una especie de enorme roca o peñasco, sea un recuerdo de 2001, que es una de las obras de arte que más me han influido y obsesionado a lo largo de mi vida. El sueño compartido de Juan Barbarín y Cristina es un elemento importante de la historia. Ese sueño, que es algo más que un sueño porque es una visión real y compartida, nos habla de una comunicación posible de las almas. Creo que el estudio de la conciencia es un tema clave de nuestra época. Es relativamente reciente aunque, según yo lo veo, está dominado por teorías previas: que la conciencia o la “mente” no existen, que la mente es como una especie de ordenador, etc. Al estudiar la conciencia, lo más importante que debemos comprender es que es independiente del cuerpo y que no “está” en el cerebro. La conciencia es un campo que nos engloba, no algo escondido y aislado dentro de nuestra cabeza. Hay un nivel de la conciencia, una especie de gran esfera llena de visiones, que es común a todos y al que podemos acceder mediante experiencias terriblemente traumáticas (como le sucede a Juan Barbarín en este caso), mediante la meditación o mediante la experiencia estética. Es cierto que es un tema que aparece mucho en las películas de David Lynch. Como bien sabes, Lynch lleva toda la vida practicando la meditación.


Sí, reseñé la edición inglesa del Catching de Big Fish de Lynch en este mismo blog, hace bastantes años. Y anoto, al paso de tu comentario, que también los neurocientíficos como Stanislas Dehaene y David Eagleman han dejado claro que el cerebro, en efecto, ni es ni funciona como una computadora.

Sobre el tema de la isla, táchese lo que no proceda:

1) Isla como ser vivo / hipótesis Gaia de Lovelock y Margulis / → poiesis sistémica (la isla como mundo, la novela como mundo: la isla como trasunto de la propia Brilla, mar del Edén).
2) En la p. 71 los personajes encuentran el letrero donde reza que “nada es lo que parece. Esto no es una isla”. ¿Foucault o la isla como proyección mental?
3) La isla puede ser “el país de los muertos” (p. 26), el protagonista llega a ella tras unos minutos que le parecieron “una eternidad” (p. 15), y en varias veces se describe la isla como un lugar de muertos y espíritus y a la Pradera como un cementerio. En p. 62 se describe a la isla como Limbo. ¿Te has inspirado, de alguna forma (como el Martínez Sarrión de Cantil) en La isla de los muertos, de Arnold Böcklin? ¿Cabe plantear una analogía dantesca que distribuiría la isla en tres sectores, el paraíso (la cima del volcán, donde están los “espíritus escogidos”, el purgatorio (“Villa Naufragio”) y el infierno (el interior de la isla)?
4) No sé si la Isla, que es “un ser inteligente” (p. 410) y tiene sus propios sueños y pesadillas, que dejan sus restos entre la selva, tiene su origen en Solaris, el planeta inteligente de Stanislaw Lem. La isla es perspicaz, pero la pradera dentro de la isla también “es un ser inteligente que se deleita engañándonos” (p. 461), un poco al modo de las Meditaciones metafísicas de Descartes; el propio Wade había encontrado la pradera en una isla dentro de una isla, una reduplicación de segundo grado, advirtiendo de una característica esencial de todo lo contado –y también de la propia narración–: los dos niveles. Todo en la novela tiene dos niveles, incluidos los personajes, un nivel “visible” y otro profundo o invisible, al que se llega después de una operación de desenmascaramiento, de develación, mediante algún tipo de epifanía. Como lo de San Pablo y la visión per speculum in aenigmate. Los lugares importantes de la isla están invariablemente detrás de un muro o barrera, que hay que superar. ¿Una característica gnóstica, apostillada por la posibilidad de “redención” (en sentido gnóstico, no religioso)?

Andrés Ibáñez: Difícil contestar a todo ese aluvión de preguntas/sugerencias. Una de las cosas que me fascinaba de la serie Lost, una de las razones de que me parezca tan interesante y actual es, precisamente, que el relato contiene todas las claves, todas las soluciones posibles. Creo que estamos muy lejos de las anagnórisis antiguas: ¡era su padre! ¡eran hermanos! o de las soluciones al enigma tipo Agatha Christie. El enigma es inmenso y nosotros conocemos ya todas las soluciones, y eso, curiosamente, no nos ayuda. Sí, quería escribir sobre eso, sobre un enigma que no puede descifrarse, sólo vivirse.
            La influencia de Tarkovsky es evidente, no sólo el mar inteligente de Solaris sino sobre todo el paisaje viviente de Stalker, que siempre ha sido mi película favorita y mi historia favorita. Pero el paisaje viviente lo he encontrado también en muchos otros sitios: en Henry Corbin, la noción de Hurqalya como paisaje viviente, en culturas primitivas como la de los maoríes (La magia de los sentidos de David Abram), en nuestra percepción del paisaje como lugar lleno de significados. Creo que es imposible no sentir que el mundo está vivo, que un árbol, unas ciertas rocas, un valle, un lago, significan algo, saben cosas de algún modo, y nos hablan.
           

Ahondemos en eso a través de la “Praderabruckner”. La Pradera, espacio simbólico de gran presencia ya desde la página 162 y que tendrá un lugar clave en Brilla, mar del Edén, es una constante en tu obra; de hecho, la encontramos en tu primer libro, La música del mundo o el efecto Montoliu (1995), del que pronto se cumplen 20 años. La profesora Lozano Mijares, que realizó una cuidada lectura de aquella obra, dijo que “la praderabruckner consiste precisamente en percibir la música como espacio, no de forma racional, sino experiencial”[1]. La pradera, por tanto, aparece ligada en ambas novelas a la música y especialmente a Bruckner y el adagio de su octava sinfonía. La música, además, tiene un papel primordial en la acción: hace desaparecer la niebla en varias ocasiones, Santiago y Juan llegan a la pradera cantando (p. 402) y el hecho fundamental de la novela sucede justo después de que John toque un piano. Al llegar a la casa Tudor de la cuarta praderabruckner, John siente que su conciencia y su percepción se amplían (pp. 635-36). Sube al “nivel superior” (p. 636) de la pradera y tiene una epifanía (p. 643).

Andrés Ibáñez: Creo que tenía yo diecisiete años cuando sentí, en una de esas visiones que me arrastraban y me arrasaban en esa época, que la música del Adagio de la Octava era en realidad o “sucedía en” una Pradera. Escribí un poema y apareció la palabra “praderabruckner”, que luego pasaría a La música del mundo, donde es el centro de uno de los episodios principales. Sí, uno siente que hay algo extraño en la música, algo que no puede verse ni tocarse, sino sólo escucharse de forma sucesiva, y se plantea si no habrá una dimensión posible en la que se pueda ver la música y percibirla de forma simultánea, es decir, como un lugar, como un edificio o un jardín. Esto es también Parsifal, donde Gurnemanz, en el tercer acto, dice: “aquí el tiempo se convierte en espacio.” Siempre decimos que la música es un arte del tiempo, es decir, de la sucesión, pero disfrutamos más de la música cuando sabemos qué es lo que va a pasar a continuación. Pensemos en una melodía, por ejemplo. No entendemos una melodía de forma “sucesiva”: sólo cuando la conocemos en su totalidad podemos realmente entenderla y disfrutarla. Escuchar música es escuchar una totalidad, desde el pasado, hacia el futuro. Por eso es tan difícil disfrutar de una obra la primera vez que la oímos. Esto no sucede la primera vez que leemos un libro o vemos una película.
            En efecto, la isla “funciona” por medio de la música. Los que se ponen a cantar, encuentran la Pradera. En el caso de Wade es diferente: él no canta, pero recita un poema, aunque no son las palabras del poema las que abren la posibilidad del encuentro, sino la música de la voz, la música del poema. Es la voz, el canto, la música, lo que hace que la Pradera reaccione y nos escuche. Si la isla es un ser vivo, la música es su lenguaje.
            La Pradera lleva toda la vida obsesionándome. Al terminar de ver la tercera temporada de Lost de pronto tuve una visión: que la Praderabruckner estaba en aquella isla. Fue esta sensación poderosísima la que me hizo pensar en escribir el libro. Sentí que el viento soplaba en la Pradera, y que la hierba se movía allí dentro, como llamándome.
           

