Quantcast
Channel: Vicente Luis Mora. Diario de Lecturas
Viewing all 158 articles
Browse latest View live

Lo que cuesta un verso

$
0
0






Hace ya mucho tiempo Steven Shaviro explicó en su blog los problemas que iba a causar la legislación del copyright para la investigación académica en Estados Unidos no publicada en revistas, desde que un cambio en la normativa aplicableconsiderase que un solo verso -dosen Canadá- es "parte esencial" o significativa de una obra poética, y por lo tanto obligaba a las editoriales a negociar royalties y a pedir permiso para citar cualquier verso de un poeta, aunque se tratase de una obra de investigación. Shaviro apuntaba que esta exclusión del “fair use” al citar versos de poemas o de canciones podría generar el absurdo de un estudio sobre un poeta que no incluya ni una sola línea de su obra, con tal de evitar el fastidio de solicitud de permisos y más que posibles pagos. O llegar al desatino de describir o parafrasear los versos, lo que destruye, evidentemente, el esfuerzo original del poeta estudiado (recordemos que nos referimos a libros que, para más inri, traen a la actualidad, ponderan, estudian y difunden la obra de esos poetas). Esto se agrava en trabajos de espectro más amplio: imaginemos un libro que se proponga realizar un panorama de la poesía estadounidense actual, sin contener un solo verso de ningún autor, o sólo de un par de ellos. 


Parece que ese futuro distópico está llegando. Ayer la conocida estudiosa de la poesía modernista (en el sentido que esta palabra tiene en el mundo anglosajón) Marjorie Perloff explicó en Facebook que ha tenido que subir su última colección de ensayos sobre poesía en abierto en su web porque se le pedían 500$ por citar 5 versos de un mesóstico (una variante del palíndromo) de John Cage, además de una cantidad no especificada por citar versos de Wallace Stevens, entre otros pagos debidos:


“ […] but the difficulty was copyright. The press in question declared that the Wallace Stevens quotes in Essay #1 would have to be renegotiated, and the demand goes on from there. The John Cage Trust wanted $500 for five lines of a John Cage mesostic. I decided that such expenses were disproportionate for a collection of old essays” (el enlace es éste, aunque sólo es legible para contactos de Perloff).


A poco que se citen versos de cuatro o cinco poetas diferentes, es plausible que el editor deba invertir más dinero en pagar los derechos de poetas muertos que en pagar a su autor vivo. En la práctica, esto significa que tanto el ensayismo literario sobre poesía como la investigación sobre la misma impresa en papel se prohíbe por motivos económicos, lo que implica que los escritores no pueden cobrar por su trabajo y se ven obligados a ofrecerlo gratuitamente. Si en el caso de la investigación universitaria, sobre todo la proveniente de universidades públicas, podemos hacer salvedades (aunque todo profesor, una vez publicada libremente la investigación en revistas, tiene derecho a recopilarla, sistematizarla o ampliarla luego en libro y cobrar por ello), en el caso de un ensayista no académico interesado por la poesía -por ejemplo un escritor profesional que quiera expresar sus opiniones sobre un poeta, como hizo Cortázar sobre Keats, o un poeta que, como John Ashbery o Charles Simic, quiera escribir sobre otros poetas-, la única posibilidad de publicar será a través de una editorial muy poderosa, que pueda pagar a los herederos o poseedores de los derechos de los poetas citados el canon que éstos establezcan. Pero claro: ¿cuántas editoriales pujantes económicamente publican ensayos sobre poesía?


Este anacoluto legal produce efectos insospechados e injustos. Tenemos la suerte de poder leer gratis el libro de Marjorie Perloff, que aborda poetas como Stevens, Silvia Plath, Creeley, Larkin o W.C. Williams aquí: http://marjorieperloff.com/books/modernists-avant-gardists-contemporaries/, por decisión personal de la autora, pero en otros casos, por ejemplo de ensayistas no académicos, es bastante posible que se nieguen a dedicar su tiempo a escribir un libro largo y profundo sobre otros poetas que no va a poder publicarse en papel, y por el que no cobrarían absolutamente nada. Es difícil saber cuántos buenos ensayos nos estamos perdiendo y vamos a dejar de leer por esta legislación de inexplicable dureza. Así están las cosas: los derechos de los autores muertos, que ya no necesitan el dinero, impiden generar derechos a los autores vivos, que quizá sí necesiten esos ingresos y que, en cualquier caso, y como cualquier otro trabajador, merecen cobrar por su trabajo.

Del odio a la poesía

$
0
0



Ben Lerner, The Hatred of Poetry; Fitzcarraldo, London, 2016
Ben Lerner, Elegías Doppler; Kriller71, Barcelona, 2015.
 

Aquel que de poeta no se precia,
¿para qué escribe versos y los dice?
¿Por qué desdeña lo que más aprecia?[1]

Así se desahogaba Miguel de Cervantes en el capítulo IV de su Viaje del Parnaso (vv. 337-339), a las alturas de 1614 y en el penúltimo año de su vida. Es cierto que la poesía es uno de los artes más vilipendiados por sus propios practicantes. Y no hablamos sólo de las prédicas contra la poesía de los adversarios, sino contra su mismo ejercicio. Creo que alguna vez he reproducido parte de este recuento: Vicente Núñez legó que “La poesía es delito”; Jaime Gil de Biedma decía que “El juego de hacer versos / (...) es algo / parecido en principio / al placer solitario”. Pablo García Casado ha escrito sobre “eyacular el poema”; Alexis Díaz-Pimienta tiene una pieza, “Poeta en el aeropuerto”, donde también compara la escritura con la eyaculación. Sus últimos versos dicen: “la diferencia está en que el hombre solo / no se lava después de la última palabra” (Yo también pude ser Jacques Daguerre). Artaud sostuvo que “toda escritura es una marranada. Las personas que salen de la nada intentando precisar cualquier cosa que pasa por su cabeza, son unos cerdos. Todos los escritores son unos cerdos. Especialmente los de ahora”. Deleuze dijo que escribir es algo sucio; sin conocer la frase o quizá por conocerla, el poeta costarricense Alfredo Trejo escribe: “Si la gente supiera / lo sucio y poco confortable / que es escribir algunas cosas” (Prefiero ver estática, 2013). Gerald Manley Hopkins tuvo que dejar la literatura por considerarla incompatible con el sacerdocio -Paz le dio la razón al exponer que “el saber del poeta es un saber prohibido y su sacerdocio es un sacrilegio” (Los hijos del limo)-, yLeopoldo María Panero ha declarado en algún sitio sentirse “cagando poemas”. José Ángel Valente escribió: “Implacable desprecio por el arte / de la poesía como vómito inane” (El inocente). Monterroso tiene esto en algún sitio: “Escribir es un acto pecaminoso. Al principio, contra los grandes modelos, en seguida contra nuestros padres, y pronto, indefectiblemente, contra las autoridades”. En fin, que si hacemo caso a los escritores llegaríamos a pensar que esto de escribir, sobre todo escribir poesía, es algo bastante indecente.


