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La neuronovela de Doctorow y el yo enjaulado de Parreño

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            Una de las versiones de la autoconciencia biológica del sujeto es la neurológica, esto es, la conciencia que un personaje literario tiene de sí mismo como sistema cerebral –lo cual, por supuesto, no es más que una licencia poética del autor del texto–. En Estados Unidos se ha denominado neuronovel a una tendencia narrativa en que las ciencias del cerebro están muy presentes en la narración. Así, Marco Roth ya apuntó en 2009 algunos nombres, como Ian McEwan o Jonathan Lethem, que trabajaban en esa línea[1]–a la que en España podríamos agregar algunos textos del escritor y neurobiólogo Germán Sierra–, y recientemente E. L. Doctorow ha publicado la ya citada Andrew’s Brain(Abacus, London, 2014), en la que vamos a detenernos por su importancia.

           Andrew es un personaje fascinante: es neurólogo y tiene numerosos problemas de todo tipo; aunque no es mala persona ni ha intentado jamás hacer daño voluntariamente a nadie, mató por error a su hija y ha herido a todas las personas que ha conocido. El hecho de que sea profesor universitario permite a Doctorow citar varias de las teorías neurocientíficas más recientes (Damasio, por ejemplo, es citado en alguna ocasión), y elaborar meritorias reflexiones sobre la consciencia humana y las consecuencias de los procesos cerebrales (si bien Andrew es intolerablemente reduccionista y piensa que las investigaciones acabarán por demostrar que el libre albedrío no existe[2]. Pero las metáforas científicas se ponen al servicio de la ficción; por ejemplo, en un momento concreto Andrew utiliza un viejo EEG para extraer imágenes gráficas del cerebro en la clase de ciencia. No por azar coloca los sensores a la alumna de la que está secretamente enamorado, Briony, para poder ver dentro de ella, mejor que lo que nunca podrían hacer sus compañeros de clase. Y los picos obtenidos por el detector cuando la chica contempla una escena circense le hacen deducir a Andrew que algunos gustos infantiles siguen presentes en ella[3], no por casualidad, pues Briony se dedica también al salto acrobático, en este caso al salto de trampolín (una emulación de esas capacidades realizada por Andrew, por cierto, dará una vuelta brutal a la trama). En algún lugar concreto, Doctorow hace expresar a la perfección lo que llamaríamos el loop recursivo de la conciencia en una cuestión que Andrew dirige a sus alumnos:

Hice esta pregunta: ¿cómo puedo pensar sobre mi cerebro cuando es mi cerebro el que está haciendo el pensamiento? ¿Acaso está este cerebro pretendiendo que soy yo pensando sobre él? Soy una consciencia misteriosamente generada, y no me reconforta saber que es una de miles de millones. Eso es lo que les dije y entonces recogí mis libros y salí de la habitación (posición de Kindle número 344)

            En otros momentos Andrew comenta el syllabus o programa de su asignatura, aludiendo a que los filósofos pragmáticos y existencialistas son los que mejor pueden ajustarse a una ciencia de la mente, al mantenerse al margen de cualquier “metaphysical bullshit” (pos. 600). Entiende que el alma no es más que uno de los fingimientos de los que es capaz la mente (pos. 936) y que la identidad es una suma o sucesión de esas ficciones identitarias (lo que habíamos apuntado en las conclusiones de nuestro La literatura egódica, 2013). Para Doctorow la neurociencia es el modo de lograr la introspección e incluso de llegar a una trascendencia inmanente, donde no sea necesario ningún esoterismo para preguntarse por el sentido de las cosas. En la apertura de su ensayo Cómo sentimos, el neurobiólogo Giovanni Frazzeto lo dice de forma muy clara: “la aventura de adentrarse en los secretos del cerebro humano daba paso a la reflexión profunda. Era como explorar un aspecto poco conocido de mí mismo, como descifrar un relato escrito en código acerca de la mente, relato a cuya escritura yo mismo contribuía con mis experimentos”[4]. El ensayo de Frazzeto, por cierto, es un valioso acercamiento al problema emocional y su traslación fenomenológica en sentimientos, algo por cierto de lo que es muy consciente Doctorow en su novela: “Is that congnitive science?”, pregunta el psiquiatra, y Andrew responde: “Not really. It’s more like suffering” (pos. 1555).

            Andrew’s Brain, en suma, entiende la identidad como algo polimórfico e hijo de la metamorfosis, más allá del desequilibrio de su protagonista, que le lleva a enhebrar ante un psiquiatra estatal una retahíla de recuerdos inconexos sólo para no hablar de lo que ocurrió (pos. 1045). Es una novela que pone en cuestión el yo; no el de su protagonista, que también, sino cualquier yo, la idea misma de yo. Y es aquí donde podemos engarzarla con Pornografía para insectos (2014), el último poemario de José María Parreño, un poeta menos conocido de lo que debiera y autor de algunos libros muy estimables como El libro de las sombras (1985). Aunque en la cubierta sólo aparece como título Pornografía para insectos, el poemario tiene una segunda rúbrica –y, con ella, una primera división interna observable–: El desvividor.  El desvividor seríael supuesto resultado de su imposibilidad para escribir el primero, según se confiesa en la introducción. Lucha, pues, entre dos poemarios, uno querido y otro obtenido, como consecuencia de otra lucha íntima, la de desvivirse, la de “aniquilar el yo”[5], aunque “mi yo no consiente en morir de ninguna manera” (p. 12).

            Pornografía para insectos es el retrato parcial de esa lucha sin cuartel entre una parte del yo que busca la desaparición y la otra que se resiste (“soy su mitad o más. / Pero no tengo nombre”, p. 20), aunque sea bajo la forma de la figuración o simulación de la identidad: “hay orquídeas que se hacen pasar / por hembras de abeja” (p. 13, recordando las formas avatáricas de sí que crea la araña Cyclosa Mulmeinensis, de la que hemos hablado en otro lugar[6]). Dos yoes antagónicos incapaces de convivir y que sólo buscan prevalecer uno sobre el otro: “hago el cuchillo // para que / una parte de mí / mate a la otra” (p. 51). No hay dos identidades, sino más bien un no-yo que se propone, sin demasiada suerte, matar al poderoso yo central que atenaza a la subjetividad y le impide desaparecer. “Es una especie de celda, la mente del cerebro. Tenemos esos misteriosos cerebros de un kilo y cuarto de peso y ellos nos encarcelan” había escrito Doctorow en su novela (“It’s a kind of jail, the brain’s mind. We’ve got these mysterious three-pound brains and they jail us”; Andrew’s Brain, pos. 1025/1679). Ese yo enjaulado impide al yo elocutorio que utiliza Parreño disolverse en la nada y llevarse el dolor de vivir y el dolor de contemplar las injusticias, pues a su particular modo Pornografía para insectos es un poemario de honda carga social, con múltiples capas de lectura, todas sabias y elocuentes. Quizá como rescoldo de esperanza o como trascendente alternativa, aparece al final un extraño dualismo cartesiano que abre las puertas al “alma” y otras formas de perduración. A nosotros nos parecen más interesantes las primeras, las desustanciadas: “Ya nunca más / diré yo: / diré aquí” (p. 52). Quizá el espíritu no tenga suficiente con eso, pero los lectores de poesía sí.



[Relación con los autores: ninguna. Con las editoriales: ninguna con Abacus, Pre-Textos es mi editorial de poesía]



[1]Marco Roth, “Rise of the Neuronovel. A specter is haunting the contemporary novel”, n + 1, 14/09/2009, https://nplusonemag.com/issue-8/essays/the-rise-of-the-neuronovel/.
[2] E. L. Doctorow, Andrew’s Brain; Abacus, London, 2014, edición para Kindle, posición 334/1679.
[3] E. L. Doctorow, Andrew’s Brain, ibídem.
[4]Giovanni Frazzeto, Cómo sentimos. Sobre lo que la neurociencia puede y no puede decirnos acerca de nuestras emociones; Anagrama, Barcelona, 2014, p. 9.
[5] J. M. Parreño, Pornografía para insectos; Pre-Textos, Valencia, 2014, p. 11.
[6] V. L. Mora, “Sujeto a réplica: el estatuto narrativo del sujeto palimpsesto y formas literarias de identidad digital”, en Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban (eds.), Imágenes de la tecnología y la globalización en las últimas narrativas hispánicas; Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2013.


Fragmentos de apocalipsis

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“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, Fredric Jameson.

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Juan Carlos Márquez, Los últimos; Salto de Página, Madrid, 2014.

Tras el libro de cuentos hilados Tangram (2011) y el experimento narrativo-fotográfico Lobos que reclaman la noche (2012), el narrador Juan Carlos Márquez continúa su camino en las distancias menos cortas con una nouvelle contenida y enmarcable en el género de la ciencia-ficción, un género que hace décadas que dejó de ser un subgénero para devenir una posibilidad estética más, muy apreciada por las últimas hornadas de narradores. Con ciertas reminiscencias, a mi juicio, del Plop de Rafael Pinedo (el tema postapocalíptico, el tono duro y nihilista, la fragmentación constructiva, la precisión cortante), Márquez presenta un relato distópico dividido en dos partes, una terrestre y otra marciana, muy bien escrito y trabado. Frente a la sequedad estilística de Pinedo, Márquez ofrece un tono algo más retórico, con un estilo puesto exquisitamente al servicio de la trama, sin obliterarla y realzando sus contornos con algunos destellos líricos. Otra diferencia con el escritor argentino sería el fuerte humanismo de fondo –volcado sobre todo en el omnipresente tema de la paternidad–, frente a la brutal deshumanización de los personajes de Pinedo, enmarcados en unas coordenadas sociopolíticas de las que huye Márquez. Se advierte algún pequeño error (la distancia de la Tierra a Marte no son “50.000 millones de kilómetros” –p. 102–, sino diez veces menos, 55 millones aproximadamente), que no afecta a la trama.

La historia de Los últimos se desarrolla en un in crescendo pavoroso resuelto con soltura, donde nada sobra y todo está al servicio del sentido, salvo un par de sueños que sirven al autor para darle contexto onírico al deseo y a la culpa (algo muy habitual en la narrativa española última, por cierto). El final abierto nos deja ante una vuelta de tuerca que puede ser vista, como diría José Ángel Valente, a modo de esperanza.

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“Esto no es una historia. Es una profecía”
[Gonzalo Torrente Ballester, Fragmentos de apocalipsis; Destino, Barcelona, 1982, p. 83.]

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A lo largo de los últimos años he ido apuntando en mis ensayos o reseñando en mi blog libros recientes que abordan el tema postapocalíptico o que son definibles como distópicos. Los han escrito autores franceses (Jean-Claude Rufin, Houellebecq), alemanes (Julie Zeh, El método), neozelandeses (Bernard Beckett, Génesis), británicos (Never let me go,2005, de Kazio Ishiguro), estadounidenses (Jonatham Lethem, Dave Eggers, Ken Kalfus, George Saunders, Cormac McCarthy), y no pocos escritores hispánicos: Mike Wilson, Zombi; Ariel Dorfman, Terapia; Javier Fernández, Cero absoluto; Doménico Chiappe, Entrevista a Mailer Daemon; César Aira, Marcelo Cohen, Eloy Tizón, J. P. Zooey, Cristian Crusat, Rafael Pinedo, Gabriel Peveroni, Pablo Manzano, Juan Francisco Ferré, David Monteagudo, Robert-Juan Cantavella, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Pedro Mairal, Germán Sierra, Paolo Bacigalupi, David Miklos (No tendrás rostro, 2013), Jorge Carrión (Los muertos, 2009, Los huérfanos, 2014), María Perezagua (“Homo coitus ocularis”, relato incluido en Leche,2013), Anna Kazumi Stahl (Catástrofes naturales), Manuel Darriba (El bosque es grande y profundo, 2013), el citado Juan Carlos Márquez (Los últimos), Manuel Moyano (El imperio de Yegorov), los autores incluidos en la antología Mañana todavía. Doce distopías para el siglo XXI (Fantascy Libros, 2014), editada por Ricard Ruiz Garzón y, por último, Mario Martín Gijón, en su novela Un día en la vida del inmortal Mathieu (2013), de la que hablaremos a continuación.

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La novela de Mario Martín Gijón imagina un día bloomianodel futuro próximo a 2072, con estructura narrativa de “tiempo reducido”, en el que un psicólogo intenta comprender un catastrófico atentado acaecido el día anterior y calmar la angustia de sus pacientes producida por el ataque. Un día en la vida del inmortal Mathieu (Ediciones Irreverentes, Madrid, 2013) recrea un mundo regido por el liderazgo de China, en el que la insostenible situación socioeconómica global ha obligado a la prohibición de la natalidad. A modo de compensación por la imposibilidad genésica, los seres humanos alcanzan la condición de inmortales gracias al elevado desarrollo de la tecnología, que permite la gradual sustitución de las partes del cuerpo por prótesis biónicas (un tema, siempre lo recordamos, ya magistralmente desarrollado en 1952 en la novela Limbo de Bernard Wolfe). Pese a las buenas intenciones de Martín Gijón, lamento decir que su prosa narrativa no está a la altura de su poesía, y si hace algún tiempo alabábamos su excelente poemario Rendicción (2013), no podemos hacer lo mismo con esta novela, lastrada por algunas decisiones desafortunadas: el uso de la técnica del manuscrito encontrado o editado, que por manido debe ser utilizado con algo más de malicia; la sensación de que su estilo narrativo, siendo bueno, es menos singular y trabajado que su estilo poético; algún momento de inoportuno melodramatismo (p. 54); la planitud de casi todos los personajes; detalles chocantes como que un psicólogo francés cite de continuo a Unamuno y Cernuda; y, más en general, la sensación de que el libro se ha escrito no tanto para calibrar las posibilidades de la inteligencia artificial o de la cibernética o para columbrar las sociedades resultantes de su aplicación generalizada, sino para ajustar algunas cuentas con nuestra actualidad. Es cierto que toda distopía es, en cierto modo, una proyección de la sociedad del tiempo en que se escribe y una crítica de la misma –por eso es un género esencialmente político–, pero su éxito como proyecto narrativopasa por dotar de verosimilitud narrativa y ambiental al mundo futuro imaginado, algo que Un día en la vida del inmortal Mathieu no llega a conseguir, entregándonos sólo algunas estampas de ese porvenir que no terminan de formar una imagen coherente y reconocible. Por ese motivo, algunas de las reflexiones más poderosas y plásticas aparecen cuando el protagonista rememora los primeros años del siglo XXI (entre otras, véanse pp. 71-72), es decir, nuestro presente, y critica algunos fenómenos hoy en marcha. Como valores de la novela destacaríamos la voz en primera persona de Mathieu, causante de muchos males que intenta justificar(se), así como la indudable imaginación de Martín Gijón y el hábil modo en que los problemas humanos seculares, el “miedo primigenio” (p. 158) y las cuestiones de identidad son capaces de sortear los cables y las prótesis hasta dejar a los personajes desnudos ante sí mismos.


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“Convivimos con el Apocalipsis. Hace ya mucho tiempo que esa idea nos acompaña. Ha ido variando, se ha ido transformando a lo largo del tiempo, siendo primero una sombra, luego una posibilidad tangible y después una realidad evidente. Mientras existió la posibilidad tangible, era imposible ver en las películas imágenes de la destrucción real. Pero en cuanto cayó el Muro de Berlín la gente empezó a atreverse a manejar la idea de. Supongo que estábamos más que preparados, me dijo Víctor. No sólo somos la generación que más ha pensado en el Apocalipsis, somos la generación que más lo tiene presente, la generación que más lo necesita para pensar en sí misma. Un la idea del Apocalipsis, del fin del mundo, parece ser el último resto del que disponemos para seguir creyendo en algo parecido a la identidad. Sólo hay que fijarse en la cantidad de novelas y de películas que han ido apareciendo desde los años 90 en las que estallan bombas atómicas, algo impensable 10 años atrás, o se destruye la tierra, poniendo a los seres humanos al borde de la extinción. Bombas atómicas por un lado, extraterrestres por otro, asteroides gigantescos o fenómenos naturales tipo cambio climático. ¿No te has parado a pensar en ello?, Me preguntó. ¿Cuál es el hueco que intentamos llenar con semejante dosis de destrucción? ¿Qué clase de culpa tenemos que expiar para que nos veamos en la necesidad de un de imaginar la extinción de la raza humana y la destrucción de nuestro planeta una y otra vez? ¿Cómo es posible que coloquemos nuestra última esperanza de existencia como individuos en la idea de la destrucción del mundo conocido? ¿Por qué esa obsesión con hacer tabla rasa y empezar de nuevo?”
[Juan Trejo, La máquina del porvenir; Tusquets, Barcelona, 2014, p. 56.]


[Relación con Juan Carlos Márquez: no le conozco personalmente, somos contactos en Facebook. Relación con Mario Martín Gijón: cordial. Relación con las editoriales: ninguna].

Mavrakis y el neuromarketing

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Nicolás Mavrakis, El recurso humano; Milena Caserola, Buenos Aires, 2014.

Nicolás Mavrakis (Buenos Aires, 1982) es un joven periodista, crítico literario y escritor argentino, del que habíamos leído algún ensayo sobre tecnología y literatura, y que cuenta con varios libros publicados. Su última publicación, la novela El recurso humano, muestra que la inquietud sociotecnológica es una constante en su obra, latente ya en obras anteriores como No alimenten al troll (2012). Construida como una distopía, El recurso humano presenta el discurso en primera persona de un experto en neuromárketing, es decir, un “programador especializado en análisis de información neurocientífica” (p. 114). El objetivo de su trabajo es, definiéndolo a grandes rasgos porque la idea es más compleja de lo aquí resumido, crear agentes provocadores (p. 117) del consumo de los demás. Para ello debe ser capaz de predecir las pautas de consumo, pues sólo así se llegarán a establecer los patrones de condicionamiento: “¿Pero qué tal si el trabajo predictivo se vuelve pragmático? ¿Qué tal si uno pudiera, llegado el caso de la predicción perfecta de los fe­nómenos humanos, moldear el mundo de acuerdo a las necesidades de cada individuo?” (p. 37). El refinamiento de estos procesos por las empresas del ¿futuro? que presenta Mavrakis llega a tal sofisticación que el cerebro humano no basta y es necesario crear algo más complejo: “Hay que miniaturizarse y desaparecer en bytes” (p. 35) se dice reveladoramente, anticipando que el personaje Arcidiácono es un programa de Inteligencia Artificial: “Arcidiácono era la suma encriptada y viva de una infinita memo­ria del consumo, creciendo con cada byte que se sumaba a la red. Su propia memoria se había digitalizado bajo un algoritmo que se nutría del análisis diferencial de cada orden de compra ingresada a todas las versiones occidentales, orientales, legítimas y piratas de sitios como eBay, Amazon, BetterWorldBooks, Hardwaresales.com, Mercado Libre.” (p. 130). Este trabajo de predicción comercial, sustentado en el análisis de ingentes cantidades de datos, no es ninguna fantasía; Byung-Chul Han, en Psicopolítica (2014), escribía: “el Big Data podría poner de manifiesto patrones de comportamiento colectivos de los que el individuo no es consciente. (…) Los datos personales se capitalizan y comercializan por completo (…) los hombres (…) devienen mercancía. El Big Brother y el Big Deal se alían”[1]. Han sólo describe, Mavrakis encarna narrativamente el procedimiento por el cual podrá llevarse a cabo esa mercantilización inconsciente del sujeto actual en breve plazo.

Textualmente, la novela se presenta como un diario al revés, que invierte La flecha del tiempo, al modo de la novela de Martin Amis –que no por casualidad aparece en la novela–, o del Viaje a la semilla de Alejo Carpentier. Alternándose con este diario fragmentario aparece otro relato, numerado en código binario, que cuenta la otra parte de la historia con secuencialidad temporal opuesta. El primer diario es algo extraño y heterodoxo, pues sabe cosas que pasarán al día siguiente, algo improbable en un diario strictu sensu: “Pudo haber sido el momento más extraño del fin de semana. Pero faltaba lo peor.” (p. 81). La extrañeza se aclara en otro momento, en el que hay una conexión del diarista con el otro registro binario, pues el diario se refiere el 31 en julio en pasado (“Creo que ya escribí en algún lugar de este diario que es como el amor: no hace falta buscarlo, te encuentra”, p. 90), a una frase que se escribirá dentro del relato binario en el pasado temporal de la novela, pero en el futuro de la historia (p. 21), revelando que el diarista tiene acceso al otro segmento del discurso. La crítica Leticia Martín ha establecido algún paralelismo (no completo) entre este diario y el Diario de la beca de Mario Levrero, y podemos asociarlo con cualquier diario cuyo objeto último sea, precisamente, la destrucción del diario convencional (véase página 133).

El gran asunto de El recurso humano es precisamente la reconfiguración de lo humano, vía la neurociencia, en el futuro próximo; mientras los científicos investigan en lo que somos, las corporaciones trabajan en cómo rentabilizarlo, y la novela de Mavrakis muestra las más inquietantes –pero plausibles– formas de lograrlo. “El mundo va a ser la combinación exitosa de bases de datos reco­lectadas por sociólogos, psicólogos, neurólogos y el trabajo metódico de programadores senior” (p. 37). Novela política, pues, en la que lo contado es más importante que el modo en que se cuenta, le conecta con otros narradores de su entorno (con J. P. Zooey, a mi juicio, más que con otros), y con esa imparable tendencia distópica que canaliza el imaginario del pánico socio-económico-tecnológico-político que sacude la literatura en castellano en ambas orillas del Atlántico.

Para terminar, y como curiosidad, diremos que la novela de Mavrakis, aparecida antes que el último episodio de la serie Black Mirror (el especial de navidad titulado “White Christmas”), toca la mayoría de los temas planteados televisivamente por éste, por ejemplo la miniaturización de la conciencia en bits, demostrando que Arcidiácono sí que sabía leer el futuro.


[Relación con autor y editorial: ninguna]


[1] Byung-Chul Han, Psicopolítica; Herder, Barcelona, 2014, p. 98.

Comentario sobre la poesía de Eduardo Moga

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En este vídeo comentamos "El corazón, la nada" (2014), antología de la obra poética de Eduardo Moga publicada por Amargord.

Peter Handke y Juan Trejo

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Peter Handke, La Gran Caída; Alianza, Madrid, 2014.


Sobre Peter Handke ya hemos hablado muchoen este blog, pero siempre quedan cosas por decir tratándose de un gran narrador como él. Leyendo La Gran Caída (Der Große Fall, 2011)entiendo dos cosas: la primera, que la virtud por la que antes se reconoce a un escritor eximio es que suele desconcertar nuestra experiencia de lectura; o, en otras palabras: si no entiende qué sucede en La Gran Caída, siga leyendo hasta que tal cosa deje de importarle. La segunda, que la especial riqueza discursiva de la prosa de Handke proviene de la cualidad ambivalente de su mirada: es penetrante unas veces y otras se deja penetrar por las cosas que observa, de forma que hay una perspectiva continua de entrada y salida de lo observado en la obra. Momentos memorables como ese en el que el actor protagonista de La Gran Caída recae en que el estruendo urbano genera una especie de sordera (fruto de la mirada penetrante del escritor sobre las cosas), o la dificultad de aprehender una semilla de limón húmeda, se mezclan con otros instantes donde son las cosas las que entran en la narración, que se vuelve porosa y absorbente (“lo que llegaba hasta él era sólo un asombrarse”, p. 158). Es un milagro narrativo que un autor logre oscilar con esa naturalidad desde el mirar al ser mirado, y que una novela fluya sin tensión ni chirridos entre ambas fuerzas, hechizando al lector con la alternancia. La Gran Caída cuenta la historia de una caminata perceptiva, de una contemplación de corte a veces surrealista, que parte de lo íntimo y llega a lo social (a la destrucción de lo social, para ser exactos), una deriva cuyo ritmo siempre hipnótico puede recordarnos a El paseo (1917), de Robert Walser –con menos sentido del humor y más psicología–, aunque a lo que más recuerda es a otras obras del propio Handke, como la tremenda La pérdida de la imagen o Por la sierra de Gredos (2002). No estamos ante una de las mejores obras del autor austríaco, pero tampoco ante una de las menos interesantes, lo que no debe movernos a engaño: Handke, incluso en dosis medias, sigue siendo imprescindible.


Juan Trejo, La máquina del porvenir; Tusquets, Barcelona, 2014


La excelente novela de Juan Trejo La máquina del porvenir (2014) narra la historia de tres generaciones de una familia preñada de secretos, entre ellos la construcción de una máquina para viajar en el tiempo. Sin embargo, la máquina es en esta ocasión casi un pretexto para ahondar en el poder del pasado a la hora de entender el presente de los personajes (“la máquina del porvenir sirve para ver el presente”, p. 378), diluyéndose la parte tecnológica en un recurso al servicio de la trama, y primando el concepto simultaneísta del tiempo, al que los personajes llegan más mediante la meditación trascendental o los paraísos artificiales que mediante la propia máquina. Uno de los aspectos atrayentes de la novela es que su investigación sobre el Tiempo y su efecto sobre las personas no se limita a la semántica, sino que incluye la propia estructura de la novela, algo que la une a algunas obras recientes, como La torre y el jardín de Alberto Chimal, Los hemisferios de Mario Cuenca o, yendo algo más atrás, a El mundo en la era de Varick de Andrés Ibáñez (novelas con las que comparte otros elementos, como la ambición narrativa y el intento de pintar un gran fresco sociocultural). En La máquina del porvenir la estructura temporal se materializa mediante el empleo del agujero narrativo de gusano, trasunto de la hipótesis científica planteada por Hugh Everett III. Estos puntos de engarce entre instantes narrativos sonapreciables en algunos lugares, como por ejemplo al comparar las páginas 215 y 406 de la novela, donde los mismos dos personajes se encuentran, en idéntico instante, en dos lugares diferentes, produciéndose un pliegue espacio-temporal que se explicita a nivel narrativo por la repetición del mismo párrafo. Muchas páginas antes se había avanzado la posibilidad: “(…) experimenta la profunda, casi palpable sensación de estar al mismo tiempo en otro interior, casa o piso. Su mente se mueve en dos territorios, como mínimo. (…) Y la sensación tiene que ver con el punto de contacto, con la grieta a través de la cual sus diferentes yoes se ponen en contacto” (p. 101). No es casual que el Doctor Manhattan del cómic Watchmen de Alan Moore vaya a ser una figura recurrente de la novela; esto sucede porque este personaje representa a la perfección el modelo de temporalidad simultánea que Trejo persigue: “(…) según mi actual percepción, en el discurrir de esta historia el pasado, el presente y el futuro se interrelacionan formando una especie de flujo un sin contornos definidos; algo parecido a lo que le ocurre al Doctor Manhattan” (pp. 169-70). También la desintegración atómica del personaje de Moore es símbolo de la los suyos[1].

Porque otra de las claves de la novela es la necesidad de los personajes de superar su dispersión identitaria (véase p. 16), moviéndoles el impulso de hallar algún tipo de unidad o anclaje, aunque en varios momentos sospechen que su fijeza debería consistir, precisamente, en aceptar el desarraigo y la carencia de raíces. Los personajes se sienten nómadas y viajan en pos de alguna revelación o de algún descubrimiento que pueda cambiar sus vidas: México, Argentina, Brasil, Estados Unidos, Barcelona; también la escritura como terapia, ya sea de una obra de teatro (cf. pp. 65 y 245) o del diario de Oscar, simboliza ese ansia de identidad. Los personajes centrales (Óscar, Jorge, Rick) van a toparse en esos lugares con figuras anticlimáticas que les servirán de psicopompós o figuras simbólicas de acompañamiento “al otro lado”: Vilo, Boluda[2], Víctor, don Andrés. Para terminar, la presencia de agua en algunos de esos lugares está vinculada profundamente la revelación o epifanía vital que van a sufrir[3], siendo muy hermoso el tratamiento de las ciudades sumergidas.


[Imagen de Thomas Barbey]



Por eso no es casual que la novela de Trejo participe del Bildungsroman, en cuanto novela de aprendizajes y construcción de personalidad, a la antigua usanza. Es una novela post-romántica que también parece una novela rusa, no sólo por la morosidad de algunos aspectos de la trama y las derivaciones familiares, sino por la utilización de diversos nombres para algunos personajes, como Ryszard, según las circunstancias en las que se encuentren. Pero hay un elemento que la hace singular: en La máquina del porvenir constatamos en todo momento que la identidad dudosa del personaje guarda estrecha relación con el acto de narrar su historia y la de su familia; no me refiero a la obviedad de que la historia de un personaje debe contextualizarse familiarmente, sino a que la propia narración en marcha constituye para Óscar lo identitario: “A partir de ahí, lo narrado señala, en teoría, hacia la búsqueda de la identidad perdida” (p. 345). Necesidad que también acucia a otros personajes: “contar su historia implicaba para Víctor desprenderse de clichés o enfoques heredados y empezar a observar las cosas a través de su propia mirada” (p. 351). En ese sentido, es a la vez Bildungsroman, novela de construcción, pero también construcción de novela, metanovela, en fin, que va contando su propia elaboración. De este modo reparamos en que tanto la forma de la narración como el tiempo de la misma están hábilmente acompasadas a su espíritu, ajuste en el espacio y en el tiempo que es el que intenta hallar, por todos los medios, su personaje principal.

El lector se ve a veces apesadumbrado por la morosidad y lentitud de la historia, por la inacabable reproducción de las sagas familiares y sus pequeñas historias, que además se repiten y forman círculos nietzscheanos de formalización y copia; el lector se siente a veces impaciente ante el relato, como Víctor cuando escucha el interminable discurso de Jorge sobre su propia historia (pp. 336ss), que además el lector ya ha podido leer en su mayor parte al principio de la novela. Jorge le advierte a Víctor que “no voy a correr, lo que tú quieres saber conlleva aceptar toda la historia; mi historia, si prefieres verlo así” (p. 340), y nosotros, como Víctor, aceptamos las condiciones, unas pocas veces con impaciencia y las más con una demorada y redonda sensación de disfrute.


[Relación con los autores reseñados: ninguna. Relación con las editoriales: ninguna.]



[1]“Quítenle un pasado como físico nuclear. Lo que queda se parece a mí: un ser desintegrado que, poco a poco, gracias a un impulso eléctrico de su conciencia, empieza reconstruirse a nivel intrínseco”; Juan Trejo, La máquina del porvenir; Tusquets, Barcelona, 2014, p. 68.
[2]Como en su novela anterior, El fin de la guerra fría (2008), Trejo utiliza para algunos de sus personajes secundarios nombres irónicos, relacionados con algunos de sus escritores favoritos. Si allí aparecían don de ladrillo aquí comparecen de perfil la gerente de hotel Doctorow (p. 323) o los profesores David F. Wallace y Bellow (pp. 353-54). Incluso, describiendo las clases de ambos profesores, Trejo lleva a cabo una inteligente forma de crítica literaria subterránea (pp. 354-57).
[3]Es significativo, al terminar la novela, volver a la página 17 y leer que “el agua de algo parecido a mi identidad, por turbia que fuese, había sido mi madre”.

Recensiones y recomendaciones

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Antes de las reseñas, me gustaría hacer un par de recomendaciones; la primera es una nouvelle de Maxim Biller, titulada En la cabeza de Bruno Schulz, recién publicada por Editorial Minúscula, con elegante traducción de Paula Kuffer. Bajo este extraño título aguarda al lector una breve joya de tono kafkiano cuyas nimias evoluciones presagian todo el horror que viviría el escritor polaco Bruno Schulz, quien murió a manos de los nazis y cuya obra merecería más atención editorial. Ojalá que el libro de Biller la impulse. La segunda recomendación es una novela del ruso Gaito Gazdánov, El espectro de Aleksandr Wolf (Acantilado, 2015), con una excelente traslación a cargo de María García Barris. La novela de Gazdánov, que podría leerse como una variación exótica de Los duelistas de Joseph Conrad, se recorre con avidez y agrado. Si tuviera que destacar una sola cosa de ella subrayaría la habilidad del autor para construir varias historias de la más humana y sensible de las formas. Hacía tiempo que no leía una novela con tanta sabiduría vital, fruto quizá de la ajetreada y variopinta experiencia del autor, huido de Rusia en 1923, acogido por Francia y que trabajó durante mucho tiempo en Alemania. Todo ese trasiego en una época tan palpitante (la novela fue publicada en 1948) y todo el bagaje espiritual que debió acumular Gazdánov están lustrosa y compasivamente trasvasados a sus personajes. El espectro de Aleksandr Wolf es una de esas novelas breves que requieren de la sosegada destilación de varias décadas de vida para ser escritas.



Frédéric Martel, Smart. Internet(s): la investigación; Taurus, Madrid, 2014.

Este exhaustivo texto de Martel es interesante si se mira como radiografía o fotografía, más que como ensayo de calado, de algunos cambios sociopolíticos y económicos que están teniendo lugar en la actualidad y que han de implicar profundos cambios en el futuro. Smart, como libro,es un cruce entre un trabajo sociológico y una crónica periodística –se basa, de hecho, en entrevistas–, pero retrata tendencias que no podemos dejar de lado si buscamos una imagen clara del mundo que están construyendo para nosotros (o por nosotros). Aunque la tesis medular de Smart es que Internet es cada vez más local y que “ni disuelve las identidades culturales, ni allana las diferencias lingüísticas, sino que las consagra” (p. 21), ofrece otras líneas de corte geopolítico. Por ejemplo, una de las conclusiones a las que llega Martel, vía uno de sus entrevistados, John Sujit es que China está construyendo la mayoría del hardware tecnológico de nuestro tiempo e India el software (p. 100), y que se trata una tendencia creciente, cuyos efectos globales veremos en los próximos años. Pensemos dónde deja eso a la antigua primacía occidental, que todavía controla las marcas que ponen en marcha ese funcionamiento (o parte de ellas, porque China ya tiene empresas tecnológicas de mayor tamaño que Amazon), pero que está deslocalizando la operativa en Asia y encuentra allí profesionales mejor formados en cuestiones informáticas (los indios) y mano de obra infinitamente más barata y competitiva.

Como hemos avanzado, la tesis central del ensayo, probada sobradamente a través de las entrevistas con responsables de medios de comunicación (televisivos, digitales, etcétera) de todo el orbe, es que Internet se localiza a la vez que se globaliza (una tendencia que ya sabíamos desde al menos 1998, cuando se publica Local y global de Jordi Borja y Manuel Castells), pero que parece crecer en los últimos años, mediante el aumento de la localización territorial de los contenidos:

China confirma paradójicamente que la televisión continúa estando muy territorializada, a pesar de que bascule hacia Internet. La social TV, la televisión conectada y los intermediarios del tipo Netflix no hacen más que acentuar esos fenómenos de regionalización y a veces de relocalización. Al convertirse en algo nuevo, más complejo, y tal vez más interesante, al liberarse del receptor tradicional y de los varios hijos de misión, la televisión se transforma al tiempo que permanece anclada en un territorio. Y aunque el hermoso slogan de Youki sea The world is watching, a fin de cuentas, y paradójicamente, el mundo no mira. (p. 309).

Los ejemplos que incorpora Martel son numerosísimos y de su lectura salimos con la impresión de que le asisten las razones y los hechos. Una coincidencia viene a apuntalar su hipótesis: leyendo el prólogo que la escritora chilena Claudia Apablaza escribe para Voces -30, la antología que ha realizado de autores latinoamericanos jóvenes, describe su propósito abarcador y confiesa: “La distancia y las dificultades de distribución por las que pasa el mundo editorial determinan esa variable, aunque sí, está internet, pero me parecía que incluso en internet lo que se volvía más latente eran los narradores chilenos y a mi vista, los que tenía más cerca”[1]. La antóloga se vio forzada a hacer un esfuerzo activo para encontrar en la propia red un margen de investigación más amplio y comprensivo.


En ocasiones, no obstante, Martel lleva demasiado lejos el argumento forzando su sentido, como cuando sostiene que el uso por Facebook y Google de algunas lenguas, como el portugués  (p. 83), implica una voluntad territorial, cuando no es más que una política habitual de cualquier multinacional–algo que implica su propio nombre–. Facebook no se ha hecho más brasileño porque admita el portugués, sino que una parte de la sociedad brasileña se ha globalizado o glocalizado gracias a Facebook, lo cual es algo distinto a lo que Martel argumenta.