Entramos en algunos reparos, si te parece. Es extraño que en alguien tan dotado para el estilo como tú, que eres uno de nuestros prosistas más elegantes y articulados, se cuelen algunas partes en las que se echa de menos algún trabajo de edición, por ejemplo aquí:

El tercer trozo del avión, correspondiente a la cola, no se veía en parte alguna. Faltaba un buen trozo de cola, y con ella todos los pasajeros que estaban alojados allí. Hacia el este, la línea de la costa cortaba la visión del mar de más allá, y yo me imaginé que la cola estaría por allí, al otro lado de la punta de tierra de la bahía en la que habíamos caído. Cortada en sección, la cola del avión se habría llenado de agua y se habría hundido en cuestión de minutos. (pp. 24-25).

En esa misma página 25, en el segundo párrafo, hay una frase donde se repite cuatro veces la palabra “agua”. En la página 449 se dice que las fuerzas de Kunze “nos apuntaron con sus armas”, a pesar de que páginas antes se apunta que los “Insiders” habían privado de las armas a la expedición gracias a un gas somnífero, lo cual se recuerda en la página 548, donde se aclara que el siguiente viaje al interior de la isla deben hacerlo armados con “palos”, por ser los únicos instrumentos de defensa a su alcance. Ya no tiene remedio, lo comento por si es de ayuda para otras ediciones de la novela.

Andrés Ibáñez: Tendría que revisar eso que dices de las armas. No creo que los Insiders les roben todas las armas. No lo hacen por pura perversidad y porque en realidad todo lo que sucede en la isla es un juego, del mismo modo que les destrozan algunos cacharros pero no todos, o les tiran algunas herramientas al río pero no todas. Fui muy cuidadoso con las armas, un tema que desconozco completamente. Me documenté mucho. En cuanto a los dormitat Homerus que mencionas, ¿qué le vamos a hacer? Cuando me llegó el libro y lo abrí y empecé a leer me encontraba con párrafos como los que mencionas por todas partes. Me daba una vergüenza horrible y me parecía que era lo peor que había escrito en mi vida. Luego me dije que habría otros pasajes que estaban bien.
            No me preocupan tanto las repeticiones. A veces son necesarias para que esté absolutamente claro lo que se cuenta y para que el lector vea con claridad lo que sucede. Escribir es algo muy extraño, como tú muy bien sabes. El lector abre el libro y se encuentra, por ejemplo, dentro de un avión, volando sobre el océano. Para el lector esto es normal, un libro más, otro libro. Podría estar en un avión como en cualquier otro sitio. Luego el avión sufre un accidente y cae al mar. El lector lo sigue, digamos que con interés, pero de momento nada le sorprende en exceso. Un avión, un accidente. Pero para el escritor, ese avión, el accidente, el mar, son milagros. Es un milagro conseguir escribir que un hombre está dentro de un avión y que al leer el libro uno deje de pensar en otra cosa y sienta que realmente está dentro de ese avión, que ese avión y ese accidente tienen realidad. Al escritor le parecen milagros cosas que el lector acepta sin problemas y sin excesiva sorpresa. Cuando el escritor consigue que una página tenga realidad, sabe que no debe tocarla mucho y que puede estropearla al intentar mejorarla. Creo que a veces eso es lo que pasa: que uno sabe que ha logrado crear una sensación, la sensación de un personaje, de un espacio, de una situación, y ya no quiere tocar ni una palabra por miedo a que esa sensación desaparezca. Hay otros pasajes, en cambio, que uno corrige con manía de orfebre, con obsesión casi, durante semanas y semanas. En estos sí se puede. Es muy difícil saber qué se puede y qué no se puede hacer en una página. Hay que desarrollar una gran intuición para saberlo.
            No sé si me estoy justificando. Espero que no. Hay otros errores de coherencia que ya me han señalado. Habrá que localizarlos y arreglarlos.


En la novela hay ecos que anuncian cosas que van a pasar; la “metafísica de la montaña” está ya anunciada en la p. 191. La vieja que cuenta el mundo desde el interior de un saúco está en las páginas 212 y 689. ¿Especularidades, juegos de espejos narrativos?

Andrés Ibáñez: Al principio de Anna Karenina, una mujer se suicida tirándose a un tren. Es construcción novelesca normal, diría yo. Uno tiene que ir sembrando, sembrando, cosas que al principio no se ven pero que más tarde crecen y se hacen árboles.



VLM.: Tu imaginación no se limita al tiempo, sino también al espacio. Has creado la Región Confabulada en La música del mundo (1995), el Planeta Análogo en El mundo en la era de Varick y la Isla de las Voces o de la Resurrección en Brilla, mar del Edén (2014). Esta constante de creación espacial, ¿tiene como objeto la posibilidad de arrogarte libertad plena a la hora de escribir? Parecen espacios más u-tópicos que distópicos, pero me gustaría saber tu opinión al respecto. Y, relacionado: la Universidad Blanca recuerda un poco a la Sociedad Teosófica de La música del mundo, y aunque John no está de acuerdo con algunas de sus premisas, creo ver en esta Universidad una especie de trasposición de tu poética de la “literatura simbiótica”.


Andrés Ibáñez: Uno sueña con la libertad total para escribir. Es la libertad que deberíamos tener todos para inventar nuestra vida. La libertad del artista debe ser un reflejo de la libertad humana. Por eso me parece tan raro que existan artistas que estén en contra de la libertad, que apoyen a las dictaduras, que sean reaccionarios. ¿Hay realmente buenos escritores reaccionarios? ¿Puede un escritor estar a favor de los que reprimen, a favor de la derecha, de la Iglesia, del liberalismo, del castrismo? Quevedo es un buen ejemplo: es un gran escritor, pero no un escritor universal a causa de su mezquindad y su pobreza de miras. “Poderoso caballero es Don Dinero” se lee, por ejemplo, como una crítica al dinero: lo es, pero en el sentido que un Don Nadie, con la ayuda del dinero, puede fingirse de noble cuna. Quevedo condena al infierno no a los grandes demonios de la sociedad, sino a los barberos. Es esa frivolidad incomprensible de la derecha, ese desdén por el dolor humano, convenientemente recubierto de religión.
            Pero creo que me estoy yendo muy lejos. O a lo mejor quería hablar de esto también, no sé. Desde luego, Brilla, mar del Edéntrata también sobre esto. Me asombra, por ejemplo, la visión de los Insiders y de Abraham Lewellyn, que afirma que la isla es “propiedad privada” y que se ríe de los náufragos cuando estos le preguntan por qué no les ayudan. ¿Por qué debemos ayudar al que tenemos al lado? No es inteligente y tampoco da beneficios. ¿Para qué hacerlo? Si lo hacemos es porque hay algo en nosotros que nos mueve a hacerlo, una simpatía. Simpatía quiere decir que hay dos cosas separadas que comienzan a resonar mutuamente. Ayudo al otro porque sé que el otro y yo somos lo mismo. Siento que no hay otro y yo, que sólo hay yo, que el otro también es yo. Esta simpatía es como la simpatía de dos cuerdas, de dos palabras o de dos imágenes. Todo el arte surge de la simpatía, del descubrimiento de afinidades, de semejanzas. Esto es la poesía. Esto es la música y la novela. Por eso, ¿cómo puede un artista, que ha de trabajar con las semejanzas y las simpatías, no sentir amor por el mundo y por los otros?