 Nicanor Parra

A esta catarata vienen a sumarse los improperios coleccionados o lanzados por el novelista, ensayista y poeta Ben Lerner en The Hatred of Poetry, que tras contar en su delirante comienzo el trabajo que le costó aprenderse en el colegio un poema de Marianne Moore de apenas 24 palabras (“Poetry”, otra andanada contra la poesía), se hace la pregunta clave: “What kind of art assumes the dislike of its audience and what kind of artista aligns herself with that dislike, even encourages it?” (“¿Qué tipo de de arte asume el desagrado de su audiencia y qué tipo de artista se alinea con esa antipatía, e incluso la fomenta?”, p. 9). Lerner explica que el problema puede yacer en las onerosas expectativas que ponemos en el hecho mismo del poema (sea como lectores o como escritores), y la discordancia entre el universo virtual de aquello de que el poema parece capaz y lo que finalmente logra. Es decir: el poema siempre parece mejor en nuestra mente de lo que luego será al ponerse por escrito. Lerner pone el ejemplo de Grossman al hablar de Hart Crane, aunque también podía haber puesto el de W. B. Yeats: “ejemplo de la insatisfacción ante su trabajo, tanto con respecto a sus versos como a sus dramas, lo hallamos repetidamente en esta correspondencia. Con respecto a los dramas, la representación de los mismos le muestra defectos que corrige incansable, acumulando versiones sucesivas. sus versos también son corregidos después de publicados en libro, hasta llegar a darles esa sencillez e intensidad que constituyen su aspiración como poeta” (Cernuda, Poesía y literatura, 1964). Un verso de Peter Handke lo resume con claridad: “No estaba desesperado, sólo insatisfecho”[2]. Pero, ¿cuál es el problema básico de la poesía? ¿Por qué esa insatisfacción, tanto de los poetas como de los lectores? ¿Por qué todo vate dice que la poesía de su época es una bazofia -salvo la suya, claro-? Pues el motivo no es otro que el apuntado por Lerner y que me parece el mayor hallazgo del ensayo: la constante idealización de la poesía que llevamos siglos desarrollando y amplificando tanto los lectores como los propios poetas.


El peligro de la idealización

Para explicar esa idealización, comienza Lerner un recorrido histórico, que, como es predecible e inevitable, comienza por la expulsión platónica de los poetas de la República ideal (ver Platón, República, II, 367c). El pasaje ha sido tantas veces comentado que el mayor mérito de Lerner es relatarlo de nuevo sin que suene a manido. Luego pasa de puntillas por otras diatribas contra la poesía para llegar a las clásicas defensas de Sidney y Shelley (pp. 29ss), y a partir de ahí explicar el hiato que hay entre la percepción de lo creemos que debe ser la poesía y lo que la poesía escuando la lees realmente. El problema, a juicio de Lerner, es que la educación nos inculca que al leer poesía vamos a sufrir algún tipo de rapto mistérico o taumatúrgico que nos elevará por las regiones del aire. El frustrante resultado es que cuando llegamos a los textos desnudos, la realidad no es tan halagüeña, ni siquiera en los clásicos. Como expresa Lerner con agudeza, “the fatal problem with poetry: poems” (p. 32). Los poemas de los demás y los propios, claro está, y por eso dice Lerner que muchísimas pesonas escriben versos en su juventud, pero los más sabios abandonan la práctica al constatar su incapacidad de alcanzar ese áureo modelo de perfección verbal y semántica que se nos enseña en el colegio que es la poesía. O en la universidad, claro: recordemos que para Fernando Lázaro Carreter el poeta Jorge Guillén era, y así le llamaba sin empacho, “el excelso poeta”[3]. El propio Guillén escribió: “tan fecunda puede ser la aliteración como la rima, si se les descubre su quid divino”[4]. Si quieren darse el mismo topetazo descrito por Lerner, lean antología de Jorge Guillén para buscar ese quid divino, y dense el mismo leñazo que yo, cuando tras leer afirmaciones de ese jaez fui todo ilusionado a Cántico y me encontré con la realidad mostrenca, brutal:

¿Rosas? Pero el alba.
… Y el recién nacido.
(¡Qué guardada el alma!)
Follajes ya: píos.[5]