            En cualquier caso, estos excesos puntuales de Martel no deben restar importancia a su obra, pues este vastísimo caudal de entrevistas, comentarios e impresiones, provenientes de numerosos representantes y agentes del mundo digital, constituyen un esfuerzo de investigación que resiste pocas comparaciones, y que deviene casi obligatorio para los estudiosos de la comunicación, de Internet o de la televisión. En realidad es un instrumento útil para cualquier investigador que pretenda estar al tanto de cómo suceden las cosas en nuestros días, y, sobre todo, de cómo se cuentan esas cosas y de quiéndecide el modo en que se cuentan.



Julián Cañizares, La lealtadmantenimiento; La isla de Siltolá, Sevilla, 2015.

Sigo desde sus comienzos la trayectoria poética de Julián Cañizares (Albacete, 1972), caracterizada por una mirada metafísica que forja su asiento en un lenguaje poético singular, tan acerado como contenido. Sin embargo, aquella mirada postromántica de Sustituir estar (2009) o de Lugar esquema (2013)ha sufrido cambios notables en La lealtadmantenimiento, para ahondar en la expresividad, de forma que la preocupación esencial de ese lenguaje poético es ahora el lenguaje en sí mismo, con el propósito de encontrar, como apunta Cañizares al final del libro, “un lenguaje propio, que actúe como espejo, reflejo del yo” (p. 63). Con este objetivo, uno de los más propios del quehacer poético (pues la poesía es “una crítica del lenguaje”[2], según Meschonic, y “cuanto más densa es la textura del lenguaje del poema, más se convierte en una cosa en sí misma, pero más puede gesticular más allá de sí misma”[3], a juicio de Terry Eagleton), emprende Cañizares un arriesgado ejercicio de reconstrucción lingüística, que podría recordar a ciertos experimentos de Oliverio Girondo, Lewis Carroll, Julio Cortázar o Raymond Roussel, dirigidos a lograr esa expresividad del símismo mediante la dislocación, desplazamiento o retorsión del lenguaje:

La vida rasa es el corazón
de lo llegadoreo y sentir,
de lo que mespera siendo sí,
yo, estructura de almatodo. (p. 31)

La relación con Girondo es especialmente clara, puesto que también en el poeta argentino “el cambio se da por necesidad del yo, y no como algo impuesto (…) La palabra deviene así proceso continuo de cambio. Proceso y no fin, dado que no se conoce la última voluntad del yo”[4], como viera Olga Juzyn-Amestoy. Cañizares sigue para ello tres procedimientos: la retorsión o el desplazamiento de palabras conocidas (vgr., “transomitir”, “rectula la curva”, “sufrerior”), la creación e términos de nuevo cuño (“harakirimente”), y la yuxtaposición de “palabras duales”, como el autor las llama, “formadas por dos palabras juntas que hacen que el significado sea más completo, más identificado con un mundo personal” (p. 64), como por ejemplo la “lealtadmantenimiento” del título. Es obvio que los riesgos tomados no siempre están a la altura del ambicioso planteamiento. A veces las elecciones de palabras no son afortunadas o caen en lo naif (“newtérmicos”, p. 27), y en otras la energía del poema parece más centrada en la producción de neologismos que en constituirlo como un texto válido. En estos casos el sentido termina ahogado en las palabras, en vez de impulsarse gracias a ellas. Pero, junto a estas caídas, hay que reconocer bastantes aciertos, pudiendo encontrarse poemas redondos en los que el espíritu de este lenguaje subjetivizado ha dado de lleno en la diana al conciliarse con el sentido del poema, como “Sentisiendo”, “Irvenir”, o “Lugarmento”, todas ellas piezas memorables, plagadas de hallazgos, y que dibujan un espacio exigente y necesario en nuestra poesía actual, donde encontraríamos también el último poemario de Mario Martín Gijón, Rendicción (2013), también comentado en este blog. Cañizares sigue con La lealtadmantenimientosu camino de perfección; al no tratarse de un camino fácil, no podemos exigirle que todos los pasos sean hacia adelante, aunque aquí estaremos pendientes de cada vicisitud, porque nos gustan los autores que se lanzan sin red y porque las voces singulares escasean y merecen leal seguimiento. Cesare Pavese escribió: “Habla poco mi amigo y ese poco es distinto”. Pues eso.


[Relación con los autores: ninguna, salvo con Julián Cañizares, cordial. Relación con las editoriales: ninguna.]
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[1] C. Apablaza, “Prólogo: una estrategia de exilio permanente”, en C. Apablaza (ed.), Voces -30. Nueva narrativa latinoamericana 2014; Ebooks Patagonia, Chile, 2014, [11-21], pp. p. 12.

[2] Henri Meschonic, “Leer la poesía hoy”, La poética como crítica del sentido; Mármol-Izquierdo Editores, Buenos Aires, 2007, p. 155.

[3]Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 249.


[4] O. Juzyn-Amestoy, “Girondo o las versiones poéticas del cambio”, Revista Iberoamericana, LVII, n. 155-156, abril-septiembre 1991, [pp. 543-556], pp. 545-46.

Acercamiento a la trilogía de Jorge Carrión

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La trilogía [1]narrativa de Jorge Carrión, formada por Los muertos (2010[2], 2014), Los huérfanos (2014) y Los turistas (2015), es uno de los ejercicios más ambiciosos de la novelística española última y, pese a sus puntuales errores [3] o carencias [4], hay que concluir que por sus valores estructurales [5]y discursivos [6] y por su capacidad para ahondar en los efectos psicosociales del trauma (personal [7]e histórico [8], individual y colectivo [9]), merece atención destacada por cuestionarse estilística [10], temática y constructivamente [11]preguntas fascinantes, algunas de ellas nunca planteadas antes en nuestra narrativa [12].








[1] La decisión de optar por el formato de trilogía no es baladí y tiene un contenido meditado por el autor: “Siempre he pensado –dice Vincent– que en las sagas, en las trilogías y las tetralogías, usted ya me entiende, el espectador establece otro tipo de relación con los protagonistas, una relación más profunda y más compleja.” (Los turistas,p. 60). No sólo con los personajes; el hecho de abordar la historia en tres volúmenes, cada uno con un estilo y construcción distinta, nos revela que no estamos ante una serie de novelas que parte del presupuesto de no tener una visión total sobre la historia. Ni el autor ni el lector tienen todos los elementos necesarios para reconstruir por completo la trama y las motivaciones. Si Lawrence Durrell hizo esto desde una perspectiva tardomoderna y a través de los cuatro personajes de El cuarteto de Alejandría, Carrión lo hace desde una perspectiva posmoderna (Los turistas, Los huérfanos) o pangeica (Los muertos), a través de la estructura novelesca.

[2] La primera edición de Los muertos fue publicada por la entonces llamada Mondadori; los tres títulos han sido publicados recientemente por Galaxia Gutenberg entre 2014 y 2015, que son las ediciones por las que citaremos.

[3] A mi juicio, amén de algún error puntual, que no tiene sentido apuntar en un texto, como éste, de contenido más amplio, el error de la trilogía es su excesiva autoconsciencia: la necesidad de que las cosas encajen, no solamente entre sí –intratextualmente– sino también con sus deliberadas resonancias intertextuales: el juego del ajedrez en Los huérfanos no sólo debe ser un motivo, también debe simbolizar la guerra fría entre EEUU y la URSS; las vidas de los personajes de Los muertos, una por una, deben apelar a otra ficción que a su vez trae sus respectivas resonancias literarias, etcétera. Aunque el autor ha dicho en algún lugarque no hay un “intérprete” en las novelas que tenga acceso a toda la historia, ese hermeneuta existe –contradiciendo a los Alvares y Carrington que se manifiestan, en la órbita de Sontag, “contra la interpretación” (Los muertos, p. 223)–, aunque sea en fantasma. Este planeamiento casi urbanístico, zonificado, que detalla la narración parcela a parcela, con voluntad agotadora, genera a veces cierto acartonamiento y deja poco espacio a la espontaneidad, a la fantasía (no a la imaginación, que la hay, y mucha), a la posibilidad de contradecirse, a la retorsión que se impone sobre el diseño y que puede trastocarlo con brillantez. La trilogía de Carrión no se equivoca, siempre tiene razón sobre sí misma, detalle por detalle y página por página, y esa falta de contradicción y de equivocaciones me parece, artísticamente, un error.

[4] Aunque se advierte un mejor estilo literario en Los turistas y, sobre todo, en Los huérfanos, que en la excesivamente esquemática Los muertos,Carrión es un notable escritor pero no es un gran prosista. Entre sus muchos dones para escribir echamos de menos una mayor calidad de página; esto no quiere decir que no escriba bien, sino que el estilo no parece ser una de las preocupaciones principales de la trilogía. Creemos que la razón estriba en una elección estética previa: la prosa parece constreñida por la pulsión de no perder de vista las ideas trascendentes que se quieren contar, por lo que el estilo está supeditado a lo descrito.

[5]Por ejemplo, “Teoría general de la huella”, el segundo capítulo de Los turistas, es una de las piezas más ambiciosas de la literatura contemporánea, que encuentra ascendientes en el capítulo del Ulysses de James Joyce titulado “Los bueyes del sol” y en Levante (1990) de Mircea Cărtărescu. El texto se estructura como un largo poema más o menos épico, donde la historia épica contada es, ni más ni menos, la de la propia lengua española y la de sus formas poéticas: el texto comienza con cuatro versos en latín vulgar, partiendo de un personaje histórico, la galaico-romana Egeria, cuyo Itinerarium ad Loca Sancta (escrito alrededor del año 386) es uno de los primeros libros de viaje escritos por una mujer y suele estudiarse como claro ejemplo de paso del latín clásico al vulgar. El poema, narrado por la “mujer de la multitud”, una Viajera inmortal sin nombre, continúa a partir del 5º verso con el lenguaje español del tiempo de las jarchas (y con la estrófica de las jarchas), para pasar a las formas del mester de juglaría, los romanceros, etcétera. Las rimas asonantes suceden a las consonantes y el verso libre a la rima; los intertextos trufan el cuerpo del texto y ensanchan su horizonte hermenéutico. Conforme el poema avanza, evolucionan tanto el idioma usado en él como su forma estrófica, y al mismo tiempo se ahonda en la construcción mítica del personaje, cruzado con la Promethea de Alan Moore (a su vez atravesada por los mitos grecolatinos), de forma que el “poema” va acumulando capas o estratos lingüísticos, históricos, estilísticos, literarios y míticos, en una síntesis que nos hace recordar aquel adagio de Gaudí: “la originalidad es la vuelta al origen”. Una pieza que es uno de los más contundentes homenajes a la tradición literaria rastreables en la literatura reciente, muy en la órbita de su maestro Juan Goytisolo.
Ahondando en la semántica del poema, la Viajera antonomástica que nos cuenta la historia va transmigrando en un personaje cíclico cuyo único punto de anclaje es el movimiento. Metamorfoseada en varios personajes unidos por la condición móvil, asiste a casi todos los hitos de la Historia moderna y actual (también a todos los hitos del feminismo), recontando hechos execrables y lugares taumatúrgicos.

[6]Algunas referencias literarias que ha utilizado Carrión para construir su obra, sea como modelos o como intertextos: Otra vuelta de tuerca, de Henry James; Respiración artificial, de Ricardo Piglia; Amor, de David Grossman; Poeta en Nueva York, de F. García Lorca; Bajo el volcán, de M. Lowry; Libro de los pasajes, de Benjamin; Watchmen, de Alan Moore, y un largo etcétera, amén de su habitual diálogo con las obras de Coetzee, Juan Goytisolo o W. G. Sebald. La primera parte de Los turistas es un juego con “El hombre de la multitud” de Edgar Allan Poe, donde se cuenta un viaje tras un hombre misterioso, pero ahora Londres es global y el personaje persigue a “La mujer de la multitud” por todo el planeta.

[7] Uno de los traumas individuales que aborda la trilogía es el de la orfandad. Hay que tener muy en cuenta que los personajes centrales de la trilogía, Carrington y Alvares, son huérfanos. El tema es mencionado ya en Los muertos, donde puede leerse: “estábamos todos vivos, pero éramos como huérfanos, sí, señor, como huérfanos, eso es lo que somos todos nosotros, no sólo los de nuestra comunidad, todos los habitantes de este planeta, muertos o huérfanos, seres incompletos, sin remedio” (p. 141). El huérfano carece de resguardo existencial porque, como viese Lacan, sitúa al sin padre como el siguiente en el punto de mira de la muerte. Es posible –arriesgo una interpretación harto discutible– que Carrington y Alvares quieran hallar en la ficción un resguardo ante esa intemperie, y que la perduración de los personajes ficcionales sea el modo de burlarla. Vivir en la ficción es vivir dos veces. Es la pérdida personal lo que lleva a la reactivación, a la recreación, a la Reanimación Histórica (Los huérfanos, p. 53). En Los huérfanos, donde obviamente la preocupación al respecto es más clara, Marcelo se define este modo: “un escritor en un búnker, escribiendo para sí mismo, después de haber perdido a su mujer y a su hija. Un escritor huérfano entre huérfanos” (p. 185).
Otro asunto ligado con la orfandad en tanto identidad faltante podría ser el del lenguaje. En Los huérfanos Marcelo recupera su idioma materno, el español, a través del diccionario, porque vive en el búnker rodeado de gente que habla en inglés. Al ser una lengua “católica”, “sacraliza” con ella a Thei, hablando de ella con el campo semántico sacro (cf. pp. 83, 209).

[8] Si en Los muertos el tema del duelo se vive a través de los personajes de ficción, en Los huérfanos la ficción y el duelo se traspasan a los seres humanos reales a través de la Reanimación Histórica, que crea las condiciones para que las personas puedan vivir el sufrimiento de otras en su propia piel mediante el rescate de la memoria y la personificación de un papel (Los huérfanos, pp. 20, 53 182, 161). Esto nos lleva a uno de los grandes temas de la trilogía, la investigación sobre el trauma tanto en sentido individual como colectivo o histórico, presente en los tres libros y encarnado en Los turistas en la “mujer de la multitud”. La historiadora del arte Griselda Pollock ha hecho del estudio de la huella del Holocausto en nuestros días un tema central de su trabajo; cuando Anna Guasch le pregunta el porqué de ese interés, contesta: “en la actualidad hay tres poderosísimas razones por las que el Holocausto no es un tema superado y de hecho vivimos un después pero no un más allá de Auschwitz. En primer lugar asistimos desde el plano psicoanalítico, el filosófico, el ético, pero también el filmográfico (…) o el museográfico (…) a un renovado interés por lo que fue el mayor episodio de intolerancia y barbarie del siglo XX. En segundo lugar existen junto a los testigos, los ‘hijos de los supervivientes’, los ciudadanos, pero también los artistas que en la década de los noventa retornaron a un ‘transmitido trauma’. Y finalmente episodios como el 11 de septiembre en Nueva York, el 11 de marzo en Madrid, y otros muchos, como los relacionados con el genocidio de Bosnia o Ruanda nos hacen cobrar conciencia de que vivimos una era llena de peligros” [Griselda Pollock en Anna Maria Guasch, La crítica dialogada. Entrevistas sobre arte y pensamiento actual (2002-2007); Cendeac, Murcia, 2007, pp. 83-84]. Eso explica por qué Carrión, como crítico, ha mostrado interés por el drama argentino de los hijos de los desaparecidos, leyendo con mucha atención a escritores como Sergio Bruzzone, por ejemplo. Para el Carrión de la trilogía, el trauma sociohistórico es un elemento capital que aparece unido a otro muy vinculado con él: cómo se cuenta ese trauma, como se materializa discursivamente el dolor. Y ello porque, como dice Malabou [citada por Slavoj Zizek en “Descartes and the post-traumatic subject: on Catherine Malabou's Les nouveaux blessesand other autistic monsters”; Qui Parle, nº 17 (2), 2009, pp. 123-148], el sujeto “postraumático” es uno de los más comunes de nuestro tiempo, frustrado por traumas violentos que le superan (véanse J. M. Coetzee, Desgracia; Juan Villoro, 8 segundos; Sergio del Molino, La hora violeta; Mark Oliver Everett, Cosas que los nietos deberían saber, entre otros), hechos imborrables como los que han podido ocasionar el 11/S, Fukushima, los tsunamis, los terremotos, el terrorismo, etc. Zizek y Malabou se mantienen en el estudio del trauma, mientras Carrión intenta ir más allá y entiende que la ficción es uno de los medios de terapia de grupo.
Es aquí donde cobra sentido el interés de Carrión por el estatuto de los seres ficcionales. Observemos esta declaración de Terry Eagleton: “¿Por qué se considera con tanta frecuencia que la literatura es una especie de prótesis emocional o forma de experiencia vicaria? Una razón está relacionada con el drástico empobrecimiento de la experiencia en las civilizaciones modernas. Los ideólogos literarios de la Inglaterra victoriana consideraban prudente animar a los hombres y mujeres de clase trabajadora a extender sus simpatías más allá de su propia situación mediante la lectura (…) podría distraerles de indagar demasiado quejumbrosamente en las causas de sus privaciones. No sería demasiado afirmar que para estos comisarios culturales la lectura era una alternativa a la revolución. La imaginación con empatía no es tan inocente desde el punto de vista político como pueda parecer” [Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 83; en el mismo libro trata Eagleton el estatuto ontológico de los entes de ficción, tema central de Los muertos]. Uno de los objetivos de la trilogía de Carrión, creo que no declarado, es reencantar la experiencia colectiva a través de la narración, colmando con ella las lagunas experienciales descritas por Eagleton, y lograr la empatía con los sujetos postraumáticos a través de los personajes de ficción.

[9] El modo de unir lo personal con lo colectivo es a través de la “huella” que deja la “pérdida”: “recordará con una mezcla de ardor y cariño el último juguete de su niñez, porque la vida adulta se caracteriza sobre todo por la pérdida” (Los turistas,p. 85). Lo que Carrión denomina “Teoría General de la Huella” se construye teóricamente por la relación con el aura, en el sentido benjaminiano, como revela la cita de Walter Benjamin que abre Los turistas (p. 13). En la ecuación de la trilogía, Benjamin = Historia, de forma que la huella del trauma persona y la huella del trauma histórico se sueldan íntimamente: “Se multiplican las huellas como lo hacen las reliquias” (Los turistas, p. 99). El propósito de Alvares y Carrington no es sólo revivir la Historia en el sentido de recordarla, sino de ponerla a funcionar, encarnándola, algo que hacen literalmente los personajes que han optado por el cambio de rostro –facing– en Los huérfanos, y que viven de nuevo los traumas de sus ascendientes.

[10]Hace cinco años, comentando la estructura de Los muertos, escribí: “existen por tanto hasta cuatro ficciones superpuestas: 1) Los muertos (la serie), 2) las vidas o ficciones anteriores de las que provienen los personajes de la serie, 3) Los muertos (la novela) y 4) otra novela apócrifa, Los muertos. La novela oficial, apuntada en el ensayo final y que habría sido encargada por los productores a una tal Martha H. de Santis, y de la que se reproduce un extracto”. Hoy diría lo mismo de una forma mucho más sintética y precisa: Los muertos es la descripción de un transmedia inventado.

[11] La trilogía contiene casi todas las formas expresivas y genéricas imaginables: novela tradicional, novela fragmentaria, poema épico, guión televisivo, ensayo, crónica de viaje, diálogo, estilo indirecto libre, monólogos, etcétera. Una de las innovaciones formales más interesantes de la trilogía es que Los muertos esté escrita como una serie televisiva, algo que ahora es ya casi un estilo y de hecho la última saga de novelas de Mark Z. Danielevski, The Millions, también está construida como una teleserie. Sin embargo, hay un antecedente en el uso: “Nick Harkaway’s debut novel The Gone-Away World (2008) is arguably constructed as a television series. The opening section, establishing the aftermath of the Gone-Away War, reads like scene-setting season premiere of a TV series, complete with narrative hooks, snares and hints of what is to come. After those first twenty-eight pages, the reader is taken back to the narrator’s childhood and, after nearly 300 pages of a digressive, meandering romp through the pre-history of the post-apocalypse, the novel returns to where it started before moving on to its conclusion. Harkaway structures his novel in a manner that answers to the demands of a twenty-first-century audience familiar with episodic screen narratives that require increasingly close attention, and he has compared it to a DVD box-set release” [TomAbba, “Hybrid stories. Examining the future of transmedia narrative”; Science Fiction Film and Television, nº 2 (1) 2009, pp. 59-76, p. 69]. Carrión y Nick Harkaway tuvieron la misma idea prácticamente a la vez; Harkaway la publicó antes, pero es obvio que Carrión no tenía conocimiento de ello.


[12]Las dos últimas frases son las dos últimas frases de la reseña que dediqué a Los muertos en 2010. Cuatro años después, dice Carrión en una entrevista sobre Los huérfanos que “Esta novela quiere ser una respuesta a la pregunta de si es posible una ‘novela global’” (entrevista de Santiago García Tirado en Blisstopic,  http://www.blisstopic.com/index.php/libros/entrevistas/item/2752-jorge-carrion-entrevista). Es sólo una de las muchas cuestiones que esta trilogía pone sobre la mesa y que habrá que ir respondiendo.


[Relación con el autor: amistad. Relación con la editorial: ninguna] 


 [Esquema de la trilogía realizado por el propio autor, compartido el 29/97/2015]

Paseando por la calle desolada

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Nuestra difusa contemporaneidad admite dos movimientos especulares, simétricamente inversos. Por el primero nos hallamos ante una tendencia a convertir cualquier cosa en objeto estético, sobre todo los objetos destinados al consumo masivo. Por el segundo movimiento nos hallamos, según la descripción de Arthur Danto en Después del fin del arte, ante un movimiento de fuga en el arte contemporáneo que lo conduce hacia unas prácticas que ya no admiten, según los parámetros convencionales de la historiografía artística, tal definición de arte. En otro lugar (Qué es el arte) explica Danto cómo el salón francés de los rechazados proponía una estética que era absolutamente inasumible desde los parámetros de la estética de Leon Battista Alberti; del mismo modo la aparición de Duchamp primero y Warhol después nos sitúan ante un escenario, post-artístico según Manuel Ruiz Zamora, poseedor de una escala de valores que sería distinta, a su vez, de la planteada por los impresionistas.

En consecuencia, encontramos por un lado lo que se ha denominado capitalismo estético; por el otro, un arte configurado como post-arte, un arte zombi si me permiten la broma, que seguiría teniendo un cuerpo reconocible como humano pero cuyo interior ya no está animado, carece de ánima, de alma. “En el capitalismo de nuevo cuño, el arte, los artistas y el mundo ideal que encarnan (creatividad, movilidad, autenticidad, motivación, compromiso, autodeterminación) se han convertido en modelo de conducta para el mundo empresarial en lo relativo a la eficacia y a la innovación. Hoy hay directivos de empresas que se proclaman ‘artistas’ y se multiplican los libros que subrayan los paralelismos o las similitudes entre el artista y el empresario: asunción de riesgos, exigencia de creatividad constante, contexto cada vez más competitivo”, sostienen Gilles Lipovetsky y Jean Serroy en su débil o quizá superficial ensayo La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico (Anagrama, Barcelona, 2015, p. 52). No abundaremos demasiado a este respecto, pues es cuestión sabida y ya teníamos mejores descripciones que las propuestas por estos dos teóricos franceses (véase el capítulo “Esteticismo” dentro de La experiencia estética moderna de José Luis Molinuevo, de 1998). Sí, en cambio, nos interesa mucho más el otro movimiento del péndulo, muy bien descrito por Manuel Ruiz Zamora cuando dice que “podría definirse el post-arte como toda aquella manifestación de la creatividad humana que alcance cierta significatividad paradigmática en virtud de un alto grado de excelencia. Ello implicaría un, por un lado, que habríamos llegado al final del arte entendido como actividad superior del espíritu, pero que volveríamos, por otro, a reconciliarnos con las artes, en el sentido de una cierta forma de saber que se plasma en realizaciones de un alto grado de creatividad fáctica y que comprenden, no sólo un cierto tipo de productos, sino que se despliegan, tal y como vaticinara Santayana (…) por todas y cada una de las parcelas de la vida del ser humano” (Manuel Ruiz Zamora, Escritos sobre Post-Arte. Para una fenomenología de la muerte del Arte en la cultura; Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 2014, p. 33). La cita de Santayana nos recuerda aquella frase de Felisberto Hernández: "Aunque Petrona no había cultivado su sentimiento estético en el arte, en cambio tenía desarrollado el sentimiento estético de la vida, en ciertos aspectos del comportamiento humano. (Claro que ella no le hubiera llamado sentido estético. Tal vez nunca haya pronunciado la palabra 'estético')" (F. Hernández, Los tiempos de Clemente Colling, 1942, Ediciones del Viento, A Coruña, 2009, p. 27).

El problema que surge de inmediato es fácil de adivinar: dónde está, dónde se encuentra la línea divisoria entre un mundo que se estetiza y un arte que se mundializa (de mundo de "diseño total" habla Boris Groys recientemente); cómo encontrar argumentos razonables para corregir a quienes sostienen que la gastronomía o el diseño son artes, pero también para detener algunos excesos complacientes lanzados provocativamente desde el mundo del arte, como aquel Joseph Beuys que decía que “todos somos artistas”, aplanando toda distinción conceptual, imponiendo una presunta democratización en algo (el talento) ajeno por completo a criterios democráticos y, para resumir, mezclando churras con merinas en una esfera (la de la distinción entre lo que es arte y no arte) en la que no hay nadie que se considere incapacitado para emitir una opinión, pues todos tenemos muy claro lo que es arte y, desde luego, lo que no lo es. Algo muy distinto sucede, eso sí, cuando queremos explicar sobre qué bases teóricas fundamentamos qué sea o qué no sea el arte, momento en que incluso las teorías más conspicuas al respecto (las de Dickie o el citado Danto, por ejemplo), incurren en aporías y puntos flacos, como bien se encarga de demostrar el ensayo de Ruiz Zamora en las páginas 157 y siguientes.

Escritos sobre Post-Artepuede ser una buena introducción para reflexionar sobre todas estas cuestiones, con independencia de la opinión que se tenga sobre las ideas puntuales de su autor; su mérito estriba en que no desea tanto tener razón como en sacar a la luz las débiles bases y los discutibles fundamentos de todo cuanto suele considerarse tener razón contemporáneamente en términos artísticos. Del mismo modo que la visión del arte de Danto sufrió un shock tras visitar una exposición de Warhol, Ruiz Zamora se queda horrorizado en el Museo Dalí de Figueras, y de ese encuentro traumático surge la reflexión –o la necesidad de reflexión– que le mueve a escribir el libro. Y es necesario enfatizar la valía del autor al ser capaz de poner en cuestión sus propios esquemas conceptuales, en aras de un mejor análisis; no todos los ensayistas, críticos y pensadores actuales son capaces de salirse de sus ideas asentadas, para averiguar si éstas hacen o no debidamente su trabajo. Pero Ruiz Zamora, tras llegar a la conclusión de que “desde un punto de vista puramente estético, gran parte de la obra de Dalí no se caracteriza precisamente por su gran valor ni por su desbordante originalidad” (40), acto seguido añade: “sin embargo, tal vez esta consideración, realizada desde parámetros estéticos tradicionales, contenga tanto un error de perspectiva con respecto a la obra, como un monumental equívoco en relación al sentido que la figura de Dalí representa en la historia del arte” (ibídem). Tras esta honesta vuelta de tuerca, el punto de partida será por completo diferente: “dicho de forma más rotunda y paradójica: el valor de Dalí como Artista consiste precisamente en haber dejado de serlo” (41), aserto en el que la palabra más importante es valor. Pues ese es el punto más difícil, y por lo tanto más meritorio, del ensayo de Ruiz Zamora: aclarar que porque un trabajo creativo haya dejado de ser artístico, no significa que deje de ser valioso. De ahí que, volviendo a las ideas de Danto, con quien Ruiz Zamora dialoga de continuo, estas manifestaciones ya no sean de “arte post-histórico”, sino de post-arte, es decir, no de un arte que sucede a destiempo, sino un tiempo lleno de algo que ya no es arte, aunque tenga un aire de familia con aquél al suceder en el mismo lugar, con los mismos habitus y en el mismo campo artístico. A juicio de Ruiz Zamora, el papel de Duchamp es parecido, aunque su función es la de abrir un vasto territorio innominado más allá del arte; en su opinión, en la conocida pieza de “La fuente se produce una incuestionable desacralización del objeto hasta entonces considerado como ‘artístico’, pero detrás de ella no alienta un espíritu iconoclasta que pretenda acabar con los últimos vestigios de un mito, sino el alma de un místico (…) que desarrolla una suerte de teología negativa en relación a ciertas categorías históricas” (p. 48). Por ese motivo, Duchamp está todavía en la historia del arte, aunque disolviendo los cimientos de la misma: “la profecía hegeliana se habría cumplido” (p. 49), pues a partir de ahí el Arte sería una forma de pasado, que es justo lo que quería decir Hegel con su famosa frase sobre el fin del arte.



 [El Roto, en El País, 04/04/2015]

Hay, a juicio de Ruiz Zamora, dos posibilidades de post-arte: la lúdico-cínica (denostada por él y cuyos mayores representantes serían Damien Hirst o Jeff Koons) y la “‘creatividad estética’ que, habiendo comprendido el agotamiento de las inercias metafísicas del Arte (…) proponen una serie de prácticas que aspiran a reinsertarse en las corrientes de las actividades comunes que componen la vida cotidiana de las sociedades actuales, y que comprenderían aplicaciones que van desde la publicidad o el diseño, hasta el net.art, en sus dimensiones más humildes, sin olvidar, por supuesto, el grafiti no seducido por los oropeles de la inmortalidad.” (p. 189). Partiendo de esta demoledora liquidación de restos de serie, que diría Vázquez-Montalbán, que casi nos une –en un terrible midgarthormconceptual– con el capitalismo estético de Lipovetsky y Serroy, la pregunta es obvia: entonces, si eso es así, ¿qué resta en nuestro tiempo de aquello antes conocido como arte? Pues, a juicio del autor, poca cosa. Apenas un pequeño “limbo” de “realizaciones que continúan alimentando ingenuamente la creencia en una evolución específicamente lineal de escuelas y estilos en el mundo del arte” (p. 136), que el autor no especifica, pero bajo cuya definición imaginamos ese pequeño espacio del arte contemporáneo donde existe aún consenso de grandeza: Kiefer, Bourgeois, etc. Lo que sí queda clara y contundentemente denunciado en el ensayo es el segmento lúdico-cínico del post-arte: prácticas como la Tere Recarens, quien “se lanzó en paracaídas con una escoba para intentar barrer las nubes y que pudiera verse un poco el sol en la ciudad de Berlín” (p. 70), son definidas como “ocurrencias” (ibídem) y es cierto que lo son. La cuestión es que Ruiz Zamora incluye dentro de esta categoría casi todas las prácticas post-conceptualistas, y ahí tengo mis dudas, porque quizás habría que examinarlas caso por caso, para evitar olvidos innecesarios. Incluso artistas como Ai Weiwei cuentan en su trayectoria con obras que podrían pertenecer al arte y otras a la ocurrencia post-artística. En cualquier caso el autor explica a la perfección en la parte central de su ensayo el “callejón sin salida” (p. 100) en el que se ha situado el arte contemporáneo, y como parte de sus problemas surgen paradójicamente de uno de sus presupuestos fundacionales, cual sería el de la voluntad de mantener un carácter oracular en un mundo que ya no requiere de voces explicativas. Disentimos, sin embargo, cuando el autor se muestra reacio a que el arte ocupe un lugar crítico dentro de la sociedad, “el cual precisaría de un vehículo (el diálogo platónico, por ejemplo, con el tratado filosófico) de argumentación contra argumentación de razones” (p. 102); creemos que el arte puede hablar de lo que quiera y que si la filosofía puede ser cívica (como cree Ruiz Zamora, en la órbita de José Luis Molinuevo), no se entiende bien por qué el arte no puede serlo, por qué no puede tomar una postura ciudadana crítica con el poder o los poderes, como hace el arte “institucional” de un Haacke, por ejemplo. Incluso siguiendo a rajatabla el sistema de pensamiento de Ruiz Zamora, lo único que necesitarían estas prácticas para ser arte, político o no, es “alcanzar un determinado grado de excelencia” (p. 100), siendo indiferente el objeto o tema que aborde en cada supuesto.

La incomodidad que en algunos momentos sacude al lector al recorrer el ensayo no es solamente provechosa, sino estrictamente necesaria. Bastantes partes de Escritos sobre Post-Arte destilan algo parecido al pesimismo, y la ironía de Ruiz Zamora se vuelve atormentada en ellas, casi melancólica, pero no deberíamos engañarnos: hay algo enormemente positivo en su postura, en cuanto afirmación radical de un pensamiento clarificador: el filósofo, el pensador, no vienen al mundo del arte a repartir bendiciones ni a dar cartas de naturaleza; por el contrario, su labor es precisamente la de probar las metodologías, someter a crítica las epistemes, acechar la conceptualización, repensar el discurso. Aunque los diagnósticos sean terribles –y en Escritos sobre Post-Artesuelen serlo–, el resultado es positivo, valioso, porque nos ofrece un pensamiento, una toma de posición, dentro de una dinámica en la que las tomas críticas de posición no abundan o son particularistas, no dirigidas a la totalidad. Además, Ruiz Zamora no esconde sus fuentes ni ahorra los pasos de su exposición –que es, en resumen, y ahí está su valía, un exponerse, un quedar expuesto–, con lo que nos deja francas las puertas para contradecir sus ideas, para criticarle, para mostrar nuestra oposición (puntual o general). Nos permite seguir pensando. Porque, al cabo, esa es una posible definición de Arte, aquello que nos interesa tanto como fenómeno (estético o no, definible o inasible, ideal o institucional) que no podremos dejar de pensarlo nunca.




[Relación con autor y editorial: ninguna]

Libros que no podré reseñar...

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... por sobrecarga de trabajo, pero cuya lectura recomiendo:









Arte y tachado

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[El siguiente texto es un fragmento de la conferencia que di en el MUBAM de Murcia el pasado  jueves, continuando una investigación sobre el tachado que vengo realizando desde este post de junio de 2013]

El poeta e historiador Jacques Dupin ve en Joan Miró a uno de los nihilistas artísticos más profundos; no ya por su manida acusación de asesino de la pintura, que no era cierta en realidad y daba más con su parecer que con su hacer, sino por la clara tendencia antipictórica que llevó a cabo durante algunas etapas de su carrera, en las que se negaba a tocar los cuadros[1], que eran rematados por un carpintero de su barrio, o en las que hacía collages o compraba pinturas tradicionales comercializadas y las “agredía” con un par de trazos suyos para dejar en evidencia su decadencia, su anacronismo, su bajeza. En su última etapa, ya octogenario, Miró rajaba o quemaba sus cuadros, como puede verse en su Toile brulée II:



“La inmersión en el vacío –dice Dupin–, el recurso a lo negativo, el brote del no que sobreentiende el sí creador e informa sobre él, siempre se infunden a la trama de la obra, pero la mayoría de las veces están ocultas. Cuando lo negativo toma el poder ocupa todo el terreno, encuentra distintas ideas para hacerse visible”[2]. Aparece de nuevo el análisis de Gottfried Benn en Das Moderne Ich: el nihilismo está omnipresente, pero no es visible: es patente en los actos de Miró, en sus declaraciones, en sus hogueras de cuadros propios; está latente en todos sus cuadros, de forma que es invisible pero, como decíamos al comienzo de este texto, puede leerse.
           