            En cuanto a las utopías, yo aprendí a temerlas cuando me puse a leerlas. Las utopías de Moro, Campanella, Restif de la Bretonne, la Sinapia española… Porque todas las utopías son dictaduras. Quizá la Nueva Atlántida de Bacon sea distinta. Esa es una utopía no tanto política como de la mente, de la percepción. Pero las utopías y el pensamiento utópico me aterran. Algunas personas pronuncian la palabra “utopía” con ilusión. Por ejemplo Bolaño en su maravilloso poema “Musa”. Pero en la política no son deseables las utopías, sino las topías. El presente, lo que hay. La situación real. No conozco forma de estado mejor que la socialdemocracia, un equilibrio armonioso entre un sistema económico capitalista que permite el enriquecimiento de las empresas y un estado fuerte que controla al capitalismo y ayuda a los más débiles. Este equilibrio no es una utopía: fue el sistema político y social de gran parte de Europa durante muchos años, el más próspero, el más democrático de toda la historia humana. ¿Por qué la palabra socialdemocracia ha desaparecido? Es a lo que deberíamos aspirar.
            La Universidad Blanca no es realmente una utopía, porque  no es un modelo de sociedad. No podría existir una sociedad así. No todo el mundo está interesado en la transformación y en la  búsqueda interior, en la evolución de la conciencia y en el arte. No es una utopía, es un centro de estudio. También una forma de vida, y creo que podría ser una vida ideal para mucha gente, al menos durante unos cuantos años.


Hasta aquí la entrevista.

Otras consideraciones sobre la novela que me parece relevante destacar serían las conexiones con obras anteriores; amén de las apuntadas, Ibáñez ha estado interesado la inteligencia artificial y los autómatas, especialmente en Memorias de un hombre de madera. Desde ese punto de vista, es una especie de broma íntima que John o Juan Barbarín,el protagonista, acabe teniendo una pierna de madera (aprovecho para decir que es una lástima el escaso desarrollo del prometedor personaje de Ariko, truncado en seco). El hombre mecánico / animado / Golem es un mito, lo que no es de extrañar en una novela que reelabora constantemente aspectos míticos. La tesis del transtiempo que exponía Ibáñez en La música del mundo puede haber hecho un giro en Brilla, mar del Edén hacia una posición más cercana al eterno retorno, más en la versión de Anaximandro o de Zoroastro que en la nietzscheana; de ahí que Juan y Cristina se reconozcan en diferentes épocas (quizá de ahí también la aparición del Dr. Manhattan de Watchmen, que puede trascender también tiempo y espacio). Lévi-Strauss escribía en Mito y significado que “hay (…) una especie de reconstrucción continua que se desarrolla en la mente del oyente de la música o de una historia mitológica. No se trata sólo de una similitud global. Es exactamente como si al inventar las formas especialmente musicales la música sólo redescubriese estructuras que ya existían a nivel mitológico”[2]. En ese sentido, es factible hacer una mitocrítica de las estructuras profundas de Brilla, mar del Edén, como dirigidas a crear un continuo expresivo entre el tiempo de la música (la “Praderabruckner”), el tiempo mítico y el tiempo narrativo, esto es, la cadencia estructural en que está redactada la novela de Ibáñez, larga y llena de fugas, detalles y motivos como una sinfonía de Bruckner, esas sinfonías que un personaje de Thomas Bernhard describe como una “borrachera de notas caóticas y salvajes”[3], aunque aquí hay, como Wallace Stevens, una idea de ordenque desea canalizar ese lenguaje salvaje de lo mítico. Los lugares de Brilla, mar del Edén, son lugares para escuchar la música o para cantarla: “The ever-hooded, tragic-gestured sea / Was merely a place by which she walked to sing” (W. Stevens, “The Idea of Order at Key West”).

Debemos terminar, no sin dejar apuntado que Brilla, mar del Edén es una novela sustancialmente romántica o posromántica en numerosos aspectos: profundización en la grieta del yo y el sujeto[4], dualismo (p. 569), elevación, solipsismo en el paisaje y adaptación a los estados de ánimo (del personaje demiúrgico Pohjola), y una repesca constante de ese elemento, planteado por Nicolás de Cusa y de presencia constante en el Romanticismo: el entendimiento de la filosofía vital y artística como coincidentia oppositorum, según destacase Jean Perrin en su estudio sobre el poeta Percy B. Shelley. En efecto, la coincidencia de opuestos es constante en la novela: los personajes quieren irse de la isla y quedarse, al mismo tiempo; Wade no puede caminar, pero anda; Norobu murió, pero está vivo; Ariko nunca ha vivido pero vive y ama; los sentimientos contradictorios hacia Juan desgarran a Cristina; “no es que viéramos en el otro nuestra propia imagen, sino que al ver la imagen del otro no nos parecía ver a otro, sino a nosotros mismos” (p. 680). El resultado es una gran novela romántica, que tiende lazos a otra notable novela de este año, Los hemisferios de Mario Cuenca, con la que tiene interesantes puntos de contacto: ambas usan el género fantástico, parte de su acción transcurre en una isla, y el punto de partida de las dos es un relato audiovisual: Vértigo en el caso de Los hemisferios, Perdidos para Brilla, mar del Edén. Mientras que Cuenca vuelca su esfuerzo narrativo más en la dirección filosófica de un Fausto o de un Bruno, Ibáñez prefiere el camino de Hyperion o de Enrique de Ofterdigen, puesto que para él la aventura literaria es un proyecto tanto o más vital que intelectual o filosófico; como decía Ibáñez en un ensayo, “pensemos, entonces, en la posibilidad de una literatura que se mueva también en esas dos direcciones: en la dirección del mundo externo, la ecología, el pensamiento holístico, la simbiosis, y también en la dirección del mundo interior: el estudio y la cartografía de la conciencia”[5]. Viaje inmóvil, acecho a las profundidades abisales (Freud) de la conciencia y a las cimas de la revelación, ambiciosa escritura de nuestro tiempo, lo más grande de Brilla, mar del Edén, una novela en la que todo es inmenso, es nada de lo humano le es ajeno.




[Relación con el autor: cordial. Relación con la editorial: ninguna]


[1] M. P. Lozano Mijares, La novela española posmoderna; Arco Libros, Madrid, 2007, p. 330.
[2] Claude Lévi-Strauss, Mito y significado; Alianza, Madrid, 2008, p. 83.
[3] Thomas Bernhard, Maestros antiguos;Alianza Tres, Madrid, 1990, p. 46.
[4]Sería muy largo hablar sobre la concepción del yo en esta novela. Numerosos tratamientos, implícitos y explícitos, se refieren a este tema, constante en la narrativa de Ibáñez. En este caso destaca la subida petrarquista a esa especie de Mont Ventoux que es el Volcán, donde la Montaña se identifica claramente con Juan (“esa montaña soy yo”, p. 656) y se deja claro que nada se resolverá en su interior hasta que la corone, hasta que llegue, por tanto, al fin de sí mismo.
[5] A. Ibáñez, “”, en Eduardo Becerra (ed.), Desafíos de la ficción; Cuadernos de América sin nombre, nº 7, Murcia, 2002, p. 40.

Libertades totales

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Pablo Katchadjian, La libertad total;Bajo la luna, Buenos Aires, 2013
Fernanda García Lao, Fuera de la jaula; Emecé, Buenos Aires, 2014
Mauro Libertella, El libro enterrado; Mansalva, Buenos Aires, 2013
Ramiro Quintana, El intervalo; Tantalia, Buenos Aires, 2006
Luis Chitarroni, Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa; Interzona, Buenos Aires, 2007.