El problema no son los versos en sí -aunque los citados no pueden ser más contrarios a mi gusto personal-, sino la desmesurada expectativa que Lázaro Carreter y otros profesores, durante siglos, han continuado insertando en las mentes a medio formar de sus alumnos. Mientras que a los narradores y a los dramaturgos se les presentaba de una manera natural y huera de aspavientos, mediante la descripción proporcionada de sus aportaciones, al hablar de poesía la voz se engolaba, se amaneraba y se mencionaban los ropajes de lo esotérico, de lo divino, de lo álgido, de lo “puro”, y el pobre adolescente quedaba apesadumbrado, para acercarse desde entonces a los libros de poemas como a una especie de biblias laicas, que deben respetarse con tanto fervor como lejana y pasmada admiración, que conduce a una forma “superior” o más intensa de vida (es lo que denomino el nefasto Síndrome El club de los poetas muertos”). Y claro, como expone Lerner, la realidad nunca puede colmar una expectativa de ese tamaño. Ni siquiera la poesía de Shakespeare o la de Dante pueden. Todas las obras líricas tienen caídas, o pasajes prosaicos conectando las partes poéticas (como denunciaba Poe en The Philosophy of Composition, 1846), o una excesiva carga de referencias eruditas, o un número incontrolado de nombres de reyes o escritores, y en las obras se alternan versos caedizos junto a cimas esplendentes: el resultado es, como no podía ser de otra forma, humano, demasiado humano, irregular, con altibajos, cuando al joven estudiante se le había preparado para lo divino. Incluso las frecuentes antologías de malos poemas, tipo Las mil peores poesías de la lengua castellana, contribuyen a afirmar el ideal de perfección, como expresa Lerner con agudeza, porque “Reading the worst poems is a way of feeling, albeit negatively, that echo of poetic possibility” (p. 35; “leer los peores poemas es una forma de sentir, siquiera negativamente, ese eco de posibilidad poética”). No hay escapatoria: el modelo de medida es siempre la perfección ideal, pero la realidad se muestra vulgar, desmañada, insatisfactoria. El joven que accede a la Ilíada, la Odisea o la Eneida se encuentra con una cascada de dioses, semidioses, mitos y héroes que convierten la lectura en un fatigoso ir y venir a las notas al pie, sin las que a menudo no se entiende nada, convirtiendo lo que debería ser lectura ininterrumpida en un intrincado sendero de discontinuidades. Otro tanto le sucederá al estudiar la poesía renacentista, la barroca y la neoclásica, y sólo al llegar al romanticismo parece que los versos comienzan a respirar por sí mismos, pero para entonces ya es demasiado tarde. Los profesores, que han dedicado su vida a estudiar los mitos y constelaciones, los linajes de Agamenón o Ricardo III y las referencias y homenajes ocultos, son incapaces de explicarles a los alumnos la grandeza de los textos, seguramente porque en muchos casos hace falta una vida de estudio para entender esa grandeza, mientras que la grandeza de Bach se entiende con escuchar diez minutos de La pasión según San Mateo. El problema de recepción de la poesía es, por tanto, la descompensación entre lo que creemos esperar y lo que luego encontramos, un resultado que siempre es meritorio, pero jamás a la altura inmarcesible que nos habían dibujado de forma arbitraria. Algo similar dejó caer en 1976 José Luis Castillejo en La nueva escritura: “la existencia de la escritura convierte a lo simplemente no escrito en problemático”[6]. Y la literatura impresa puede ser la consecuencia publicada e irreversible del problema, como puede deducierse de la larga reflexión sobre este asunto que es el maravilloso Dichtung & Warheit (An Unwritten poem) (1958), de W. H. Auden.

El propio Lerner ha caído alguna vez en el misticismo de ese poema ideal localizado en el platónico cielo de los poemas, y lo hizo leyendo a su admirado John Ashbery. Ezequiel Zaidenwerg recuerda en su prólogo a Elegías Doppler que Lerner comentó en un ensayo sobre Ashbery: “Sus poemas son glosas a poemas a los que no podemos acceder” (Elegías,p. 9). También para Lerner, pues, la idealización está presente, y, como aclara Zaidenwerg, los poemas son leídos en relación con otros poemas ideales que no existen, como “lírica negativa” (expresión del propio Lerner), a partir de “la idea, de espíritu platónico por cierto, de que el poema es un reflejo, siempre secundario, de una entidad inaccesible de orden superior que sólo es posible glosar” (Zaidenwerg en Lerner, Elegías, p. 10). Lerner lo admite, con algo de melancolía, casi al final de su ensayo: “You can only compose poems that, when read with perfect contempt, clear a place for the genuine Poem that never appears” (The Hatred, p. 103; “sólo puedes escribir poemas que, leídos con perfecto desdén, dejan espacio para el Poema auténtico que nunca aparece”).


La justificación

Es evidente que el poeta escribe

A golpes de inspiración

Pero hay gente a quien no les afectan los golpes.

Boris Vian, Cantilènes en gelée (1949)

Superadas las fases históricas en que la poesía debía ceñirse a unos códigos morales[7]o estéticos de legitimación, y aunque desde la Poética (1919) de Jakubinski se ha intentado explicar la poesía como una práctica “autotélica”, es decir, un lenguaje que “encuentra su justificación (y así todo su valor) en sí mismo; es su propio fin y no ya un medio”[8], la percepción social es bien diferente. La poesía es la única rama de la literatura que parece precisar una justificación, quizá porque recibe ataques que otras ramas del arte no encajan jamás, según declaraba Lerner a Eduargo Lago en una entrevistareciente: “teniendo en cuenta el lugar marginal que ocupa la poesía en la cultura resulta chocante que provoque un rechazo tan vehemente en tanta gente, mucho mayor que otras manifestaciones artísticas, como la música experimental”.

Si se fijan, nadie le pregunta a un novelista, a un dramaturgo o a un ensayista por qué practican sus respectivos géneros (les preguntarán por qué escriben, en general, pero no tendrán que legitimar su práctica concreta). Pero un poeta sufre a menudo la inquisición de “¿Por qué escribe usted poesía?”, de la misma forma en que se cuestiona habitualmente a los practicantes del salto base por qué se juegan la vida. La pregunta es muy frecuente, y lo terrible es que afecta también a los propios poetas, que parecen obligados de continuo a darse motivos para hacer lo que hacen. Por ejemplo, el poeta mexicano Luis Arturo Guichard escribe en uno de sus fragmentos y aforismos de El silencio escribe con tijeras: “Es conmovedor todo lo que hacemos los poetas para justificar nuestro oficio y aparentar una cierta utilidad social, aunque sabemos que no tenemos ninguna. Y ni falta que nos hace”[9]. De hecho, la angustiosa necesidad de legitimación ha creado algunos de los peores enemigos de la poesía: ciertos defensores. Cualquiera que haya visto el tráiler de la última película de Jodorowsky, Poesía sin fin, entenderá, horrorizado, las barbaridades que se cometen en nombre de la poesía, entre ellas la absurda y contraproducente defensa de lo poético como el régimen del ridículo y de la restricción racional. Aquí un fragmento más que significativo:




El tema de la legitimación en el ensayo de Lerner se aborda desde la perspectiva de una de las máximas frustraciones de la poesía actual: su incapacidad para levantar una voz socialmente incluyente, un discurso supraindividual y dirigido a la colectividad (por decirlo en mis términos, su conformación como gesto de literatura egódica, como vimos en 2013 y volveremos a ver en El sujeto boscoso, de inminente aparición). Lerner parte de Whitman y su “Whitmaniac” o whitmaníaca experiencia de crear un sujeto -véase “Song to Myself” de Whitman- capaz de aludir a la universalidad de los “americanos” -entendiendo en realidad por tales a los estadounidenses, lo que muestra ya el primer conflicto de identificación-. Después, a partir de un artículoen Harper’s Magazine de Mark Edmunson, que Lerner desmonta tan cuidadosa como radicalmente, se adentra en el espinoso problema de cómo crear una voz que por un lado busque la universalidad y por otro lado sea capaz de integrar a las minorías, lo que es -viene el autor a concluir- prácticamente imposible, y un gesto de nostalgia whitmaníaca (p. 95) en nuestros tiempos. En opinión del autor, que cita algunos ejemplos, lo que cabe es únicamente dar la forma debida a la diferencia.