            Filosóficamente, el nihilismo en forma de tachado cobra forma en una carta titulada “Zur Seinsfrage” (“Hacia la pregunta del Ser”), que Martin Heidegger le dirige a Ernst Jünger en 1956, respondiendo al texto de Jünger “Sobre la línea”. Ambos textos abordan la cuestión del nihilismo, teniendo como referencia La voluntad de poder (1901) de Nietzsche. A partir de determinado momento, Heidegger cruza la palabra Ser con un tachado en cruz, porque “la esencia del nihilismo (…) nos remite a un ámbito que exige otro decir”[3]:



El tachado en cruz, característico por cierto de algunas obras de Antoni Tàpies, tiene para Heidegger la siguiente explicación: “la tachadura en forma de cruz sólo proviene de modo inmediato, a saber, del hábito casi inextirpable de representar ‘el Ser’ como un enfrente que existe por sí mismo, y que entonces sólo a veces sale al encuentro de los hombres. (…) el signo de cruzar no puede ser un mero signo negativo de tachadura. Señala, más bien, las cuatro regiones del cuadrado y su reunión en el lugar del cruce” (pp. 108-109), idea que hay que relacionar con el texto de Jünger que, como recordemos, toma la línea como teatro de operaciones. 


Por eso, dice Heidegger, “si (…) la Nada alcanza a dominar de un modo particular en el nihilismo, entonces el hombre no sólo está afectado por el nihilismo, sino que participa esencialmente de él. Pero entonces tampoco está toda la consistencia humana en algún lugar más acá de la línea, para luego cruzarla y establecerse más allá de ella en el Ser” (p. 109). El concepto de línea alude en este cruce de textos al lugar donde la existencia acoge el nihilismo en cuanto se marca topológicamente su relación con el hombre. El acto de tachar, de marcar con una cruz, es otra operación de replanteamiento –y de replaneamiento– en la que Heidegger apunta la necesidad de un decir otro, invitándonos a considerar el lenguaje tachado como un lenguaje nuevo,especialmente creado para expresar el nihilismo. Y es aquí donde se crea una lengua de la tacha que luego acogerá Derrida y que el arte y la literatura influenciados por el nihilismo han venido utilizando de forma instintiva y, digámoslo así, natural. Por ello no es extraño que W. J. T. Mitchell abra Iconology (1986) advirtiendo que es un lugar común en los estudios sobre la imagen que ésta “debe ser entendida como una clase de lenguaje” y que en este lenguaje “en vez de proveer una ventana transparente sobre el mundo, las imágenes son ahora consideradas como la clase de signo que presenta una apariencia engañosa de naturalidad y transparencia encubriendo una mecanismo de representación opaco, distorsionante, arbitrario, un proceso de oscurecimiento ideológico”[4]. La antigua vocación de transparencia ha desaparecido, y el tachado es una de esas formas de representación falaz, decepcionante, en la que se rompe el antiguo contrato con la imagen o con la palabra, surgiendo una línea de sombra diferente a la hora de formar o destruir los sentidos.

            Toca ahora, tras expresar su ascendencia metafísica, hablar de la física de la tachadura nihilista y encontrarle lugar en las coordenadas artísticas contemporáneas. Dentro de sus Nuevas estrategias alegóricas (1991), José Luis Brea exponía un esquema conceptual en el que se distinguían estrategias de desplazamiento (ready-mades, apropiacionismos), de yuxtaposición (neobarroco, post-minimal, ensamblajes) y por último, estrategias de suspensión, que incluyen interrupciones y no-enunciaciones; dentro de estas últimas, apuntaba Brea las estrategias de “opacidad, ocultación de la visibilidad y no transparencia”[5], para poner como ejemplo de las mismas a continuación el trabajo que desarrolló Terry Rollins en agosto de 1981 con los chicos del K.O.S. (Kids of Survival), un grupo de alumnos de un instituto del Bronx. Fue un un esfuerzo creativo conjunto en el que Rollins y los chicos desarrollaron prácticas de tachado artístico de la escritura, a partir de textos de Gustave Flaubert, Ralph Edison o Charles Darwin, entre otros:



            A este respecto dice Brea:

(…) aquí nos interesan más otros encuentros, digamos, “no pacificados” de texto o imagen, en los que ambas eficacias se contrastan y violentan. Como, por ejemplo, ocurre en Tim Rollins & KOS, en que la pintura se superpone al escrito, anulándolo, sentenciando su desaparición o, más bien, su retirada a un lugar subterráneo, a la profundidad de una especie de memoria silenciada del lienzo. (p. 53)

Por supuesto, este es un tachado conceptual, pero había una tradición retiniana del tachado, anterior al conceptualismo. Según Noémi Blumenkranz, “la tachadura de color es fundamental en pintura, ya que implica el concepto de intervalo. Caracteriza ‘el estilo pictórico’ (Wofflin), opuesto al estilo lineal. En efecto, las tachaduras pictóricas suprimen la línea, el relieve y la forma, restituyendo la superficie a la pintura. Whistler, los impresionistas y, más tarde, los puntillistas pintaron mediante tachaduras de colores uniformes yuxtapuestas para expresar las fuerzas de la naturaleza sin ninguna disciplina formar, para expresar la disolución y abolición de las formas”[6]. Más tarde, en 1950, se crea el movimiento pictórico del tachismo, que se plantea a sí mismo como una “pintura no figurativa, que tenía las manchas de color como medio expresivo fundamental”[7], siendo sus autores más destacados Hartung, Wols, Bryen, Riopelle o Mathieu: 

 El tachado, por tanto, es una tendencia artística con larga trayectoria, pero aquí nos interesa únicamente su práctica ligada al nihilismo creativo. En ese sentido, y volviendo al lenguaje negativode Heidegger y el lenguaje de la ocultación de Mitchell, cabría relacionarlo con las formas de restricción de la mirada artística.

            [...] Un ejemplo artístico de las posibilidades de tachado podríamos encontarlo en la obra del artista británico Richard Galpin, quien parte de las ideas de Derrida sobre el sous rature de la Grammatologie y de la obra de Robert Kosuth, especialmente de su Zero & Not (1986), una instalación consistente en grandes planchas con textos tachados del Traumdeutung (1899)de Sigmund Freud:




            Explicando su propio trabajo, dice Galpin:

My work is not about the suppression of text, or the negation of what the text represents, but is about obscuring the words in order to create a different relationship between the text and the viewer. When I first started this body of work I felt that the erasure of language in art, rather than being destructive, contained the potential to provoke an ambiguous and shifting reading of both the original text and the work.[10]

            Como puede verse en sus trabajos, Galpin trabaja en ocasiones directamente sobre la realidad, tachándola parcialmente, como en No News is Good News II (1999), y en otras piezas opta más bien por el tachado o la invisibilización de parte de la realidad, convirtiendo un paisaje urbano, por ejemplo, en una especie de pieza abstracta que no deja de revelar su relación con el “texto original” del que habla en su ensayo. En este supuesto, podemos decir que el gesto nihilista está ligeramente trascendido, como en el caso –aludido por el propio Galpin– de la obra de la obra de Robert Rauschenberg Erased de Kooning Drawing(1953), un célebre tachado que Jaspers Johns definió como una “sustracción aditiva”[11], en un oxímoron feraz que revela la tensión entre un gesto destructivo y otro constructivo y creador, que toma al primero como instrumento. Un ejemplo similar de tensión constructivo/destructiva podríamos encontrarlo en el polifacético artista Marcel Broodthaers. Sandra Santana recogía en un artículo esta explicación de Broodthaers sobre su filme Le Corbeau et Le Renard:

Me he servido del texto de La Fontaines y lo he transformado en lo que denomino una escritura personal (poesía). Frente a una versión impresa de este texto he colocado objetos cotidianos (bota, teléfono, botella de leche), cuyo fin es entrar en una estrecha relación con los caracteres impresos. Es un intento de negar, tanto como sea posible, el sentido tanto de las palabras como de las imágenes. Al concluir el trabajo de rodaje se me ocurrió que la proyección de la película en un monitor corriente, así como sobre una pantalla en blanco, no podía expresar exactamente la imagen que quería alcanzar. El objeto permanece como algo demasiado externo al texto. Para poner en  relación el texto y el objeto, la pantalla debía estar impresa con los mismos caracteres que el texto que aparecen en la película. Mi película es un jeroglífico, que se debe querer descifrar. Es un ejercicio de lectura[12].
             
Para terminar, podríamos citar otros ejemplos de artistas que han trabajado con el tachado, recopilados en este tablero de Pinterest como Mel Bochner (Language is not Transparent),Allison Freeman (Marginalia), Esther Olondriz (Tasso pleu de paraules), Idris Khan (Rachmaninoff Preludes), Jenny Holzer (Top Secret 32, U.S. Government Document), Ann Hamilton (Tropos), Ana Wawrzkowicz (Ambiguous documents, troquel), Remo Albert Alig (Sunlight on Paper, troquelado y quemado), Tom Phillips (A Humument), Cecil Touchon (Palimpsest Asemic Correspondence), Mike Mills, GiantShadows (Spite 99 y Enigma), Anne Hamilton (Tropos), Jerzy Lewczyński (Lost Words), Tom Godfrey (Tibetan Woodblock), Veronica Gerber (Trail), Anatol Knotek (Then), Juliao Sarmento (You make my breath away), David Maljkovic (Recalling Frames), Alejandro Magallanes, (Retrato de un hombre intachable), Phil Yamada (J), Linda Ellia (Exorcism), Cecil Touchon (Correspondence), Ellsworth Kelly, Austin Kleon, Michael Stecky, Aileen Bassis, Ula Kulpa, Emilio Isgrò, etc. También podríamos recordar la creciente tendencia de la “Blackout Poetry”, que consiste en escribir poesía a partir de la borradura controlada de periódicos. Un proyecto artístico similar es The Deletionist (véase www.thedeletionist.com), una aplicación informática diseñada por los poetas y artistas Amaranth Borsuk (que hizo su plaquette Tonal Saw, creada a partir de la borradura de un ejemplar del National Sunday Law), Jesper Juul (autor del videojuego conceptual 4:32) y Nick Montfort (autor de las series ppg256 y de otros cibergeneradores poéticos). Esta aplicación borra el contenido de cualquier página web y revela un poema escondido en ella y que estaba, según sus creadores, cubierto de información innecesaria. El tachado es, aquí, un aclarado, un instrumento que por oposición descubre o desvela el contenido literario.


[1]  Lo que nos trae a la memoria al antiartista Warhol, que en ciertas épocas de gran producción, no llegaba a tocar “sus”litografías más que con la firma.
[2] J. Dupin, “Joan Miró o el asesinato de la pintura”, ABC Cultural nº 414, 31/12/1999, pp. 37-38.
[3] M. Heidegger, “Hacia la pregunta del ser”, en Ernst Jünger y Martin Heidegger, Acerca del nihilismo; op. cit., p. 107.
[4] W. J. T. Mitchell, Iconology. Image, Text, Ideology; University of Chicago Press, Chicago, 1986, p. 8.
[5] José Luis Brea, Nuevas estrategias alegóricas; Tecnos, Madrid, 1991, p. 51.
[6] Noémi Blumenkranz, “Tachado”, en VV.AA., Diccionario Akal de Estética; Akal, Madrid, 1998, p. 1017.
[7]  Joan Sureda y Anna María Guasch, La trama de lo moderno; Akal, Madrid, 1993, p. 239.
[8] M. Á. Hernández Navarro, “Resistencias a la imagen (Mary Kelly, la balada de la antivisualidad”, Estudios Visuales: Ensayo, teoría y crítica de la cultura visual y el arte contemporáneo; nº 4, 2007, [pp. 71-98], p. 72.
[9]Miguel Ángel Hernández Navarro, “El cero de las formas. El Cuadrado negro y la reducción de lo visible”, Imafronte, nº 19-20, 2007-2008, [pp. 119-140], p. 137.
[10] R. Galpin, “Erasure in Art: Destruction, Deconstruction and Palimpsest” (1998), en su página web http://www.richardgalpin.co.uk/archive/erasure.htm.
[11]Jasper Johns, en su catálogo Paintings, Drawings, and Sculpture 1954–1964; Whitechapel Gallery, London, 1964, p. 27.
[12] Fragmento de una entrevista recogida en: Marcel Broodthaers. Cinéma, versión alemana del catálogo publicado con ocasión de la exposición del mismo nombre organizada por la Fundació Antoni Tàpies, Barcelona (Düsseldorf: Kunsthalle Düsseldorf, 1997, p. 320); citado por Sandra Santana en “Marcel Broodhaers: Le Corbeau et le Renard, un ejercicio fílmico de lectura”; ponencia presentada en el XLII Congreso de Filósofos Jóvenes: Filosofía y Cine, Salamanca, 12-15 Abril 2005.

El urbanismo onírico de Mircea Cartarescu

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Mircea Cărtărescu, Nostalgia; Impedimenta, Madrid, 2012.
Mircea Cărtărescu, Lulu; Impedimenta, Madrid, 2013; traducción de Marian Ocha de Eribe.
Mircea Cărtărescu, Por qué nos gustan las mujeres; Funambulista, Madrid, 2006, traducción de Manuel Lobo.
Mircea Cărtărescu, Las bellas extranjeras; Impedimenta, Madrid, 2013; traducción de Marian Ocha de Eribe.
Mircea Cărtărescu, El Levante; Impedimenta, Madrid, 2015; traducción de Marian Ocha de Eribe.




“Voy a resistir, porque este espacio en las montañas, aunque vacío, parece acumular sucesos, difuminar unos a través de otros, borrar los límites (tan precarios) entre el mundo de nuestra mente y el de la mente más vasta que nos comprende a todos” (Lulu, p. 42).


La proliferación

Envidio a quien no haya leído ningún libro de Mircea Cărtărescu porque todavía tiene la oportunidad de leer Nostalgia o El Levante y volverse completamente loco. Hacía tiempo que un autor no me deslumbraba tanto –pues he llegado tarde, pero en buen hora, al más conocido escritor rumano actual– y creo que, con independencia de las ideas y prejuicios que uno tenga sobre literatura, Cărtărescu es capaz de vencer cualquier resistencia y hacer caer al lector en sus redes gracias a la potencia y ambición de su escritura volcánica.

No hace mucho tuve una conversación en Barcelona con Gonzalo Torné. En ella, y a partir de algunas ideas que yo apuntaba torpemente sobre un conocido prosista actual, Torné fue construyendo en directo una interesante teoría, por la cual habría dos tipos de grandes novelistas: los prosistas inteligentes, creadores de obras bien planeadas y cuyo sobrado intelecto a veces se interpone en el camino natural de la narración y le impide alcanzar grandes cotas, y los autores proliferantes, caracterizados por tener brillantes intuiciones narrativas, a partir de las cuales desarrollan y desarrollan tramas y argumentos y personajes y más personajes, y más tramas y más sucesos y más anécdotas y más ramificaciones, hasta el infinito o el agotamiento –lo que suceda primero–. Sería fácil poner ejemplos: Henry James o Nabokov serían inteligentes, proliferantes Tolstoi o Kafka (especialmente en El castillo); Bellatin afina y Aira prolifera; Italo Calvino es un dechado de inteligencia mientras Don DeLillo se pierde a veces al intentar desarrollar sus agudas intuiciones: “en Ruido de fondo”, decía Torné, “lo interesante no es lo que hace DeLillo con la nube tóxica, sino que se le ocurriese la idea de la nube tóxica”. Medio en broma, medio en serio, llegamos a la conclusión de que en algunos casos extremos no sería necesario leer por completo los proyectos de los autores proliferantes: bastaría con leer doscientas o trescientas páginas hasta ver cómo funciona el mecanismo narrativo y disfrutar, durante un tiempo razonable, del mismo.

La definición de escritor proliferante se ajusta como anillo al dedo a Mircea Cărtărescu. Los proyectos y libros de Cărtărescu se parecen mucho entre sí, porque son la expresión de algunas ideas, topos, tropos, coros, logosy logros que el autor rumano repite y reinventa sin cesar, en una incesante tormenta de fábula y lenguaje que prolifera y se expande indefinida y magníficamente por varios libros y por varias artes: relato, novela, poema, artículo, ensayo. Todo lo escrito por él tiene un aire de familia inequívoco, cuyas claves desarrollaremos luego, pero que convienen en forjar un nombre indiscutible cuyo estilo se basa en la sobreabundancia y la diseminación, cuya desparramada locura, sobre todo en algunos relatos largos de Nostalgia, nos llena al principio de consternación y luego de alegría, porque en realidad no queremos que la desmesura y la escritura desatada de Cărtărescu se terminen. Después de leer cinco libros casi seguidos del rumano, lo único que deseo es que Impedimenta publique los tres tomos de Orbitor, su trilogía novelística, para poder sumergirme en el mundo onírico de Cărtărescu muchas horas más (hay una edición de Cegador en Funambulista, pero es una traducción de la versión alemana, no del original).


El posmodernismo

(…) entretanto yo tengo que decir algo inteligente sobre posmodernismo

El Levante, p. 159



El procedimiento es posmoderno, así que lo utilizaré también yo.

El Levante, p. 200

Aunque la mayoría de las veces los datos biográficos añaden más sombra que luz para interpretar una obra literaria, en la biografía de Cărtărescu hay un dato en extremo relevante para leer su obra: se doctoró en literatura con una tesis sobre posmodernismo rumano. Esto quiere decir que ha dedicado varios años de su vida -años clave por ser los de su formación intelectual-, a estudiar la posmodernidad y su(s) efecto(s) sobre las obras literarias. El posmodernismo de Cărtărescu es de corte postromántico, como queda claro en la selección de temas (el doble castrador, el solipsismo), la actitud ante la literatura de sus personajes y la extraña consideración, casi naif, de una naturaleza en estado de pureza: “el silencio de los bosques, el silencio de los lugares que el pie humano no ha pisado. Paisaje puro, naturaleza pura, indiferente, en paz, fundida con todo lo que verdaderamente existe” (Lulu, p. 56); esa “verdadera existencia” (p. 62), con ecos de la vraie vie est ailleurs de Rimbaud, vuelca su consistencia en su oposición al sueño y a las elucubraciones de los filósofos posmodernos (“los filósofos dicen que ahí afuera no existe nada”, El Levante, p. 146), aunque todo en los libros de Cărtărescu es ficción y, en buena parte, sueño. Otro sueño postromántico, mallameano, es el de la escritura del Libro, resabio, según Curtius y Blumenberg, del antiguo tema del mundo como libro del que hablamos en Pasadizos (2008). Para el protagonista de Lulu la escritura de ese Libro total era el único objetivo de su existencia en la juventud, y el desencanto de la madurez viene de haberse desenfocado de ese objetivo (p. 78). En un momento prodigioso de El Levante, unas islas imaginarias con forma de letras crean la palabra “Helesponto” sobre el mar, “como en los mapas” (p. 102), reverberando la imagen borgiana de la coincidencia entre realidad y rigor cartográfico: el mundo como escritura. Cerrando el círculo podríamos decir que para Cărtărescu ese Libro del Mundo es posmoderno y por eso lo es también su relato, como se reconoce en el canto IV de El Levante: “tras muchos llantos, tentativas y peripecias que en mi relato posmoderno te sumirán en ensoñaciones” (p. 73). Cuando el citado DeLillo describe en White Noise un “atardecer posmoderno, rico en imaginaría romántica”[1], me parece estar asistiendo a la perfecta definición de la literatura de Cărtărescu.


El mito frío

Todo, todo son efectos largamente planeados para que te enrosques en ellos como la bombilla en su casquillo o para que no distingas ya qué es sueño y qué es realidad…

El Levante; pp. 191-92



(…) maquillado y estrambótico como un arquetipo de Jung.

El Levante, p. 218

Una de las claves del autor es que racionaliza el inconsciente, y convierte sus dominios soterrados –las referencias en su obra a lo subterráneo son muy numerosas– en campos de juegos a su conveniencia. Amparado a veces en los sueños, que utiliza a pesar de ser consciente de su peligro para la narración (véase el párrafo con que se abre “El Mendébil” en Nostalgia, p. 43, o la autocrítica en Por qué nos gustan las mujeres, p. 23), resguardado otras veces en un tono onírico que lleva a sus textos a lindar con la literatura fantástica, Cărtărescu aprovecha todos los resortes del inconsciente de forma racional, haciéndolos servir a su propósito: “Pienso que recreo todo lo sucedido en Budila de una forma demasiadosencilla, que está demasiado clavado en mi mirada por ese subconsciente del que he aprendido a desconfiar siempre debido a su infinita astucia. En esa profundidad hay túneles secretos entre los edificios de mi mente, conductos y manojos de cables de colores, canales de agua fétida, llenos de las deyecciones de mi cerebro. Hay cámaras de escucha y burdeles subterráneos y habitaciones en las que no han entrado nadie. Y yo, solitario en la ciudad de la superficie, soy el único señor y el único enemigo”[2]. La mecánica de esta racionalización no sólo es semántica, sino que también es espacial, lo que me parece un hallazgo: para Cărtărescu el inconsciente es un lugar paseable, “los subterráneos de la mente” (Lulu, p. 151), construidos como un laberinto de pasillos (las circunvalaciones cerebrales) y escaleras, con miles de habitaciones cerradas con “candados obscenos”, que Victor va rompiendo para mirar al interior de cada una: “seguía arrancando al azar aquellos candados blandos, pero me resignaba cada vez con más dificultad a lanzar una ojeada en aquellas estancias hundidas en la abyección” (Lulu, p. 135). En alguna pieza de Por qué nos gustan las mujeres explica la génesis de esos sueños espaciales, lo que denota la autoconsciencia con la que emplea este recurso del urbanismo onírico[3]. Esta espacialización del inconsciente, que lo convierte de forma literal en el campoliterario de juegos que citábamos arriba, es un rasgo de talento del autor, que le permite moverse por el espacio de lo onírico con una libertad plena y de modo autoconsciente. De ahí la presencia explícita de los mandalas, de los Dopplegänger, de los alef borgianos, de las bodas celestiales, de los caminos de ascensión purificadora, de la mise en abyme, de las eclosiones subterráneas, de los psicocopompós, de los espejos (ya sean mágicos, tapados o sin reflejo), de las transformaciones: Cărtărescu juega con los mitos y los arquetipos sin esconderlos, mostrando sus cartas e incluso sus fuentes (como Baltrusaitis o Jung en El Levante), porque lo esencial en su obra no son los materiales, sino la construcción y reelaboración de los mismos. De ahí ese lugar central que parece tener en la literatura rumana y, cada vez más, en la europea. Los motivos los explicó hace 80 años un compatriota suyo, Mircea Eliade:

La novela rumana (…) triunfará definitivamente cuando logre imponer dos o tres tipos de personajes-mitos en la literatura universal (no se trata del tipo del avaricioso, el amante, el celoso, etc., sino de personajes que sepan participar lo más intensamente posible en el drama de la existencia; que tengan un destino, que sepan padecer en su propia carne o que lleguen a encarnar la agonía del conocimiento, etc.). Un pueblo crea, a través de su folklore y su historia, mitos. Y una literatura crea, especialmente a través de su época, personajes-mitos.[4]

Y creo que Cărtărescu ha trabajado de forma deliberada en esta dirección, creando un tipo humano de corte mítico, consistente en un personaje algo inmaduro[5]dividido entre su existencia cotidiana y mostrenca y una vida interior fantasiosa y llena de imaginación, mediante la que intenta olvidar, sin conseguirlo, la miseria de su existencia real. Las mujeres –luego volveré a este peliagudo tema– juegan en su obra un papel residual, salvo excepciones, consagradas a ser metamorfosis de las musas tradicionales y meras “puertas de entrada” de lo extraordinario en lo ordinario, permitiendo a ese personaje varón habitual en las obras de Cărtărescu coquetear con una posibilidad de vivir la vida como algo maravilloso, mientras dure el encanto del amor (suena cursi, lo sé, pero exponerlo de otra forma es traicionar la verdad textual de sus obras). Ese personaje mítico convive con otros mitos ya clásicos de largo alcance, que el autor conoce de sobra y que utiliza a sabiendas, fríamente,para crear un determinado clima narrativo.

Una de las manifestaciones de esta racionalización, hasta cierto punto junguiana, como luego veremos, de los mitemas, podemos apreciarla en el motivo de la telaraña, cuya importancia en Nostalgia ya enfatizó en su prólogo Edmundo Paz Soldán, pero que es recurrente en toda su obra. El motivo alcanza en Lulu (1994) toda su capacidad simbólica, que alcanza las cotas de la cosmovisión: “deja de existir el mundo con sus verdades ramificadas en una red horizontal e ilusoria”, aunque su aparición más frecuente es la de la telaraña onírica que anuncia la llegada de lo pesadillesco a la narración: páginas 46, 55, 60, 127, puesto que la telaraña que tendrá un clímax casi paroxístico en las páginas 65 y siguientes. En ellas se describe un episodio onírico del protagonista, en el que sube hacia el techo de la mansión en la que se encuentra, perdiendo edad conforme sube, hasta llegar casi como un niño. Una enorme telaraña cubre toda la parte superior del edificio y Victor debe atravesarla, hasta encontrar a una araña de dimensiones monstruosas, con la que se unede forma no sexual pero sí corporal; después, baja las escaleras de nuevo “y en cada ventana me veía cada vez más maduro” (p. 69), hasta llegar a su edad de entonces, diecisiete años. La escena puede leerse desde la perspectiva junguiana del encuentro con la sombrapropia, como parte del proceso de individuación personal, del mismo modo que la novela puede ser parte del descenso al abismo o mäelstrom del yo (del protagonista, del narrador, del autor) con todas sus consecuencias. La telaraña es también, por supuesto, la propia escritura, la novela en la que se atrapa a Lulu y la sombra que ha proyectado sobre la sombra de Victor. El texto se vuelve no sólo terapéutico –“si la escritura es, como dicen, una terapia”, p. 24–, sino también sismográfico, en el sentido de que registra las evoluciones psíquicas del personaje hasta identificar texto y emoción o discurso escrito y discurso emocional, “como si el texto fuera mi verdadera vida” (Lulu, p. 101). Del mismo modo que la telaraña une a la presa con el horror de la araña y los omnipresentes nervios, arterias, neuronas y venas de sus relatos conectan eléctricamente la percepción y la conciencia, es la escritura, el “vendaje de este texto (…) de esta tela rara y complicada como una gasa o como una telaraña” (Lulu, p. 147), y sus hilos los que “configuran la telaraña que has tejido, no para capturar algo con ella, sino para ser atrapada” (Nostalgia, p. 314; véase también El Levante, pp. 113 y 160); esto permite que en su obra “una línea de la primera página comunica a través de mi esófago con una palabra de la página cuarenta y que los nervios craneales cortocircuitan símbolos y alusiones” (Lulu, p. 100), cerrando el círculo gnoseológico de la literatura de Cărtărescu: telaraña como símbolo – tejido del texto (referencias intratextuales al propio libro o a los otros libros del autor, referencias intertextualesa libros de otros) – tejido nervioso – redes sinápticas del pensamiento – racionalización del inconsciente – símbolos espacializados y espacios simbolizados[6]– urbanismo onírico – las telarañas = correspondencias baudelerianas, signos en rotación – telaraña simbólica. Esquematizado, sería más o menos así:






Reparos

Mi mayor reparo a la obra de Cărtărescu se centra en Las bellas extranjeras, pero de este libro hablaremos en otro lugar.Entre otros errores achacables al autor apuntaríamos cierta cursilería, ligada a cierto entendimiento naif de lo femenino [“Por qué nos gustan las mujeres (…) porque no leen revistas porno y no navegan por sitios porno (…) porque no se masturban”, p. 292, disculpen mis carcajadas]. En otras ocasiones nos encontramos una visión inexcusable y burdamente machista:

Amadísima lectora (…) Tú no buscas entre las hojas de los libros la árida filosofía ni la política encarnizada que retiene en sombrías cárceles a los exaltados y a los temerarios, sino el amor verdadero que, como las rosas prensadas entre las páginas, no muere jamás. (El Levante, p. 59)

Es difícil saber si una declaración como esta es más estúpida que machista, o viceversa. Tampoco es fácil de entender la pudibundez inmadura con la que el autor evita los temas sexuales (salvo alguna excepción en Lulu, pp. 42-43), sobre los que pasa con abstrusas aclaraciones, que no se sabe si esconden incapacidad técnica para la descripción de los coitos o miedo a perder lectores por ser explícito. Preferimos, desde luego, el primer motivo.



El Levante y conclusión

Si tuviera que recomendar uno solo de estos libros recomendaría El Levante (1990), sin dudarlo, porque es un libro imposible. Es un libro que no podría ser escrito más que por el propio Cărtărescu. Como ha explicado su excelente traductora de guardia, Marian Ochoa de Eribe, en una entrevista[7], el volumen publicado en España parte de una “traducción al rumano” que Cărtărescu decidió realizar al entender que su Levantuloriginal, escrito por completo en verso y trufado de guiños a la literatura rumana, era intraducible. Para facilitar la versión a otros idiomas y la circulación del libro, transformó la mayor parte de los pasajes a prosa, con lo que el libro perdió su parte más experimental, deudora del capítulo “Los bueyes del sol” del Ulysses de James Joyce. Pero esta deuda con la tradición (donde Joyce hacía un recuento de los estilos narrativos ingleses, Cărtărescu haría una reconstrucción de los estilos poéticos rumanos; Jorge Carrión desarrolla el mismo envite con la poesía castellana en la segunda parte de Los turistas, 2015) es sólo un punto de partida, pues una cosa es sostener un ejercicio así durante un capítulo, y otra muy distinta levantar un libro entero sustentándolo en un armazón tan ambicioso tanto desde el punto de vista constructivo como estilístico, por no hablar de la incomparable imaginación que puebla El Levante de imágenes vibrantes y de hallazgos expresivos, verbales y semánticos, cuyo disfrute debemos en buena medida a la ejemplar labor de la traductora. A esto hay que añadir una dimensión política, si cabe: se advierte la presencia aún por entonces (1988 sería la fecha de redacción, según cuenta el autor falsablemente en la página 151) de la dictadura de Ceacescu, que moriría fusilado al año siguiente en Targoviste; de esa atmósfera represiva quiere escapar el autor mediante la imaginación, pero también con el canto a unos palicari revolucionarios que no admiten más señor ni amo que la libertad (obsérvese la magnífica alegoría del juez asno en pp. 139-41: “aquel que se inclina / ante cualquier asno que ostenta el poder / merece ser azotado / y honrado con latigazos”), y quizá la presencia explícita de ciertas marcas de consumo occidentales pudiera funcionar como un conjuro contra la restricción comunista, algo que no tengo claro puesto que no soy especialista en historia ni cultura rumana, y bien que lo siento. Si lo fuera, podría detectar más influencias. Así, siguiendo una pista dada en la red por el investigador Adolfo Rodríguez, la lectura de unos poemas de Mihail Eminescu, traducidos por Dana Giurcă y J.M. Lucía Megías, me hacen ver algunas líneas de confluencia:

Pero quizás allá arriba haya castillos
con arcos de oro hechos de estrellas,
con ríos de fuego y con puentes de plata,
con orillas de mirra, con flores que cantan[8]

Y este tipo de imaginería que une arquitectura y fantasía en su ejemplar urbanismo onírico es característico en Cărtărescu, especialmente en El Levante, pero no sólo ahí. En el mismo poema, “Mortua est!”, Eminescu dice:

¿Y para qué?... ¿Acaso no es el todo locura?
¿Por qué tu muerte, mi ángel, tuvo que ser?
¿Acaso hay sentido en el mundo? Y tú, rostro sonriente,
¿sólo has vivido para así poder morir?

Y Cărtărescu parece responder, sobre el mismo tema de la amada muerta:

¿Quiénes somos? No se sabe. ¿Qué hemos sido? Solo ilusión

(…) Pero ¿qué sabes tú, niña? (…)

Incluso tú eres solo tierra:

Bajo tu camiseta de Shakin’ Stevens y bajo tu seno luminoso

Tu horrible esqueleto triunfa sobre ti. (pp. 164-65)

“El oído te miente, el ojo te engaña”, dice Eminescu; “no oyes con los oídos y no ves con los ojos / Nada que no sea ilusión y sueño insípido” (p. 166), replica Cărtărescu. En “Noaptea”, otro poema de Eminescu, la amada “blanca como la nieve invernal” se aparece al poeta justo cuando éste cae en un sueño, algo habitual en el autor de Nostalgia, etcétera. Lo esencial, sin embargo, no es detectar los infinitos materiales con los que éste trabaja, como apuntamos arriba, sino constatar la importancia del trabajo que hace con ellos y cómo les imprime su sello personal y los enriquece, con una potencia que los convierte en precursores de su propio trabajo. Es decir: es Cărtărescu quien me lleva a Eminescu y otros muchos autores, y no al revés, lo que habla muy bien del primero. Los atardeceres en California son los más bellos del mundo, me dijo alguien hace poco, por el extremo grado de contaminación ambiental.

*

Los demás libros de Cărtărescu que he leído podrían ser, con no poco esfuerzo, compuestos por otros autores, o por un equipo de autores con diversos talentos, pero El Levante no. Es una rareza desasosegante, una maravilla, un libro con escasos parangones, y eso que la versión preparada por el autor debe ser apenas una sombra del original. Por eso nuestra obligación es leer la magnífica edición de Impedimenta… y pensar en que debemos ponernos a estudiar rumano para leer la original.




[Relación con el autor y las editoriales: ninguna]




[1]“Another postmodern sunset, rich in romantic imaginery. Why try to describe it? It’s enough to say that everything in our field of vision seemed to exist in order to gather the light of this event”; Don DeLillo, White Noise; Penguin Books, New York, 2009, p. 216.
[2]Mircea Cărtărescu, Lulu; Impedimenta, Madrid, 2013, p. 31.
[3] Y su dominio de la técnica, pues esto que el narrador dice de otra persona bien pudiera decirse del propio Cărtărescu:“Cuando me contaba cualquier sueño, lo visualizaba con tanto detalle que después me parecía que era yo quien lo había soñado”; Mircea Cărtărescu, Por qué nos gustan las mujeres; Funambulista, Madrid, 2006, traducción de Manuel Lobo, p. 38.
[4] Mircea Eliade, Fragmentarium; Trotta, Madrid, 2004, p. 88.
[5]“Practicamos el sexo con un cerebro de hombre, pero queremos con uno de niño, confiado, dependiente, deseoso de dar y recibir afecto”; Mircea Cărtărescu, Por qué nos gustan las mujeres; Funambulista, Madrid, 2006, traducción de Manuel Lobo, p. 196.
[6] Cf. Mircea Cărtărescu, Lulu; Impedimenta, Madrid, 2013, p. 94.
[7] http://www.rri.ro/es_es/el_levante_en_espaol_la_historia_de_una_traduccion_imposible-2530774
[8]“Tres poemas de Mihail Eminescu”,traducción de Dana Giurcă y José Manuel Lucía Megías, publicada en Cuadernos del matemático, 28 (2002), pp. 28-31.

Serie

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Hoy se distribuye en librerías Serie (Editorial Pre-Textos), un libro largo (150 páginas) que, como el título indica, reúne series de poemas escritas entre 2000 y 2015. Algunas de estas 7 series eran demasiado largas para ser parte de otro libro y demasiado cortas para formar un libro exento, así que he preferido recopilarlas juntas.

Al ser muy diferentes entre sí, creo que citar un solo poema de cualquier serie no daría una imagen cabal de la disparidad de tonos y asuntos del libro. Por eso incluyo cuatro poemas. El primero es de la serie "Dialogías":







.
.

ALMENDRA



Tengo las manos llenas de almendras vacías, la lluvia
ha sido avara estos años. La muerte es larga. Lo he leído
en algún sitio y está en una canción de las peores. Pasa siempre
con la mejor inspiración, pero hablaba de las almendras
vacías. Son estuches, me digo, metafísicos. Decido no emplear
esta palabra, que tanto mal ha hecho a la poesía moderna
y posmoderna. Son cajas metafísicas. Sostienen mi vacío.
Pienso en mi ataúd como una caja colma de una sola almendra
amarga. Pantócrator por diluir. Ellos dicen que van a cambiar
las cosas, pero no lo hacen. Llegué al final de Internet
y me cegó la niebla. Una vez amé a una Beatriz,
me llevó al infierno y al paraíso, al mismo tiempo.
Las almendras no crecen si no llueve.
Ellas no dicen que van a cambiar las cosas,
sólo las cambian. Tuve que dotarme de sistema.
Leí todos los libros a mi alcance, pensaba tirado
en las esquinas de las calles, miraba a mis amigos
y ellos sabían que yo estaba en otra parte, retomando ideas
para inflarlas a golpes de sequía. No entendemos
qué haces, no entendemos por qué siempre estás pensando
(aquí muevo el café con lentitud extrema, simulando atención)
no entendemos que siempre estés leyendo
o escribiendo lo que lees o lo que piensas. No entendemos.
Cómo decirles: veo que las cajas de almendras de la vida
en las que estáis viviendo están vacías, y queda poco (doy un
pequeño sorbo). Dentro de nada se acabarán los plazos,
y lo que hayáis regado es cuanto os quedará en la mente.
Dos personas que van a abrazarse parecen dos a punto de agredirse.
Me distraen las imágenes. Cómo decirles: sólo pienso y leo
y adoro mujeres para multiplicar las dudas, sólo intento
llenar de confusión mi cerebro para tener tarea. Si entierras
una granada, te crecerá un arbusto de metralla. ¿Tarea?
¿Qué tarea? Esa que guardo para llenar las horas y los días y los años,
tarea para hacer durante esos siglos dentro de la almendra,
todos esos milenios de muerte por delante.