            Admiro la literatura argentina, desde adolescente, por su libertad creativa (común a todos los países hispanoamericanos, pero hoy nos centraremos en el caso argentino). Quizá, si le preguntamos a cualquier crítico argentino, sacará a relucir –como haríamos nosotros para la literatura española– diversas fuerzas interiores de reacción, líneas normalizadoras, prácticas institucionales, tensiones con la tradición, etcétera, que atemperarían o limitarían una aserción como la nuestra. Pero debo decir, con honestidad, que desde la férrea normalización literaria peninsular, que atenaza en el realismo ingenuo y sentimentaloide a la narrativa y en la línea figurativo-melancólica a la poesía (con numerosas excepciones en ambas, por fortuna), las convenciones argentinas nos parecen algo así como una playa caribeña para un preso siberiano.

            Antes de continuar quiero hacer dos advertencias: 1) no soy experto en literatura argentina, sino mero y rendido admirador, y cuanto sigue debería ser leído como lo que es: la expresión ardorosa de un fan o un supporter de la literatura argentina. Por ese mismo motivo, en cuanto gesto de simple comentario dirigido a compartir mi felicidad con otros lectores hispanohablantes que quizá no han oído hablar de estos libros, 2) he prescindido de incluir notas de la crítica argentina o hispanoamericana que ha estudiado estos textos, actuando como una especie de Adán arrojado a su lectura libérrima, atrevimiento que puede ser criticable, y me disculpo, pero es reproducción a escala, espero, del atrevimiento mayor con que estos escritores hicieron sus libros, haciendo de su capa un sayo.

A estos cinco libros podrían añadirse muchos más, claro, pues la libertad en Argentina es la norma, y no la excepción (de hecho, podíamos añadir los de Alinovi y Peyrou que ya comentamos aquí). Pero para no cansarles con la extensión, me he centrado en los que siguen.

Libertades totales. Concebida como un experimento conversado, al modo de los diálogos platónicos y con parecidos recursos (sofismas, falacias lógicas, etcétera), a los que habría que añadir el sentido del humor, La libertad total (2013) de Pablo Katchadjian aglutina a diez personajes anónimos que se encuentran en un espacio onírico, preñado de simbolismo y similar al espacio en blanco de la película Nada (2004),de Vincenzo Natali. Denominados como A, B, C, D, E, F, G, H, e I, la anonimia y cuasi-intercambiabilidad de los personajes los configura casi como nomenclaturas matemáticas, como X e Y utilizadas para materalizar funciones. La discusión retórica y sofística entre ellos, sus reflexiones sobre la reflexión y sobre la naturaleza del lenguaje, utilizado como instrumento para no entenderse, cuajan un libro devestido de anécdota, abstractoy por el que parece que apenas pasan pasiones humanas –aunque pasan todas–. Fábula metafísica, especulación lingüística y narrativa, La libertad total condena y a la vez sanciona las posibilidades de la libertad artística: hay libertad total, sí, pero sostenida por numerosas limitaciones o constricciones, programadas de modo inmisericorde. Como en Qué hacer (2010), el texto a veces elige repetirse, otras veces escoge la permutación que cruza la puerta y no aquella que se limita a abrirla y cerrarla constante, binariamente. Variaciones programadas y fijas vestidas con las galas del libre albedrío. Como la vida misma, parece decirnos Katchadjian.

*

Libertinaje. Otro ejemplo de libertad mayúscula es el que se ha permitido Fernanda García Lao en su última novela, Fuera de la jaula (Emecé, 2014), un delirante retrato polifónico de dos familias o dinastías que comienza en 1956 y acaba en torno a los años 90, lo que permite a la autora hacer una especie de tríptico à la El Bosco de la historia argentina, vislumbrada aquí más a través de los comportamientos privados de los personajes que por el recuento explícito de los sucesos históricos. Imposible punto de encuentro entre Mientras agonizo (1930) de Faulkner y la película de Tod Browning Freaks (1932), Fuera de la jaula presenta como normal la anormalidad y como cotidiana la aberración, con sano humor y un excelente estilo sustentado en la frase breve y vigorosa, aliñada de cuando en cuando con toques de irracionalidad. La novela se levanta a partir de una variada sucesión de voces, comenzando por la de Aurora, quien rompe a hablar una vez muerta. Sobre este particular, que no es nuevo en literatura pero al que García Lao ha sacado excelente provecho, ha reflexionado la autora en términos que me parece muy interesantes:

Por otro lado, hay un juego con el narrador omnisciente, un narrador que ha quedado medio exiliado de nuestros textos. Si muere la idea de Dios, entonces ¿cómo vas a saber todo? Podés tener un narrador pegado a la nuca que te sigue y comparte tu punto de vista, pero no puede saber lo que sentís, a no ser que lo hagas evidente. Me dije que la muerte me daba un permiso genial; desde ese punto de vista me sentía muy libre, la primera persona siempre es impune, pero acá era el colmo. Decidí que Aurora podía saber lo que estaban pensando y que accede a un recorte de su propia vida del que no había tenido noción mientras estaba viva porque su presencia era incómoda dentro del entramado familiar.[1]

            Como puede verse, ese “permiso” que se ha concedido la autora y que le concede libertad total para contar, es uno de los medios de hacer de la necesidad virtud, a la vez que se salva uno de los problemas narrativos más frecuentes en la narrativa de este lado del charco. Virtuosa de la construcción elocutoria, García Lao da voz en su novela a una muerta, a varios vivos, a una androide e incluso a las dos cabezas del bicéfalo ManFredo, quizá el mayor hallazgo del libro y una de las reflexiones sobre el Doppelgänger más estimulantes que he podido leer los últimos años (y he dedicado parte de mi tesis doctoral a ese tema).

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Libertad es igual a Libertella. La serie es ésta, según me explicase Damián Tabarovsky: Libertella – Liber terra – Liber in terra – El libro enterrado, de Mauro Libertella, un tomito autobiográfico escrito a raíz de su relación con su padre, el enorme escritor argentino Héctor Libertella. Para quienes no lo conozcan, Libertella padre es un escritor inclasificable, para quien la relación con el lenguaje es inquietante y corrosiva, es una relación discomplaciente con el español; ya sé que no existe tal cosa como discomplaciente en nuestra lengua, pero Libertella ya no existe tampoco, y neologismo y hombre pertenecían a un modo retador y retorcido de entonar la lengua; otrosí me gusta discomplaciente porque ampara en su seno la disconformidad y lo díscolo, y Libertella era ambas cosas.

No divinicemos al hombre pero, permítanme, a la obra sí; me parece que Héctor Libertella fue o es un escritor en otra dimensión (la cuarta, por ejemplo), y aun sigo bajo el efecto que me provocaron en su momento libros como ¡Cavernícolas! oA la santidad del jugador de juegos de azar; libros conmovedores no por emotivos sino por destructivos, porque conmueven estructuras, socavan prejuicios literarios, remueven esclerosis estilísticas y se configuran como actos de libertad total escrituraria que quiebran las ideas de quien lee, e incluso el proceso de lectura de quien lee. Para Libertella, la escritura era un concepto total, según cuenta su hijo Mauro: “Mi viejo preparó ese libro como hacía siempre, componiendo desde el cuerpo del texto hasta las solapas y la contratapa. No sólo le gustaba escribir libros, le gustaba hacerlos” (p. 21). En el valiente y hermoso libro de su vástago, aparece un Libertella desacralizado y humano, demasiado humano, pero que termina de cerrar el vínculo “emotivo” que sienten o sentimos los lectores que tanto agradecimiento debemos a Libertella padre. “No hace falta una agudeza sustantiva”, dice Libertella hijo sobre los libros que abordan la desaparición paterna, “para saber que esos libros se escriben, justamente, para atravesar esa contradicción” –se refiere a la de “idealizar al padre y saldar cuentas” (p. 66)–, y añade: “y que con el punto final subyace la promesa de una especie de redención” (p. 67). Los que hemos pasado por la misma experiencia sabemos hasta qué punto es hermosa la elegancia con que Mauro Libertella ha cruzado el Rubicón de esa idealización justiciera de su padre.