La poesía de Lerner

La excelente introducción de Ezequiel Zaidenwerg a Elegías Doppler otorga al lector una idea bastante completa de lo que se proponen los tres libros de poemas que ha publicado Lerner hasta la fecha. Partiendo de una poesía en la que es muy detectable la herencia de Ashbery, hasta llegar a un tono más personal, es una poesía crítica pero, sobre todo, autocrítica, muy consciente de la episteme epocal desde la que se escribe (dentro de una corriente a la que llamamos en su momento “metaepistemológica”, disculpen el palabro):

Entonces, los balazos penetraron el tejido blando de nuestra episteme.
Creíamos que ordenando palabras al azar
podríamos evitar la ideología. Estábamos en lo cierto.
Pasamos, luego, a estar completamente equivocados. De eso se
trata California.
Lo que yo más recuerdo sobre el Renacimiento
es que todo tenía tetas. Tranvías, atardeceres,
todo. Desfigurar una técnica
sólo para joder:
ésa era mi idea. Corría 1865;
nadie se preocupaba por el positivismo.
Podrían discutirse nuestros métodos,
pero no nuestra metodología.
Así, un par de conserjes perdieron las piernas.
Ahora, algunos de mis mejores amigos son conserjes. (p. 35)

Esa autoconciencia, que en algunas manos genera extrañeza y en otras monstruos, se vuelve feraz en Lerner, capaz de unir polifónicamente varios tonos y preocupaciones en la investigación en que consiste su trabajo lírico. Teniendo en cuenta que la reflexión aparece en ambos lugares, ensayo y poesía, es natural que se produzcan pasadizos o comunicaciones entre ellos, como la imagen de la lluvia interrumpida, presente en Angle of Yaw y también en una de las mejores páginas (p. 100) de The Hatred of Poetry. Sus penetrantes reflexiones sobre el uso de la segunda persona del singular (The Hatred, p. 93) encuentran correspondencia en sus poemas en prosa, escritos desde un “tú” multirreferencial, que persigue la identificación del lector (ver Elegías, p. 140). Otro enlace es la aludida tensión entre los poemas que tenemos y los no escritos:

Expresar este desajuste
es tarea de la lírica negativa,
que no existe. (p. 61)

La obra poética de Lerner tiene altibajos, como todas. Pero sus altos, como la impresionante “Elegía didáctica”, a la que pertenecen los tres versos citados, uno de los textos sobre el 11/S más demoledores que he leído, son portentosos. De las muchas definiciones que he leído del dinero, ésta es la más escalofriante y puede que la más exacta: “El color del dinero es / Verde visión nocturna” (p. 94, de Mean Free Path). El poema que da nombre a ese libro de 2010, “Mean Free Path”, es un ejercicio de repeticiones y fugas temáticas con momentos y versos de notable brillantez. Sus interrupciones y rupturas, tanto semánticas como de sentido, nos obligan a realizar un trabajo de lectura en el que la idea de “delay”, de llegar con demora al sentido (como ha visto Daniel E. Pritchard), es esencial.

La lectura de Elegías Doppler es más que recomendable para repensar qué entendemos por poesía, qué entendemos por calidad, qué entendemos por humor blanco y por humor negro, qué sabemos de la excelencia literaria y de la poesía que tiene un ojo en la calle y otro en las alturas que caen hacia la calle.


Cerrando

Aún no ha aparecido la poesía.
La imagen no es un sustituto. La imagen es como una anécdota
en boca de un bebé que nació muerto. Y ni la reflexión,
con su infinito espurio, ni tampoco la religión, con su octava parte
de hongos,
pueden causar orgasmo tras orgasmo como la poesía.
(Lerner, The Lichtemberg Figures)

Lerner ha publicado seis libros, que han recibido diecisiete premios, no pocos de ellos relevantes. Esos reconocimientos no validan nada, pero son indiciarios de algo, son la consecuencia lógica de un talento natural que se percibe con sólo leer varias líneas o versos del autor. En The Hatred of Poetry encontramos luminosas aserciones, como la de que Sócrates fue tan sabio que fue el primer poeta que supo librarse -al no escribir- de la poesía (,p. 26), o que Lerner nunca ha encontrado tan valiosas las eufonías de Keats como las disonancias de Emily Dickinson (p. 46), o que el género del manifiesto permite explayarse sobre la poesía “while avoiding the limitations of poems” (p. 56), miradas que demuestran la fina sensibilidad del autor para entender la poesía y su entorno reflexivo y cultural. La inteligencia de Lerner para leer a grandes poetas como Whitman o los antes citados, así como sus dotes para plasmar por escrito sus ideas sobre lo leído son proverbiales, llegando a cotas de rara brillantez (pp. 99-100). Su ensayo une preocupaciones seculares del pensamiento poético con otras más actuales, dentro de un tono reflexivo, convincente y con pequeñas gotas de humor, que le evitan caer en la misma solemnidad que denuncia o en la visión añeja de la poesía como mester divino que intenta combatir. Sus poemas son una demostración talentosa de que otro tipo de poesía es posible: estética sin olvidar la crítica, y (auto)crítica con la estética. Pensamiento, belleza disonante, crítica precisa de nuestros tiempos, inteligencia. Ustedes verán lo que hacen. Yo voy a comprar y leer sus novelas, Saliendo de la estación de Atocha y 10.04, porque la luz es escasa y cuando uno se topa con ella debe atrincherarse en el resplandor. 


[Relación con autor y editoriales: ninguna.]