De la serie “Visión del grillo”:


I

Apenas en agosto cantaba,
rodeado por los suyos,
en crepitante polifonía
simétrica, de pies binarios,
el arco arcaico
de su complexión sonora.

Ahora está ahí abajo,
en el jardín común,
solo.

Por qué fascina el grillo,
el último grillo de noviembre
cuando los demás han muerto,
dejando para mayo nuevos huevos.
El grillo terminal,
rasgando por costumbre,
con su cri-cri en legítima defensa
cantando mientras siente
que ningún otro grillo le responde.

Quien dice cantar duele ignora
lo que duele ser el último
que canta.



En la serie “Los viajes de Saasbeim” recupero a este viajero interestelar, del que publiqué unos poemas en la revista Eñe en 2009.



6

The lone and level sands stretch far away.

       Percy Bysshe Shelley, “Ozymandias”



This world is full of abandoned meanings.

Don DeLillo, White Noise


Llegó Saasbeim a Marte,
el segundo planeta
con basura.
Atestado de máquinas antiguas
cubiertas de polvo,
que antaño fuesen culmen de lo humano:
las sondas atascadas en los cráteres,
enormes ruedas, piezas olvidadas,
ingenios inundados por la arena.

Así acaban las obras de los hombres,
se dijo con palabras igualmente
antiguas, atascadas, desperdicios
de la cultura humana.

Algunos aparatos se movían,
sus estertores últimos
alimentados por la luz solar,
sin poder conectarse con la Tierra.
Saasbeim apuntó Maarte.
Se imaginó a sí mismo en el futuro,
caído en un planeta inaccesible,
un último resquicio agonizante
de biotecnología humana,
legando sus vestigios decadentes
a la apaisada y solitaria arena.





Hay una serie, “Neuropoemas”, que está escrita como una serie matemática decreciente. Aunque se advierte en la nota final del libro, reitero que en esta sección he tenido que tomarme licencias métricas (de otra forma, sería imposible hacer un poema de 1 x 1, que siempre daría como resultado 2 sílabas).



8 x 8


Amamos tanto el pasado
porque es lo único nuestro
obtenido sin trabajo.
Lo escrito parece plano
sin la herida de los restos:
sin accidente, las páginas
se vuelven burdas y llanas,
como papel de sismógrafo.




En esta misma entrada, iré reproduciendo algunas reseñas que vaya recibiendo el libro, por si alguien quiere leerlas. Gracias por el interés.


Fragmentarismo y fragmentalismo en la narrativa hispánica actual

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[Para descargar versión de este post en pdf: https://dl.dropboxusercontent.com/u/8138231/Fragmentarismo-1.pdf
[Este texto es la versión completa, mucho más amplia y con todo el aparato crítico, del texto aparecido en el número 783 de Cuadernos Hispanoamericanos, septiembre de 2015.]



Fragmentarismo y fragmentalismo en la narrativa hispánica actual: dos modos de entender la disgregación constructiva.



Go get you home, you fragments!
Shakespeare, Coriolanus

Si no se une, el pensamiento no sirve.
César Aira, De cómo me reí

la palabra ha sido quebrantada
y la suma de todos sus fragmentos
es ahora destrucción
Mario Montalbetti, Fin desierto

Qué horrible nos resulta el todo
Thomas Bernhard, Maestros antiguos[1]

Un profesor alemán es capaz de ensamblarlo todo, a pesar de que la vida o el arte son demasiado fragmentarios.
Heine


Una de las últimas escenas de la película de Julio Medem Habitación en Roma (2010) retrata a las dos protagonistas desde arriba, en un plano cenital. Ambas mujeres, observadas desde un segundo piso, están de pie sobre el empedrado de una calle de Roma. Esos dos personajes rotundos, bien presentados narrativamente sobre un mosaico de pequeñas piedras, arrojan una metáfora sobre la literatura española contemporánea.

*

La fragmentariedad viene siendo desde hace unos años uno de los caballos de batalla de la crítica literaria de narrativa, a causa de un debate sobre renovación estética. Ello ha puesto al fragmento contra las cuerdas, y se han producido jocosas anécdotas cuando autores fragmentarios que ignoran que lo son se han mofado públicamente de la escritura fragmentaria. El desconocimiento de lo que puede ser un fragmento acecha en la base de este debate que da vueltas sobre sí mismo. Por ello, antes siquiera de hablar de la narrativa hispánica actual, debiéramos hacer unas consideraciones básicas sobre qué consideramos fragmento literario, que es un concepto mucho más amplio de lo que se cree.

*

El fragmento no es una mera pulsión posmoderna ni es propio de período ninguno; antes bien, muestra una constante histórica que pasa por la condición granular de Las mil y una noches, el Panchatantrao el Kalevala, que continúa con la forma –necesariamente breve– del relato oral; toma cuerpo a través de la “marquetería mal ensamblada”[2]con que Montaigne definía sus ensayos; atraviesa el pensamiento europeo desde Pascal y la Bruyère, según Quignard[3], hasta Nietzsche, Benjamin y Wittgenstein[4]; se adapta a la condición fragmentaria de nuestra conciencia[5], según se lee en los Manuscritos berlineses de Schopenhauer[6]o en los Fragmenta de Novalis (“experiencias aisladas son como fragmentos”[7], dice el poeta), y comienza a entenderse como un espíritu de época para Virginia Woolf (“es una era de fragmentos”) o como un pathos para T. S. Eliot (“these fragments I have shored against my ruins”[8]). Lo reticular no es sólo una mera forma del pensamiento discursivo occidental; como expuso Schopenhauer y repetirá Cioran, lo fragmentario es el pensamiento[9], distraído, como diría un antiguo filósofo chino, con los Diez Mil Seres.

*

En una reseña sobre Diferencia y repetición de Deleuze, exponía Foucault que es necesario pensar desde la intensidad, como conciencia de lo múltiple. Que era mejor vislumbrar “movimientos de individuación en lugar de especies y géneros; y mil pequeños sujetos larvarios, mil pequeños yos [moi] disueltos, mil pasividades y hormigueos allí donde ayer reinaba el sujeto soberano. (…) Pensar la intensidad –sus diferencias libres y sus repeticiones– no es una pobre revolución en filosofía. Es recusar lo negativo (…) a cero, al vacío, a la nada (…) Es recusar finalmente la gran figura de lo mismo que, de Platón a Heidegger, no ha dejado de anillar [boucler] en su círculo a la metafísica occidental”[10]. Responde, en consecuencia, a un pensamiento no parmenídeo y más heraclitiano; más basado en la intuición que en la deducción. Como apunta Luciano Espinosa Rubio, el fragmento toma su esencia de formas no necesariamente lógicas o deductivas de pensamiento y se ancla más en la mostración que en la demostración[11].

*

El fragmento, en consecuencia, sería aquella mónada narrativa que, sin dejar de tener cierto o completo sentido por sí misma, vincula su autonomía al encaje discursivo en una estructura narratológica más amplia, ya sea sintáctica, semántica o simbólicamente.

*

Es muy interesante y plástica la perspectiva que Jenaro Talens utiliza en El sujeto vacío (2000), para distinguir textos fragmentados y fragmentarios. Como otros autores, Talens sitúa el nacimiento de la fragmentación artística actual en el romanticismo, donde delimita dos caminos. El primero, fragmentado, que habrían seguido autores como Novalis o Hölderlin, “presupone una tradición previa de cuya trayectoria es producto y cuya presencia es necesaria, en la medida en que sin su referencia se vuelve incomprensible”; el segundo, fragmentario, que habría seguido Espronceda, intenta por el contrario “hacer tabla rasa de esa misma tradición. Su fragmentarismo representa un discurso cuyo centro no es ya la remisión a un pasado explicador, sino la misma ausencia de centro”[12]. Es decir, la escritura fragmentadanos señala el camino hacia algo que se ha roto, y que aparece representado con sus grietas; mientras que la escritura fragmentarianos indica que algo ha sido quebrado a conciencia, con la intención de mostrar que nunca fue realmente sólido.

*

Un glaciar en proceso de resquebrajamiento es fragmentado. Un archipiélago o un desierto son fragmentarios[13].

El glaciar, si bien agrietado y en proceso de deshielo, recuerda aún a su forma original. El desierto, como en el poema de Colerigde, hace imposible saber cómo eran las estatuas o piedras de las que proviene su arena.

*

Desde esta perspectiva, pueden entenderse mejor las cosas. Así, podemos ver a Ezra Pound como un autor fragmentado, con ancho asiento en las tradiciones literarias anteriores, y a Samuel Beckett como un fragmentario que dinamita la presunta solidez del lenguaje –y del sujeto que lo enuncia– desde el interior[14]. El Manual del distraído de Alejandro Rossi sería una obra fragmentada clásica, mientras que La gaya ciencia de Nietzsche sería la granada de fragmentación que intenta barrer la herencia de la metafísica sobre Occidente. Acercándonos a la narrativa hispánica contemporánea, El hacedor (1960)de Borges tiene estructura fragmentada o fragmentalista, mientras que Makbara (1980) de Juan Goytisolo sería un canónico ejemplo de fragmentarismo.

Y además, ambas líneas guardan también diferencias en otro aspecto clásico del fragmento: su relación con el todo[15]. Desde la estética fragmentada, hay un todofrente al cual la esquirla hace sentido; desde la fragmentaria, el todo no es más que un fantasma, nunca hubo una totalidad (intelectual, religiosa, filosófica) garante de la coherencia de nuestro pensamiento (Octavio Paz[16]) o de nuestra existencia. “El habla de fragmento no es nunca única, incluso si lo fuera. No está escrita con motivo de o con miras a la unidad”[17], dice el Blanchot de La conversación infinita, y Novalis había escrito: “poesías, meramente armoniosas y llenas de palabras bellas, pero también sin sentido ni conexión –a lo más estrofas sueltas inteligibles– como nada más que fragmentos de cosas diversísimas”[18]. Por ese motivo, los escritores fragmentados construyen mosaicos; los fragmentarios, desiertos. Los primeros utilizan tejidos narrativos para componer un patchwork autosuficiente, los segundos trabajan a medias con la pluma y a medias con el martillo, y van destruyendo parcialmente conforme construyen.

*

Frank Kermode, en 1987, escribió que “La totalidad organizada era aborrecible: desde sus mejores ángulos se la consideraba un resto de liberalismo burgués; desde los peores, la auténtica imagen de la represión totalitaria. Se hizo necesario encontrar nuevos valores en fragmentos considerados no como partes de un todo sino como fines en sí mismos, como la verdad de la experiencia humana, aunque esto último se dijera casi en broma. Así empezó el idilio postmoderno con el fragmento”[19]. En el mismo lugar reflexiona sobre la idea de fragmentación urbana (Conrad, Baudelaire, Benjamin), para llegar al fragmento proustiano y su revisión por Deleuze en Proust and Signs (1972), que valora como “el intento de evadirse del viejo organicismo sustituyendo su totalidad por la de los fragmentos mecánicos, por analogía con los de un coche o un aeroplano” (p. 181). Y luego considera a L’ecriture du desastre de Blanchot como “la más elaborada y filosóficamente moderna meditación acerca de lo fragmentario” (ibídem). Kermode concluye de este modo:

Podemos intentar pensar en el fragmento como existencia absoluta, fuera de cualquier sistema o comunidad de pensamiento; o como una negatividad, una ficción del pensamiento de lo no verdadero. Pero en este esfuerzo no dejamos de afirmar una quizás engañosa coherencia y totalidad. Mantener los dos aspectos unidos en un solo movimiento es, como sugiere Schlegel, a la vez fatal y necesario. (p. 183)

Para evitar los “theoretical problems”[20]que, a juicio de Fredric Jameson, preñan cualquier debate sobre fragmentariedad, Kermode señala, a partir del libro de Roger Shattuck The Innocent Eye (1984) tres tipos de fragmento: el absoluto, que no necesitaría relación con otros fragmentos –ni con la totalidad– para ser tal; el fragmento implicado, que significa que no puede existir una idea fragmentada ni fragmentaria sin relación con otros fragmentos o con un “todo”, y el fragmento ambiguo, más próximo a la idea blanchotiana, “que, para confundirnos, están a la vez implicados mientras mantienen su carácter absoluto” (p. 184). Apuntamos este tercer género para referirnos a libros que tienen un pie en cada lado: pensemos en la monumental novela de Robert Musil El hombre sin atributos. En el tomo I, de 667 páginas, se incluyen 123 capítulos, lo que indica que la extensión media de cada capítulo es apenas de 5,4 páginas. Yendo más allá, en realidad la mayoría de ellos son brevísimos y luego hay otros más extensos que compensan la media. De forma que no hay problema alguno en decir que El hombre sin atributos es una novela ambiguamente fragmentaria.


*

Tengo la mente unitaria, en mil pedazos.
Paul Valéry, Cahiers

Al reflexionar sobre las 26.200 páginas de sus Cahiers, Paul Valéry dice: “percibo todas estas cosas que aquí escribo (…) como una tentativa de leer un texto, y ese texto contiene multitud de fragmentos claros. El conjunto es negro”[21]. Andrés Sánchez Robayna, en su edición, compara el desmedido esfuerzo de Valéry con el Zibaldoni dei pensieri de Leopardi, con los Essais de Montaigne y con los Fragmente de Novalis, como formas de “fragmentarismo radical” y –utilizando una afortunada expresión de Sergio Solmi–, de “pensamiento en movimiento”[22]. Desde otro punto de vista podríamos añadir la suma de pecios de la Teodicea y la Monadología de Leibniz, los textos de Emerson y Thoreau, los Escolios a un texto implícito de Nicolás Gómez Dávila, las Radiaciones de Jünger o incluso los Microgramas de Robert Walser (por no hablar de los pecios de Sánchez Ferlosio, de las Sideraciones de Agustín Andreu o de la inclasificable obra de Cristóbal Serra). La cuestión es que Valéry es claro respecto a su necesidad de totalidad: “Si tomo fragmentos de estos cuadernos y, juntándolos después con ***, los publico, el conjunto supondrá algo. El lector –o incluso yo mismo– se formará con ello una unidad” (p. 35). Es, por tanto, una obra claramente fragmentada, porque en una obra compuesta por pecios, “cada fragmento tiene una doble identidad, la singular propia y su participación en el conjunto” (Espinosa Rubio, op. cit., p. 160), de modo que el pensamiento en movimiento de Valéry se mueve hacia el centro.

Mientras que en la obra fragmentada la identidad es gemelar o aceptada, en la fragmentaria es conflictiva, tensional, errátil y dirigida a la destrucción de la idea de conjunto; huye centrífuga y desordenadamente, se mueve hacia la dispersión y la rotura.


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Por ese motivo me parecía y me sigue pareciendo tan extraño que se burlasen de la fragmentación autores fragmentados como Javier Marías, teniendo en cuenta que novelas como Negra espalda del tiempo (1998) pueden ser vistas como un mosaico de teselas biográficas propias y ajenas que funcionan por adición coherente. Eso sí, es comprensible que disientan o muestren sus recelos hacia la estética fragmentarista, puesto que ésta intenta hacer tabla rasa de cierta tradición literaria, la moderna, en la que han sustentado los cimientos de la suya. Quizá los partidarios de la estética fragmentarista no fueron demasiado claros al explicar que la destrucción sistemática es otra forma de respeto, casi de reverencia, y que ejercerla requiere de un profundo conocimiento de aquello que se intenta dejar atrás, del mismo modo que el artificiero experto necesita tener sólidos conocimientos de construcción para derribar un edificio con la mínima cantidad de explosivo.

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            La recurrente aparición del fragmento puede estar debida también a la naturaleza de nuestra relación con el lenguaje literario, fruto, él mismo, de discrecionales selecciones de lenguaje anterior. Lo explica a conciencia Carl Gustav Jung:

A la postre, tampoco un maestro desdeño incorporar a una obra nueva fragmentos enteros sacados del pasado. (…) este proceso (…) se repite en la esfera (…) del lenguaje; hay en él pocas combinaciones nuevas, casi todo está formado por fragmentos viejos, tomados de otros. Decimos las palabras y las frases de nuestros padres, de nuestros maestros y de nuestros libros, y quien habla con un lenguaje selecto gracias a sus buenas dotas lingüísticas, habla ‘como un libro’, es decir, habla como el libro que ha leído; repite fragmentos un poco mayores que los demás.[23]

            El recuerdo, por tanto, reverbera lexías de memoria lingüística y estilística, y construye los textos nuevos con ellas. Un texto es, pues, en cierta forma –no exactamente en la que decía Kristeva– un tejido de citas, sino un tejido de materiales lingüísticos, algunos de ellos literarios, con el que trenzamos un texto más o menos nuevo.

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En nuestros días el fragmento está más vigente que nunca en las escrituras hispánicas; “la frecuente influencia del texto breve sobre la novela”, señalaba la añorada Adélaïde de Chatellus a partir de reflexiones de Milagros Ezquerro, “muestra un renacer de las formas breves que erige el fragmento en estética, al revés de la edad clásica, que lo consideraba una obra inacabada, nostálgica y huérfana de su totalidad”[24]. Así, están escritas en modo fragmentario obras narrativas como Fragmenta (1999), de Javier Pastor; Apuntes de Malpaís (1998), de Luis Pérez Ortiz; Dos veces junio (2002), de Martín Kohan; Plop (2004) y Frío (2005) de Rafael Pinedo; 41 clósets (2005), de Heriberto Yépez[25]; El batallón de los perdedores (2006), de Salvador Gutiérrez Solís; “Santo remedio(2006) y Goma de mascar (2008), de Courtoisie, constan, respectivamente, de 252 y 391 fragmentos”, recuerda Francisca Noguerol[26]; La conferencia. El plagio sostenible(2006), de Pepe Monteserín; El infierno (2007), de José Luis Gracia Mosteo; Click (2008), de Javier Moreno[27]; Oscuro bosque oscuro (2009), de Jorge Volpi; Derrumbe (2008) y El corrector (2010), de Ricardo Menéndez Salmón; Los amigos soviéticos (2008) de Juan Terranova; Boxeo sobre hielo (2007) y El ladrón de morfina (2010) de Mario Cuenca; Naturaleza infiel(2008) de Cristina Grande; la última parte de Ritmo vegetativo (2008), de Ramiro Quintana; Temporada de caza para el león negro (2009), de Tryno Maldonado; La soledad del cometa (2009), de Luis Rodríguez; De música ligera (2009), de Aixa de la Cruz; Navidad y Matanza(2009), de Carlos Labbé; todos los libros de Agustín Fernández Mallo y la mayoría de los de Héctor Libertella, César Aira[28], Mario Bellatin o Rodrigo Fresán[29]; Caja Negra (2006), de Álvaro Bisama; Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa (2007), de Luis Chitarroni; Bilbao-New York-Bilbao (2009), de Kirmen Uribe[30]; Tres ataúdes blancos (2010), de Antonio Ungar; Qué hacer (2010), de Pablo Katchadjian; Los ingrávidos (2011) y La historia de mis dientes (2014), de Valeria Luiselli; La nueva taxidermia (2011), de MercedesCebrián; Constatación brutal del presente (2011) de Javier Avilés y astillas (2011), de Celso Castro (en esta novela se lee: “sólo era capaz de escribir fragmentos, astillas, pedazos de nada”, p. 144); 25 centímetros (2010), de David Refoyo; De música ligera (2010), de Aixa de la Cruz; La comemadre (2011), de Roque Larraquy; La mujer del Rapallo(2011), de Sònia Hernández; Barra americana (2011), de Javier García Rodríguez, que incluso incluye una “Teoría del fragmento”[31]; Los electrocutados (2011), de J. P. Zooey[32]; Biblioteca Nacional (2012), de Mario Crespo; El váter de Onetti (2013), de Juan Tallón; El absurdo fin de la realidad (2013), de Pedro Pujante; Standards (2013), de Germán Sierra; Fuera de la jaula (2014), de Fernanda García Lao; Autopsia (2014), de Miguel Serrano Larraz; Catálogo de formas (2014), de Nicolás Cabral; new mYnd (2014), de Colectivo Juan de Madre; Viento de tramontana (2014), de Sergio Gaspar; El alud (2014), de Esteban Castromán; Los últimos (2014), de Juan Carlos Márquez; El recurso humano (2014), de Nicolás Mavrakis; Cómo dejar de escribir (2015), de Esther García Llovet, así como otras obras de Eugenia Rico o Benjamín Escalonilla (Generación Tch!, 2012). En esta línea también podríamos citar las microtextualidades de los mexicanos Alberto Chimal, José Luis Zárate, Horacio Warpola y Rafa Saavedra, la construcción paratáctica de un libro como Sangre en el ojo (2012) de la chilena Lina Meruane, las blogonovelas o blogsívelas de Claudia Ulloa, Hernán Casciari, Cristina Rivera Garza y Claudia Apablaza, o el autobiografismo reticular de libros como El agua que falta (2014), de Noelia Pena, Esquirlas (2000), de Antonio Martínez Sarrión, o Síncopes (2007) de Alan Mills, sincopados desde el título los dos últimos. Como puede apreciarse, cuanto más nos acercamos en el tiempo a la actualidad, más ejemplos de fragmentalismos y fragmentarismos encontramos. Un texto significativo podemos encontrarlo en el prólogo que Claudia Apablaza escribe a su antología de escritores hispanoamericanos Voces -30:

Por otro lado, creo que debemos dejar de asignar adjetivos como posmoderno y fragmentario a todo la producción ‘nueva’ que se nos presenta, dos apelativos muy usados por los reseñistas de fines del XX y de principios del siglo XXI. Los escritores de esta antología no fragmentan la realidad, la realidad ya ha mutado y es fragmentaria desde siempre, no hay nada que fragmentar, el mundo está fragmentado desde que nacieron. Las tecnologías de información y comunicación establecieron un paradigma en el que se nace, no en el que el sujeto aborda el mundo con deseo de fragmentarlo. El mundo se fragmentó hace mucho tiempo y los narradores que publican en Voces -30 nacieron en ese paradigma sociocultural.[33]

            El mexicano Joaquín Peón Iñiguez se muestra partidario decidido de la libertad para utilizar la fragmentaria como una poética narrativa a la altura de cualquier otra[34]. Y podríamos citar otras menciones explícitas de diversos autores a la estética del fragmento, recogidas en sus obras[35].

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Funciones del fragmento. El fragmento puede tener tres funciones esenciales en un texto: una función discursiva de silencio textual, que opera siempre, y dos funciones morfológicas, no excluyentes: el fragmento como forma y como estructura.

1). El fragmento como introducción del silencio en el texto.Todo fragmento implica, por naturaleza, una cesura en el texto. “Sólo en la medida en que los hombres pertenecen al son del silencio son capaces, en un modo que les es propio, del hablar que hace sonar el habla”[36], dice Heidegger, a quien cita Ángel Herrero. Herrero tiene una interesante reflexión sobre el fragmento dentro de un libro dedicado al ritmo. En su ensayo, titulado El decir numeroso, defiende que la fragmentariedad de un discurso (él se refiere al poético, pero creo que puede extenderse a cualquier otro) viene a recoger con mayor precisión la totalidadde lo dicho/escrito por quien comunica:

la iconicidad del discurso poético es la de un acto comunicativo con una intencionalidad que no es la del juicio o la argumentación lógica sino la de la expresión de un ánimo y, como escribió W. von Humboldt, ‘lo que el alma es capaz de producir es siempre sólo fragmentario’[37]: porque el lenguaje está para aquello que no ha recibido aún lenguaje, que acaso no puede recibirlo, y ése es el dinamismo del hablar, su capacidad de referirse a las cosas ‘por cómo son y se muestran’; por ello, y ‘en puridad, debe considerarse siempre un error, o así lo creo yo al menos con toda franqueza -escribía[38]-, imaginar que el entendimiento aplica directa o creativamente a la lengua sus intenciones’; la perfección del lenguaje es su inacabamiento.[39]

El texto fragmentario, desde este punto de vista, no es sólo más humano que el continuo, sino que es menos artificial, intenta eliminar de raíz el simulacro de una expresión perfecta, limitada al sonido, carente de contexto físico[40], ausente de los silencios naturales que pueblan cualquier comunicación.

En lo tocante a la existencia de estas ideas en el espacio estético contemporáneo, ciñéndose a la palabra poética (pero en términos que es dable generalizar), escribe Juan José Lanz que “el fragmento, y el instante como su reflejo temporal, son parte y, por lo tanto, limitan por un lado con la totalidad, mientras que por el otro extremo señalan el silencio y el vacío (…) por una parte, el fragmento/instante aspira a la expresión de la totalidad, por otra, limita con el silencio, con la máxima depuración de elementos, es decir, trata de expresar al máxima con el mínimo número de palabras y, por lo tanto, comparte rasgos fundamentales con la estética del silencio de la modernidad, constituyéndose en su réplica”[41]. El fragmento encuentra su sentido tanto en el decir como en el no decir, en la parcial ausencia o silenciamiento del sentido. En tono similar, decía Nietzsche: “el aforismo, la sentencia, en los que soy el primer maestro entre los alemanes, son las formas de la ‘eternidad’; es mi ambición decir en diez frases lo que todos los demás dicen en un libro –lo que todos los demás no dicen en un libro…–” (Crepúsculo de los ídolos). La frase del filósofo nos abre una puerta valiosa: mientras los escritores fragmentados no dicen lo que dicen los demás, los fragmentarios dicen aquello que los demás no dicen.

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Si en la poesía de Mallarmé el silencio es el blanco, en una novela el silencio es la masa (significativa) faltante. Como si el narrador siguiese los consejos del Método de composición de Edgar Allan Poe y hubiera decidido eliminar aquellas partes que no tienen nada valioso que añadir a la obra. (Wittgenstein decía: “mi libro, el Tratado (…) al lado de cosas buenas & auténticas contiene también (…) fragmentos con los que he rellenado vacíos y en mi propio estilo (…) No sé qué porción del libro representan tales fragmentos & es difícil juzgarlo ahora correctamente”[42]). El fragmento también está en la base del poema extenso moderno, precisamente por lo que éste tiene, según Juan José Rastrollo, de narrativo[43].

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            Convendría, en este sentido, reflexionar sobre Así empieza lo malo (2014), de Javier Marías. Esta novela está compuesta en su mayor parte –y no es una parte menor, teniendo en cuenta que tiene más de 500 páginas– de pequeños fragmentos o estampas de tres o cuatro páginas de longitud, a los que sigue una página en blanco de separación. Lo interesante es que estas particiones no responden a una necesidad argumental, esto es: no hay cambio de personajes, localización, tema o tono, que justifiquen esa compartimentación. Por ejemplo, a partir de la página 459 de la novela se desarrolla una conversación entre Muriel y Juan (el narrador en primera persona), que ocupa varios fragmentos. La conversación es la misma, ningún otro personaje interviene en la “escena”, el lugar no varía, la acción no progresa. La conclusión que nos surge es que Marías ha querido introducir un silencio entre cada parte o microescena para enfatizar las cosas que se dicen en cada una, para ahondar en las reacciones concretas de cada personaje o en los datos introducidos en la charla, y para darle un respiro reflexivo al lector, que quizá podría perderse aspectos relevantes de la misma si esta fuese continua y ocupase decenas de páginas seguidas.

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2) El fragmento como forma. En cada una de las novelas antes citadas, o en cualquiera otra, sea fragmentada o fragmentaria, cada autor presenta formas singulares de fragmentación, por lo común persiguiendo aquella más adecuada a sus fines. Desde ese punto de vista es difícil tejer líneas aglutinadoras o leyes generales. Cada escritor hace del fragmento su campo de juegos (o rompe con él el campo) y lo utiliza según sus necesidades. En estas novelas, el hecho de ser desarticuladas es, seguramente, lo único que tienen todas en común.

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“No rodar más de doce fotogramas seguidos… es la destrucción absoluta”; dice Jorgen Leth al comienzo de la película Five obstructions (2004), de Lars von Trier. Al final, Trier le responde: “parece que los doce fotogramas han sido un regalo”. “Así me lo tomé”, responde Leth. “He plays with the fragments and the crumbs he finds”, dice Leth sobre el actor Nissen, él juega con los fragmentos y las migajas que encuentra.

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Tomar miles de elementos y unirlos. Esta es una plausible definición de lo que es una novela. Añadir cualesquiera otras precisiones (“tomar miles de elementos y unirlos en aras de la creación de una historia cerrada”, “tomar miles de elementos y unirlos en común vocación de sentido”, etc.) obligaría a tomar posición sobre lo que una novela puede ser y, en consecuencia, dejar atrás diversas y plausibles manifestaciones de lo que la proteica novela ha ido siendo en una concepción o en otra. Pero esa sensación del novelista de enfrentarse a un inmenso puzle de piezas, o fichas, o notas, o ideas, que debe ayuntar para construir el artefacto novelesco, es indudable. Aquí uno de los miles posibles de ejemplos: “¿Habría alguna forma literaria cabal para expresar la convicción de que toda la historia se compone de intentos aislados y fallidos, mal cosidos luego a la fuerza por quien se los encuentra ahí amontonados a su espalda y los quiere justificar y ordenar de alguna manera para que tanta ruina no le ahogue?”[44], le escribe angustiada Carmen Martín Gaite a Juan Benet, una Martín Gaite que después haría decir a su personaje Águeda: “no concibo el conocimiento más que de forma fragmentaria”[45]. Esta pulsión acumulativa es lo que llama Sloterdijk neoclástica, “del griego klastós, ‘fragmentado’, se aplica en geología a las rocas sedimentarias formadas por fragmentos de otras”[46].

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Ya vimos que Kermode relacionaba el fragmento con el tejido urbano; Huyssen ha tenido la intuición de que el fragmento narrativo del modernism o vanguardia europea de principios del XX tiene su explicación en la consideración de la novela como laboratorio de recreación textual de la ciudad[47]; en esa dirección Juan Goytisolo ha hablado del texto medina en alguna obra de Orham Pamuk[48], relacionándolo con su propia idea de la “ciudad palimpsesto”[49], y lo ha aplicado en su obra, especialmente en Makbara (1980). Sabato lo veía claro para referirse al Ulysses de Joyce[50], y Muñoz Millanes lo resaltaba en su lectura de los Passagen-Werk benjaminianos[51]. Hay o habrá más razones, pero conviene apuntar esta urbana, por estar también relacionada con la percepción del entorno existencial. Y esa percepción, como recuerda Deleuze al hablar del fragmento en Crítica y clínica, es traumática[52].

Según explica Francisca Noguerol, “estas técnicas de montaje permiten, por otra parte, captar detalles insospechados y lograr instantes de alta tensión, congeladoscomo consecuencia de la abrupta conclusión de las secuencias. Del mismo modo, desarman la concepción lineal de tiempo y espacio (…) y potencian los frecuentes momentos líricos integrados en las obras”[53].

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            Marta Agudo recuerda, en su tesis doctoral dedicada al poema en prosa y el fragmento, uno de los problemas que tiene este último es su relación orgánicacon el texto-contexto, esto es, ¿cuál es el tamaño que debe tener un fragmento? Ante esa pregunta opta Agudo por el inevitable relativismo de Alain Montandon: “sólo cabe establecer que el fragmento se configura desde la ‘brevedad’, en la medida en que es siempre inferior al elemento que lo habrá de comprender. Juego de tensiones recíprocas que puede encarnarse de diferentes maneras”[54]; es obvio que extrapolar este pensamiento a la narrativa es complicado pero, sin ánimo de generalizar y recordando que cualquier análisis debe hacerse caso por caso y a la vista de las peculiaridades de la novela en cuestión, la novela fragmentaria sería aquella que utiliza la forma del fragmento como estructura básica y regular de su construcción. Ahondemos en ello.

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3) El fragmento como estructura. Una novela que se presenta, y así ocurrió mucho en el siglo XX, como calidoscópica, es fragmentaria. Una novela polifónica es fragmentaria. Una novela híbrida es fragmentaria. Lo que ocurre es que quizá por entonces no teníamos construcciones teóricas sobre el fragmento que pudieran iluminarnos sobre su relación con el todo. Por ejemplo, novelas que pensamos contundentemente unitarias descubren, examinadas de cerca, su naturaleza reticular. Así, María Zambrano, hablando de El castillo de Kafka, explica que “su carácter fragmentario y fijo acusa la desintegración”[55], y también Deleuze y Guattari se refirieron al fragmentarismo de la obra del checo[56]. Iser, en su lectura de la novela The Sound and the Fury (1929), de Faulkner, asocia los cuatro monólogos en primera persona al fragmento y la recomposición de la conciencia, “e incluso la parte final, autorial, no los organiza en un todo claramente constituido”[57]. El personaje de Benjy, a su juicio, se caracteriza porque “the life of this self seems to be a constant state of dynamic fragmentation” (p. 151); también habla Fredric Jameson de fragmentación para los personajes de Tostoi[58]. El fragmento no tiene que ver con el tamaño del texto, ni siquiera a veces con su agregación, sino con su modo compositivo –como el cut-up de William Burroughs, como ejemplo narrativo clásico–. Así habló Zarathustra, compuesto de textos breves, o buena parte de la obra de Walter Benjamin (en contra, Ballester y Colom[59], para quienes todo Benjamin es fragmentario), no son fragmentarios porque estén compuestos de textos cortos, pero El caminante y su sombra y Dirección única sí son fragmentarios, porque así lo muestra su tensión textual y compositiva. Passagem Werk, por su propia naturaleza coral, no podía no ser fragmentario.

Una novela que suscita aspectos interesantes sobre la fragmentariedad es la segunda de José Morella, Asuntos propios (2009). En apariencia, si se abre por cualquier página la novela y se mira sin leerla, da la impresión de estar construida como un texto único, casi monolítico, separado por párrafos de mediano tamaño. Parece una estructura sólida y compuesta de un solo capítulo, tejida de una pieza. Pero si la leemos el resultado es muy distinto: cada párrafo es una pequeña historia, casi un microcuento, que le sucede a los protagonistas: Jacinta, Roberto, etc. Los párrafos se intercalan, de forma que las historias se narran de forma paralela, dando la impresión de unidad, pero lo cierto es que la estructura es fragmentaria. El fragmento no es así exento, sino que está diluido o tejido para crear una conexidad que en la práctica no existe –ni es necesaria para contar la historia–.