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Lenguaje. La descomposición del yo es un tópico de toda la literatura hispánica reciente, como hemos recordado en La literatura egódica (2013), y desearíamos resaltar su agudo tratamiento en El intervalo (2006) de Ramiro Quintana. Esta breve novela sitúa en espacios reducidos a un personaje masculino, Virgilio, absolutamente perdido en los laberintos de su cerebro y en sus paranoias, incapaz para relacionarse con su entorno, paralizado por sus volutas mentales y con nula inteligencia emocional, y lo hace con un elegante tratamiento literario, singularizado a las circunstancias. El intervalo se centra en el torrente de pensamiento del personaje, que va desvelándose al lector a través de la técnica conductista, mediante la descripción de sus actos. La introducción por Quintana de numerosas palabras en desuso, o extrañas en un discurso literario (a menos que se trate del discurso de un Miguel Espinosa, por ejemplo), podría hacer referencia –especulo con total libertinaje– a un modo lingüístico de mostrar el anacronismo vital y la sustancial diferencia y/o extrañeza de Virgilio, el personaje central, respecto a las circunstancias de las demás personas. El lenguaje del narrador, como el de algunos personajes de Beckett, a pesar de ser correcto, no es un lenguaje que permitiera a su protagonista comunicarse. Su aislamiento, reforzado así mediante el lenguaje (literario y aun lingüístico) con el que se le describe, es el asunto central de El intervalo, que revela a un narrador joven a quien seguir los pasos.


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Liberación. Peripecias del no (2007) de Chitarronies, como reza su subtítulo, el Diario de una novela inconclusa, pero sobre todo se trata de un elaborado juego de alcances y renuncias que persigue la recuperación de ese Borrador mítico e irrecuperable que, en la mitología de cualquier novelista, guardaba las esencias de la novela que deseaban escribir, pero de la cual fueron distanciándose con su escritura. El propósito –desmesurado– de Chitarroni es volver ahí, a lo perdido, al original del original, cuando nada había sido estropeado y la ambición del proyecto estaba intacta. Juego de apócrifos a partir de una ficticia revista pseudónima de literatura, Ágrafa, el falseamiento está presente por doquier en Peripecias del no, un libro en el que todo es exceso en estado puro: de personajes, de citas, de ejercicios de estilo, porque lo que define a una novela por terminar es que nunca sufrió la poda y se ha quedado con los recortes por hacer. De ahí quea veces se ofrezcan al lector enumeraciones caóticas de nombres o libros, simples apuntes de una palabra, o una frase, que serían como notas que se apunta el narrador para la futura novela; amén de despistar (pues algunos nombres son apócrifos, o remiten a bibliografía inexistente, o son cul de sac referencial), su función es la de convertir el texto en una suerte de hipertexto, señalando la dirección a la que la novela inacabada debería apuntar, con lo cual se expande el horizonte hermenéutico de la novela conclusa; sus referencias (reales y apócrifas) son otras tantas llamadas a elementos afines a lo que se cuenta en Peripecias del no y, en consecuencia, forman parte “hipotextual” o subterránea, textual pero no legible, de la misma. En Peripecias del no, que algunas cosas no puedan leerse no significa que no sean parte de la novela, lo cual me parece un hallazgo.

Vaya por delante que no es un libro fácil de leer. Conocíamos muchos narradores no fiables, pero pocos en los que todo, desde el título a la estructura, invitan a la sospecha. Algunas partes parecen reescritas (compárense páginas 31ss y 169ss) pero hay leves diferencias entre ellas. Las citas tampoco son honestas: la cita de Anthony Powell, “The nearest some women get to being faithful to their husbands is to give their lovers absolute hell”, es ligeramente alterada por Chitarroni, incluso en el inglés: “esa observación de Powell según la cual el mayor rasgo de fidelidad de las mujeres consiste en ser desagradables y combativas también con sus amantes. The nearest some women get to being faithful to their husbands is being disagreeable to their lovers. A. P.” (p. 54); y el verso de Quevedo “vivo en conversación con los difuntos” deviene “vivo en comunión con los difuntos ” (p. 225), entre otros muchos ejemplos de retorcimiento erudito. Pero quizá la infidelidad sea algo natural en una novela acabada que se presenta como inconclusa, en un artefacto que, desde sus primeras páginas, se construye sobre la fabulosa negación de su presupuesto.


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            En alguna ocasión he ofrecido este plausible concepto de literatura: construcción dirigida a la destrucción de alguna idea preconcebida (ideológica, ética, estética) del lector. Creo no equivocarme si digo que las obras aquí citadas pueden poner en jaque muchas de esas convenciones o incluso todas a la vez.

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[No hay ninguna relación con los autores y las editoriales citadas]


[1] En Silvina Friera, “Los personajes existen, hay que excavar para encontrarlos”, Página 12, 08/09/2014, accesible en http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-33287-2014-09-08.html.

La disolución callejera -Poe, Woolf, Noll-

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[Para Luis Rodríguez, que me forzó a leer a Noll]     

Pero, como era usual, él andaba de acá para allá.
Edgar Allan Poe[1]

-Me encanta pasear por Londres –dijo la señora Dalloway.
Virginia Woolf[2]

Anduve entre la multitud.
João Gilberto Noll[3]

Es bastante curioso que The Man of the Crowd (1840), de Edgar Allan Poe, Miss Dalloway(1925), de Virginia Woolf y Lord (2004), de João Gilberto Noll, sitúen en Londres la acción narrativa. Es extraño porque el geográfico es sólo uno de los aspectos que tienen en común. Las tres obras plantean, cada una a su modo, la disolución subjetiva en una ciudad, la dispersión identitaria en la urbe, y cruza por las tres –de diferentes formas– cierta idea de ilegibilidad.En su relato breve The Man of the Crowd (1840), Edgar Allan Poe presenta a un hombre que tiene una experiencia urbana diferente: tras leer detenidamente el tráfago humano desde el interior de un café, detecta a un hombre mayor que llama su atención, porque la expresión desesperada de su rostro era algo que no había visto nunca antes, y decide seguirle. Tras hacerlo durante toda la noche y todo el día siguiente, se da cuenta de que se limita a caminar entre la gente, esquivando las áreas despobladas, prefiriendo caminar por las más populosas y transitadas, disolviéndose en ellas. Miss Dalloway, la novela de Woolf en la que el tejido urbano tiene una función estructural o conectiva,cuenta las historias paralelas de dos personajes que transitan por Londres sin llegar a rozarse en ningún momento, ni tener noticia uno del otro. El Lord de Noll narra la disolución de un escritor brasileño llegado a Londres tras una extraña invitación, representándose su progresiva dispersión –mental y física– en la ciudad, en la cual centra sus esperanzas hasta no proponerse más objetivo que permanecer en ella, perdiendo su subjetividad y diluyéndose en otras personalidades. El innominado personaje de Noll, desde que llega a Londres, comienza a temer su borrado y a perseguirlo al mismo tiempo: compra un espejo para poder verse porque en su apartamento no hay ninguno, “pues necesito constatar que todavía soy yo mismo, que otro no tomó mi lugar” (p. 25), pero poco después sale a comprar maquillaje: “en aquella tienda de Piccadilly Circus y comprar lo que me transformaría, no digo en un joven, pero sí en un señor de apariencia ejemplar” (p. 29). Anagnórisis y extrañamiento simultáneos. Entra en la National Gallery y se maquilla en los baños, haciéndose consciente de que “había venido a Londres para ser varios” (p. 30); a partir de ahí la novela dibuja repetidos contornos de un personaje regido por la metamorfosis, que se somete a otras prácticas para destruir su personalidad reconocible y va evitando o tapando los espejos de Londres para no verse en ellos. Londres, recordemos, es la ciudad donde transcurre la nouvelle de Stevenson Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde (1886), un clásico de la literatura sobre la división de la personalidad. Es curioso que cuando hablé en La literatura egódica de los espejos en la literatura, uno de los ejemplos que puse también era londinense: “Según Rank, en Londres, en 1913, se juzgó a un hombre que había encerrado a su amante infiel durante ocho días en una habitación cubierta por entero de espejos: la joven no soportó el enfrentamiento a su mirada acosadora y enloqueció”[4]. Eso es justo lo que intenta evitar el protagonista de Lord, que cubre con sábanas todos los azogues que encuentra. En la escena final, con un gesto maestro, desvela Noll qué sucede cuando el personaje desempaña el espejo y se enfrenta finalmente la imagen reflejada.