[1]M. de Cervantes, Poesía completa, 1. Viaje del Parnaso; ed. Vicente Gaos, Castalia, Madrid, 1973, p. 114.
[2]P. Handke, “Vivir sin poesía”, Vivir sin poesía; Bartleby, Madrid, 2009, p. 521; traducción de Sandra Santana.
[3] Fernando Lázaro Carreter, De poética y poéticas; Cátedra, Madrid, 1990, p. 204.
[4]J. Guillén, Hacia “Cántico”. Escritos de los años veinte; ed. Kathleen M. Sibbald, Ariel, Barcelona, 1980, p. 337.
[5]J. Guillén, Cántico; ed. José Manuel Blecua, Labor, Barcelona, 1970, p. 98.
[6] José Luis Castillejo, La escritura no escrita; Facultad de Bellas Artes, Cuenca, 1996, p. 24.
[7]“La poesía, ya en la Edad media, había sido objeto de teorías contradictorias. Una opinión muy en boga, que la justificaba, era considerarla sujeta a la teología, y sólo podía existir como poesía divina o religiosa. Y es que de otra forma, la poesía era ficción; por tanto, mentira, por tanto (siguiendo este silogismo al que eran aficionados los escolásticos medievales), injustificable desde el punto de vista moral. Para que la poesía pudiera circular libremente se inventó entonces una nueva categoría ideológica, la alegoría, en general de carácter cristiano. Por eso Dante pudo publicar su Divina Comedia, dándole un carácter alegórico cristiano, ya que de otra forma hubiese sido acusado de frivolidad intelectual.”; Alberto Porqueras Mayo, Temas y formas de la literatura española; Gredos, Madrid, 1972, p. 98.
[8] Tzvetan Todorov, Crítica de la crítica; Paidós, Barcelona, 2005, p. 20.
[9] Luis Arturo Guichard, El silencio escribe con tijeras, (La isla de Siltolá, Sevilla, 2016, p. 72.

Extractos de un diario inexistente

$
0
0



19/09/2016
Wendy Hui Kyong Chun, Updating to remain the same. Habitual new media; MIT Press, Massachussets, 2016

Hay pasadizos entre estos libros. La tesis de la aguda Wendy Hui Kyong Chun -pensadora de origen coreano, mucho más interesante que Byung-Chul Han- es que “los nuevos medios existen en el borde cortante de la obsolescencia. Son excitantes cuando aparecen, aburridos cuando llegan. Incluso si un producto hace lo que promete, frustra. Si un análisis resulta interesante y definitivo, ya es demasiado tarde: cuando llega el tiempo en que comprendemos algo, ya ha desaparecido o cambiado” (p. 1). El trabajo de los medios, a su juicio, es anticipar o crear el futuro, a través de los algoritmos que criban vastas cantidades de información -lo que llamamos Big Data-. Una de las consecuencias es que vivimos también al límite del presente, instalados en un vacío temporal entre un futuro que no termina de llegar y un presente que no nos interesa, que ya no cuenta: “¿qué borra este constante moverse hacia el futuro, que descarta el presente como ya pasado?” (ibídem). Los argumentos de Chun son similares a los expuestos por Éric Sadin en La société de l’anticipation (2011), en la que el pensador francés apuntaba cómo el tiempo del presente se vacía por su conversión en un tiempo de producción constante, un tiempo también vacío y rellenable, en el sentido de que siempre cabe más trabajo y más producción en el mismo espacio temporal. No se trata ya sólo de convertir el tiempo en un gran instante de 24 horas al día, como apuntábamos en Pangea, sino de meter más tiempo dentro de ese tiempo. El resumen es que si trabajamos más en un plazo más corto (muy significativa esa noticia reciente sobre ejecutivos estadounidenses que se levantan a las 4:30 de la mañana, para “aprovechar” el día), podremos aspirar a tener más dinero con que comprar más productos o análisis predictivos de tendencias, que serán inmediatamente sustituidos por otros configurados como más deseables por el mercado en perenne avanzadilla cronológica. El estar, en estas condiciones, consiste en un no estar, en vaciarse, como dicen los deportistas, en darlo todo, en no ahorrar esfuerzo para permanecer siempre en la lista de espera de ‘lo siguiente’. Derogado ya el concepto de “lo nuevo”, e incluso de “lo último”, sólo nos queda ya lo siguiente, lo porvenir, muy en sintonía con aquellos versos tan ingeniosos como veraces de Ángel González:

Te llaman porvenir
porque no vienes nunca.
Te llaman: porvenir,
y esperan que tú llegues
como un animal manso
a comer en su mano.
Pero tú permaneces
más allá de las horas,
agazapado no se sabe dónde.
... Mañana!
Y mañana será otro día tranquilo
un día como hoy, jueves o martes,
cualquier cosa y no eso
que esperamos aún, todavía, siempre.


Versos que expresan a la perfección ese sentimiento de satisfacción siempre aplazado, frustrante, inasequible, inalcanzable: aunque alcances a ver qué es lo siguiente que deseas, cuando lo anhelado arribe a casa ya estarás pendiente de otra cosa por venir, ansiando otro estatus en el que estar, en pos de otro yo que llegar a ser.

*

En otro orden de cosas, Chun añade una reflexión de interés: en la órbita del Hito Seyerl que decía que Internet había muerto al disolverse con los demás órdenes de la vida y tecnología, la pensadora añade que “cuando más importan nuestros es cuando parece que no importan nada, esto es, que se han movido de lo nuevo a lo habitual” (p. 1). Para lograr vender lo nuevo, las empresas se topan con el problema del rápido acostumbramiento, de modo que se ven obligadas a intentar cambiar el hábitat para que la novedad no pase desapercibida (p. 2). Los productos se renuevan por la actualización y, en ese sentido, “los hackers son los mejores amigos de las compañías de software: los usuarios se descargan regularmente el software antivirus de las corporaciones para evitar fallos de seguridad potenciales. Los nuevos medios viven y mueren por la actualización: fin de la actualización, fin del objeto” (p. 2). A juicio de Chun, “la actualización es central para interrumpir y establecer contexto y habituación, para crear nuevos hábitos de dependencia. Resumiéndolo en una fórmula: Hábito + Crisis = Actualización” (p. 2).

En Pangea apunté el surgimiento, junto al problema del control de los ciudadanos por los poderes estatales y fácticos, de un control nuevo: el control mutuo, entre internautas. Chun también comenta este problema de la privatización de la vigilancia: “New media call into question the separation between publicity and privacy at various levels: from technical protocols to the Internet’s emergence as a privately owned public medium, to Google.com’s privatization of surveillance to social networking’s redefinition of ‘friends’” (p. 12).