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            Este procedimiento de borrado de lo fragmentario recuerda, con todas las diferencias que deseemos apreciar, al que realiza Juan Goytisolo en Paisaje después de la batalla (1982). La profesora Bénédicte Vauthier realizó recientemente un exhaustivo análisis genético de los borradores y textos previos (y paralelos) a la redacción de la novela de Goytisolo, que compiló en un notable trabajo editorial que incluía los “mapas” de despliegue del “mosaico intertextual”[60]en que la novela consiste, y que sólo se aprecia como es debido mediante el análisis genético. Andrés Sánchez Robayna había comentado el “radical fragmentarismo”[61]de este texto, pero la edición genética de Vauthier permite, además, explicarlo, teniendo en cuenta que, como dice la autora y había adelantado el propio Goytisolo en la edición de su obra completa, no hay que verlo como un ejercicio de literatura experimental, sino como una adecuación radical y deliberada entre forma y fondo, entre estructura y semántica (p. 80). Mediante los cuadros de movimiento (de las diferentes “lexías” narrativas) textual creados por Vauthier examinamos cómo los temas y fragmentos van viajando a lo largo de los borradores, hasta llegar a su ubicación definitiva, o asistimos a sus reduplicaciones como autocitas. Goytisolo también borró esos desplazamientos textuales, pero la crítica genética permite rescatarlos y ver el trabajo sobre los materiales que el autor utilizó para la narración. Por ejemplo, aquí se ve cómo Goytisolo toma un texto de un artículo de Walter Sullivan, cómo después lo “trasvasa” satíricamente a un artículo de prensa que publicó en El País en 1981, y cómo esa “lexía” narrativa acaba, casi sin alterar, en la versión definitiva de Paisajes después de la batalla:









[Vauthier, p. 133]

            Y, un poco más adelante, vemos cómo cambian las microunidades narrativas entre unas y otras variantes o borradores del mismo texto:





[Vauthier, p. 140]


            En resumen, esta poética narrativa de traslaciones fragmentarias lleva a Vauthier a colegir que “Juan Goytisolo nos invita, nos obliga hoy a aprehender el conjunto de sus obras como una sola obra en perpetuo movimiento” (p. 173).

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Sólo somos fragmentos
Andrés Ibáñez, Brilla, mar del Edén

En Fragmenta (1999), de Javier Pastor, cinco partes narrativas se ensamblan con la intención de contar cinco momentos distintos de la vida de una persona, Oskar. Cada una de las partes tiene un tono diferente, y van utilizándose diferentes personas (primera, segunda y tercera del singular) para contar las escenas, siempre dentro de un forma paragráfica disgregada. En una de las partes la narratividad se desmenuza hasta hacerse líneas, frases, desapareciendo incluso la idea de párrafo. Con esta tensión extrema, que encuentra antecedentes en la obra de Juan Goytisolo, Pastor parece intentar decirle al lector que la experiencia (cualquiera, pero especialmente la individual o biográfica) es irreconstruible, imposible de representar y que sólo podemos aspirar a fragmentos o retazos de la misma, a recuerdos parciales entrevistos como en un sueño[62]. “Una novela acabada puede erigir el fragmento en principio estructural, es decir, componerse de piezas sueltas que componen un conjunto, como un mosaico, un ‘patchwork’, un ‘collage’. En estos casos se trata de un fragmentarismo más que de fragmentariedad, o sea, de una técnica y de una posición estética, pero no de una insuficiencia de la obra”[63], escribe Marco Kunz. Basta pensar en la esquirlada El gran cuaderno (1987) de Agota Kristof, o en el archipiélago textual de El hueco que deja el diablo (2003), de Alexander Kluge, para entenderlo.


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De ver en unidad el ser disperso,
El mundo fragmentario donde viven.
Luis Cernuda, Como quien espera el alba

De un texto fragmentado antiguo (pensemos en los centenares de proposiciones sobre la relación entre mundo y lenguaje del Tractatus o en las variantes de Novalis sobre la verdad y la belleza en su Fragmenta), puede extraerse un tema, un leitmotiv que mueve toda la obra. Podemos –en resumen– decir “de qué va”. De ahí la genial broma de Woody Allen: “He leído Guerra y paz. Trata de Rusia”. Sin embargo, mientras los textos fragmentados son resumibles, los textos fragmentarios se resisten a la clasificación general y a la catalogación por el tema. ¿De qué habla Nocilla Experience (2009) de Agustín Fernández Mallo? Habla de 112 cosas, una –al menos–  por fragmento. No hay un leitmotiv final. No hay un “argumento”.

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Horizonte de sentido.

The common end of all narrative, nay, of all, Poems is to convert a series into a Whole.
Samuel T. Coleridge[64]

Deberíamos de buscar las causas para esta explosión o hiperabundancia de la escritura fracturada en nuestro tiempo. Amén de elecciones estéticas, que por supuesto las hay en todas las novelas anteriores, ya expuse en La luz nueva (2007) que esta construcción fragmentada a la que tiende la narrativa actual (y la poesía, pues cada vez son menos frecuentes los libros compuestos por un solo poema, e incluso éstos suelen partir de una fragmentación esencial, como viera Harold Bloom en The Waste Land), es consecuencia del modo en que recibimos la información en nuestros días. Lo sincopado del discurso informativo que nos bombardea a diario acaba por abrir una brecha en nuestro modo de procesarlo. Esto tiene un claro efecto en la escritura, puesto que un texto literario es también una información estética comunicable, dirigida a la creación de conocimiento (al menos, en los mejores casos; en el caso de los best-sellers los fines son más bien comunicativos o de entrenimiento). Los escritores tendemos inconscientemente a devolver la información de un modo similar a aquel en que la recibimos[65], y la construcción de nuestro mundo, incluso cerebralmente, es fragmentaria (véase a este respecto la opinión del neurocientífico David Eagleman[66]). Así también lo creen García Canclini[67], Alan Badiou,[68]John Patterson[69], Jonathan Crary[70], Óscar Cornago Bernal[71]y Jordi Gracia, quien sostiene en El intelectual melancólico (2011) que “el ciudadano construye (…) su percepción de la realidad necesariamente fragmentaria e incompleta”[72], la realidad como una “novela inmensa por la que deambulamos fragmentariamente”[73], según Alfonso García Villalba. Cada vez es más difícil sintetizar la imagen del mundo. Hace un siglo sólo se tenían noticias de lo que ocurría más allá de la provincia por los periódicos, y las emisiones programadas de radio no comenzaron hasta 1921; hace poco más de sesenta años la televisión vino a cubrir la información a través de imagen dinámica, pero ha sido Internet la que ha dinamitado todas las formas existentes de procesar, emitir, difundir y recibir la información. Roger Chartier dice sobre la información en el nuevo mundo digital que “los discursos ya no están inscritos en los objetos, que permiten clasificarlos, jerarquizarlos y reconocerlos en su propia identidad. Es un mundo de fragmentos descontextualizados, yuxtapuestos, de una recomposición indefinida, sin que sea necesario o deseado comprender la relación que los inscribe en la obra de la que han sido extraídos”[74]. Estamos en los albores de un cambio difícil aún de cuantificar o calibrar, pero que los artistas han captado rápida y naturalmente[75]. A mi juicio, seguramente discutible, Internet no es un invento como la radio o la televisión, es una innovación que va a cambiar el mundo y nuestra imagen del mismo, como lo hicieron el automóvil o la imprenta. De hecho, Internet es la cabal síntesis de un vehículo y una imprenta.

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El borrado del fragmento.

La mala prensa que tiene lo fragmentario en la actualidad puede venir ligada a la rémora, señalada por Terry Eagleton, de la necesidad de unidad en las obras, necesidad que algunos confunden con integridad, lo cual es una cosa distinta. Eagleton reacciona con dureza ante esta injustificada inercia secular: “¿Por qué las obras de arte no deben tener nunca un pelo descolocado? ¿Por qué todos y cada uno de sus rasgos deben estar insertos precisamente en su sitio y relacionados orgánicamente entre sí?”[76]. En realidad no importa mucho estar o no de acuerdo con Eagleton, puesto que las novelas fragmentarias pueden ser unas, sin que eso signifique que son (o están) íntegras, una cuestión irrelevante.

Ese miedo a la supuesta falta de capacidad unitiva crea uno de los tipos de fragmentarismo más interesante, que podríamos denominar negado o borrado, y que consiste en intentar borrar las huellas de una escritura fragmentaria cuyo autor es de súbito consciente del hecho e intenta disimularlo (es decir, un desplazamiento de la inseguridadque, para Susini-Antonopoulos, se atribuye al fragmento involuntario). Hemos visto un ejemplo con Goytisolo, pero habría otras formas menos palpables. Cuando se lee con detenimiento la novela Divorcio en el aire (2013) de Gonzalo Torné, se aprecia dentro de su excelente texto continuo que hay 12 clarísimas divisiones “capitulares”, que el autor ha borrado. Consciente de que cierta narrativa a la que Torné se ha opuesto en numerosas ocasiones utiliza el fragmento, su novela es un intento de hacer todo lo contrario, un texto sin interrupciones ni cortes, dirigido a demostrarla capacidad unitaria. Pero la unidad, como es natural y hasta humano, surge de las piezas o fragmentos, aunque sólo sea porque nadie puede escribir trescientas páginas de un tirón, ejercicio que llevaría numerosas semanas seguidas de vigilia y ayuno, algo fuera del alcance del cuerpo humano –por lo menos del mío–. Los doce capítulos de Divorcio en el aire están ahí, aunque no paragráficamente explicitados, y saltan con facilidad para el lector atento. Esto no quiere decir que el texto de Torné sea fragmentario, puesto que esas divisiones borradas no afectan a lo contado, elemento que para Ledia Dema es orientativo para valorar la fragmentación de un texto[77]. Pero hay lo que denominaríamos una tensión antifragmentaria, a mi juicio, que se explicita mediante ese pegamento narrativo radical.

            En cambio, un claro ejemplo de fragmentarismo borrado sería Alabanza (2014), de Alberto Olmos, una novela compuesta de pequeños fragmentos, en su mayoría originados por los apuntes para relatos –relatos muy breves, en realidad– que Sebastian, el escritor protagonista, intenta escribir sin éxito, y por las breves estampas memorialísticas que acuden a su mente. A pesar de que en cierto momento se deslizan duras palabras contra el microcuento[78], gran parte de la novela se construye precisamente a partir de microcuentos o microsituaciones, configuradas como borradores que, a la manera de las Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa (2007) del argentino Luis Chitarroni, constituyen en realidad la obra acabada o terminada por la adición de los mismos. Otras veces se mezclan microinjertos del pasado en la trama del presente, rompiendo el hilo de lo contado, de forma que la novela es en su inmensa mayoría reticular y fruto de la añadidura de bien escritos pequeños pecios. Sin embargo, Olmos opta por una textualidad continua, muy consciente de que cierta escritura innovadora de su entorno (de la cual, él también, ha abjurado en algunos de los posts de su blog y en la propia novela[79]) utiliza el fragmento como forma. Olmos, como Torné, borra la división, persigue la fantasía unitaria, niega la forma en que compone y con ello, mediante ese gesto de negación –psicoanalíticamente tan revelador–, revela la importancia que para él mismo tiene el fragmento, ese mal interno que hay que borrar o diluir tan cuidadosamente. “El arte”, dice Zizek en un texto sobre lo fantasmático, “es, por lo tanto, fragmentario, incluso cuando es un todo orgánico, pues siempre se apoya en su distancia de la fantasía[80].

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¿Es el fragmento un género?

Escribe Juan José Lanz:

Esa misma crisis de totalidad de la obra plantea una subversión del sistema genérico que sustenta tradicionalmente el sistema de valores literario. El fragmento, la escritura fragmentaria, es por naturaleza refractario a integrarse en un sistema de géneros literarios como el tradicional; más aún, cuestionando el modelo genérico de la literatura tradicional, subvierte el propio sistema de la escritura, situándose en los márgenes de la literatura y convirtiéndose en una alternativa plausible de aquello que justamente cuestiona. No es extraño que, salvo en algunos trabajos recientes, no se haya tratado hasta ahora al fragmento como un género literario, porque precisamente su propia esencia fragmentaria cuestiona los límites del propio sistema genérico.[81]

Pierre Garrigues ha expresado dos momentos de esa nueva consideración: la obra de Quignard, ya apuntada, y la de Barthes[82], y aunque esas posturas tienen interés (por cuanto aumentan la grieta en el edificio de la genericidad), estoy más de acuerdo con el propio Garrigues cuando explica que el fragmento no sería tanto un género como un conjunto de estrategias. Por eso hemos apuntado tres estrategias más arriba: silencio, forma y estructura. En realidad, considerar al fragmento otro género literario quizá no sería más que un movimiento destinado a consolidar la institución genérica, en vez de a combatirla. El fragmento no debe pedir permiso. Porque quizá, como decía Milagros Ezquerro, el fragmento narrativo es finalmente “una decisión estética y reivindicada como tal”[83].


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Concluyendo.

El ideal del fragmento sería incluso no ser un fragmento
Pierre Garrigues

Partiendo de conceptos de Edgar Morin, escribe Espinosa Rubio que “los textos tejen y destejen redes de sentido entre sí, a la par que encarnan múltiples perspectivas abiertas hacia lo real (…)se puede entender el texto fragmentario como el evento singular o acontecimiento concreto que introduce desorden y azar en el orden predeterminado de los sistemas teóricos. Algo así como el accidente o choque dialéctico que desencadena nuevas ideas u observaciones, estableciendo una retroalimentación entre ambos planos e instancias”[84].Hijo de la fractura y la división del discurso, el fragmento es la expresión de un profundo malestar, de un angst metafísico de disconformidad con nuestro entorno y nuestro quehacer creativo. Así es desde el punto de vista filosófico y desde el estético. Desde el primero, Amado Reixach ha escrito que “el fragmento es la forma que refleja la estimung vital de nuestro tiempo marcada por la ausencia y la desgana que surgen como reacciones ante la percepción de la inanidad de la realidad impuesta por Espectáculo y Biopoder”[85]. Desde la perspectiva estética, como ha explicado Alfredo Saldaña, “el fragmento supone un medio de expresión teórica y artística extraordinariamente representativo de la crisis y la complejidad características de nuestro tiempo. Su representación poética implica la marca de una pérdida, la señal de una ausencia, la constatación de que allí donde se oyó una voz ahora se escucha el silencio. El fragmentarismo, la desintegración, la discontinuidad y la ruptura heredadas de la modernidad afectan a las más diversas disciplinas y son, de esta forma, señales de una misma poética que se caracteriza por la presentación de la parte por el todo, modalidades de discurso que ilustran una misma crisis de la escritura resultante de la idea de que un conocimiento completo del mundo es, en realidad, imposible, pura apariencia, un espejismo, la ilusión vana de dicho conocimiento”[86]o, como remata Reixach, “el fragmento está vinculado a una estética de la insuficiencia y a una psicología de la impotencia, a la melancolía de saberse sin reposo”[87]. También para Domingo Hernández Sánchez era la melancolía, geopolítica en ese caso, lo que movía a los archiveros como Warburg, Richter, Serres, Sander o Benjamin, a componer en el siglo XX sus “atlas-archivo, globalizadores, ambiciosos, pluralistas, fragmentados, en momentos de crisis europea”[88], dando la razón al Davenport que decía que “esos ‘añicos’ son interesantes: durante un siglo el arte clásico había estado apareciendo en fragmentos en museos y colecciones. La fragmentación era la condición misma del pasado”[89].


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todo tiene un significado
todo ha sido meticulosamente
preparado para la gran hora
todo está roto a la perfección
Fernando Merlo[90]

Todo está roto
Y danza
Javier Moreno[91]

No obstante, permitámonos utilizar el principio esperanza, por citar a alguien, como Ernst Bloch, experto en utopías limitadas –y todo fragmento lo es–. Intentemos darle la vuelta a este Angst, a esta angustia estructural, y convertir su pathos en un ethos, su ansiedad nuclear en una consolación boeciana de la existencia. Permítanme apuntar que las novelas fragmentadas y fragmentarias pueden representar también nuestra humildad y nuestra consciencia de las limitaciones que tenemos como especie, como artistas, como pensadores. Sean comprensivos si me atrevo a plantear, con Iván Thays, que hay una nueva novela total que ya no está basada en el orden, sino en el desorden[92]. Tolérenme si digo que la fragmentación es un modo de aceptar que, como decía Leibniz, es difícil que siendo finitos podamos aspirar a entender o representar con propiedad conceptos infinitos. “Reaccionar contra lo fragmentario es absurdo”, reza una inmensa greguería de  Ramón Gómez de la Serna, “porque la constitución del mundo es fragmentaria, su fondo es atómico, su verdad es disolvencia”[93]. Déjenme alegrarme por la existencia de unos textos, de un creciente número de novelas, que no ponen la ambición al servicio de la soberbia, sino de la búsqueda. Permítanme terminar defendiendo esta estética literaria, consciente de que sólo seremos verdaderamente grandes cuando entendamos y aceptemos lo pequeños que somos.

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[1]“Desde hace mucho tiempo, no podemos aguantar ya nuestra época como un todo, dijo, sólo si la vemos como fragmento nos resulta soportable.”; Thomas Bernhard, Maestros antiguos;Alianza Tres, Madrid, 1990, p. 28.
[2] Michel de Montaigne, Ensayos; libro III, cap. IX, Cátedra, Madrid, 1998, p. 216.
[3]“En un ensayo publicado originalmente en 1984, Pascal Quignard (1986) proponía una lectura polémica sobre la fragmentariedad en la literatura moderna, que entroncaría con La Bruyère y no solo con Pascal, señalando el triunfo de lo discontinuo sobre el efecto de la relación”; Juan José Lanz, “Poéticas del fragmento y esquirlas dialógicas en la poesía española reciente (1992-2013)”, Ínsula, n.º 805-806 (enero-febrero), monográfico “Poesía española contemporánea”, 2014, [pp. 15-18]. La obra de Quignard es Une gêne technique à l’égard des fragments; Saint Clément, Fata Morgana, 1986.
[4] Confróntese el estudio de Françoise Susini-Anastopoulus, L’écriture fragmentaire: Définitions et enjeux (Presses Universitaires de France, Paris, 2003), donde analiza, entre otras, las obras de Novalis, Chamfort, Schopenhauer, Joubert, Musil, La Rochefoucauld, Schlegel, Lichtenberg, Blanchot, Valéry, Cioran o Nietzsche. Adorno escribe que “Benjamin (…) quedó obligado toda su vida a Friedrich Schlegel y Novalis en la concepción del fragmento como forma filosófica que, precisamente como quebradiza e incompleta, retiene algo de aquella fuerza de lo universal que se volatiliza en el proyecto integral”; T. W. Adorno, Sobre Walter Benjamin; Cátedra, Madrid, 1995, p. 39. Leibniz escribió: “siempre que vemos una obra semejante de Dios, la encontramos tan completa, que no se puede menos de alabar su belleza, mientras que cuando no se ve la obra entera, cuando sólo se examinan trozos y fragmentos de ella, no es extraño que no aparezca con claridad el buen orden que en ella existe.”; G. W. Leibniz, Teodicea, II, § 147. Para Carlos Thiebaut, “la forma del fragmento y el aforismo ha sido recurrente en la cultura occidental desde la Ilustración (…) y su resurgir como lugar central de la crítica cultural ha sido también recurrente cuando se producen agostamientos de los discursos académicos, siempre de carácter más programático”; citado en Alfredo Saldaña, No todo es superficie. Poesía española y posmodernidad; Universidad de Valladolid, Servicio de Publicaciones, Valladolid, 2009, pp. 219-220.
[5]“Susan Blackmore (…) afirma que el flujo de conciencia no existe. Que la continuidad es una construcción mental. Que la conciencia operaría de modo fragmentario y no como un río continuo de palabras sin signos que las puntúen. En ese caso, resultaría imposible que la percepción de los humanos fuera instantánea.”; Carlos Gómez, Artefactos; Sloper, Palma de Mallorca, 2012, p. 14.
[6]“La consciencia es enteramente fragmentaria. El intelecto por sí solo no sería sino un mero agregado de tan variopintas y entremezcladas representaciones, no pudiendo tenerlo con seriedad por nuestro guía”; A. Schopenhauer, Manuscritos berlineses (1828), § 259.
[7] Novalis, Gérmenes o fragmentos; versión de J. Gebser, Renacimiento, Sevilla, 2006, p. 19.
[8] T. S. Eliot, La tierra baldía, Cuatro cuartetos y otros poemas. Poesía selecta (1909-1942); Círculo de Lectores, Barcelona, 2001, p. 92.
[9]“Un pensamiento fragmentario refleja todos los aspectos de vuestra experiencia: un pensamiento sistemático refleja sólo un aspecto, el aspecto controlado, luego empobrecido”, Emil Cioran, Conversaciones; Tusquets, Barcelona, 1997,citado en José Martín Hurtado Galves, “Reflexiones ontológicas a partir del pensamiento de Cioran”, A Parte Rei. Revista de Filosofía, nº 60, noviembre 2008, p. 5, http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/hurtado60.pdf. “La escritura fragmentaria se acerca más que ninguna otra a las pulsaciones de la mente. No pensamos de forma continua; estamos a merced de los cortes, de la interrupción. Pensar es un proceso naturalmente discontinuo”; Ernesto Hernández Busto, La ruta natural; Vaso Roto, Madrid, 2015, p. 17. También: Ángel Cerviño, Kamasutra para Hansel y Gretel; Ediciones Eventuales, Madrid, 2007, p. 85.
[10] Michel Foucault, “Ariadna se ha colgado”, Entre filosofía y literatura. Obras esenciales, vol. I;Paidós, Barcelona, 1999, p. 328.
[11]L. Espinosa Rubio, “Pensamiento y fragmento. A propósito de Lichtemberg, Nietzsche y Adorno”, Isegoría, n. 16, 1997, p. 142. El propio autor recoge una cita de Habermas sobre Adorno muy interesante: “el aforismo como forma puede traer a lenguaje el secreto ideal de conocimiento que siempre abrigó Adorno, una idea que en el medio del habla argumentativa no puede expresarse o en todo caso no puede expresarse sin contradicción, a saber: que el conocimiento habría de romper la prisión del pensamiento discursivo y terminar en intuición pura”; Jürgen Habermas, Pensamiento postmetafisico;Taurus, Madrid, 1990, p. 259.
[12] J. Talens, El sujeto vacío; Cátedra, Madrid, 2000, p. 80.
[13] Sobre el fragmento como isla de sentido ha escrito Paul Chamberland: “Le fragment, émergence circonscrite, une île : il doit être lisible sans le recours à aucun autre [...] par ailleurs, le sens d’un fragment est susceptible de s’enrichir par effets de résonance, de composition — de sa mise en rapport avec l’environnement ‘contextuel’”; Le Courage de la poésie. Fragments d’art total; Les Herbes rouges, Montréal, 1981, p. 27.
[14] En esa misma línea: “Ahora, desde mi muerte a medio hacer, recuperaba los fragmentos de la tragedia. Fragmentos de cuerpos, de objetos, de pensamientos. Un mundo hecho pedazos, de imposible recomposición, esparcidos sin orden en el teatro ruinoso de mi memoria”; Félix de Azúa, Historia de un idiota contada por él mismo; Bibliotex, Madrid, 2001, p. 124.
[15]“se libra de la tiranía de la Obra y resiste a la presión del Uno y de la Totalidad, repensando de modo dinámico la relación entre la parte y el todo, el detalle y el conjunto”, François Susini-Anastopoulos, citado en Ledia Dema, “El discurso fragmentado: propiedades y estrategias enunciativas”, Bagubra, n. 2, (noviembre 2012), [pp. 124-30], p. 126.
[16]“En la Antigüedad el universo tenía una forma y un centro (…) Todo era un todo. Ahora el espacio se expande y se disgrega; el tiempo se vuelve discontinuo; y el mundo, el todo, estalla en añicos. Dispersión del hombre, errante en un espacio que también se dispersa, errante en su propia dispersión. (…) totalidad que ha dejado de ser pensable excepto como ausencia o colección de fragmentos heterogéneos”; O. Paz, “Los signos en rotación”, de El arco y la lira (1956), en Obras completas, I. La casa de la presencia. Poesía e historia; Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 1999, pp. 315-16.
[17] Maurice Blanchot, La conversación infinita; La Arena Libros, Madrid, 2008, p. 392. Según Blanchot, del Romanticismo es característica “la busca de una forma nueva de cumplimiento que movilice –haga móvil- el todo interrumpiéndolo y mediante los diversos modos de la interrupción. Esta exigencia de un habla fragmentaria, no para dificultar la comunicación, sino para hacerla absoluta”; M. Blanchot, La conversación infinita; op. cit., p. 460.
[18] Novalis, Gérmenes o fragmentos; op. cit., p. 41.
[19] Frank Kermode, Historia y valor. Ensayos sobre literatura y sociedad; Península, Barcelona, 1990, p. 174.
[20] F. Jameson, The Ancients and the Postmoderns. On the Historicity of Forms; Verso, London, 2015, p. 98.
[21] P. Valéry, Cuadernos (1894-1945); edición de Andrés Sánchez Robayna, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2007, p. 30.
[22] Andrés Sánchez Robayna, “Introducción”, en Paul Valéry, Cuadernos (1894-1945); op. cit., pp. 14-15.
[23] C. G. Jung, “Criptomnesia”, Obras escogidas; tomo I, RBA, Barcelona, 2006, p. 149.
[24] Adélaïde de Chatellus, “Del cuento hispanoamericano a las formas breves en lengua castellana: hacia lo universal”, en Francisca Noguerol, María Ángeles Pérez López, Ángel Esteban y Jesús Montoya Juárez (eds.), Literatura más allá de la nación: de lo centrípeto y lo centrífugo en la narrativa hispanoamericana del siglo XXI; Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2011, [pp. 155-165], pp. 156-57.
[25]“En este sentido, los libros de poesía o de fragmentos se parecen más a la vida, la cual siempre es recordada de manera desordenada o parcial, y para comprenderla sencillamente escogemos unos cuantos momentos dentro de toda la totalidad de vivencias. La poesía no continúa. La poesía es continuada por abismos. Nuestra vida es pedacería”; “El ‘yo’, digamos, no es más que la decisión que ha tomado alguien para convertirse en el eje en el cual se ata una serie increíblemente larga de clichés que por sí mismos serían insoportables”; Heriberto Yépez, 41 Clósets; Conaculta, Tijuana, 2005, p. 94.
[26] F. Noguerol, “Barroco frío: la última narrativa en español (1): el ‘realismo histérico’”, Imán. Revista de la Asociación Aragonesa de Escritores; n. 6, junio 2012, accesible en http://revistaiman.es/2012/05/18/barroco-frio/.
[27]“La escritura fragmentaria permite salir a flote cada cierto tiempo. Los escritores fragmentarios tienen pulmones débiles o, quizás, sean tímidos, incapaces de secuestrar la atención del lector durante mucho tiempo. Ante todo, no desean molestar.”; Javier Moreno, Alma; Lengua de Trapo, Madrid, 2011, p. 16.
[28]“(…) no, al hablar de la fragmentación no me refería al zapping, o no exclusivamente a él. La experiencia misma, la experiencia de la realidad, ya proponía un modelo de fragmentación. Sin necesidad de ponernos filosóficos, podíamos decir que con la vida pasaba lo mismo que con esta película. Humanos, reales, imperfectos y parciales por humanos y por reales, todo el tiempo nos estábamos perdiendo cosas importantes, eslabones esenciales para entender el gran relato general; después los reponíamos, con titubeos y errores. Era el recuerdo el que establecía el continuo; y como el recuerdo también era una realidad de la experiencia, también él estaba fragmentado”; César Aira, Las conversaciones; Beatriz Viterbo Editoria, Rosario, 2007, p. 104.
[29]“Fragmentos dispersos, sí, pero parte de un mismo casco y de una misma cabeza que tal vez puedan dar una idea de aquello que se hundió”, Rodrigo Fresán, El fondo del cielo; Mondadori, Barcelona, 2009, p. 25. Y más adelante: “La verdad es fractal. Se hace pedazos y se dispersa en infinitas direcciones. Así que cómo alcanzarla” (p. 36). “Dick intentó diseccionar ese encanto en fragmentos lo suficientemente pequeños como para poder almacenarlos, dándose cuenta de que la totalidad de una vida se podía definir en cuanto a los segmentos que la conformaban, y también comprendía que la vida luego de los cuarenta años podía ser observada con eficiencia sólo si se lo hacía a partir de fragmentos”; Francis Scott Fitzgerald, Tender is the night”; citado en Rodrigo Fresán, La parte inventada; Random House, Barcelona, 2014, p. 317.
[30] Dentro de la novela hay un guiño autoreferencial, en el que se lee: “expondría el proyecto de escritura de la novela, y fragmentariamente, muy fragmentariamente, historias de esas tres generaciones”; Kirmen Uribe, Bilbao-New York-Bilbao; Seix Barral, Barcelona, 2009, p. 136.
[31]Javier García Rodríguez, “El día que conocí a David Foster Wallace (respuesta al ‘acertijo pop 9’)”; Barra americana; DVD Ediciones, Barcelona, 2011, p. 117.
[32]“El observador podrá notar que dos jóvenes que dialogan en un boliche dicen alguna frase breve, y cada uno a su turno acerca el oído a la boca del otro para poder escuchar otra frase breve. La emisión y recepción de información tiene la misma extensión que un mensaje de texto o una entrada en Twitter. Con un conjunto de sílabas más o menos ordenadas, con un corto gorjeo, alcanza. Los patovicas pronto serán entrenados para detectar y expulsar a esos que se entregan al diálogo extenso, a contar largamente lo que sucedió o sucederá: esa retorcida costumbre de narrar lo que no existe ya”; J. P. Zooey, Los electrocutados; Alpha Decay, Barcelona, 2011, pp. 115-16.
[33] C. Apablaza, “Prólogo: una estrategia de exilio permanente”, en C. Apablaza (ed.), Voces -30. Nueva narrativa latinoamericana 2014; Ebooks Patagonia, Chile, 2014, [pp. 11-21], p. 16. Nikos Papastergiadis, citado por Scharm, explica que los procesos globalizatorios fuerzan a un “exercise in forging a sense of continuity and meaning out of discontinuous fragments”; en Heike Scharm, “Globalización y literatura del nuevo mundo”, en Gesine Müller y Dunia Gras Miravet (eds.), América Latina y la literatura mundial: mercado editorial, redes globales y la invención de un continente; Iberoamericana / Vervuert, Madrid, 2015, pp. 261-272, p. 265. Ver también José S. Monfort, “Levedad fantasmal”, Hermano Cerdo, agosto de 2011, http://hermanocerdo.com/2011/08/levedad-fantasmal/.
[34]“Fragmentar es orquestar. Técnica y estrategia, puerto y vehículo de navegación. Apenas atravesamos el espectro del pensamiento fragmentario, no se trata de una moda, las posibilidades son infinitas, sería una pena desperdiciarlas, darse la media vuelta porque un sector de la crítica nos quiera enclaustrar en un molde.”; J. Peón Iñiguez, “Defensa de la narrativa fragmentaria”, El Replicante, 10/11/2011, http://revistareplicante.com/defensa-de-la-narrativa-fragmentaria/.
[35]  “No entiendo el mundo, no lo abarco. Veo un árbol y un sistema político, digamos, pero eso es todo, cada cual por su lado: fragmentos, calderilla, cordeles”; Luis Landero, Entre líneas: El cuento o la vida; Tusquets, Barcelona, 2001, p. 28. “(…) no acabaré de encajar cada una de estas cosas en el relato, que se me convierte en una acumulación de fragmentos dispersos. En la lectura por entregas de las tardes de colegio leemos los libros como se leen los folletines, un fragmento cada cuando toca, un día a la semana, más o menos”; Javier Pérez Andújar, Los príncipes valientes; Tusquets, Barcelona, 2007, p. 15. “El arte del fragmento es un impresionismo del espíritu. Basta tomar distancias para ver perfilarse un rostro en el papel”; Eduardo García, Las islas sumergidas; Cuadernos del Vigía, Granada, 2014, p. 66. “Todo lo que vivimos y lo que comprendemos es fragmentario. Grandes trozos incandescentes de tiempo flanqueados de sueño y oscuridad, eso es una vida humana. ¿A qué clase de plenitud podemos aspirar?”; Andrés Ibáñez, Brilla, mar del Edén; Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2014, p. 736. “Lo que tú has hecho, Óscar, ha sido crear con las ruinas, con los restos. Construir un gran relato con las obras de relatos ya fragmentarios y deconstruidos”; Juan Trejo, La máquina del porvenir; Tusquets, Barcelona, 2014, p. 397. “Si sólo pueden decirse fragmentos, ¿no debieran recurrirse a aquellos que mejor que mejor explican todo o nada?”; José Óscar López, “Viaje imaginario”, Llegada a las islas; Baile del Sol, Tenerife, 2014, p. 15. “Eran otros tiempos, sin duda, antes de la revolución digital que pixelará nuestra mente y hará que no sea continua, sino cuántica, como si la modernidad, para añadir nitidez, no tuviera más remedio que recurrir a un fragmentarismo puntillista”; Miguel Serrano Larraz, Autopsia; Candaya, Barcelona, 2014, p. 295. Probando que “(…) la polifonía, la fragmentación y la errancia aparecen como estrategias de subversión de nociones como las de verdad o autoridad acuñadas por Occidente”; Belén Gache, Escrituras nómades. Del libro perdido al hipertexto; Trea, Gijón, 2006, p. 19.
[36] Martin Heidegger, De camino al habla; Odós, Barcelona, 1987, p. 206.
[37] Wilhelm von Humboldt, Sobre la diversidad de la estructura del lenguaje humano y su influencia sobre el desarrollo espiritual de la humanidad; ed. de Ana Agud, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 231.
[38] W. von Humboldt, íbidem, p. 151.
[39]Ángel Herrero, El decir numeroso. Esquemas y figuras del ritmo verbal; edición electrónica, Universidad de Alicante, Servicio de Publicaciones, Alicante, 1995, p. 19.
[40] El escritor peruano Daniel Alarcón escribía en un artículo titulado “Odio el chat” (Etiqueta negra, nº 27, agosto 2005, p. 39), que aborrecía el chat “porque promueve la idea ficticia de que lo único que importa en una conversación son las palabras”.
[41] J. J. Lanz, La poesía española durante la transición y la generación de la democracia; Devenir, Madrid, 2007, p. 172.
[42] Ludwig Wittgenstein, Movimientos del pensar. Diarios 1930-1932 / 1936-1937; Pre-Textos, Valencia, 2000, p. 35.
[43]“Es ese mismo carácter narrativo de muchos poemas extensos el que impone una estructura común a la mayoría de ellos. En ese terreno trazado por el poema (como decíamos, lleno de desviaciones) se da, a través de sus fragmentos, una combinación funcional de elementos recurrentes con elementos innovadores. Así pues, la mayoría de los poemas largos modernos se estructuran en fragmentos”; Juan José Rastrollo Torres, “Hacia una caracterización del poema extenso moderno”, Revista Forma, vol. 4, Barcelona, Universitat Pompeu Fabra, 2011, [pp. 103-115], p. 107, accesible en http://www.upf.edu/forma/es/otono11/rastrollo.htm.