En los tres textos la ciudad interrumpe los pensamientos de los personajes, confundiéndose con ellos, y marca el ritmo narrativo:


Yet, as we proceeded, the sounds of human life revived by sure degrees, and at length large bands of the most abandoned of a London populace were seen reeling to and fro. The spirits of the old man again flickered up, as a lamp which is near its death hour. Once more he strode onward with elastic tread. Suddenly a corner was turned, a blaze of light burst upon our sight, and we stood before one of the huge suburban temples of Intemperance—one of the palaces of the fiend, Gin. [E. A. Poe, “The Man of the Crowd”, op. cit., p. 36]



Hubiera preferido ser una de esas personas como Richard, que hacían las cosas por sí mismas, mientras que ella, pensó, esperando a cruzar, la mitad de las veces no hacía las cosas así, simplemente, por sí mismas; más bien para que la gente pensara esto o aquello, una perfecta idiotez, lo sabía (ahora el policía levantaba una mano), porque nunca nadie se creía el cuento ni por un instante. ¡Ay! ¡Si hubiese podido volver a vivir! Pensó, bajando de la acera, ¡si hubiese podido incluso tener otro físico! [Virginia Woolf, La señora Dalloway, op. cit., p. 157]



Ya habíamos caminado un poco y ahora nos mirábamos frente al Parlamente con mucha gente pasando alrededor. (…) No es de golpe, hombre: es que quedar como quedó, por un lado, o volver a América del Sur en el horizonte, por el otro, hace que no me reconozca más, que me transfigure, que salga de este cuerpo idiota de aquí, me vomite de asco, me vuelva otro. Él me miraba frente al Parlamento. Parecía que no me había visto nunca. [J. G. Noll, Lord, op. cit., pp. 92-93]

El vagar disociativo del personaje de Noll es muy similar al de Septimus Smith en la novela de Woolf; muy atento a la tradición británica, sobre todo a Samuel Beckett, quien a ratos parece resonar en el libro (“Me fui atravesando la calle, tenía maña, a estas horas siempre es bueno acordarse de que se es brasileño”, p. 95; “¿Qué hace usted ahí?, me preguntó. Estoy acostumbrado a esa pregunta, la comprendí en seguida”, Beckett, Molloy), es bastante posible que Noll haya tenido presente un libro canónico como Miss Dalloway, que retrata también a un personaje masculino con problemas mentales dejándose mecer por el movimiento de las calles de Londres. Como en Miss Dalloway, uno de los momentos climáticos es el suicidio de un personaje al lanzarse al vacío y, como en la novela de Woolf, es la ciudad –hasta la huida final– el elemento conector de toda la trama, al par que disolvente subjetivo.

Porque los personajes de estas prosas no tienen nada que ver ni con los paseantes de Robert Walser, ni con las derivas situacionistas, ni con el flâneur baudelairiano. No persiguen mirar la ciudad, sino hacerse invisibles en ella; no buscan ver, sino dejar de ser vistos.


Ilegibilidad

En este punto podríamos hacer una leve conexión asimismo a The Waste Land de Eliot, no sólo porque también se refiere a Londres, sino porque además es una referencia casi explícita de Miss Dalloway[5]. No hace mucho leía la versión facsimilar del borrador del libro de Eliot, editada por Valerie Eliot, y descubría en ella un verso borrado por el poeta y que no aparece en la versión definitiva de La tierra baldía: “(London, your people is bound upon the wheel!)”[6]. La edición añade las anotaciones que hizo Ezra Pound al borrador coloreadas en rojo, y al margen del verso eliotiano escribe el autor de los Cantos:“vocative”, como apuntando que el vocativo del verso le resulta problemático. Quizá por esta anotación de su amigo decidiese Eliot suprimirlo de la versión final. La cuestión es que este verso extirpado de Eliot, “(Londres, ¡tu gente está atada a la rueda!”) parece ser una clara remembranza del King Lear de Shakespeare, donde leemos en el acto IV, última escena: “but I am bound upon a wheel of fire / that mine own tears do scald like molten lead” (traducido como “pero yo estoy atado en una rueda / de fuego, de manera que mis lágrimas / abrasan como plomo derretido”[7]), que es, a su vez, una referencia obvia a la Rueda de Fuego de la mitología griega, la rueda ardiente donde pagara Ixión su traición a Zeus, según la Metamorfosis ovidiana y los dramas homónimos de Esquilo y Eurípides (parece que hubo otro Ixión, de Sófocles, hoy perdido[8]). De modo que el verso borrado, ilegible, de Eliot, nos lleva a toda una mitología (y toda una iconografía) de dolores ardientes y de castigos divinos, asociados a una lectura negra, casi psicogeográfica,de la ciudad de Londres.




 Ixión lanzado al Hades, J. E. Delaunay, 1876.


Londres y la dificultad de lectura: el relato de Poe acerca del hombre de la multitud comienza con una mención a un libro alemán del cual fue dicho que no se deja leer (“er lässt sich nicht lessen”[9], cita en alemán en el original); esa mención se repesca al final del relato para equipararlo a un corazón humano, el del hombre de la multitud. El narrador de Poe entiende que hay algo oscuro y terrorífico, relacionado con el crimen, en el corazón de ese hombre errabundo, un secreto que nunca llegará a conocer por más que lo persiga a lo largo y ancho de la ciudad. Es decir, la verdadera identidad del hombre está encubierta por la ciudad; del mismo modo que Stillman, el paseante-mapa descrito por Auster en La ciudad de cristal (otro personaje que lleva a cabo derivas urbanas obcecadas), su errancia nos dice cosas pero nos oculta lo esencial. Vemos las letras de su texto pero no podemos desentrañar su contenido, es ilegible. En Miss Dallowayla ilegibilidad vino determinada en su tiempo por su estructura perturbadora, por su simultaneísmo y la forma de dar voz a los dos personajes encarnando desde fuera los monólogos interiores, que son recreados sin cederles la palabra. El narrador casi omnisciente de Woolf nos permite acceder a una parte de sus mentes pero ellos, en realidad, la tienen ocupada por la ciudad, haciendo ilegibles al lector sus verdaderos sentimientos (quizá, ha apuntado María Lozano, porque su problema es precisamente no sentir).