Chun entiende que los nuevos medios han propiciado la evolución del heideggeriano “ellos” de Ser y tiempo por el YOU. En inglés, como sabe el lector, el “you” es aplicado igualmente al “tú” y al “vosotros”, de forma que una palabra que lleva aparejadas la individualización y la colectivización al mismo tiempo. A su juicio, recordando plataformas como YouTube y portadas como esta de Time,






el YOU ha pasado a ser el “sujeto” central de la experiencia cibernética, caracterizado por la misma pasividad insípida y pereza que Heidegger achacaba al “ellos” del Dasein. Ese YOU es apelado constantemente por los nuevos medios y participa, quiera o no, en ellos, porque su inacción también es significativa: su silencio (p. 22), tu silencio, nuestro silencio, queda también registrado como pauta:

“Whether or not YOU respond, YOU constantly are registered -YOUR actions are captured and YOUR silence is made statistically significant through the actions of others ‘like YOU’. (Again, YOU both singular and plural.) YOU register through YOUR habits: habits distribute unity within diversity. The media have imploded in the social. YOU are a character in a drama called Big Data. YOU are knitted into a monstrous chimera because users perversely follow the mantra ‘if you see something, say something.’ (YOU are constantly reporting what YOU do not see.)” (p. 23).

*

La autora critica el slacktivism (el activismo fácil del pulsar me gusta sobre una publicación solidaria o limitarse a compartirla en redes) mediante una crítica demoledora del vídeo viral “Kony 2012” y sus consecuencias. También pone en cuestión ese mito de que ahora somos más libres que nunca para hacer cosas o para cambiar nuestro entorno (p. 44); en realidad, podemos intentarlo, aunque sin conseguir jamás llegar a lograrlo, a menos que el cambio se lleve a cabo justo donde hemos dejado de hacerlo: en el mundo real. Otra de sus aportaciones es afinar, desde su vertiente de ingeniera, la teoría de la comunicación actual, incluyendo en ella los conceptos de señal y de ruido en la señal, y explicando cómo nos comunicamos a través de tarjetas de red “promiscuas” (p. 51), que gotean información sobre nosotros en todo momento, porque su misión es enviar y recibir paquetes de datos, de los cuales sólo una parte es borrada en el proceso comunicativo. Toma este esquema de comunicación de Shannon y Weaver para desarrollarlo:



Seguiré leyendo el libro y tomando notas, con tranquilidad.


21/09/2016
En su ponencia en las jornadas del MNCARS sobre Ulises Carrión, Luigi Amara expone que hoy en día todos somos archivistas, documentalistas continuos de archivos digitales en línea. Horas más tarde leo en Arte en flujo, Boris Groys, que “Internet nos permite un acceso mucho más fácil a la documentación de eventos de arte”[1].

El miércoles por la noche llego a Salamanca, para participar en un seminario de investigación. Durante la cena, un joven investigador gallego me comenta que las redes sociales son “la proletarización de la prensa rosa”. Pienso en el eco que ha tenido en Facebook durante los últimos días la separación de una pareja de famosos. Asiento con la cabeza.


24/09/2016. Expo de Ulises Carrión
Tanto las ponencias sobre el autor mexicano que presencié como los debates en los turnos de preguntas revelaban un fenómeno curioso: no queda claro qué fue Ulises Carrión. Se utilizan términos como escritor, desescritor, artista o autor experimental. Los oyentes fuimos haciéndonos conscientes de que mientras los escritores y editores lo veían un literato experimental, los curadores y galeristas consideraban a Carrión un artista plástico, aunque sus obras no estaban destinadas a muestras comerciales (salvo cuando colgaba alguna obra por motivos puramente alimenticios, para sobrevivir). Sus problemas económicos me recordaron a los de Joan Brossa, de quien había visto un interesante documentalen La 2 unos días antes -también es sugerente ese ‘no lugar’ de Brossa entre el arte y la literatura, o esos dos lugares, mejor dicho-.

La exposición en el MNCARS me dejó insatisfecho, frustrado. Y eso que era completa, exhaustiva, amplia, variada, multidisciplinar, documentada, ambiciosa. Pero me dejó frío, era incapaz de conectar con lo que estaba viendo; algo inconcebible, teniendo en cuenta que me había sentido muy próximo a Ulises Carrión leyendo sus textos.

Cuando intenté pensar, un rato después, el porqué de mi frustración, sólo encontré un motivo para explicarla. La razón es que una exposición sobre UC sólo tiene sentido si se hace para tocar, no para mirar. La objetualidad, salvo en sus últimas etapas de videoartista, es fundamental para entender la propuesta del post-mexicano; gran parte de su producción estaba destinada a terminar en las manos de un solo receptor, desde su arte postal a sus libros de único ejemplar. Y tener en el museo casi al alcance de la mano sus obras, sus cuadernos, sus postales, sus libros manufacturados y no poder tocarlos, abrirlos, recorrerlos, gastarlos, manosearlos, era un tormento deliberado para quienes gozamos con la textualidad bruta, con el libro entendido como artefacto único. ¿Por qué? Responde el propio Carrión: “la transcripción de la poesía, lenguaje más elaborado, usa signos menos cotidianos. La mera necesidad de crear los signos apropiados a la transcripción del lenguaje poético, nos llama la atención sobre este hecho tan sencillo: que escribir un poema sobre un papel es un acto diferente de escribirlo en la imaginación”[2]. Por el mismo motivo, es mejor tocar un libro de Carrión que verlo. Contemplar sus obras ahí, tras una vitrina, no es muy diferente de imaginarlas.

Sé que es una locura dejar los documentos de un archivo en manos de un público multitudinarioy no siempre cuidadoso. Hablo desde la hipótesis loca, tan imposible como deseable, de que se hubiera permitido.

Será porque he cursado pequeños talleres de edición y he fabricado manualmente algunos de mis cuadernos, pero la falta de acceso a la corporeidad de una obra tan materialista, en todos los sentidos, como la de UC, me resultó frustrante. La exposición, técnicamente, es espléndida, muy recomendable, pero a mí me dejó huérfano de contacto y con ganas de entintarme las manos.


01/10/2016

Únicamente los pájaros y las bestias salvajes se bastan ellos mismos.
Akira Kurosawa, Ran

Me planteé meses atrás hacer una reseña de El diario de Kaspar Hauser (Ediciones La Palma, 2015), del poeta italiano Paolo Febbraro, porque me había conmocionado. Tras su lectura me sentí abrumado y sorprendido justo como uno siempre está deseando que le desarme un libro. Retomé mis notas de lectura del Kaspar (1967) de Peter Handke, que me volvió tarumba cuando lo leí en la edición de Alianza de 1982, en traducción de José Luis Gómez. Me hice con la película de Werner Herzog El enigma de Gaspar Hauser (1974). Me compré la novela de Jakob Wassermann El misterioso Caspar Hauser en la edición bonaerense de Santiago Rueda de 1947, un libro editado primorosamente y traducido por Arístides Gregory. Saqué de la biblioteca El salvaje en el espejo de Roger Bartra. Recordé que para Tomás Segovia el salvaje era un tema romántico por naturaleza. Y cuando tuve todos estos materiales los junté en un anaquel, para retomarlos cuando tuviese tiempo de preparar la reseña.