[44] Carta de Martín Gaite a Juan Benet de 6 de mayo de 1966, en Carmen Martín Gaite y Juan Benet, Correspondencia; edición de José Teruel, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2011, p. 111.
[45] Carmen Martín Gaite, Lo raro es vivir; Anagrama, Barcelona, 1999, p. 176.
[46] P. Sloterdijk, Has de cambiar tu vida; Pre-Textos, Valencia, 2012, p. 160.
[47] Andreas Hyussen, “Lo ‘post’ sigue perturbándome”, http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1277564.
[48] J. Goytisolo, “El libro negro”, La jornada, 17/05/1998, accesible en http://www.jornada.unam.mx/1998/05/17/sem-goytisolo.html; véase también J. Goytisolo, “El palimpsesto de la historia”, El País; 13/10/2006, accesible en http://elpais.com/diario/2006/10/13/cultura/1160690402_850215.html.
[49] J. Goytisolo, “La ciudad palimpsesto” (1987), includido en J. Goytisolo, Obras completas, V. Autobiografías y viajes al mundo islámico; Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2007, p. 835.
[50]“La necesidad de dar una visión totalizadora de Dublín obliga a Joyce a presentar fragmentos que no mantienen entre sí una coherencia cronológica ni narrativa, fragmentos de un complicado y antiguo rompecabezas; pero de un rompecabezas que nunca aparecerá completamente aclarado, pues muchas de sus partes faltarán, otras permanecerán en las tinieblas o serán apenas entrevistas.”; Ernesto Sábato, El escritor y sus fantasmas; Círculo de Lectores, Barcelona, 1994, p. 102.
[51] José Muñoz Millanes, Modos y afectos del fragmento; Pre-Textos, Valencia, 1998, p. 150.
[52] Véase al respecto, apuntando la diferencia con la fragmentación diarística, José Muñoz Millanes, Modos y afectos del fragmento; Pre-Textos, Valencia, 1998, p. 53.
[53] F. Noguerol, “Barroco frío: la última narrativa en español (1): el ‘realismo histérico’”, íbidem.
[54] M. Agudo Ramírez, La poética romántica de los géneros literarios: el poema en prosa y el fragmento; tesis doctoral, dir. Pedro Aullón de Haro, Universidad de Alicante, 2004, p. 286. Vale la pena tener en cuenta esta cita de Schleiermacher: “Si de una gran obra de arte no considerarais más que un fragmento particular y si, a su vez, en las partes concretas de este fragmento percibís contornos y proporciones totalmente bellos de por sí, que están contenidos en este fragmento y cuyas reglas cabe descubrir enteramente a partir del mismo, ¿no os parecerá entonces el fragmento más bien una obra de por sí que una parte de una obra? (F. Schleiermacher, Über die Religion. Reden an die Gebieldeten unter ihren Verächtern, en Schleiermachers Werke, tomo IV, Frizt Eckardt Verlag, Leipzig, 1911, p. 260)”; traducción de Alejandro Martín Navarro, en Friedrich Schlegel, Ideas con las anotaciones de Novalis;Pre-Textos, Valencia, 2011, p. 144.
[55] María Zambrano, El sueño creador (1965), en La razón en la sombra. Antología crítica; edición de Jesús Moreno Sanz, Siruela, Madrid, 2004, p. 370.
[56]“Se ha hablado mucho de la escritura fragmentada de Kafka, de su modo de expresión con fragmentos. La muralla china es precisamente la forma de contenido que corresponde a esta expresión” apenas los obreros acaban de terminar un bloque cuando ya los estás mandando muy lejos a hacer otro, y dejan por todos lados brechas que quizás nunca serán llenadas. (…) La discontinuidad se impone tanto más en Kafka cuanto que hay representación de una máquina trascendente, abstracta y cosificada”; Gilles Deleuze y Felix Guattari, Kafka. Por una literatura menor; Ediciones Era, México D.F., 1978, p. 105.
[57] Wolfgang Iser, The Implied Reader. Patterns of Communication in Prose Fiction from Bunyan to Beckett; The Johns Hopkins University Press, Baltimore and London, 1974, p. 136. Iser considera (p. 139) que no puede hablarse de torrente o flujo de conciencia porque no hay temporalidad sucesiva, sino cortada y fluctuante.
[58] A partir del studio de Boris Eikhenbaum sobre el fragmento en Tolstoi, escribe Jameson que “We must consequently posit the Tolstoyan character not as some organic unity, but as a heterogeneity, a mosaic of fragments and differences held together by a body and a name”; Fredric Jameson, The Antinomies of Realism; Verso, New York, 2013, p. 89.
[59] Lluis Ballester Brage y Antoni J. Colom Cañellas, “Hermenéutica del discurso fragmentario en Walter Benjamin”, Revista de Filosofía, vol. 38, nº 2, 2013, [pp. 117-133],
[60] Bénédicte Vauthier, “Más allá de la génesis: Mosaico intertextual”, en Juan Goytisolo, Paisajes después de la batalla; preliminares y estudio de crítica genética de Bénédicte Vauthier, Universidad de Salamanca, Salamanca, 2012, p. 79.
[61] A. Sánchez Robayna, “Introducción” a J. Goytisolo, Paisajes después de la batalla; Espasa-Calpe, Madrid, 1990, [pp. 11-38], p. 16.
[62]“O sea, en palabras perfectas de Chomsky, la agudeza de nuestro entendimiento sobrepasa con creces lo que recibe a través de la experiencia… o, lo que es lo mismo (…) reconstruimos el cristal con fragmentos de vidrio dispersos… ¿cómo aprendimos a hacerlo?... es decir, desde luego yo no fui a la escuela de fragmentos, ¿y tú?”; Evan Dara, El cuaderno perdido; Pálido Fuego, Málaga, 2015, p. 264, traducción de José Luis Amores.
[63] Marco Kunz, El final de la novela. Teoría, técnica y análisis del cierre en la literatura moderna en lengua española; Gredos, Madrid, 1997, p. 99.
[64]Citado en Thomas McFarland, Romanticism and the Forms of Ruin: Wordsworth, Coleridge, and Modalities of Fragmentation; Princeton University Press, Princeton, 1981, p. 51.
[65] Y esto es así siempre, porque todas las novelas tienen una importante carga informativa. Si a finales del XIX y principios del XX se escogía la forma de resumir noticias de periódicos para contextualizar la trama (pensemos en cómo Dupin lee los periódicos para reconstruir el caso de “El misterio de Marie Rogêt”, de Edgar Allan Poe), las novelas posteriores iban creando nuevos procedimientos: Stanislaw Ignacy Witkewicz, en Insaciabilidad (Despertar) (1930), incluyó diversos párrafos en tipo menor que comienzan con la palabra “Información:” cuando quería aclarar algún extremo del argumento o de la época (cf. edición de Eutelequia, Madrid, 2013, pp. 63 ó 73, traducción de Emilia Poplawska).
[66] Cf. David Eagleman, Incógnito. Las vidas secretas del cerebro; Anagrama, Barcelona, 2013, p. 40.
[67]“Los otros dos rasgos con que se reestructura la cultura y la vida cotidiana son la abundancia inabarcable de información y entretenimiento y, al mismo tiempo, el acceso a fragmentos en un orden poco sistemático o francamente azaroso. Estas no son características sólo de los jóvenes con baja escolaridad, sin suficientes encuadres conceptuales y vasta información como para seleccionar y ubicar el alud de estímulos diarios. Es verosímil la hipótesis de que la fragmentación y discontinuidad se acentúan en los jóvenes de clases medias y altas, precisamente por la opulencia informativa y de recursos de interconexión”; Néstor García Canclini, Diferentes, desiguales y desconectados. Mapas de la interculturalidad; Gedisa, Barcelona, 2006, p. 173.
[68]“Respecto de la dimensión universal [de la filosofía] nuestro mundo ya no es apropiado para ella, porque, como sabemos, es un mundo esencialmente especializado y fragmentario. Está disgregado en respuesta a las demandas de las innumerables ramificaciones de la configuración técnica de las cosas, del aparato de producción, de la distribución de los salarios, de la diversidad de funciones y habilidades. Y los requerimientos de esta especialización y fragmentación hacen difícil percibir lo que puede ser dado como transversal o universal, o lo que puede ser válido para todo pensamiento”; Alan Badiou, La filosofía, otra vez; Errata Naturae, Madrid, 2010, p. 51.
[69]“in all of our minds these days (…) narratives are not confined to the medium they were born in; they are part of the larger collage that we all construct from the fragments of everything we watch, read, hear and surf.”; John Patterson, “You’ve Lost the Plot!”, The Guardian Guide, 1 December 2007, p. 6.
[70]“la sociedad espectacular no está irrevocablemente destinada a convertirse en un estricto régimen de separación o en una amenazadora movilización colectiva. En lugar de ello se convertirá en un collage de efectos fluctuantes en los que los individuos y los grupos se reconstituirán continuamente –ya sea creativa o reactivamente–”; Jonathan Crary, Suspensiones de la percepción. Atención, espectáculo y cultura moderna; Akal, Madrid, 2008,p. 349. Antes había dicho: “el que nuestras vidas estén compuestas de retazos de estados inconexos no es una condición ‘natural’, sino el resultado de la densa y profunda remodelación de la subjetividad humana que ha experimentado Occidente durante los últimos ciento cincuenta años” (p. 11).
[71]“Asimismo, la televisión va a llevar más allá algunos principios estéticos de la Modernidad, como la fragmentación, el ritmo acelerado, el collage o yuxtaposición de materiales diversos, el principio del montaje, la desintegración de la realidad desde una mirada cercana o la tactilidad de la imagen”; Óscar Cornago Bernal, Resistir en la era de los medios. Estrategias performativas en literatura, teatro, cine y televisión; Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2005, p. 277.
[72] J. Gracia, El intelectual melancólico; Anagrama, Barcelona, 2011, p. 53.
[73] Alfonso García Villalba, Esquizorrealismo; Ediciones de aquí, Benalmádena, 2014, p. 102.
[74] R. Chartier, “L’avenir numérique du livre”, Le Monde, 26/09/2009, citado y traducido por Anaclet Pons, El desorden digital. Guía para historiadores y humanistas; Siglo XXI, Madrid, 2013, p. 187. El propio Pons dice en otro momento de su tratado: “En suma, siempre hemos hecho una lectura parcialmente fragmentaria, a veces incluso superficial, de los textos a nuestro alcance. No hay nada nuevo, pues, en la pantalla digital, excepto el peso que ha adquirido, ni en la forma en la que recuperamos la información, con la salvedad de que ahora se requieren unas habilidades que hemos de perfeccionar” (p. 117).
[75]“No empezaré por el principio. Soy incapaz de remontarme al origen, soy incapaz de recordar mi vida en orden cronológico, ni siquiera los diez últimos años. Vivo de un modo fragmentario y recuerdo de un modo fragmentario. Cada uno de mis días es un laberinto dentro de otro laberinto mayor, y lo que puedo recuperar de ellos (…) no es más que un continuo recuerdo del instante anterior, son lagunos de los intentos fallidos de encontrar la salida del laberinto”; Germán Sierra, El espacio aparentemente perdido; Debate, Madrid, 1996, p. 8.
[76] Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 43, p. 77. Recordemos que “(…) la obra moderna ha puesto en duda la unidad, ha dado más importancia a las composiciones fragmentarias y desestructuradas”; Antoine Compagnon, El demonio de la teoría. Literatura y sentido común; Acantilado, Barcelona, 2015, p. 297.
[77] Ledia Dema, “El discurso fragmentado: propiedades y estrategias enunciativas”, Bagubra, n. 2, (noviembre 2012), [pp. 124-30], p. 129.
[78]“María y cualquiera de sus amadas se merecían algo mejor que un microrrelato, esa literatura vaticana, andorrana, monegasca. Esa miseria”; Alberto Olmos, Alabanza; Literatura Random House, Barcelona, 2014, p. 110.
[79]“El Editor (…) había notado que cada generación escribía libros más breves que la anterior, más fragmentados además; como si la literatura viviera un proceso de consunción y fuera a acabar siendo el punto final de una frase que ya dio desgana escribir”; Alberto Olmos, Alabanza; op. cit., p. 304.
[80] Slavoj Zizek, El acoso de las fantasías; Siglo XXI, Madrid, 1999, p. 27.
[81] Juan José Lanz, "Para una poética del fragmento", en Juan Carlos Abril (ed.), Gramáticas del fragmento. Estudios de poesía española para el siglo XXI; El Genio Maligno, Sevilla, 2011, pp 13-31.
[82]“La presentación de Barthes, tal como está sintetizada en La literatura en Francia después de 1968, pone el acento de forma muy pertinente en la noción de fragmento como desintegración de los géneros. En efecto esta abolición de los géneros se opera en una pluralidad que tiene un punto en común, el deseo. De hecho, todo el texto es desde ese momento un fragmento de un texto más general, pero no totalizante, el literario”; Pierre Garrigues, Poétiques du fragment; Klinksieck, Paris, 1995, p. 384.
[83] Cf. A. de Chatellus, Hibridación y fragmentación. El cuento hispanoamericano actual; Visor, Madrid, 2015, p. 191.
[84] Luciano Espinosa Rubio, “Pensamiento y fragmento. A propósito de Lichtemberg, Nietzsche y Adorno”, Isegoría n. 16, 1997 [p. 141-161], p. 160.
[85] Amado Reixach, “Contra ‘Uno’. La melancólica pulsión fragmentaria”, Tropelías, nº 15-17, 2004-2006, p. 575.
[86] Alfredo Saldaña, No todo es superficie. Poesía española y posmodernidad; op. cit., p. 222.
[87] Amado Reixach, op. cit., p. 578.
[88] Domingo Hernández Sánchez, La ironía estética. Estética romántica y arte moderno; Universidad de Salamanca, Salamanca, 2002, p. 171.
[89] Guy Davenport, Objetos sobre una mesa. Desorden armonioso en arte y literatura; Turner, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2002, p. 57.
[90] F. Merlo, “Aclaraciones”, Todo está roto a la perfección; Francisco Cumpián Editor, Málaga, 2014, p. 21.
[91] Javier Moreno, La imagen y su semejanza; La Garúa, Santa Coloma de Gramenet, 2015, p. 19.
[92]  “Quizá ésa sea la gran diferencia, además, entre las Novelas Totales que se planteaba el boom y las que nos planteamos ahora. En el boom, la totalidad era la ambición que buscaba coger el mismo tema por diversas aristas, hasta completar el prisma. Actualmente, la totalidad radica en el desorden que nos hace entender que todas las líneas, aun las más absurdas o arbitrarias, pertenecen a la misma línea oscilante y derivativa”; Iván Thays, “Andreas se duerme”, en VVAA, Palabra de América; Seix Barral, Barcelona, 2004, p. 193.
[93] Ramón Gómez de la Serna, Greguerías: Selección, 1910-1960; Espasa Calpe, Madrid, 1972, p. 22.



Gomez Toré

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José Luis Gómez Toré, Un corte que no sangra; Trea, Gijón, 2015.
José Luis Gómez Toré, El roble de Goehte en Buchenwald; Libros de la resistencia, Madrid, 2015.


Es ilegible tanta transparencia.
J. L. Gómez Toré, Un corte que no sangra

Todo libro de ensayo se propone, en buena medida, un objetivo próximo y otro remoto; el primero sería el argumento o propósito argumental del libro en particular; el objetivo remoto busca siempre insistir en una línea argumental de la cultura contemporánea; es decir, en seguir las huellas de una corriente intelectual, ya sea para destruirla o deconstruirla, ya sea para afianzarla. En ese sentido, podríamos decir que la intención próxima de El roble de Goehte en Buchenwald (2015) de Gómez Toré es hacer una aproximación filosófica al tema del Mal del Holocausto a través de la figura o símbolo (con las precisiones que en el propio ensayo se marcan) del roble que fue conservado por los nazis dentro del campo de concentración de Buchenwald debido a su relación con Goethe. La intención remota del ensayo de Gómez Toré sería la de plantearse la pertinencia de seguir contando Auschwitz una y otra vez, un tema sobre el que hay muchos libros escritos, muchísimos, unidos todos por el mismo objetivo remoto: la necesidad de seguir hablando de Auschwitz para que no se (nos) olvide.



La celebérrima aserción de Adorno acerca de la imposibilidad de escribir después de Auschwitz gana, a mi juicio, mucho interés si se la entiende no de modo cronológico, sino referida al peligro de escribir alegremente post-Auschwitz, en el sentido de dejarlo atrás, de olvidarlo. Por lo tanto, y en contra de lo que muchas veces se ha entendido, lo criticado por el filósofo alemán no sería el hecho de escribir después, sino de escribir como si no hubiera sucedido. Creo que Gómez Toré asume esta visión cuando escribe –magníficamente –que el mayor problema del Holocausto es su indecibilidad, a pesar de tanta literatura (y cinematografía) realizada al respecto:

La extrañeza del lector es también la extrañeza del mundo que emerge tras Auschwitz. Un mundo para el que difícilmente tienen cabida categorías aristotélicas como catarsis o verosimilitud y que, por eso, se nos antoja a menudo irrepresentable, porque encaja difícilmente en nuestras estructuras clásicas de representación. Comprender la dificultad de hablar de Auschwitz sin estetizar el horror implica también no caer en la tentación de lo impronunciable. Hay que esforzarse por evitar esa especie de mística perversa en torno al crimen, una actitud mistificadora que, de manera inconsciente, prolonga la violencia. (p. 42)

En efecto, no hay que confundir lo impronunciable con lo indecible: la segunda postura habla mientras que la primera permanece en el silencio. La indecibilidad habla sin encontrar las palabras, o lo hace mediante otro tipo de sonidos inadecuados; Magris ponía un ejemplo literario de indecibilidad a este respecto: “Poldy Peck, un irónico sobreviviente del Holocausto (...) vive en Polonia, en calidad de viejo náufrago y funambulista de muchas catástrofes. En su Libro de los silbidos (1980) (...) el superviviente se dedica a silbar con nonchalance acerca de cualquier cosa (...) en estos silbidos Beck se implica a sí mismo y a sus versos. (…) Después de Auschwitz, ha dicho Adorno, es imposible escribir lírica, y Poldy Beck parece una encarnación viviente de esa sentencia, aunque modificada por la predilección centroeuropea hacia la sombra y el disimulo”[1]. Silbidos, balbuceos (Celan), repeticiones, textos impenetrables o herméticos, textos que hablan del Holocausto aunque parecen hablar de otra cosa (el Tynset de Hildesheimer), emitidos porque es imposible no emitir signos. Lo interesante del caso de Poldy Beck es que tuvo que dejar por escrito esa imposibilidad de escribir, de la misma forma que Primo Levi no dejó de representar lo irrepresentable, como recuerda Zizek[2]. Hay un pathos irresuelto ahí, que constituye el centro de esa neurosis europea que Gomez Toré intenta trascender, y que se resuelve en una perpetua necesidad de comunicación. También algo de esa necesidad de presencia de la tragedia en nuestro tiempo está en el memorable discurso de Juan Gelman al recoger el premio Rulfo, transcrito parcialmente en El roble de Goehte en Buchenwald (pp. 111-12).



En suma, este ensayo nos trae de nuevo ante los ojos lo más importante sobre el Holocausto: que no se puede explicar, pero se puede y se debe decir esa imposibilidad; que la cultura posterior al mal absoluto pierde su dignidad si no asume en su interior esa pérdida y esa imposibilidad estructural de narrarlo; que nuestra obligación es recordar, recordarnos, esos límites, una y otra vez, al menos de cuando en cuando.





*



En su último poemario, Un corte que no sangra(Trea, 2015), José Luis Gómez Toré desarrolla un proyecto estético que en principio parece no tener nada que ver con el ensayo anteriormente comentado; sin embargo, una lectura atenta nos hace darnos cuenta de algunas concomitancias, por ejemplo, la preocupación sobre el lenguaje:






O la reflexión sobre el problema de los símbolos como vehículo de expresión de ideas. Del mismo modo que El roble de Goehte en Buchenwald comienza preguntándose con Joseph Roth sobre las posibilidades expresivas del símbolo y sus limitaciones, en el poema “Guadarrama” se pone en cuestión el topos del agua como metáfora, culminando el poema con estas reveladoras palabras: “El río es un anciano de andares achacosos / que repite su historia. / Salva fragmentos de espejo, / mezclando en sus despojos reliquias y basura, / un érase una vez, / pero qué empieza” (p. 29). Son reveladoras porque niegan cualquier posibilidad de revelación: la mirada de indagación está ahí, sí, pero sólo consigue aporías, miradas al sesgo, callejones sin salida, más preguntas que respuestas. “No sé que significa / si acaso significa, / la alianza que pacta / tu cuerpo con la música” (p. 15), se lee en el primer poema del libro, que camina en la misma perplejidad. El libro se abre con un poema sobre la condición inasible de la belleza  termina con un texto titulado “No es la belleza”, reconociendo así su autoconsciencia y su circularidad.  Colección de instantes (eso es “el corte que no sangra”, según Levinas), visión de la naturaleza capturada en momentos y lugares donde su luz habla por sí misma sin necesidad de hilar referencias o culturalismos con ella, El corte que no sangra interpela a su lector de un modo oblicuo e inesperado, como ese vencejo que la mirada del poeta convierte (p. 45) en flecha.

Aprovecho para agradecer a Trea y a Libros de la resistencia su continuo trabajo en aras de una literatura profunda, seria y alternativa.




[Relación con autor y editorial: ninguna]


[1] Claudio Magris, El anillo de Clarisse (1984); Península, Barcelona, 1993, p. 437.
[2]“Levi hizo la misma observación, a su manera directa y simple, cuando dijo que lo que los nazis hacían a los judíos era tan irrepresentable en su horror que, incluso si alguno sobrevivía a los campos, no sería creído por los que no estuvieron allí”; Slavoj Zizek, Viviendo en el final de los tiempos; Akal, Madrid, 2012, p. 310.

Lectura riechmanniana de Chejfec o lectura chejfequiana de Riechmann

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Diálogo entreÚltimas noticias de la escritura, de Sergio Chejfec y Poemas lisiadosde Jorge Riechmann.

Sergio Chejfec, Últimas noticias de la escritura; Entropía, Buenos Aires, 2015.
Jorge Riechmann, Poemas lisiados; La Oveja Roja, Torrejón de Ardoz, 2012.




            En la página de créditos de Poemas lisiados (2012) de Jorge Riechmann leemos: “La maqueta de esta obra sigue la base de un cuadernillo de notas adquirido por el autor en la extinta RDA a cambio de 0’95 marcos orientales”. No queda del todo claro si el libro editado es el cuaderno (es decir, si contiene los poemas escritos originalmente en el cuaderno alemán), o si es como el cuaderno, imitando su aspecto paginal. A la primera posibilidad parece remitir el hecho de que se incorporen poemas manuscritos por el autor:  





El último libro del narrador y ensayista argentino Sergio Chejfec, Últimas noticias de la escritura (2015), publicado por Entropía en Argentina y por Jekyll & Jill en España, también tiene relación con un cuaderno. Casi a su comienzo, su autor declara: “Este libro puede ser leído como la historia de una libreta. Me refiero a un cuaderno de apuntes o carnet de notas, no sé cómo llamarlo mejor, en definitiva da igual, que llevo conmigo desde hace una buena cantidad de años” (p. 13).

Ambos libros arrojan cuestiones prácticas y teóricas sobre la materialidad del acto de escribir. En los dos libros hay texto de imprenta y texto manuscrito, impresión y reproducción. En ambos el soporte de escritura original busca perdurar de algún modo a través de la versión impresa, sobreviviendo a las planchas de impresión e incluso a la manipulación digital que ha convertido a esos textos en los volúmenes que son ahora. Estos son los parecidos, y luego veremos alguno más; las diferencias son, sin embargo, notorias: el libro de Riechmann es un poemario más de los suyos, alterado por la convivencia de poemas normales y poemas manuscritos, mientras que el de Chejfec es un libro fronterizo, a medio camino entre el ensayo y el dietario. Para volver más difíciles las cosas, he leído la versión de Últimas noticias de la escritura publicada por Entropía en una versión fotocopiada, solicitada al poseedor del original (un semiótico de origen argentino radicado en Barcelona y profesor de Universidad, culé y macluhaniano, cuyo nombre ocultaremos por si las moscas) porque ignoraba que iba a ser publicada por Jekyll & Jill en breve plazo. Así que al leer la fotocopia de un libro que es a la vez imagen de un cuaderno, he trabajado sobre el fantasma de un fantasma.

En realidad, ninguno de los dos libros citados es un cuaderno o una libreta. En el caso de Poemas lisiados, tras preguntarle a Riechmann me responde por correo electrónico que no es la reproducción de un cuaderno real (aunque trabaja en ese formato y lleva 178 cuadernos escritos a mano desde 1985), sino que intentó conseguir ese efecto de lectura, incrementado mediante la inserción de escritura manuscrita (supongo que escaneada). Tampoco el de Chejfec es el “cuaderno verde” del que se reproducen algunas páginas (véase pp. 15 y 110), sino la historia del mismo o una reflexión suscitada por la historia del cuaderno verde.

A consecuencia de este origen digamos híbrido de ambos textos, la otra cosa que tienen en común es su condición factográfica, según el concepto del profesor Víctor del Río[1], de forma que constituyen no sólo un discurso ensayístico o poemático, sino también un proceso de documentación –o su simulacro–de algunos temas, opiniones y asuntos incluidos en ellos.

Uno de los elementos más relevantes de Últimas noticias de la escritura es su extraordinaria finura y perspicacia para abordar cuestiones relativas a la autoría, la escritura y la oscilación entre materialidad e inmaterialidad a la hora de percibir el hecho literario. Por ejemplo, Chejfec reflexiona en varios lugares sobre las ideas de perduración y su diferente estatuto en cada tipo de texto, impreso o digital. En contra de otras opiniones, como las de Alessandro Cavaliere, para quien el libro es la imagen de lo textual inamovible y duradero[2], Chejfec apunta que el objeto libro declina con el tiempo y está muy sujeto a los azares de su materialidad, mientras que “la textualidad digital (…) sostiene una promesa de permanencia sin cambios” (p. 51). Es cierto que, solucionados hipotéticamente los problemas inherentes a los soportes virtuales (perdurabilidad del formato, conflicto de lenguajes informáticos, necesidad de discos duros o servidores, etc.), el texto se conserva idéntico a sí mismo de forma permanente. Tengo archivos en la carpeta de “Mis documentos” que tienen más de 20 años y que puedo leer o sobrescribir sin problemas, iguales a sí mismos desde el primer día; en cambio, hay volúmenes en mi biblioteca publicados 15 años atrás con los que el tiempo ha sido inclemente y están muy fatigados, ya sea por el uso, las sucesivas mudanzas de domicilio o la degradación del papel con que fueron publicados. Ya hemos escrito en otro lugarsobre la volubilidad y fácil obsolescencia de los soportes digitales (aunque hoy en día, como recordaba otro semiótico argentino y fan de Messi afincado en Barcelona, Carlos Scolari, todos los procesos de edición son digitales en todo o en parte), pero lo cierto es que llevo trabajando sobre los mismos archivos de Word desde 1993. En los últimos meses estoy regresando a la materialidad creando con mis propias manos, en un proceso por completo artesanal, los cuadernos en los que escribo, sea mediante encuadernación tradicional o japonesa. No tengo claros los motivos, ignoro si mueve esa inclinación un fetichismo gremial (al que se refiere Chejfec en las primeras páginas de su ensayo, cuando narra sus experiencias como copista), o una voluntad de controlar todas las fases del proceso de escritura, pero sigue existiendo una tensión de no abandonar de todo el objeto, la dimensión objetual del hecho de escribir. Disculpen este apunte personal, pero creo que tiene mucha relación con lo que se intentan esclarecer aquí.



Chejfec es muy consciente de las diferencias entre escribir en digital y en papel, sabe que ni se escribe igual (p. 43ss) ni se lee igual, ni siquiera tratándose del mismo texto, como explica agudamente a partir de un breve fragmento de Zama (pp. 52-54). Es muy difícil caminar en ese delgadísimo filo, explicando variaciones tan sutiles y fantasmagorías en apariencia inaprensibles, pero ese es el territorio natural de la escritura chejfequiana, como sabrá cualquiera que haya leído sus novelas. Es en ese punto donde más valor tiene la reflexión del argentino, puesto que arroja luz sobre cuestiones complejas de elucidar y en las que el poder argumentativo puede depender más del talento en enunciar las hipótesis que de su poder de convicción. Pero ahí Chejfec es imbatible y tras leer sus opiniones es imposible no estar de acuerdo con él en que el mismo párrafo de Zama es “más hipotético” en una pantalla que en una página de libro, donde su disposición textual y su inamovilidad lo hacen orientarse hacia lo “contextual-afectivo” (p. 53). La misma frase que en un libro es un aserto se vuelve posibilidad en una pantalla digital, un estado de texto temporal o una mera opción mutable,inserta en un infinito campo de variaciones y posibilidades. En ese sentido, no es baladí la opción por unos u otros estatutos, como tampoco elegir entre tipografías, alineados o maquetaciones, que utilizados con inteligencia pueden ir dirigidos a crear la sensación bien de asertividad, bien de mutabilidad, dentro del mismo texto o entorno textual.

Para Chejfec, cualquier texto digital tiene un componente de imagen pensativa (término tomada de un texto de Rancière sobre fotografía) que le otorga un estatuto más interesante que el texto fijo impreso, pues permite apreciar la condición frágil y dubitativa de toda escritura literaria: “me refiero a la pensatividad como una segunda aptitud reflexiva, o narrativa, hacia dentro del propio relato, que por voluntad de su propio registro hipotético y expansivo pueda rescatarlo de la  amenaza de quedar encerrado en el universo de la literatura fosilizada por la fijación de sentido –conjunto al que pertenecen casi todos los relatos existentes–. Si esto fuera sí, (…) se podría identificar una pelea más o menos silenciosa entre ambas concepciones de escritura (…) una asertiva (la fijada físicamente por las instituciones vinculadas al libro o a lo impreso), y otra no asertiva (de un carácter más fluido y menos definitorio, a veces conceptual, que extrae su condición inestable del pulso manual y del pulso electrónico)” (p. 56).

En estas condiciones, y con plena consciencia de las diferencias entre ambos modos de entender lo literario, lo que definimos en El lectoespectador como literatura textovisual, en la órbita de Mitchell, sería aquella que intenta incorporar las ventajas del texto no asertivo o hesitante al asertivo, aquella que procura añadir valores de pensatividad inestable a lo fijado. Lo cual es, en última instancia, una crítica a los modos de fosilizar los contenidos culturales de la sociedad y un modo de evitar esa fosilización, mediante la suma de valores dinámicos, dubitativos, críticos hacia el propio texto y hacia la propia idea de texto literario. Todo esto concurre, por supuesto, sólo en aquellos casos en que lo textovisual aparece como una decisión consciente y sólida desde el punto de vista intelectual, y no como el mero seguidismo de una moda o de una tendencia.

De hecho, el propio Mitchell recoge un ejemplo histórico que tiene puntos de contacto con lo aquí expuesto: los libros “iluminados” de William Blake, donde es imposible separar caligrafía de escritura: “es imposible aplicar la distinción entre caligrafía y tipografía a la obra de Blake, ya que el arte de la escritura grabada es un compuesto de los dos procedimientos. Parecería extraño pensar en Blake como un calígrafo, ya que sus textos no son manuscritos autografiados (…) Literalmente, se trata de libros impresos mecánicamente a partir de planchas de metal utilizando una imprenta. Y, sin embargo, los libros tienen el aspecto de manuscritos autografiados (…) al describir los libros de Blake es cuestionable que sea lícito utilizar la distinción entre lo ‘mecánico’ y lo que está ‘hecho a mano’” (W. J. T. Mitchell, Teoría de la imagen. Ensayos sobre representación verbal y visual; Akal, Madrid, 2009, pp. 131-132).


Ahora nos resultará más fácil, gracias al marco conceptual creado por Mitchell y Chejfec, entender mejor la propuesta de los Poemas lisiados de Riechmann, porque su edición busca, precisamente, crear ese efecto de inmediatez de escritura que reconcilie al lector con lo pasajero (no sólo con lo pasajero de lo escrito, del hecho de escribir, sino también con la fugacidad de lo vital y con el estatuto huidizo de lo que somos –de lo que somos al vivir, de lo que somos al escribir–). Frente a lo fosilizado, Riechmann también opta por lo contingente y móvil, por aquello que es libre de una forma concreta y predeterminada: “tengo / tanta fe / en la potencia de la errata” (Poemas lisiados,sin número de página). Si Chejfec busca un “carácter más fluido y menos definitorio” (p. 56), Riechmann recomienda “incorporarse / a la lenta sustancia / del verano, del río” (s/p). La inserción de textos manuscritos en el poemario ayudan a transmitir mejor esa sensación de fugacidad e impermanencia, de lo “recién escrito” (Chefjec, p. 54), que sin embargo perdura tanto o más que lo fijo por parecernos más cercano o próximo, más a mano, más a-la-mano, que diría Heidegger (y disculpen que fuerce la metáfora de Ser y tiempo). La presencia súbita de la escritura manual en Poemas lisiados nos recuerda que el texto está transido de la presencia del ahí[3], de lo contingente, de lo fresco, de lo que acaba de suceder y, por lo tanto y en bello oxímoron, de lo aún no fijado. A esto me refería antes: la textovisualidad consigue que en un texto fijo, impreso en libro, pueda comparecer y hacerse patente la idea contraria, la de lo no fijo, lo incierto, lo fugitivo, lo dubitativo, mediante la imagen pensativa explicada por Chejfec. Y queda aún otra dimensión, la factográfica y documental: “el manuscrito físico (…) siempre ha sido garantía de verdad” (Chejfec, p. 63), y también hay algo en Poemas lisiados de ese rastro de veracidad testimonial, como queda claro en el hecho de que tanto la dedicatoria del libro en las primeras páginas como la mención del lugar y fecha de redacción del mismo en la página postrera sean “anotadas” por Riechmann a mano, o con el testimonio escaneado de lo manuscrito:








 



[Post Scriptum: He fantaseado con fotocopiar la fotocopia de la página 15 del libro de Chejfec, que reproduce una página en blanco de su “libreta verde”, y la página final de respeto del libro de Riechmann, diseñada como una página en blanco del “cuaderno alemán”; he pensado en ampliar ambas fotocopias, fotocopiarlas de nuevo decenas de veces, guillotinar bien cada copia y agavillarlas, y hacer sendas libretas a mano con encuadernación japonesa, que reúnan las hojas copiadas de la copia de la copia, para seguir el juego de la escritura y de la materia hasta el final, interminablemente.]



[Relación con los autores reseñados: cordial con Riechmann, ninguna con Chejfec; relación con las editoriales: ninguna.]









[1]“La factografía, por tanto, es la organización de un discurso a partir de materiales documentales entre los que puede haber tanto imágenes como textos”; V. del Río, Factografía. Vanguardia y comunicación de masas; Abada, Madrid, 2010, p. 35.
[2] Alessandro Cavaliere, El libro impreso y el libro digital. Estudio sobre los modos de producción editorial en el cambio de milenio; Publicaciones de la Universidad de Alicante, Alicante, 2005, pp. 60ss.
[3] El concepto ético-ontológico del ahí es una constante en la obra poética de Riechmann, especialmente en su libro Ahí te quiero ver (Icaria, Barcelona, 2005).
 

 

 

Cuatro narradores en órbita

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El objetivo de este post es presentar juntos, pero no revueltos, a cuatro narradores que no tienen nada que ver entre sí, pero que que tienen en común aportar propuestas consistentes, alternativas y necesarias, estructuradas por el riesgo y la ambición narrativa. No sé si por casualidad o por otro motivo han aparecido en editoriales independientes (o de línea editorial independiente, como Caballo de Troya, pese a pertenecer a un gran grupo), mostrando que buena parte de la mejor narrativa actual no encuentra ya acomodo, o no lo busca, en los grandes grupos. Como decía hace poco la crítica y periodista Anna María Iglesia, “la neo-etiqueta de novela literaria es la prueba de que la literatura ha dejado de asociarse con la escritura”. En efecto, cada vez más “novelas literarias” (novelas a secas hasta hace un par de lustros), deben refugiarse en editoriales pequeñas o medianas, regidas por la valentía y el arrojo. Y esperemos que nos duren.


Luis Rodríguez, La herida se mueve; Tropo, Barcelona, 2015.


La novela de Luis Rodríguez es uno de los mayores desafíos que puede afrontar un lector de narrativa actual en castellano; la radicalidad de su planteamiento me recuerda a algunas novelas de escritores argentinos (Chitarroni, Katchadjian, Libertella). Adelanto un extracto de la reseña que aparecerá en el número de la revista Mercurio correspondiente al mes de enero:

“Los personajes de La herida se mueve no se preguntan el porqué de las cosas ni de sus actos, sólo los ejecutan; el narrador anota no sólo los hechos que suceden en la obra, también los que no acaecen (p. 96, entre otras), aludiendo a lo azaroso de cualquier desenlace. Las citas del Monsieur Teste de Valéry pueden apelar a la incapacidad de Genaro de pensarse y entenderse. Algunos tachados esparcidos aquí y allá hacen dudar al lector de si está leyendo una historia o la escritura de una historia. Algunos caracteres reaccionan inesperadamente ante los estímulos y otros se estimulan con lo inesperado; pequeñas historias se insertan con las demás tejiendo un corpus textual en el que todo, literalmente, es posible.”

La herida se mueve, en mi modesta opinión, no es una novela recomendable, es simplemente obligatoria.



Cristian Crusat, Solitario empeño; Pre-Textos, Valencia, 2015.