En Lord, la ilegibilidad adopta dos variantes: la primera, la de un texto privado de las habituales marcas de lectura: el personaje no tiene nombre, la atmósfera semi-irracional impide la autoficción, no hay pausas narrativas, no hay sentido en las acciones narradas, sino un continuum difícil de asumir que el lector asume embelesado, hipnotizado por el ritmo narrativo y la cadencia metamórfica del personaje que sehabla en primera persona (precisamente porque se habla a sí mismo y no a nosotros es por lo que no entendemos algunas referencias, que apelan a algo que él sabe y que nosotros desconocemos). La segunta variante de ilegibilidad es más, diríamos, metafísica: el personaje creado por João Gilberto Noll es el vivo retrato del hombre de la multitud de Poe: es viejo como él, se describe un callejeo de toda una noche de duración parejo al suyo, y asimismo tiene la ropa sucia y su expresión es desesperada o podemos imaginarla sin dificultad como tal, pues algunos viandantes se acercan para ayudarle. Como el hombre de la multitud de Poe, el protagonista de Lord sólo quiere ser masa urbana indistinguible. En algún momento confiesa: “era de ese material difuso de la multitud que yo construía mi nuevo rostro, una nueva memoria” (p. 37). Quizá no haya una relación deliberada con el relato de Poe, pero el hecho de que podamos establecerla sin forzar el sentido (la innegable posibilidad no de una “influencia”, sino de un obvio paralelismo),nos dice ya suficientes cosas, por ejemplo que ambas historias representan la disolución identitaria urbana, en lo urbano, a la perfección (como le sucede al Septimus de Miss Dalloway). En las tres obras la ciudad y su multitud es parte de la identidad no sólo de la propia historia, sino de la propia psique de los personajes, a la que se incorpora como contenido. Y ese choque provoca un brutal encuentro, que deja a los personajes desguarnecidos, despersonalizados, en los límites de la razón, al borde del abismo, a punto de caer al Hades. Los tres personajes masculinos se disuelven en lo colectivo porque tienen algo que ocultar.

“El peor corazón del mundo”, remata Poe, “es un libro más grueso que el Hortulus Animae y quizá no es más que uno de los grandes dones de Dios que er lässt sich nich lessen[10], que no se deje leer, que no pueda ser leído.



[1]E. A. Poe, “The Man of the Crowd”, The Works of Edgar Allan Poe in Five Volumes; vol. V., The Electronic Classic Series, University of Pennsylvania, Philadelphia, 2011-2103, p. 37.
[2] Virginia Woolf, La señora Dalloway; Cátedra, Madrid, 2000, traducción de María Lozano, p. 153.
[3] João Gilberto Noll, Lord; Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2006, p. 27.
[4] V. L. Mora, La literatura egódica; Universidad de Valladolid, Valladolid, 2013, p. 92.
[5] Cf. la nota al pie de María Lorenzo en su edición de Miss Dalloway, op. cit., p. 215.
[6]T. S. Eliot, The Waste Land. A Facsimile and Transcript of the Original Drafts; edited by Valerie Eliot, Faber and Faber Limited, London, 1971, p. 43.
[7]William Shakespeare, El rey Lear; DVD, 2001, versión de Enrique Moreno Castillo, p. 183.
[8]“Al parecer, también Sófocles escribió una obra sobre la traición de Ixión a Zeus (…), pero nada sabemos sobre su contenido”; Myriam Libran Moreno, “Zeus Tragodoumenos: apariciones de Zeus como personaje en la tragedia”, Cuadernos de filología clásica: estudios griegos e indoeuropeos, nº 11, 2001, [pp. 101-126], p. 112.
[9] E. A. Poe, op. cit., p. 37.
[10] E. A. Poe, op. cit., p. 39, traducción nuestra.

Novedades en edición alternativa

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Antonio Luis Ginés, Aprendiz; Isla de Siltolá, Sevilla, 2014.

“Uno escribe sobre lo que ve. / Por eso no quería aquella habitación / con vistas a la rotonda, / donde el tráfico, fluido e incesante, / nos llevaba a escribir / sobre gente que pasa, sobre coches / que no dejan rastro. Prefería vistas / a la sierra pero no pudimos elegir”, se lee en “Rotonda”, uno de los últimos poemas de Aprendiz. Sin embargo, no deberíamos dejarnos engañar por la cita, porque en realidad Antonio Luis Ginés suele escribir sobre lo que no se ve o, con mayor propiedad, sobre aquello que ya no es visible, sobre lo invisible que permanece dejando su rastro en las cosas, las personas o la memoria. Valle-Inclán decía en un artículo de 1908 que “Para ser perpetuada por el arte no es la verdad aquello que un momento está en la vista sino lo que perdura en el recuento”, y creo que esta frase, como aquella pintura de Tàpies que representa una cama de la que alguien se acaba de levantar, pero cuyo durmiente no vemos, resumen bien el espíritu de la poesía de Ginés. Si en sus primeros libros se notaba el desajuste existencial (“la vida no te espera. Arranca”, se leía en Cuando duermen los vecinos, 1995) y la mirada solipsista (Rutas exteriores, Animales perdidos), los últimos poemarios, Celador y Aprendiz,parecen indicar un giro en su trayectoria que apunta a la observación de la exterioridad: de la experiencia en un hospital, en el caso de Celador (un poemario durísimo, con momentos que recuerdan al Diario de una enfermera de Isla Correyero), y la experiencia familiar, tanto de los ascendientes como de la descendiente, en Aprendiz. La poesía de Ginés tiene la particularidad de ser figurativa y fantasmática al mismo tiempo, capaz de unir el sentido propio de las cosas con el simbólico de una forma sólo en apariencia sencilla. Las capas interpretativas van creciendo con el poemario y acaban construyendo un mundo paralelo de reverberaciones y resonancias que podríamos definir como senequista, que consistiría en la asunción serena y tranquila de la poca importancia de las cosas que hiciera célebre el filósofo cordobés Séneca. Las casas se van llenando y vaciando, las personas van entrando y saliendo, “pero la casa, las figuras, / tienen su propia versión de las cosas. / No parecen contar con nuestro asombro / para cambiar de vida” (p. 44). Un libro con caídas y en el que no todos los poemas tienen la misma tensión, pero que recoge un buen puñado de piezas necesarias y firmes.


Pilar Fraile Amador, Los nuevos pobladores; Traspiés, Granada, 2014.

La metáfora del “fantasma en la máquina” de Gilbert Ryle, una explicación filosófica sobre el pensamiento cartesiano que, increíblemente, ha triunfado en la cultura popular (véase la serie de manga japonés Ghost in the Machine o el álbum homónimo del grupo Police) puede ser una vía de acercamiento a Los nuevos pobladores, el primer libro de relatos de Pilar Fraile. En la mayoría de ellos, utilizando la imagen que Ryle toma del dualismo de Descartes, son descritas personas que continúan realizando mecánicamente sus actividades habituales aunque haya desaparecido el espíritu que las animaba. Es decir, los personajes de los cuentos de Fraile son (o han sido) brutalmente deshumanizados, y su pérdida de humanidad no se debe al hecho de haberse vuelto animales, ni vegetales (ni minerales), sino a que han devenido máquinas biológicas autosustentadas, incapaces de contener su propio movimiento. Esto se advierte con claridad en relatos de título simbólico como “Fe”, “Valor” y “Educación”. En este último levanta Fraile una interesante metáfora sobre un hombre al que se le van cayendo dedos de las manos: en ningún momento se plantea el protagonista qué le sucede, ni intenta remediarlo; sólo se acostumbra, por “educación”, a la nueva circunstancia e intenta que su rendimiento laboral no se vea perjudicado por ella. En “Compañeros”, un relato que recuerda a Super-Toys Last All Summer Long (1969) de Brian Aldiss o al episodio “I’ll be right back” de Black Mirror, el autómata es más humano que su dueña.