Ese tiempo no llegó. Tuve que devolver el libro de Bartra a la biblioteca, so pena de sanción. Y así he seguido. No tengo tiempo ahora de hacer todo ese trabajo. Me hubiera gustado afrontarlo, porque el mitema -pues eso es lo que Kaspar o Gaspar Hauser es a estas alturas- de Hauser, aquel “niño salvaje” incapaz de hablar que fue hallado en 1828 en Núremberg, dice mucho de nuestra idea de civilización, del miedo a lo desconocido, del otroliterario y, sobre todo, de nuestra concepción del lenguaje como representación fiel o arbitraria -según líneas- del mundo. No pude afrontar la escritura de un ensayo, pero tampoco quiero mantener silencio sobre El diario de Kaspar Hauser, en el que Febbraro ha hecho, como Handke en su momento, lo más interesante: explicar el poder simbólico del lenguaje a través del distanciamiento de la mirada de Kaspar respecto a nuestras representaciones más convencionales. Las arbitrariedades del signo lingüístico se plasman de una forma asombrosa en ese personaje que lee al mundo con pensamiento lateral, con lógica borrosa:

¿Si a las once la carroza se marcha
qué quedará de la ciudad?
Vigilar.


Si tanto Wasserman como Handke planteaban la idea de que Kaspar se expresara al principio con una única frase que significara para el chico cosas diversas (“Quisiera ser como aquel que otro ha sido una vez”, según Handke, “Quisiera llegar a ser un jinete como mi padre”, según Wasserman), Febbraro se sitúa en un momento algo posterior, en el que Kaspar ha adquirido más lenguaje y sintaxis, pero sigue sin procesar debidamente su uso. El poeta italiano consigue el milagro de situar al lector verosímilmente en el cerebro y el modo de mirar de alguien que ha aprendido a leer, hablar y pensar racionalmente de modo tardío, frustrante e incompleto. El resultado es un tipo de poema en que el cuestionamiento del lenguaje es doble (o incluso triple, si sumamos la excelente traducción de Bruno Mesa): el lenguaje se pasa por el tamiz poético, pero sólo después de haber sufrido un previo tratamiento en el que las convenciones lógicas y léxicas han sido desautomatizadas, generando -disculpen el tono formalista, pero aquí es muy apropiado- el extrañamientonecesario para recrear de forma creíble el discurso monstruoso del niño salvaje. La intención de Febbraro va en la línea de Shklovsky de “experimentar el devenir del objeto”[3], sólo que el devenir no produce el resultado esperable. La confrontación entre nuestro modo de pensar y el suyo quedan meridianamente claros en los diálogos de Kaspar con su amigo Franz:

¿Dónde están los lugares, Franz?
“Fuera”.
¿Dónde están los nombres?
“Dentro”.
¿Y la mesa de la cocina?
“Está fuera”.
¿Entonces por qué en mitad del campo sé
que hay una mesa en la cocina?
“Es el recuerdo, Kaspar”.
¿Si los lugares están fuera y el recuerdo dentro
yo estoy en medio?

Kaspar Hauser es la encarnación de un sueño filosófico imposible, casi la aporía de un matemático: ¿qué piensa de sí un ser humano que nunca ha estado en contacto con otro? ¿Qué se considera? A esa pregunta un descendiente de Chomsky diría que hay un formateo mental previo; un novelista como Wasserman lo retrata como la única persona libre de la tiranía del tiempo, y un poeta como Febbraro ensaya una metáfora de la comunicación y de la comprensión como efectos de la naturaleza, aclarando que la naturaleza no es la ecología, sino la existencia.

“Descendiendo del grande al pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su guarida, y raramente sale de ella para visitar a su semejante, acurrucado igualmente en otra guarida”, decía Lautréamont en los Cantos de Maldoror.

Y basta por hoy, salgan ustedes a la calle, que es domingo.






[1]Boris Groys, Arte en flujo. Ensayos sobre la evanescencia del presente; Caja Negra, Buenos Aires, 2016, p. 15.

[2]Ulises Carrión, El arte nuevo de hacer libros; ed. de Juan J. Agius, traducción de Heriberto Yépez, La Tumbona, México D.F., 2016, pp. 43-44.
[3]“La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento; los procedimientos del arte son el del extrañamiento de los objetos, y el que consiste en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la duración de la percepción. El acto de percepción es en arte un fin en sí y debe ser prolongado. El arte es un medio de experimentar el devenir del objeto: lo que ya está ‘realizado’ no interesa para el arte.”; Víktor Shklovski, “El arte como artificio”, en J. Jiménez Heffernan y J. M. Cuesta Abad (eds.), Teorías literarias del siglo XX. Una antología; Akal, Madrid, 2005, [pp. 68-73], p. 73.

Cervantes versus Quijote - Escritura colectiva

$
0
0





Proyecto Cervantes Vs. Quijote
En el marco del XLVI Festival Internacional Cervantino, 2016


Coordinador: Vicente Luis Mora


1.       Cervantes Vs. Quijote[#CvsQ] es un experimento literario de coescritura y apropiación literaria, que tiene como fines la exploración de las posibilidades de escritura a través de Twitter y el regreso creativo a la obra de Miguel de Cervantes Saavedra, en el 400 aniversario de su muerte.

2.      Cervantes Vs. Quijote unirá a todas las personas que quieran participar en un proyecto de escritura conjunta, que tendrá lugar en Twitter entre hoy y mañana.

3.      Hoy viernes día 7 las personas que quieran participar en Cervantes Vs. Quijote escribirán una o varias minificciones en su cuenta de Twitter, añadiendo al final de sus tuits la etiqueta #CvsQ.