Creo que la mayor reticencia que genera el monólogo interior es que, salvo escasas excepciones, no suele ser demasiado veraz, no nos resulta demasiado verosímil respecto a la auténtica cadencia de nuestros pensamientos. Por ejemplo, siempre he creído que Joyce acierta más en el modo de exposición de la cadena mental de Gretta (“The Dead”, Dubliners), que en la de Molly Bloom en el Ulysses. La diferencia entre ambas exposiciones es que Gretta tiene que compartir su discurso interior con Gabriel; es decir, es un monólogo interrumpido por su interlocutor y enunciado en voz alta de forma discontinua –porque no puede llarmarse “diálogo” a lo que ocurre después de que Gretta oiga en la calle la canción “La joven de Aughrim”–. El torrente de sentimientos de Gretta asola a Gabriel y devasta su deseo, dejándole inerme ante la aparición de la muerte de Furey recreada por su esposa. Gabriel puede "oír" el monólogo interior de Gretta y por eso Joyce nos dice que "Un vago terror se apoderó de Gabriel ante su respuesta".

Creo que el secreto de los cuentos de Crusat es que constituyen una memorable exposición contemporánea del monólogo interior; es decir, creo que nuestro cerebro se cuenta la existencia como lo hacen los narradores de sus relatos: van siguiendo el hilo del presente de la historia contada (no de la narración, casi siempre en pasado) hasta que algún estímulo (como la canción para Gretta) dispara el gatillo de la memoria y retrotrae la “acción mental” hacia diversos puntos del tiempo y del espacio. Es decir, que esos recuerdos que salpican los textos funcionan como agujeros de gusano que quiebran la línea espacio-temporal de sus relatos, llevándolos a otros mundos narrativos, sin abandonar en ningún momento la trama principal, a la que vuelven durante unas páginas, para abandonarla algo más tarde por una nueva deriva nostálgica, casi siempre sentimental o afectiva.

Observemos el cuento “Conductos”, de revelador título, que tiene como fin argumental explicar cómo se conectan las historias y los sentimientos, y como fin estructural desvelar la poética cuentística de Solitario empeño mediando el libro; su protagonista, Molly D, otra Molly mentalmente dispersa, cuida de un niño en un hotel aunque tiene la mente puesta en un relato que escribe y con el que se va conectando: “(…) pregunta el niño cuando esperan a que se encienda la luz del ascensor. Ella lo mira y le tira del lóbulo. Al hacerlo, vuelve a pensar en su cuento” (p. 82). Y un poco más adelante: “Sin ninguna razón e particular, comienza a pensar en el chico con el que lleva saliendo tres meses” (p. 83); “Abre su cuaderno y durante una docena de minutos no escribe nada. (…) Tras ese intervalo de tiempo, finalmente, pensará en el chico de origen alemán con el que se acostó el día anterior” (p. 84). La fluctuación constante entre la realidad de Molly y el cuento que escribe es la que tiene el lector con los cuentos que reúne Crusat a lo largo del volumen: reproducen su forma de divagar. Respecto a la “poética” incluida en el mismo “Conductos”, una disquisición sobre la idea de centro y vacío en el cuento (pp. 90-91), entiendo que es una remisión directa al excelente ensayo sobre el relato breve El vacío y el centro. Tres lecturas sobre el cuento (2002) de Ángel Zapata.

El descrito mecanismo de extrañamiento creado por Crusat provoca algo que me parece sensacional, y que seguramente me hace leer uno tras otro sus libros con adicción: el naturalismo con que están contadas sus historias es el paradójico irracionalismo literario perfecto, pues la mente de sus protagonistas (y, por ende, la nuestra) se deja llevar por las emociones o las distracciones, perdiendo la razón del presente, abandonando el aquí y el ahora, para perderse en el naturalismo de otro espacio-tiempo. Es decir: aunque todos los entornos, argumentos, tramas e historias contados por Crusat son totalmente verosímiles y razonables, su efecto en el lector es onírico; es suprarreal porque conecta realidades inexistentes tanto en el tiempo de la narración como en el tiempo de la lectura, y por ello adquiere conexión con el mito, al ser un continuo atravesado por el tiempo mítico (“como la naturaleza del tiempo en el que se ha desarrollado todo: a medio camino entre lo sucesivo y lo eterno”, p. 125), una historia construida por diversas historias que encuentran su sentido en perderlo, en irlo perdiendo; sus tramas encuentran la ilación en romper su continuidad, engarzando líneas paralelas y encontrándose con ellas en el tiempo interior del relato. En cierto sentido, sus narradores son como el padre de Saskia, personaje de “La casa de Thomas y el círculo de Saturno” (título también revelador), que “de repente levantó el brazo derecho y procedió a tocarme el costado, con los ojos prácticamente en blanco y la lengua asomada sin control, como si dudara de su propia existencia y quisiera confirmarla a través del contacto con la mía” (p. 51). Si los cuentos de Crusat fuesen personas, serían esos amigos que al contar una historia se quedan callados un instante mientras contemplan fijamente un punto indefinido, conectados a otra historia que acaba de pasarles por la mente, otro espacio-tiempo atraído por algo de lo que estaban narrando.

En un reportaje sobre postcuento (término acuñado por Eloy Tizón para referirse a relatos breves no construidos de forma convencional), dice Crusat que un buen cuento “nunca ha podido ser prescrito, domesticado, formulado ni medido. Sin embargo, se ha pretendido difundir una serie de reglas en relación con el cuento como si nos ocupáramos de un género escolar. La crítica ha tendido a explicar el relato corto a partir de unas coordenadas muy estrictas, que han obviado esencialmente sus conexiones con el mito, la poesía o el ensayo. Sí considero que determinadas plantillas resultan extemporáneas y han periclitado’”[1]. Es evidente que Crusat está en otra cosa, en otro lugar, y cada vez más lectores están o estamos allí con él.



Raúl Quinto, Yosotros; Caballo de Troya, Madrid, 2015.


Hay un poema de Jorge Riechmann en La estación vacía(2000), “Tuyo”, que comienza con el verso “vencido no es vendido” y termina con estos cuatro: “yonosotros / aún / luchando / todavía”. Creo que Quinto compartiría esta visión, tanto política como subjetiva, o al menos eso parece desprenderse de su último libro, Yosotros. Siguiendo el modelo contra-genérico o híbrido de Idioteca (2010), que definíamos en su momento como una “distopía cultural”, Yosotros podría definirse como una utopía subjetiva, si se entiende por tal un libro donde la línea argumental hace referencia a la “mutilación como puerta a ese estado híbrido entre el yo y el ellos” (p. 116), a la imposibilidad de ser uno, que acaba conduciendo al libro –y a su autor– a la búsqueda de otra posibilidad de ser, de otra forma ideal de subjetividad menos castrante, mutiladora y fatal que el sujeto cartesiano. Esa forma que él encuentra para sobrevivir en el mundo siendo de un modo menos doloroso es el yosotros, una nueva persona del singular-plural que se constituya como un espacio subjetiva, social, metafísica e ideológicamente habitable.

En el libro se van mezclando apuntes memorialísticos con impresiones intimistas y microensayos históricos, cruzados con pequeñas biografías de numerosas personas que pagaron un alto precio por ser quienes fueron. Suicidas, perseguidos, malditos, inadaptados, locos, conspiranoicos o réprobos comparecen aquí para explicar qué sucede cuando uno no encaja en los modelos de su tiempo, y se opone a ellos con atrevida resistencia, como diría Hamlet. El castigo suele ser siempre el mismo: la cárcel, la ejecución, el ostracismo o la muerte por la propia mano. “El triunfo del yo autorreferente tiene un revés envenenado” (p. 162). Creo que el propósito de esta colección de vidas truncadas y de horrores históricos que Quinto desperdiga por el libro es mostrar la oposición radical entre la unidad a ultranza (que conduce a la frustración o el apartamiento social) y la alianza con los demás, no en un sentido solidario, sino todavía más íntimo, hasta ser con los otros. Una subjetividad entendida como tejido (p. 206), libre de las normas occidentales del capitalismo o refractaria a ellas. Es una reflexión algo utópica, sí, pero no nos viene mal un poco de utopía, sobre todo cuando es inteligente y está bien escrita.



Javier Moreno, Acontecimiento; Salto de Página, Madrid, 2015.


Aunque el nombre de Houellebecq suele salir a colación para hablar de la obra narrativa de Javier Moreno, yo no dejo de recordaral Don DeLillo de Cosmópolis al leer Acontecimiento, su nueva novela. Está presente en esa deriva autoconsciente por la ciudad de un sujeto en crisis, dotado de una pulsión analítica casi paranoica; un sujeto observador que no camina las calles para disfrutar, como el flâneur de Baudelaire, sino para sufrir. Su deriva urbana tiene como fin la lucidez dolorosa, y su tránsito le hace plenamente consciente de su crisis, exterior e interior. Por si algo faltaba para asociar este recorrido a DeLillo, la trama terrorista trae a la cabeza otras novelas del estadounidense, y el detalle de la limusina (como en 2020, la anterior novela de Moreno) viene a recordarnos las sesudas conversaciones que Eric mantenía dentro de la suya con sus sucesivos interlocutores en Cosmópolis.

Pero lo importante ahora es destacar qué singulariza la obra. Acontecimiento es una novela política porque trata de los διώτης (idiotes), según terminología helena que definía a quienes no participan en política, sino que son objeto de la misma y la sufren sin confrontarla. El papel del escritor/pensador es ponerse en su piel, y de ahí la cita de Deleuze que abre la novela: “Literalmente, yo diría que se hacen los idiotas. Hacerse el idiota (…) siempre ha sido una función de la filosofía”.  Lo que vendría a demostrar la novela de Moreno, en estas condiciones, es que si tú no te ocupas de la política, la política se ocupará de ti, pasando sobre tu cuerpo como una apisonadora. La novela presenta un escenario contemporáneo en el que las relaciones personales son tan virtuales como presenciales, y donde la idea de comunidad se ha diluido en una sociedad transparente (p. 74) à la Vattimo o aún peor, donde los ciudadanos se muestran y se venden a sí mismos, solos o con ayuda de otros: los publicistas. El hecho de que el protagonista de la novela sea publicista permite a Moreno convertirlo en una especie de Hermes interpretador de todo cuanto ve, y también en la voz oracular de todo cuanto los ciudadanos están programados para sentir consciente o inconscientemente –en términos de neuromárketing, véase p. 61, en sintonía con la última novela de Nicolás Mavrakis–. Para el racional personaje al que Moreno cede la voz narrativa, el inconsciente está programado, ya no es aquella parte de nosotros a la que no tenemos acceso, sino aquella parte del deseo a la que tienen acceso aquellos que lo programan y condicionan mediante estrategias mercadotécnicas. Este es uno de los puntos fuertes de Acontecimiento, como también lo es el examen de la virtualización (digital, pero no sólo) de las relaciones afectivas e incluso de los sexuales, con algunas escenas arriesgadas de puro virtuosismo simbólico (p. 168-69) en las que ya nada, ni siquiera el sexo, es tal como se había concebido en los tiempos recientes. Esto no arroja al cives a un déficit de existencia, sino a una multiplicación de experiencias vitales vicarias. Si en los siglos anteriores una persona podía vivir dos vidas, siempre y cuando las viviese interactuando con personas diferentes (pensemos en El adversario de Carrère), Moreno explica la pasmosa manera en que gracias a las tecnologías y las redes sociales hoy podemos vivir dos vidas diferentes con las mismas personas, teniendo una relación en la vida física y otra distinta en el mundo digital, como la que tiene el protagonista con Mirinda. No podemos caer en el error de denominarlas la vida real y la vida virtual: reales–y con consecuencias tangibles, como se demuestra claramente en Acontecimiento– son las dos.

Las novelas de Moreno están saturadas de inteligencia, pero esa sobresaturación analítica puede producir cierta parálisis. A partir de la quinta página de pensamientos brillantes sobre comportamientos sociales o pautas individuales el cerebro tiende a “desconectar” en cierto modo de la trama. En algún lugar de esta novela se habla del bloqueo que produce la información, pero creo que la novela peca de un mal parecido, el bloqueo del ingenio, que paraliza nuestro sistema operativo de lectores con la sobredosis de inteligencia verbal, plástica o abstracta inoculada en nuestra cabeza. Creo que la obra de Moreno ganaría consistencia y altura si se alejara un tanto del ensayismo y se acercase más al devenir, a la acción y a la interacción, al movimiento de los personajes, en vez de apabullarnos con sus impecables análisis. En mi humilde opinión de lector interesadísimo en la obra (también la poética) de Moreno, su idea de novela mejoraría deviniendo novela de ideas y no ideas noveladas, que es lo que a ratos acumula en el texto. Un cineasta francés, ahora mismo no recuerdo quién, manifestó una vez su intención de rodar El capital de Marx, pero no pudo hacerlo porque la película iba a tener un coste disparatado por requerir “mucha acción”. A eso me refiero, la teoría no tiene por qué estar reñida con una gran historia y unos buenos personajes que encarnenemociones además de describirlas a la perfección. No es casual que el mejor momento de la novela llegue casi al final, en el instante del encuentro físico con el terrorista -otro punto de engarce, por cierto, con Cosmópolis-. Ahí se desborda la energía acumulada y estanca durante tantas páginas; el resultado mueve al lector a preguntarse qué hubiera pasado si esa misma tensión narrativa hubiese fluido sin restricciones a lo largo de toda la novela.

Quitando esto y algún otro defecto (la novela hubiera necesitado de una última revisión y ser liberada de algunas erratas), Acontecimiento quizá no haga honor a su nombre, pero sus valores parciales son tan consistentes, y destila tanta inteligencia e intuición sobre nuestras pautas y pérdidas de norte, que pide a gritos muchos y buenos lectores. 


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 [Relación con las cuatro editoriales: ninguna, salvo con Pre-Textos, mi editorial de poesía. Relación con los autores: con Crusat, ninguna; tampoco he visto nunca a Luis Rodríguez, pero mantenemos correspondencia sobre libros desde hace tiempo; con Quinto relación casi ausente, pero cordial, y Javier Moreno es amigo.]


[1] B. Berasategui, “Contra las dictaduras del cuento”, El Cultural de El Mundo, 27/11/2015, accesible en http://www.elcultural.com/articulo_imp.aspx?id=37291.

La portentosa voz del rezagado

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Gregor von Rezzori, La muerte de mi hermano Abel; Sexto Piso, Madrid, 2015.



Parte I. Por qué esta novela es grandiosa.

1

Un agente literario convoca a una reunión a un escritor y le pide que le resuma en tres frases la historia del libro que escribe. El escritor le dice que le responderá en breve, para acabar entregándole 800 páginas. Ese es el punto de partida de La muerte de mi hermano Abel. Todo lo que contiene es igual de desmesurado, y todo para bien.

Aristides Subicz, el protagonista y narrador, es un sociópata integral, cainita (de ahí el título de la novela), clasista y algo snob, cuya misantropía no es evidente para el lector por estar dulcificada mediante el uso de la primera persona narrativa, aunque a veces (véase p. 603 y pp. 666-67) queda patente que para Subicz todos los demás seres humanos -incluidas parejas, familia y amigos-, son meros instrumentos al servicio de su Libro en marcha o de su libido (o de ambos al mismo tiempo). Su memoria es un recuento de caídos en el camino por su culpa, sea psicológica o materialmente; Subicz siente cierto remordimiento (p. 588) a causa de sus actos, pero dentro de un caldo de cultivo culposo de la propia época, en cuyo interior se siente protegido -y aliviado-. El periplo biográfico de Subicz tiene puntos de contacto con el de Rezzori, pero no podemos hablar de autoficción, no sólo porque falte el elemento esencial y característico del género, la identidad de nombre entre personaje y autor[1], sino porque Rezzori parece haber hecho una especie de exorcismo del que habría podido ser -y de ahí el distanciamiento nominativo-. Subicz confiesa en cierto lugar: “el mundo es la evidencia de una figura que, sólo gracias a la ficción, no es directamente la persona del autor” (p. 405); eso rompe el pacto autobiográfico, en terminología de Lejeune, y refuerza el pacto novelesco (“practique patente de la non-identité […] attestation de fictivité[2]). En consecuencia, La muerte de mi hermano Abel sería eso que suele denominarse “novela con tintes autobiográficos” y su relación o falta de relación con la verdadera biografía del autor, algo indemostrable por lo menudo (véase la insinuación de la página 673), no tiene la menor importancia para valorarla como obra literaria. Su grandeza no depende, por fortuna, del parecido con la realidad, sino más bien de lo contrario, de su condición de portentoso artificio retórico.

2

Del tumor narrativo. En la página 152 Subicz nos da una pista de la estructura de la novela: una proliferación celular desordenada: “la story de mi libro (…) prolifera entre mis manos sin que yo intervenga en absoluto, actúa por su cuenta, se multiplica en una suerte de partenogénesis incontrolable. Cualquier cosa que narre, da lugar a otra narración”, una idea que repetirá en otros lugares (pp. 428 y 783) y que explica el libro como senderos narrativos que se bifurcan laberínticamente. Claudio Magris describió una vez las Memo­rias de un anti­semita de Rezzori como “un extra­or­di­nario autor­re­trato fic­ti­cio del tumor can­cerígeno”. La idea es clave porque La muerte de mi hermano Abel es (entre infinitas cosas) una reflexión sobre la forma, y muestra cómo la elección de una forma, la artística entre ellas, no es jamás una decisión gratuita, sino que responde a numerosas circunstancias culturales, ideológicas, históricas y políticas que hacen que una forma sea siempre y ante todo una idea, un contenido materializado o solidificado en un canal discursivo, creado en sintonía con sus principios rectores y con la psique del personaje que novela, en este caso un “yodividido millones de veces que crece hasta convertirse en un monstruoso tumor canceroso que prolifera y debidamente a toda velocidad” (p. 783). Por eso hay tantas referencias a la forma a lo largo de la novela, que incluyen desde formas estéticas hasta políticas (p. 157) o históricas, hasta llegar en las páginas finales a una reflexión sobre la anti-forma (p. 742) de la propia obra.

Como el yo del protagonista está desintegrado, la estructura novelesca prolonga esa dispersión astillada. La fragmentación alcanza a lo personal (pp. 82 y 360), a lo perceptivo (p. 76), a lo social (“una amalgama de fragmentos a la deriva […] miseria testimonial de la antigua presencia humana en un territorio inundado”, p. 77) y a lo estructural (“lo que tiene que contarme […] es vida […] vivida por azar bajo una granizada de impresiones y reproducida luego de forma arbitraria, asaltos, desmenuzada fragmentos”, p. 215). El resultado es una novela fragmentaria, consciente y orgullosa de serlo (pp. 642), que se anuda a una larga tradición centroeuropea de grandes novelas reticulares con un ojo puesto en una idea de totalidad que, en realidad, no pretenden alcanzar. Como ya explicase Magris en un libro monumental sobre narrativa alemana, El anillo de Clarisse, si aquí el Todo a describir fuera la Mitteleuropade finales del XIX y principios del XX, con sus numerosos cambios políticos y geográficos, es ese un Todo que ya no existe, una Ausencia geopolítica e identitaria al mismo tiempo (también perceptible en algunos libros de Canetti o en el Austerlitz de Sebald) que para Rezzori sigue doliendo como un miembro amputado.


3

Estratigrafía. Uno de los más constantes hilos conductores del libro es la voluntad de su narrador de recontarse a sí mismo, de construir la identidad no sólo a través de la memoria sino, y sobre todo, del relato a partir de esa memoria. Esto es palpable cuando Subicz dice sobre su madre: “no conozco cómo era realmente… y (…) tampoco me conozco me conozco a mí mismo ni sé cómo era yo; no hago sino reafirmar una hipótesis de mí mismo basada en una hipótesis de ella” (p. 211). Si en otras páginas había escrito “diacrónicamente” sobre las sucesivas fundaciones de su yo (“lo que yo busco en mi mitad vital perdida no es mi yo de entonces, sino lo que de él pudiera ponerme en contacto, de algún modo, con mi yo de hoy”, p. 34; “estoy, pero duplicado […] a veces como yo mismo, siendo niño […] y otras veces siendo mi yo de ahora”, p. 204), es en esa afirmación donde entendemos que no hay voluntad de recuerdo, sino de construcción. Es decir: Subicz no tiene solo una memoria, sino que el resultado final de lo que sea su memoria se conjuga, estratigráficamente, por los relatos sucesivos que ha ido contándose (o que ha escrito, como sus apuntes autobiográficos de la II Guerra Mundial), dándole la razón a Freud en su conocida carta a Wilhelm Fliess: “Tú sabes que trabajo con el supuesto de que nuestro mecanismo psíquico se ha generado por estratificación sucesiva, pues de tiempo en tiempo el material preexistente de huellas mnémicas experimenta un reordenamiento según nuevos nexos, una retrascripción. Lo esencialmente nuevo en mi teoría es, entonces, la tesis de que la memoria no preexiste de una manera simple, sino múltiple, está registrada en diversas variedades de signos”[3]. Rezzori, por su parte, habla de estratosen diversas ocasiones: “la historia ha de crecer estéticamente a partir de sí misma, ha de ir añadiendo un estrato tras otro” (p. 423); más adelante se describe “Narciso como arqueólogo, reflejándome a mí mismo en los trozos de cristal procedentes de distintos estratos de mi historia previa” (p. 486, véase también p. 677), pero especialmente aquí:



[imagen página 261]

En efecto, Subicz genera una multiplicación de retrascripciones de sí (“un yo que se realiza en la realización de la escritura”, p. 409), con las que va construyendo su identidad a la vez que deconstruye su novela. “Mi libro soy yo” (p. 564), dice, a la manera del rey Sol o de Flaubert. Que Rezzori usa el método estratigráfico (y probablemente en la estela freudiana) se ve perfectamente en las páginas 670-72, en las que el yo narrativo de 1968 de Subicz describe “objetivamente” a sus yoes de 1938 y 1944, contemplándolos “desde la misma distancia” (p. 671); o cuando en la citada página 204 confiesa: “estoy, pero duplicado (…) a veces como yo mismo siendo niño (…) Y otras veces siendo mi yo de ahora, en cierto modo desligado de mí mismo. Los contemplo a los dos: en ocasiones veo a aquél a través de éste, y otras contemplo a éste a través de aquél”. En La muerte de mi hermano Abel hay una correlación directa entre capas narrativas (carpetas “Pneuma”, “A” y “B”), capas psicológicashistorizadas y capas subjetivas, esto es: yoes históricos o psíquicos que el personaje recuerda y define con facilidad: “Lo que yo busco en mi mitad vital perdida no es mi yo de entonces, sino lo que de él pudiera ponerme en contacto, de algún modo, con mi yo de hoy” (p. 34).



4

Mitificación.
el abismo de rostros del pasado en que se había precipitado un rostro tras otro, para sin embargo ser conservado allí eternamente, reflejado el rostro de la madre en el del niño, aunque éste no hubiese recibido la gracia de sus ojos claros, oh, cuando miró esta cadena de rostros, vio el último rostro, que aún debía agregarse y que ya se dibujaba
Hermann Broch, La muerte de Virgilio

En tales condiciones, la cadena de rostros de Subicz, su escritura de sí deviene fábula, leyenda o, mejor expresado, mito: “Ahora, aquí, de regreso al país donde estoy condenado a forjar mi propio mito, soy todavía otro, alguien nuevo, ese que hasta ahora no he sido: alguien que es un extranjero en todas partes, pero que sobre todo lo es en su propia casa” (p. 205). Esa mitificación es otra operación de extrañamiento respecto a la experiencia original, otra “mentira biográfica”, que se acumula a otras en un segundo proceso de estratificación.

El muy autoconsciente Rezzori sabe que puede, y debe, unir esas dos líneas en la voz de su personaje, poniendo a dialogar el yo mítico y el yo diacrónico: “ese YO es un hijo de otra época y pertenece más a ella que a mi yo de hoy… […] lo mismo sucederá mañana, cuando mi yo de ahora pertenecerá al eco de 1940 y con él se dispersará, se extinguirá, a menos que se desligue de mí y continúe viviendo como imagen y como mito” (p. 213). Subicz se ve a sí mismo escindido en razón de su libro, por culpa de la necesidad de terminarlo: “cuando empecé a creerle y dividí mi yo, ya despojado de una mitad de su vida, en otras dos mitades, una de las cuales –la del potencial autor de la gran novela de la época […]– haría en adelante todo lo posible por sepultar de modo sistemático la otra” (p. 284). La biografía se mitifica = lo autobiográfico se disuelve. La individualidad se escinde entre el narrador y el narrado, entre los cuales no hay un pacto autobiográfico, ni un pacto ambiguo autoficcional (Manuel Alberca, El pacto ambiguo) sino, pura y simplemente, un pacto de agresión sostenida en el tiempo, un proyecto vital que consiste en la autopsia de la vida anterior ejecutada con el escalpelo de la pluma.


5

Hago un aparte para mostrar admiración y un profundo agradecimiento al traductor, José Aníbal Campos, por levantar esta obra inmensa -me refiero a su traducción-, donde el idioma toca todos los registros, desde el vocabulario más plúmbeo al más vulgar y chocarrero, pasando por todos los palos,tonos, timbres, jergas y small talks imaginables, amén de recrear los juegos de palabras del original. Si hay un poco de justicia en nuestro sistema literario, esta obra debería competir con escasos rivales por el Premio Nacional de Traducción.

La edición de Sexto Piso es fabulosa, marca de la casa. Por poner un minúsculo reparo, hay una errata en francés; cuando se habla de los “saulauds” (p. 538) de Sartre, deberían ser los salauds (los canallas, los cabrones de La Nausée).


6

Matrioska. Como hemos ido apuntando, hay una profunda conexión entre la temporalidad de la obra, su estructura narrativa y el sujeto que la cuenta. Biografía y libro se confunden: “aún no sabía cómo debía ser este libro (…) Una novela, porque tenía como objeto todo un continente: el espacio de tiempo de una vida; y autobiográfica porque necesariamente tendría que ser el tiempo de vida del que la narraba”  (p. 405). Aristides se convierte en una matrioska subjetiva (p. 563), que deviene texto construido a la manera de una muñeca rusa: “un hombre que quiere escribir un libro sobre un hombre que, a su vez, quiere escribir un libro sobre un hombre que quiere escribir un libro…”(p. 564), lo propicia una estructura narrativa en abîme, definida así por Lucien Dällenbach: “es mise en abîme todo espejo interno en que se refleja el conjunto del relato por reduplicación simple, repetida o especiosa”[4]. Estamos ante un uso ejemplar del eje protagonista / estructura, donde ambos sufren del mismo mal (la fragmentación y la sensación de círculo vicioso), y psique y texto encuentran el mismo procedimiento constructivo, como también sucedía en Miss Dalloway de Virginia Woolf[5].


7.

Pasadizos:

“(…) su existencia podía equivaler a la fe en algunas estrellas que vemos ahora, a pesar de haber desaparecido hace miles de años”; Robert Musil, El hombre sin atributos; tomo 1, Seix Barral, Barcelona, 2002, p. 87.

“¿Quién sabe cuántas de aquellas estrellas estarían ya muertas entonces, mientras su luz temblorosa aún nos alcanzaba?”; Gregor von Rezzori, La muerte de mi hermano Abel; Sexto Piso, Madrid, 2015, p. 696.


8.

La capacidad de Rezzori para confrontar cualquier situación, explicar cualquier idea o dar fuste y espesor a toda vivencia imaginable es abrumadora. Le asiste un dominio soberbio de los recursos expresivos, que se ponen rendidamente a su servicio para conseguir el efecto buscado, por difícil que sea. Como se registra en el momento culminante de la novela, gracias a Rezzori “la realidad se vuelve más real” (p. 798), ya sea la realidad auténtica o la inventada, a la que otorga la mayor de las verosimilitudes. Los juicios realizados a los nazis tras el fin de la II Guerra Mundial, por ejemplo, que uno siempre veía en su mente a través de La indagación de Peter Weiss, ya sólo tienen la forma mental de las vibrantes y vívidas descripciones de Rezzori.

En consecuencia, La muerte de mi hermano Abel es grande, compleja, asombrosa, profunda, está escrita casi a la perfección. Tiene un final tan espléndido (sublime, podríamos decir) que sería un crimen parafrasearlo o resumirlo. Lo tiene todo para ser llamada obra maestra. Pero…



Parte II. Por qué esta novela no es una obra maestra.

Cuando empecé a leer La muerte de mi hermano Abel me pregunté, a las pocas páginas, por qué no suele aparecer en los recuentos de obras maestras del XX. A mí me estaba pareciendo afín a otras consideradas como tales antes de superar su primer cuarto, pero no hay que olvidar, como dice José Aníbal Campos en una entrevista, “el destino algo curioso y amargo de Rezzori como autor, un escritor grande, pero secreto, de culto, olvidado”. Pensando en posibles motivos, intenté situar esta novela entre sus contemporáneas. Pensé en qué narraciones se estaban publicando en alemán en los años 40 y 50 y, para situar bien la novela de Rezzori, fui a los créditos a buscar el dato exacto de la publicación. Y allí lo encontré. El motivo. Porquela fecha de publicación era el motivo. Aunque leyendo la novela de Rezzori uno tiene la impresión, tanto semántica como estilística (salvo escasas páginas), de estar leyendo una novela escrita en torno a 1948, la novela aparece ¡en 1976! El décalage debió ser brutal, y lo sigue siendo. La novela llegó treinta años tarde. No pudo dialogar con las obras de su tiempo natural, que ya eran consideradas clásicas cuando aparece la obra de Rezzori en las librerías como novedad; tampoco podía dialogar con las novelas de 1976 porque, comparada con ellas, su estilo (salvo algunas breves partes, que acusaban el empuje posmoderno, como las páginas 568-73, islotes extraños en un océano tardomoderno) y su tono eran bastante retro. Incluso en lo semántico: con la apuntada excepción de Sartre, aunque éste aparece citado como novelista, las referencias filosóficas citadas (cf. p. 622) son Nietzsche, Hegel y Ernst Mach, las mismas que utiliza Robert Musil cuarenta años antes para levantar El hombre sin atributos.

Hay que escribir contra la época de uno, de acuerdo, pero no con pólvora mojada de treinta años atrás. Se escribe contra el tiempo, lo dijo Blanchot, a través del libro por venir.

Intento decir que en 1976 Rezzori parecía un contemporáneo de Thomas Mann o del primer Canneti, mientras que en 1969 se había publicado Il castello dei destini incrociati; en 1973, Gravity’s Rainbow y Oficio de tinieblas, 5;  en 1974, Espèces d'espaces y en 1975 Korrektur de Bernhard y J R de Gaddis. Las novelas europeas y estadounidenses estaban cruzando otras dimensiones, se dedicaban a otros menesteres, pero Der Tod meines Bruders Abel de Rezzori parecía tener más que ver con Der Tod des Vergil (1945) de Broch, o incluso con Der Tod in Venedig (1912) de Mann, y no sólo por isofonía de los títulos. Su profuso tratamiento del sujeto es más similar al Stiller (1954) de Frisch que a la poesía coetánea de Ingeborg Bachmann. Algo sospechaba quizá el propio autor cuando al escribir: “Cuando a uno le atenaza la garganta del angustioso temor de llegar siempre con retraso a todo” (p. 278).

Lo cual no quita que la novela de Rezzori sea asombrosa, mayúscula, prodigiosa, capital. Pero una obra maestra es otra cosa, es aquella novela que conforma la literatura de su tiempo, que aniquila a casi todas las demás (ya sea en el momento de su aparición o al historizar después el período); aquella que crea la imagen de la novela en un determinado momento para las eras posteriores. Vgr., el Quijote vuelve anacrónicas todas las narraciones publicadas en su época, y Rimbaud hace antiguo a Tennyson, a pesar de morir con un año de diferencia.

La muerte de mi hermano Abel, como su cainita personaje central, está perdida en el tiempo, entre los tiempos (da saltos, como dice Campos en su nota final, entre lo moderno y lo posmoderno). Es consciente de los peligros de la anacronía artística (pp. 595-96), quizá porque los sufre. Su victoria es una derrota, y su derrota una victoria porque su anacronía genera una deliciosa intemporalidad, aunque sea un irreparable defecto (no para ser una enorme novela, que lo es, sino para ser una novela magistral, maestra). Estará siempre ahí, entre los novelones a leer en segundo lugar, obligatoria pero secundariamente. Dicho esto, su lectura es inexcusable, como la de todas aquellas grandes obras escritas en alemán de los años 40, 50 y 60 (Döblin, Böll, Frisch, Dürrenmatt, Hildesheimer) a cuyo espectro pertenece. Así que dejen de leer crónicas personales de baja intensidad y autoficciones del tres al cuarto y arremánguense para afrontar La muerte de mi hermano Abel, donde late la portentosa voz del rezagado. Lo agradecerán el resto de su vida.



[1]Requisito que es uno de los pocos elementos en los que los tratadistas de la autoficción se ponen de acuerdo; véase V. L. Mora, La literatua egódica; Universidad de Valladolid, 2013, pp. 131ss.
[2]Philippe Lejeune, “Le pacte autobiographique”, Poétique, nº 14, 1973, p. 138.
[3]Freud, citado en Byung-Chul Han, Psicopolítica; Herder, Barcelona, 2014, p. 101.
[4] L. Dällenbach, El relato especular; Visor Distribuciones, Madrid, 1991, p. 49.
[5]Algo así intentamos, salvas las inmensas distancias, en Construcción.

Cinco recomendaciones y una reseña

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Blaise Pascal, Tratados de la desesperación; Hermida Editores, Madrid, 2016, edición de Gonzalo Torné.
Torné hace en este libro una selección (y traducción) muy afortunada de los mejores pensamientos de Blaise Pascal, especialmente de aquellos en los que aparece acuñado su pensar más “existencial”, que ha sido recuperado de forma continua por los escritores y filósofos de los dos últimos siglos. En palabras del propio Torné: “El lector descubrirá pronto que algunos de los pasajes más celebres y vibrantes de Pascal están asociados a esa duda estructural, una suerte de grieta o fisura que atraviesa la condición humana para caracterizarla. Una duda que requiere de un salto al vacío o una apuesta.” (p. 23).
Nada de lo humano esencial está fuera de este breve compendio. Para aprender de memoria.



Eduardo Lago, Llámame Brooklyn; Malpaso, Barcelona, 2016.
Se reedita, diez años después de su aparición, la excelente novela de Lago, que ya comentamos en su momento. Para quien no la haya leído, careciendo así de la experiencia de lectura de una de las obras más singulares y profundas de la narrativa en español del siglo XXI, la vistosa edición de Malpaso, que incluye algunas variantes sobre la original, es una oportunidad magnífica de recuperar el tiempo perdido. A partir de una novela inconclusa de Gal Ackerman, Néstor Chapman, una especie de albacea existencial y literario de Gal, debe reconstruir una obra y varias vidas, situadas entre dos culturas y dos lenguas. Una exhibición de complejidad narrativa y de amor por el relato bien hechoque forma parte del parco canon narrativo del siglo en marcha.



Sara Mesa, Mala letra; Anagrama, 2016
He leído casi todos los libros de Sara Mesa y creo que es una autora que no ha hecho más que crecer, si bien Cicatriz (2015) no terminó de convencerme, a pesar de su capacidad expresiva. Quizá mis reparos tuvieran algo que ver con la tentación psiquiátrica de cierta novela española, que he criticado algunas veces. Pero Cicatriz gustó mucho, así que quizá el problema fuese mío y no del libro. La cuestión es que en los relatos de Mala letra no hay apenas reparos que poner (salvo quizá el brusco cierre del espléndido “Palabras-piedra”); todo es magnífico, los relatos son desasosegantes y sugerentes, la plasticidad está más que afinada para crear ambientes en apenas unas líneas, la capacidad respecto al detalle no es menor que la capacidad frente al todo, el presente es tan vital y poderoso como el pasado, las tramas son críticas sin rozar lo panfletario, el sexo sigue siendo enfermizo y degradante (marca de estilo de la autora) porque es una pulsión que trasluce otras pulsiones, los personajes masculinos son sólidos y los femeninos extraordinarios, son complejas las tramas y los caracteres y todos están bien definidos y escritos, abundan los hijos sin padres y con muchas dudas, y la organización interna del libro está bien calibrada, compensándose las temáticas y las extensiones en una cadencia que fluye con naturalidad. Sólo cabe aplaudir.