Aunque el conjunto es irregular, y algunas piezas son previsibles o sobrantes, relatos como el citado “Educación”, “Razones” y, sobre todo, “Fin del mundo”, apuntan a una dirección de escritura desasosegante, incisiva y con voz propia que merece seguimiento.



Daniel Arjona, La venganza de la realidad; Capitán Swing, Barcelona, 2014.

Quienes estén interesados en tener acceso a un vivaz resumen de las últimas tendencias científicas en unas pocas páginas entregadas, que no confunden la pasión con la falta de rigor, disfrutará con el pequeño ensayo del periodista Daniel Arjona La venganza de la realidad. Arjona describe de forma accesible y precisa a un tiempo los fenómenos científicos más relevantes y su evolución histórica, centrándose en lo que denomina las tres fronteras: la de la cosmología, la de la biología evolutiva combinada con la genética y la de la neurociencia. Ideas y teorías de notable complejidad están entreveradas a la perfección en una síntesis que no las simplifica. Este recorrido, incluso para los lectores familiarizados con las teorías y científicos citados por Arjona, es placentero por otra de sus virtudes: está muy bien escrito, una habilidad que, por desgracia, no suele abundar entre los divulgadores científicos, más preocupados por la “claridad” que por la transmisión, que es otra cosa y que puede hacerse con un estilo digno, como Arjona lo hace.

Entre los reparos que pueden ponerse al ensayo, el primero sería su puntual dogmatismo combatiente (algo que quizá puede permitirse un científico, pero no un divulgador), como cuando dice en la introducción que el libro va a combatir los subjetivismos mediante la ciencia, para acabar reconociendo en la página 15 “el subjetivismo” como uno de los problemas esenciales de la física cuántica[1]. El otro punto discutible es la confusión entre la filosofía y la parte más constructivista y posmoderna de la misma, como revela alguna extraña mención: “lejos quedan los tiempos en que los filósofos creyeron poder echar mano de sus últimos petardos para defender una maltre­cha barricada ante la ciencia. Sokal señaló la desnuda impos­tura del emperador” (p. 8). En realidad, Sokal mostró las vergüenzas de cierto pensamiento postestructuralista, pero no de la “filosofía” como rama del conocimiento que incita al conocimiento de lo real y a su estudio sistémico, sin renunciar jamás a la ciencia, sino (per)siguiéndola muy de cerca. Así, recordando con Rorty que la filosofía analítica ha pasado por una fase cientista y otra “anti-cientista”[2], podríamos citar Los lógicos de Jesús Mosterín, las reflexiones sobre el lenguaje a partir de la gramática generativa chomskiana de todos los filósofos analíticos (tendencia dominante en la actualidad), o los sesudos comentarios sobre neurociencia a partir de Damasio que Zizek incluye en su poco leído Visión de paralaje, uno de sus libros más “serios” y aprovechables, o las teorías neurocientíficas que Vicente Serrano recoge en La herida de Spinoza. No olvidemos que cuando el filósofo Víctor Gómez Pin incluye en su ensayo Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen“un catálogo relativo a qué ha de saber un filósofo”, nos encontramos con que “tal saber incluye necesariamente aspectos relativos a genética, lingüística, mecánica clásica, mecánica cuántica, Teoría de la Relatividad, teoría matemática de Conjuntos, topología algebraica, teoría físico-matemática del campo, teorías ondulatorias de la luz y del sonido, momentos de la historia de la teoría musical, historia conceptual del arte… y un no muy largo etcétera”[3]. Ese catálogo parece bastante alejado de una alergia a la ciencia; más bien parece tomarla como punto de partida para la cogitación. Arjona, en su opúsculo, parece sostener en todo momento de una preeminencia de lo científico, postura cuyas discutibles bases epistemológicas no vamos a discutir, porque significaría hacer un recorrido lleno de citas de Feyerabend, Frege, Peirce, Quine y Popper, entre otros, que me aburre simplemente al pensarlo. Yendo al grano, y obliterando por hoy la aridez de la filosofía de la ciencia (que para Quine era toda la filosofía que precisamos), preferiría postular que filosofía y ciencia no compiten, sino que –cuando bien entendidas– aspiran ambas a darnos una imagen y una explicación –no mera descripción– de la realidad (la ciencia) y un horizonte de sentido y de indagación a partir de lo real (la filosofía). Plantear su coexistencia como una “competición” es tan absurdo como hacer competir a las patatas y a la gastronomía. Sin patatas no hay gastronomía, de acuerdo, lo saben todos los cocineros y todos los filósofos (con la posible excepción de Bruno Latour, que quizá diría que la idea de patata es una construcción social), pero lo interesante es qué puede crear la gastronomía con las patatas, que a solas serán muy reales y exactas pero no hay quien se las coma sin cocinar. Estoy más de acuerdo con Pinker, referencia intelectual destacada de Arjona, cuando decía en The Blank Slate (2002) que es absurdo inferir consecuenciaséticas de las evidencias científicas desde la propia ciencia[4], desplazando estas cuestiones a las humanidades (y la Ética es una materia esencialmente filosófica). Respondiendo a la pregunta de H. G. Gadamer en Verdad y método, “si aquello que antes era filosofía tiene todavía un lugar en el conjunto de la vida del presente”, creo que los inapelables descubrimientos científicos sí que dejan hueco para la filosofía, precisamente para reflexionar sobre sus límites y alcance ético.

En cualquier caso, sea preeminente o no la ciencia, es innegable de su papel central y básico en nuestros días y de su creciente dominio del imaginario contemporáneo (incluso del artístico). Por esta razón, y si aún no se han puesto al día, el opúsculo de Arjona es, con sus arrojos y cerrojos, un práctico medio de hacerlo.



Kostas Vrachnos, Encima del subsuelo; Point de Lunettes, Sevilla, 2014.

No voy a decir nada sobre este poemario porque sería inútil añadir una sola palabra más al excelente prólogo de Alberto Santamaría, quien comenta la poesía de Kostas Vrachnos (Kalamata, Grecia, 1975) en su justa medida. Me limito a recomendarlo por agavillar varios poemas sustanciosos, entre los cuales rescato éste, buen botón de muestra de que la de Vrachnos no es una poesía destinada a dejar indiferente al lector:


FAMILIA DE CUATRO MIEMBROS

El padre se arregla la corbata antes del cementerio.
La madre se arregla el pelo antes del cementerio.
La hija se arregla la falda antes del cementerio.
La gata bosteza y se rasca su cabeza vacía.
El hijo les espera desde temprano en el cementerio.

El padre pone en marcha el coche rumbo al cementerio.
La madre a su lado callada rumbo al cementerio.
La hija atrás callada rumbo al cementerio.
La gata más o menos lo mismo que antes, sin cambios.
El hijo se arregla la corbata en el ataúd.




[Relación con A. L. Ginés: muy cordial; con Fraile y Vrachnos, ninguna; con D. Arjona, combates epistemológicos constantes en Facebook, dentro de la cordialidad] [Relación con las cuatro editoriales: ninguna]


[1] Sobre la compleja cuestión de la observación en la física cuántica, véase David Eagleman, Incógnito. Las vidas secretas del cerebro; Anagrama, Barcelona, 2013, p. 265.
[2] Richard Rorty, “El ser al que puede entenderse, es lenguaje”, Filosofía y futuro; Gedisa, Barcelona, 2002, p. 122.
[3] Víctor Gómez Pin incluye en su ensayo Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen; Espasa Calpe, Madrid, 2008, p. 29.
[4] Cf. Steven Pinker, La tabla rasa; Paidós, Barcelona, 2003, p. 174.
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