Tadeusz Dąbrowski, Te Deum; La Isla de Siltolá, Sevilla, 2016, traducción de Miguel Mejía.
Me ha interesado mucho este poemario del poeta polaco Tadeusz Dąbrowski, publicado originalmente en 2005. Tiene una mirada singular, a veces transida por la trascendencia más ortodoxa, y otras por el epicureísmo más compartible, pero casi siempre sus poemas son celebratorios y respiran inteligencia y afinación. El último poema, sin título, es un maravilloso ejercicio sobre la descomposición del yo. Junto a este postrero, los textos que más llaman la atención son aquellos en que se reflexiona sobre el hecho de mirary sobre el hecho de pensar desde y sobre el poema. Incorporo dos ejemplos de esa línea de trabajo de Dąbrowski:





Ben Clark, Los últimos perros de Shackleton; Sloper, Mallorca, 2016.
Aunque el punto de partida es la desmesurada expedición de Ernest Shackleton a través del polo Sur, los poemas de Clark surgen de la épica trágica del aventurero inglés de los hielos para perderse rápidamente por fantasmas personales y descripciones del amor en “esta era de plasma” (p. 54). Con ecos de Eliot, de Shelley, de Hesse (incluso se citan como epígrafes noticiasde prensa), la poesía de Clark sortea el peligro de la facilidad para ahondar en un sistema metafórico donde el calor de los afectos se opone al frío existencial, a poco que nos olvidemos de qué es lo importante (a destacar la sección “Teoría de los abismos”, donde se tiende un inteligente pasadizo entre los seres abisales que son “pura necesidad” y la figura de los amantes). “Hoy saldré a celebrar la dicha frágil / de todos los productos congelados” (p. 58), dice Clark, y no es casual que el poema de Shelley citado en el primer texto diga, en otros versos, “I love snow, and all the forms / Of the radiant frost!”. El poemario es, en gran parte, un homenaje a Shackleton y su desmesurado amor a la nieve, lo helado, la Antártida y otros territorios sublimes (en el sentido romántico de terribles, fascinantes y desangelados), pero también un recordatorio (véase “El reino menguante”) de que cuando nos empeñamos en la épica, olvidando lo “pastoril”, suele triunfar la elegía.



Mery Cuesta, La rue del Percebe de la cultura y la niebla de la cultura digital; Consonni, Bilbao, 2015.

En los últimos tiempos han aparecido cuatro libros que tienen en común haber elegido la textovisualidad como forma, frente a la modalidad de texto simple mediante la que hace algún tiempo se habrían formulado: los ensayos La rue del Percebe de la cultura y la niebla de la cultura digital (Consonni, 2015) de Mery Cuesta y Qué vemos cuando leemos, de Peter Mendelsund (2014, Seix Barral, 2015); la crónica-cómic Los vagabundos de la chatarra (Norma, 2014), de Jorge Carrión y Sagar, y la tesis doctoral Unflattening (Harvard University Press, 2015) de Nick Sousanis. Son señales que apuntan a que no íbamos muy desencaminados en El lectoespectador (2012) cuando señalábamos un proceso que estaba normalizando las experiencias a medio camino entre el texto y la imagen, incluso en terrenos alejados, en principio y con excepciones, a las mismas (los ejemplos recientes en poesía y narrativa son ya tan numerosos que sería difícil citarlos todos). Hoy nos centramos en el interesante ensayo-cómic de Mery Cuesta, que concita en sus páginas a la pensadora y a la dibujante, sin solución de continuidad entre ellas.

Con un formato innovador, gracias a la alternancia de textos e historietas, la autora critica con una perspectiva histórica la dinámica de cambios continuos o de cambio perpetuo en que está instalado el mundo digital, configurando como un “nuevo pasotismo, porque tiene algo de conformista” (p. 20), así como la devaluación de las obras en “contenidos” destinados a “consumidores” (p. 19), lo que las priva de su singularidad y de su valor artístico y los convierte en productos abaratados hasta lo desechable. Consciente de la mutabilidad de su objeto de estudio (“el método más honesto para teorizar sobre la cultura digital se conjuga en estricto presente y en pasado mañana o, lo que es lo mismo, en el terreno de lo especulativo”, p. 9), lo que también advirtiera el ya añorado Eco de Apocalípticos e integrados, Cuesta hinca su bisturí en varias manifestaciones de esa cultura y de algunas de sus subculturas, buscando clarificar algunos extremos y desmontar algunos mitos. Entre ellos, la autora, como ya han hecho con anterioridad otros autores, critica la falsa democratización con que a veces se presenta el mundo cibernético, cuando en realidad parece más bien un eficaz modo de control social, ejercido no desde el poder institucional, sino desde el poder económico.

Una de las mutaciones descritas en el ensayo que más me ha interesado es el vaciamiento del concepto underground tras la llegada del fenómeno digital: “el underground es un mito cultural (…) hoy, tanto en el mercado como en las programaciones culturales se sigue manteniendo vivo el cadáver del underground a través de sus atributos estéticos: como manierismo de lo pobre, como sofisticación de lo semioculto y lo salvaje (…) desde el momento en que el underground se vocea en una revista internacional de más de 30.000 ejemplares de tirada, es que está muerto y bien enterradito” (p. 83). Al underground le ha sentado mal la red, según la autora, porque “desde el momento en que una persona con una afición minoritaria expresa su preferencia en Internet y comienza a hacer comunidad con otros, esa afición deja de ser subterránea y se vuelve potencialmente capaz de convocar a una legión de adeptos. Esta posibilidad de popularización es contraria al espíritu minoritario y exclusivo del underground” (p. 82). También me ha parecido muy inteligente su lectura de la desideologización de la subcultura bizarra, que despolitiza aquellos objetos chocarreros sobre los que fija la mirada (p. 96).



Uno de los leitmotiv que atraviesan la obra es la caída de la alta cultura frente a la cultura popular, donde hay alguna reflexión oportuna (“hablamos de un ascenso de la cultura popular en la actualidad porque psicológicamente seguimos respetando un estatus del hecho cultural concebido en base a [sic] estratos verticales propiciado por las propias terminologías alta cultura/baja cultura”, p. 44), pero a veces nos parece detectar alguna contradicción. Si examinamos la página 62, por ejemplo, donde se nos habla de que el ascenso de la cultura popular se debe al “agotamiento de los contenidos de la alta cultura y sus protocolos, ritualmente sofisticados, plagados de creencias y pactos de silencio, mediatizados y artificializados mediante un indescrifrable aparato teórico”, nos daremos cuenta de que el discurso de la autora da por supuesto que el lector “popular” de la obra habla francés (en esa página hay una expresión francesa sin traducir), lee de seguido a Umberto Eco y conoce sus tesis sobre la vanguardia, maneja el nutrido aparato teórico que usa Cuesta y, en general, es tan connaisseur como los habituados a las antiguas manifestaciones de alta cultura. Por no hablar de que en la subcultura bizarra, como la propia autora reconoce, “la intelectualización desacomplejada se ha convertido hoy en una postura válida” (p. 95), poblando los manuales y fanzines friquis de erudición impostada y referencias ad nauseam, quiero decirinacabables. Es decir: Cuesta presupone que ha desaparecido un espectro cultural elevado en un libro redactado desde elevados parámetros culturales, lleno de citas de Ortega y Gasset o Grosz, cuyos códigos serían indescifrables para un espectador de MHYV o de Sálvame. El modo elegante, exigente y lleno de referencias con que Cuesta redacta sus argumentos contra la alta cultura los socava y constituye su mejor refutación. La alta cultura parece vivir más fuerte y pujante que nunca, debido a la esmerada formación high-brow que parecen tener sus numerosos y eruditos críticos.

Pero me temo que es un asunto en el que todos estamos llenos de contradicciones, como el colgado que se dedica a hacer reseñismo con pretensiones y notas al pie en un blog… Lo importante es que Cuesta domina los temas de los que habla, habla de ellos con inteligencia y sentido del humor, tanto mediante la palabra como a través del dibujo, y explica a la perfección cómo chirrían algunos goznes culturales y subculturales a causa de la aparición de la neblinosa cultura digital. Salvo alguna errata engorrosa (“looser” por “loser” en p. 93, o “Gomes de la Serna” en p. 102), el libro está bien editado y su lectura es muy recomendable para entender el cruce entre la cultura de masas (y sus subculturas) y la niebla digital, tan llena de posibilidades como de futuros fracasos, entre los que se contará algún día esta reseña.


[Relación con Mery Cuesta: ninguna. Relación con Consonni: ninguna]

La violencia textual y el trauma post-histórico en Diamela Eltit

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Diamela Eltit, Fuerzas especiales; Periférica, Cáceres, 2015.






Leamos el fragmento final de la contracubierta de Fuerzas especiales, de Diamela Eltit: “Pero a pesar de que los desheredados de la tierra siempre lo serán, [las hermanas] tratan también de sobrevivir dignamente (y de un modo muchas veces emocionante) en medio de un mundo con armas cada vez más sofisticadas, con nuevas formas de matar. Conviven entre sí, se superponen a su destino, nunca son indiferentes. Es más, según avanza la novela, e inteligencia y la lucidez de la protagonista nos hacen albergar alguna esperanza”. Y ahora, leamos a Eagleton en su último libro, Esperanza sin optimismo: “Incluso en nuestros desencantados días, los autores de los textos de contracubierta de los libros con frecuencia intentan discernir atisbos de esperanza en las ficciones más sombrías, probablemente porque se supone que un pesimismo excesivo es demasiado desmoralizador”[1]. Esta tensión entre optimismo y desesperanza es quizá la mejor forma de adentrarnos en la última novela de Eltit, y no sé si exagerar y decir en toda su narrativa.

La novela está presidida por esa tensión, en efecto. El conjunto de bloques donde vive la protagonista anónima con su familia anónima -una constante en la narrativa de Eltit este uso de personajes anónimos, funcionales, privados hasta del nombre propio-, está rodeado de varias unidades de tiras(agentes al servicio del Estado) y pacos(policías), que los vigilan, monitorizan y puntualmente castigan y detienen. La vida se reduce, espacialmente, a esos bloques de los que nunca han salido: “La guatona Pepa está decaída, al igual que todo el bloque. Reconozco en ella la misma estela de desesperanza que advierto cuando subo las escaleras y escucho los gritos o los llantos o me envuelve un silencio sospechoso, un silencio curioso que dirige mis pasos hacia el cuarto piso, mientras la guatona se queda en el tercero, su piso, en el mismo bloque que ha enmarcado toda nuestra vida” (p. 38). La situación de partida es mala y conforme avanza la historia sólo hace que empeorar, lo que lleva a alguno de los personajes a la desesperanza: “Cuando el Omar va a mi bloque reconozco en su mirada la desolación. Un vacío que le clausura cualquier forma de optimismo” (p. 62), pero esa casi rendición no llega nunca a dominar a la narradora. Incluso en la parte final, cuando el antiguo cerco se convierte en asedio, se cortan las comunicaciones y el sitio se hace casi militar, la protagonista no se rinde en ningún momento: “(…) yo me esfuerzo por mantenerme cordial o entusiasta” (p. 98); llegando incluso a su punto álgido al final de la novela: “Pero entiendo con un optimismo demente que tenemos otra oportunidad” (p. 170). Luego intentaremos crear un horizonte de sentido a esta irredenta esperanza de la narradora.



La violencia

La violencia impregna todos los estratos de la novela, se extiende a todos los espacios y tiempos. La familia protagonista, así como todo el barrio, sufren el acoso de la violencia institucional o estatal, pero también reproducen a escala barrial (“como un decorado fónico que se suma a las peleas, los gritos, la música y los golpes que contienen los bloques”, p. 122) o a pequeña escala familiar las mismas tensiones, controles y violencia sostenida: “Pude presagiar los gritos, los insultos, los golpes y el desconsuelo de mi papá ante su caja de vino vacía, las explicaciones de mi madre y los balbuceos confusos de mi hermana. Había diez mil pistolas Asg Combat Master Airsoft 6 mm. (…) Subí velozmente las escaleras. Entré con toda mi violencia y me sumé” (p. 58). No sólo entre los miembros de la familia; la violencia física y verbal, también se administra por uno mismo hacia su cuerpo, como hace la hermana golpeándose la cabeza contra la pared en la página 31: “con la frente rota por los golpes mientras que mi madre las emprendía en contra de este pleno ayudara por la sangre que estaba allí para humedecer y reafirmar el rígido peinado”. El cuerpo se rebela y se habla incluso de “violencia muscular” (p. 141) por el desorden nervioso facial surgido tras la desaparición del padre. También la narradora incorpora la violencia gratuitamente a su tiempo libre: “Pago la media hora estipulada y un fragmento de desajuste me impide separarme de la última imagen de mi hermana mientras muevo el cursor para abrir uno de los sitios más conflictivos que visito. Las imágenes son tremendas, increíbles” (p. 37), lo que nos deja estupefactos porque para que la chica viese imágenes conflictivas e increíbles bastaría con que mirarse a través de la ventana. O incluso sería suficiente dirigir la mirada hacia abajo, para comprobar cómo los hombres del cíber donde se prostituye entran en su propio cuerpo: “dejo que me metan el lulo o los dedos adentro, hasta donde puedan” (p. 12). La violencia comienza en el Estado chileno, llega hasta el barrio, entra en las casas, entra en su cuerpo y entra en sus ojos. No hay resquicio libre. La única diferencia es que la violencia que contempla en el ordenador es pacífica y tranquilizadora porque no es directa, porque no sucede en la realidad próxima, sino en forma de imaginario: “Yo venero la neutralidad de mi computadora que me protege hasta de los crujidos de mí misma: el cursor, el levísimo sonido del disco duro, la pantalla es completamente indescriptible y su borde, un poco maltratado, no me desanima porque su prestigio salta a borbotones en medio de una luz titilante” (p. 14).

Pero no es ése el único imaginario presente, desde luego. La otra violencia, la de la dictadura de Pinochet, está bien presente en la novela. Aunque la obra no está localizada en un lugar concreto -sabemos que es Chile por los localismos del lenguaje- ni en una época, la represión policial, la alusión a los “tiras” (colaboradores con el Estado represor), y las menciones a los desaparecidos por las fuerzas del orden (p. 140) nos colocan inmediatamente mediados los años 70 del siglo pasado, y en los sucesos de los meses y años posteriores a la toma del Palacio de la Moneda.

Además, y desde una perspectiva de género, tenemos que pensar en la aludida violencia de la prostitución forzada para mantener a una familia disfuncional donde los progenitores han abdicado de sus responsabilidades de cuidado. Y en esa sustitución de los padres, sobre todo del padre, se abre una cuestión esencial de la narrativa de Eltit, que ya viera en su momento Julio Ortega para Lumpérica, la primera novela de la autora:

¿Cómo, en efecto, reemplazar al padre, cuya autoridad sostiene el reino simbólico con la palabra del yo y de la ley? Porque, justamente, el riesgo está en que la mujer suele confirmar el poder represivo masculino en los mismos gestos con que los confronta. (Dicho de otro modo, no se trata de reemplazar a Pedro Páramo con la Mamá Grande, sino de subvertir el poder que los iguala). Reemplazar el patriarcado con el matriarcado sólo confirma las jerarquías. Se trata, por lo tanto, de poner en crisis el sistema mismo de la representación, la lógica que divide y define lo masculino y lo femenino como destino biológico, roles sociales, economías discursivas, fábulas de la identidad y verificaciones del poder.[2]

Y el mismo Ortega describe más adelante algunos elementos de la novela que podrían extrapolarse, mutatis mutandi, a Fuerzas especiales:

La sección "Estacas en las esquinas, alambradas" es de una sola página (69) pero no en vano está señalizada: plantea el conflicto entre las fuerzas policiales de ocupación de la sociedad civil y las fuerzas marginales, cuya estrategia es el control de su espacio (los eriales); espacio sin salida, enclaustrado, pero donde se reafirma la objetividad (enunciación, notación, testimonio) de un nuevo discurso sobre la gesta popular. La secuencia siguiente, "El cerco, el delirio, el cerco", replantea el origen de esta nueva épica en la interacción de la hija y la madre (Ibíd.)

“El cerco, el delirio, el cerco”, podría ser un título alternativo para Fuerzas especiales, amén de una exacta descripción de su trama. Además, podríamos poner esta dimensión de la novela en relación con el trabajo que la propia Eltit desarrolló en “Zona de dolor, su performance en un burdel en la calle Maipú, filmada por Lotty Rosenfeld (…) en Zona de dolor, Eltit protagoniza una performance en la cual lee, con brazos cicatrizados, un capítulo de su libro Lumpérica en un burdel en la calle Maipú, y termina por limpiar la acera en frente del burdel mientras que se proyecta una imagen de su cara contra la pared”[3]; para Wittern, tanto esta performance como la novela de Eltit Padre mío, “al introducir la literatura dentro de zonas olvidadas o ‘invisibles’ por y para la elite cultural de la ciudad, (…) expanden el concepto del “anillo letrado” que Rama nos había señalado” (op. cit., p. 10). En efecto, la visibilización del conflicto de las zonas olvidadas de la geografía urbana, de las banlieu donde se refugian quienes sólo tienen cosas que perder y nada que ganar, es un elemento presente en Fuerzas especiales y en alguna otra novela actual (Los amigos soviéticos de Juan Terranova, Mujeres que dicen adiós con la mano, de Diego Doncel, Los hemisferios de Mario Cuenca, etc.), debido a la importancia social creciente que tienen estas zonas periurbanas, siempre relacionadas con la violencia, la droga o las semillas del terrorismo.



La violencia textual

Los comentarios de los especialistas que trabajan en las redes aluden a los peligros de la repetición y a la estela de la frustración que provoca. Eso nos salva, dice el Omar.
Eltit, Fuerzas especiales (p. 79)

El problema con que se encuentra Eltit a la hora de definir estilísticamente la novela, problema que nos acucia a muchos narradores preocupados por el “decoro poético” a la hora de dar voz a personajes, es cómo dar estilo narrativo a una voz en primera persona de alguien que presumiblemente tiene un nivel cultural bajo y un discurso pobre. El hábil procedimiento que utiliza la autora chilena es utilizar frases secas y cortantes, que reproducen la “economía de guerra” en la que vive la protagonista mediante la economía del discurso, y utilizar el que es, junto a la aliteración, el único tropo o figura retórica que puede estar presente en un discurso de estas características: la repetición, en especial bajo la forma de anáfora. Los personajes tartamudean en sus discursos, seguramente porque tienen una y otra vez los mismos pensamientos, encerrados y predeterminados, como sus cuerpos. Volver en frases breves y repetitivas sobre el mismo acto violento consigue hacer asfixiante la lectura (p. 73), como si la historia no pudiese salir de la agresión constante. Como si la Historia no pudiese salir de la agresión constante.

La insistencia textual en el mismo recurso reproduce la sensación de claustrofobia, de forma que las frases parecen personas atrapadas en un cubículo estrecho, golpeándose contra las paredes. Los sueños de libertad de la narradora chocan con el cerco policial, y sus ansias expresivas se topan contra los mantras violentos. La repetición, a modo de mantra, de un elemento constante, va articulando el discurso, introduciendo una y otra vez en el texto una idea concreta: la de violencia, a partir de un mantra anafórico que va interrumpiendo el discurso (esto es, que ejerce la violencia contra el mismo, rompiendo su fluidez). Pero no acaba ahí la inteligencia narrativa de Eltit. Ese mantra que aparece en todas las páginas de la novela es un mantra que, en sí mismo, reproduce la violencia, pues es un recuento de todas las armas -y de sus tipos y marcas- que tiene el aparato represor estatal: “Había cuarenta y seis pistolas Airsoft ASG CZ 75d Compact 6 mm.”, p. 50; “Había mil revólveres Taurus 85 Ultra Life” (p. 51); “Había siete mil trescientos revólveres Luger LCR cañón de 1.875 pulgadas” (p. 52); “Había trescientos rifles Stoeger Double Defense 20-GA 3” (p. 53), y así, repito, una de estas frases descontextualizadas de su entorno próximo, pero configuradoras del entorno global de la novela, interrumpen la narración en todas y cada una de las páginas de la misma, evidenciando que la violencia en esta obra de Eltit es también textual. De hecho, la violencia, por estar, está presente hasta en el propio título de la obra Fuerzas especiales.


Grabando la familia

Otro de los elementos interesantes de la novela es su reflexión sobre la tecnología de la imagen, tanto más pertinente por cuanto no es ni tecnófoba ni tecnófila: simplemente, Eltit se limita a darle sentido para enmarcar algunos aspectos representativos de los personajes. A la narradora le gusta fotografiar o grabar a su familia, justo en los momentos de más tensión: “Más adelante, mucho más adelante, después que se habían tragado la ira, mi madre y mi hermana se fundían en un abrazo tan estilizado y entrañable que yo no podía sino fotografiarlas con mi celular. (…) Yo fotografiaba el abrazo que sellaba el amor desesperado que se tenían o la frente de mi hermana contra la pared o sencillamente la registraba tapándose la cara ante el espejo. (…) Mi hermana, sangrante, abrazada a mi mamá, pálidas las dos porque ellas siempre se han amado con un tipo de pasión escalofriante” (p. 32). Sin embargo, esa grabación no es inocua, surte efectos en las personas retratadas o grabadas, que cambian o reaccionan al sentirse en trance de ser convertidas en imágenes: “Después yo me iba porque cuando descubrían el enmarque en el celular, se volvían en mi contra de una manera que me aterraba. Mi madre entonces me odiaba, pero mi hermana no, ella odiaba las fotos, odiaba el espejo y odiaba la composición de los rostros” (32-33). La voluntad de la narradora de grabar algunos momentos familiares tensos nos hace tender algunos pasadizos. Podríamos lanzarlos hacia Mantra (2001), de Rodrigo Fresán, pero quizá sea más adecuado hacerlo con la obra de otro argentino, Tomás Sánchez Bellochio, y en concreto hacia su relato “Familias de cereal”, que da título a su primer libro de cuentos, publicado el año pasado en Candaya. En este inteligentísimo y atinado relato, Marco, un joven aprendiz de publicidad, suele estar grabando casi todo el tiempo (como el Martín Mantra de Fresán), y una noche sabe por casualidad “del poder real de mi cámara”[4], al grabar sin querer una discusión de sus padres:

-Esta es la vida que soñé en mis peores pesadillas.
La frase salió de la boca de Ernesto, pero en esas circunstancias era intercambiable. Un vaso se hizo trizas cerca de mi cabeza y se mencionó el nombre de una mujer desconocida. Cuando por fin notaron la lucecita roja en la oscuridad, dejaron de gritar y tirarse cosas. Parecían liebres encandiladas en medio de la ruta. Marta se llevó una mano a la boca, como arrepintiéndose de lo que había dicho. Lentamente resbalaron en el sillón y empezaron a darse palmadas uno al otro, con una sonrisa nerviosa. Sus gestos eran tensos, sobreactuados, y revelaban una impostura infinita.
De vuelta en mi cuarto, repasé la escena no menos de treinta veces. Ellos nunca habían dejado de pelear en mi presencia. (…)
Esto se repitió otras noches de esa semana y la siguiente. Empezaba casi siempre igual. A veces, en la cocina, en su cuarto o en las escaleras. Me acomodaba en un rincón, lo más lejos posible de ellos, para no interferir. (…) Ellos continuarían hasta notar la lucecita roja. Entonces se detenían, se congelaban en el gesto de furia y en unas décimas de segundo podían convertirse en otras personas. Tomaban aire, relajaban sus músculos, se alisaban la ropa. Después de un minuto o dos de silencio, interpelados por la cámara, empezaban a dar excusas o proponían temas neutrales de conversación (pp. 16-17)

Lo que conviene retener de este fragmento es que la aparición de la cámara, de la grabación, cambia y pacifica a los personajes. Sabedores de que dejan de ser personas para ser personajes, actores, se incorporan a la grabación reproduciendo los roles paternos que suponen que les corresponden.

En un sentido similar, y aunque la cámara cambia y enfada a la familia de la narradora de Fuerzas especiales, la pantalla -el otro lado del canal de la imagen- calma o pacifica a la narradora. Siempre tiene la pantalla encendida de su ordenador en el cíber mientras se prostituye, de forma que se concentra en las imágenes para huir del coito. A veces elige imágenes dulces para mirar, como las de una mariposa amarilla, en otras ocasiones le basta con cualquier otra imagen: “Tengo que olvidarme del bloque, de los niños, de los dientes, de los cascos. Tengo que olvidarme de mí misma para entregarme en cuerpo y alma a la transparencia que irradia la pantalla” (p. 40). La ficción de la pantalla la salva del horror de lo inmediato, del sexo consentido pero alienante, de la degradación.

Por ese motivo, seguramente, las pantallas del cíber serán, al final de la novela, la forma de materialización de la resistencia: Omar, Lucho y la narradora se unen para crear un videojuego, Pakos Kuliaos (policías cabrones), que es la única forma que tienen los personajes de ganar, de alguna forma, la guerra contra el aparato represor, de garantizarse un espacio de lucha que admita la victoria. La realidad virtual construida en unos ordenadores obsoletos, dentro de un cibercafé que se cae a pedazos, es la forma -ficcional- de resistencia hasta los últimos límites, hasta las últimas fuerzas. La pantalla sigue siendo el refugio de los personajes, porque tras la ventana sólo hay devastación y desesperanza. La ficción del videojuego es la única forma de no rendirse, de no claudicar ante la violencia.



El post-trauma

Si se involucran en esta teoría desatinada va a haber muertos, dijiste. Ya hay muertos, te contesté.
Diamela Eltit, Jamás el fuego nunca[5]

La profesora Francisca Noguerol ha expresado en alguna intervención pública que en los últimos años han aparecido una serie de distopías en las que parece advertirse, un poco a la contra del sentido original del género distópico, una resistencia “resiliente”, manifestada en forma de esperanza. Estoy de acuerdo con ella y, por ese motivo, el segundo pasadizo de esta tarde unirá esta novela con la trilogía Las huellas, de Jorge Carrión, quienha desarrollado una lectura del trauma histórico que podría valernos para leer también a Eltit. Reproduzco, ligeramente alterados, algunos párrafos de la reseña que publiqué sobre Los turistas, última entrega de la trilogía:

Si en Los muertos, primera novela de la trilogía de Carrión,el tema del duelo se vivía a través de los personajes de ficción, en Los huérfanos la ficción y el duelo se traspasan a los seres humanos reales a través de la “Reanimación Histórica”, que crea las condiciones para que las personas puedan vivir el sufrimiento de otras en su propia piel mediante el rescate de la memoria y la personificación de un papel[6]. Esto nos lleva a uno de los grandes temas de la trilogía, la investigación sobre el trauma tanto en sentido individual como colectivo o histórico, presente en los tres libros y encarnado en Los turistas en la “mujer de la multitud”. La historiadora del arte Griselda Pollock ha hecho del estudio de la huella del Holocausto en nuestros días un tema central de su trabajo; cuando Anna Guasch le pregunta el porqué de ese interés, contesta: “en la actualidad hay tres poderosísimas razones por las que el Holocausto no es un tema superado y de hecho vivimos un después pero no un más allá de Auschwitz. En primer lugar, asistimos desde el plano psicoanalítico, el filosófico, el ético, pero también el filmográfico (…) o el museográfico (…) a un renovado interés por lo que fue el mayor episodio de intolerancia y barbarie del siglo XX. En segundo lugar existen junto a los testigos, los ‘hijos de los supervivientes’, los ciudadanos, pero también los artistas que en la década de los noventa retornaron a un ‘transmitido trauma’. Y finalmente episodios como el 11 de septiembre en Nueva York, el 11 de marzo en Madrid, y otros muchos, como los relacionados con el genocidio de Bosnia o Ruanda nos hacen cobrar conciencia de que vivimos una era llena de peligros”[7]. Eso explica por qué Carrión, como crítico, ha mostrado interés por el drama argentino de los hijos de los desaparecidos, leyendo con mucha atención a escritores como Félix Bruzzone, por ejemplo. Para el Carrión de la trilogía, el trauma sociohistórico es un elemento capital que aparece unido a otro muy vinculado con él: cómo se cuenta ese trauma, como se materializa discursivamente el dolor. Y ello porque, como dice Malabou[8], el sujeto “postraumático” es uno de los más comunes de nuestro tiempo, frustrado por traumas violentos que le superan (véanse J. M. Coetzee, Desgracia; Juan Villoro, 8.8: el miedo en el espejo; Sergio del Molino, La hora violeta; Mark Oliver Everett, Cosas que los nietos deberían saber, entre otros), hechos imborrables como los que han podido ocasionar el 11/S, Fukushima, los tsunamis, los terremotos, el terrorismo, etc. Zizek y Malabou se mantienen en el estudio del trauma, mientras Carrión intenta ir más allá y entiende que la ficción es uno de los medios de terapia de grupo. Evidentemente, en el caso de Eltit, el suceso traumático, que compartió con millones de compatriotas, fue la dictadura de Pinochet y su sangrienta represión, violencia que está detrás de sus novelas y también de Fuerzas especiales, por supuesto.
En algunos estudios psicopatológicos sobre el trauma se señala que el proceso traumático puede tener síntomas similares a la psicosis, y que puede definirse al trauma como “un encuentro con el vacío, en el sentido del vacío psicótico y el desamparo, con su grupo de ansiedad disolvente, desintegración psíquica, despersonalización…”[9]. Son elementos éstos, ansiedad disolvente, desintegración psíquica, despersonalización, que pueden identificar sin dificultad a algunos personajes de Eltit. Los mismos expertos recomiendan, en las técnicas de choque contra las situaciones post-traumáticas, la necesidad de verbalizar la experiencia como una de las principales medidas. ¿Y qué mejor forma de verbalizar que escribirla narrándola, contándola como historia? Observemos esta declaración de Terry Eagleton: “¿Por qué se considera con tanta frecuencia que la literatura es una especie de prótesis emocional o forma de experiencia vicaria? Una razón está relacionada con el drástico empobrecimiento de la experiencia en las civilizaciones modernas. Los ideólogos literarios de la Inglaterra victoriana consideraban prudente animar a los hombres y mujeres de clase trabajadora a extender sus simpatías más allá de su propia situación mediante la lectura (…) podría distraerles de indagar demasiado quejumbrosamente en las causas de sus privaciones. No sería demasiado afirmar que para estos comisarios culturales la lectura era una alternativa a la revolución. La imaginación con empatía no es tan inocente desde el punto de vista político como pueda parecer”[10].En este caso, y dando una vuelta de tuerca sobre la desesperanza de sus obras anteriores, como Mano de obra, el retrato sombrío de Eltit sí admite algún hueco para el optimismo, una salida mental que permite entender la recuperación del color colectivo mediante el relato como un ejercicio de catarsis, al modo tradicional de la tragedia griega.


Conclusiones

Como dice Eagleton, “Mientras se pueda dar voz a la desgracia, esta deja de ser la última palabra”[11]. Mientras cuenta inextinguiblemente el horror, la narradora de Fuerzas especiales escapa de él, no sólo porque sobrevive, sino porque lo mantiene a la distancia suficiente para poder describirlo. Hay un espacio para la huida, la curación, y la esperanza. La intención de Eltit es generar una imagen literaria del dolor real que vaya más allá de la simple exposición del trauma histórico para situarse en lo que Meera Atkinson y Michael Richardson, en el libro Traumatic Affect (2013) han denominado como afecto traumático, que es aquél que mueve a personas en principio lejanas a un episodio histórico concreto sentirse abrumadas o afectadas por él, pese a no haber vivido sus consecuencias[12]. La intención de la autora es crear una experiencia en la que nosotros podamos sentirnos reflejados y apelados por la narración, hasta el punto de compartir afectivamente la experiencia que aquellos chilenos sintieron. Es una forma de mantener viva la Historia y la memoria, compartida entonces con quienes sufrieron los hechos y ahora con todos los lectores de la novela.

En ese sentido, la novela, que lucha en todo momento entre el optimismo y la desesperanza, se inclina a favor de un pensamiento esperanzado, como dijimos antes y queda claro en la página 170. No sabemos si esa esperanza es utópica, debido a la situación de cul de sac en que parecen quedar los personajes. Eagleton, en su ensayo sobre el optimismo, escribe: “Tanto los marxistas como los cristianos son más sombríos sobre la condición presente de la humanidad que los liberales y los reformistas sociales, aunque tienen mucha más confianza sobre sus perspectivas futuras. En ambos casos, estas dos actitudes son las dos caras de la misma moneda. Se tiene fe en el futuro precisamente porque se intenta encarar el presente con sus aspectos más abominables (…) es una visión trágica, ajena tanto a los risueños progresistas como a los adustos Jeremías”[13]. Ahí se debate la esencia de la novela de Eltit, en esa tragicidad, en una lucha agónica por imponer la esperanza frente a la fatalidad de los hechos. Pero claro, si la situación no fuera difícil, desesperada, si no estuviera todo casi perdido, ¿por qué iba a ser tan importante luchar?








[Relación con autora y editorial: ninguna]


[1]Terry Eagleton, Esperanza sin optimismo; Taurus, Barcelona, 2016, p. 33.
[2] J. Ortega, “Diamela Eltit y el imaginario de la virtualidad”, en Juan Carlos Lertora (ed.), Una poética de literatura menor: La narrativa de Diamela Eltit; Cuarto propio, 1993, accesible en http://letras.s5.com/eltit140913.html.
[3]Daniella Wittern, “Re-escribir la ciudad letrada: El padre mío y Zona de dolor, o las performances urbanas de Diamela Eltit”, accesible en http://www.iiligeorgetown2010.com/2/pdf/Wittern.pdf.
[4] Tomás Sánchez Bellochio, Familias de cereal; Candaya, Barcelona, 2015, p. 15.
[5]Diamela Eltit, Jamás el fuego nunca; Periférica, Cáceres, 2012, p. 107.
[6] J. Carrión, Los huérfanos; Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014, pp. 20, 53 182, 161.
[7]Griselda Pollock en Anna Maria Guasch, La crítica dialogada. Entrevistas sobre arte y pensamiento actual (2002-2007); Cendeac, Murcia, 2007, pp. 83-84
[8] Citada por Slavoj Zizek en “Descartes and the post-traumatic subject: on Catherine Malabou's Les nouveaux blesses and other autistic monsters”; Qui Parle, nº 17 (2), 2009, pp. 123-148.
[9]Philippe Bessoles, “Psicoterapia post-traumática”, Revista Subjetividad y Procesos Cognitivos, nº. 9, 2006 (Ejemplar dedicado a: Violencia), pp. 53-68, p. 58.
[10]Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 83.
[11] T. Eagleton, Optimismo sin esperanza, op. cit., p. 187.
[12] Cf. Anthony Nuckols, “El afecto como antídoto contra la privatización y despolitización de la memoria”, -452ºF. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, nº 14 (2016) pp. 87-104.
[13]Terry Eagleton, Esperanza sin optimismo; Taurus, Barcelona, 2016, p. 23.

El blog decreciente

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Durante casi tres años he desarrollado un proyecto de literatura digital en El Boomerang, denominado El blog decreciente

Compuesto por 100 entregas, numeradas de forma inversa y decreciente, el proyecto comenzó en abril de 2013 con una meditación sobre la escritura y el hecho de comenzar un círculo creativo y termina hoy, con una entrada sobre el acto de volverse o girarse, para observar el camino recorrido.

Podríamos haberlo titulado Manual del distraído digital, en homenaje a Alejandro Rossi y porque también es un ejercicio de ensayismo disperso y reticular, pero hubiera sido pretencioso hacerlo. La rúbrica El blog decreciente da una imagen correcta y sencilla de lo que ha sido este ejercicio extendido durante tantos meses. 

A lo largo de estas cien entradas se han tocado temas de lo más diverso y se han ofrecido al lector ensayos, microensayos, reseñas, textos de creación, pasadizos culturales, aforismos y notas de lectura. Desde el principio se intentó recordar que la red 2.0 puede ser un espacio creativo y teórico feraz, un lugar de intercambio intercontinental de escritura literaria, si en vez de arrojar ego lanzamos ideas.

Quiero darle las gracias a Basilio Baltasar, que me invitó a participar El Boomerang y me dio la oportunidad y la libertad de hacer lo que me viniera en gana. 
 
Ojalá alguno de estos cien pasos dados, querido lector, haya sido de tu agrado. Están todos disponibles aquí: 

http://www.elboomeran.com/blog/1506/blog-de-vicente-luis-mora/


 
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