4.      Los participantes podrán crear una minificción totalmente inventada a partir del texto original del Quijote, o escribir variaciones o reelaboraciones de las aventuras del hidalgo, o sustituir a cualquier adversario o amigo del caballero andante por Miguel de Cervantes, e imaginando una brevísima historia a partir de esa situación.
a.      Para facilitar el trabajo, puede descargarse una versión en pdf de la parte I del Quijote aquí, o navegar por la versión íntegra de las dos partes en el Centro Virtual Cervantes: http://cvc.cervantes.es/Literatura/clasicos/quijote/indice.htm

5.      Las minificciones pueden ser de un tuit, o de varios tuits unidos. Para identificar a los interesados en formar parte del proyecto Cervantes Vs. Quijote, es precisa la etiqueta #CvsQ al final de cada tuit que contenga la historia o historias. Sin ese hashtag la minificción no aparecerá en las búsquedas y no podrá ser utilizada en la siguiente fase.

6.      La segunda fase tendrá lugar mañana, 8 de octubre. Ese día el escritor Vicente Luis Mora publicará en su cuenta de Twitter una ficción donde se imaginará una situación Cervantes Vs. Quijote, apropiándose de palabras, frases, historias y situaciones creadas el día anterior por algunos de los participantes. El autor tendrá completa libertad para elegir los tuits ajenos de los que partirá para escribir su historia, intentando que sea el mayor número posible, imponiéndose la restricción de no utilizar palabras propias, obligándose para construir su relato a usar solamente palabras empleadas por algunos de los participantes. Su ficción estará compuesta por varios tuits, unidos también por la etiqueta #CvsQ.

7.      El relato de Vicente Luis Mora y los tuits utilizados para escribir su relato serán incluidos en los días siguientes en la página del XLVI Festival Internacional Cervantino, http://www.festivalcervantino.gob.mx/.





Alberto Ruiz de Samaniego y el Licenciado Vidriera

$
0
0



Tras declarar en una red social mi constante interés por la figura de “El Licenciado Vidriera”, protagonista de la homónima novela ejemplar de Miguel de Cervantes, el filósofo Alberto Ruiz de Samaniego me escribió para enviarme el texto que reproducimos a continuación, inédito hasta hoy y que su autor había dictado como conferencia. Al ofrecerle la posibilidad de publicarlo aquí, el pensador accedió gustoso. La reflexión de Ruiz de Samaniego no sólo se extiende al Licenciado Vidriera y su contexto histórico y artístico, sino que avanza en una dirección sobre la que ya escribió Proust en Sobre la lectura, la estrecha relación entre la melancolía y la vida del estudioso: “se dan no obstante ciertos casos, ciertos casos patológicos por decirlo así, de depresión espiritual, en los que la lectura puede convertirse en una especie de disciplina terapéutica y encargarse, por medio de incitaciones reiteradas, de volver a introducir a perpetuidad a una mente perezosa en la vida del espíritu. Los libros desempeñan entonces para ésta un papel análogo al de los psicoterapeutas con ciertos neurasténicos. […] La única disciplina que pueda ejercer una influencia favorable en tales espíritus es, por tanto, la lectura”[1]. A continuación se reproducen los interesantes razonamientos de nuestro autor invitado.


Cuerpos de cristal. El Licenciado Vidriera, una alegoría de la fragilidad en el mundo barroco

Alberto Ruiz de Samaniego


“Vitae brevitas. Homo fragilior. Nonne fragiliores sumus quam si vitrei essemus? “
San Agustín, Sermo XVII Caput VII.

“Qui videtur esse sapiens inter vos, stultus fiat, ut sit sapiens”
San Pablo, citado por Erasmo.





Noli me tangere. No tocar.Vidrierabien podría decir lo que el Cristo a María Magdalena tras la resurrección. Al cabo, él también es – o al menos lo cree en su locura- un cuerpo glorioso, sutil, incorruptible: está hecho de vidrio. Vidriera– o su reino, si lo tiene- no es de este mundo. Tal vez nunca lo haya sido del todo. Recordemos cómo se inicia el relato cervantino: dos hombres que se dirigen a Salamanca encuentran a un muchacho dormido bajo un árbol – no es baladí, desde luego, el carácter pasivo, ensoñador, que el personaje manifiesta desde un inicio-. Le preguntan por su identidad, y el crío se niega a dar detalles.

“Paseándose dos caballeros estudiantes por las riberas de Tormes, hallaron en ellas, debajo de un árbol, durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años, vestido como labrador. Mandaron a un criado que le despertase; despertó, y preguntáronle de adónde era y qué hacía durmiendo en aquella soledad. A lo cual el muchacho respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado, y que iba a la ciudad de Salamanca a buscar un amo a quien servir, por sólo que le diese estudio. Preguntárosle si sabía leer; respondió que sí, y escribir también.”[2]

No tiene, o mejor: no quiere tener contexto ni pasado. Desea aparecer limpio ya como un cristal, sin huellas ni marcas. Ser, pues, aquello que es más que una mera inmanencia: una transparencia pura. El cristal, como indicara Benjamin, es enemigo del misterio, y lo es también de la propiedad. (Experiencia y pobreza).Si acaso, el emblema de este muchacho ha de ser, por tanto, la soledad, la no-pertenencia, el olvido incluso. Porque no es por falta de memoria que, como dice uno de los caballeros, se le haya “olvidado el nombre de su patria”. No: es un olvido a conciencia; es, diríamos, el olvido que exige el saber en relación con todo origen o pertenencia patrimonial. La borradura o el extravío de sí que requieren la escritura, el estudio: las letras. “Pensar – escribió Cioran- es socavar, es socavarse. Actuar implica menos riesgos porque la acción llena el intervalo entre las cosas y nosotros, en tanto que la reflexión lo amplía peligrosamente”[3].

“- Sea por lo que fuere – respondió el muchacho- : que ni el della [la patria] ni el de mis padres sabrá ninguno hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella.”
Esto de asumir, como principio, un voluntario olvido del lugar de identidad y procedencia constituye, lo sabemos, un recurso muy cervantino. Un mismo aspecto de renuncia hermana a Alonso Quijano y a este Tomás Rodaja que tantas cosas compartirá con el hidalgo ingenioso, ingenioso pero desclasado y sin juicio, como lo habrá de ser el propio Tomás. Ambos renuncian, efectivamente, a sus particularidades, a su tierra y a su carne, diríamos, en favor de otra cosa. Una aspiración que está en las letras y que los eleva de lo mundano, lo considerado mendaz y terrenal, a la abstracción espiritual, cristalina y brillante, de las ideas eternas. Así pues, renuncia y transformación por lo que promete el Gran Otro, lo que el campo del orden simbólico asegura u ofrece a un pobre cuerpo mortal que desea superarse, escapar de sí. Pues “No basta con llamarse para ser de un sitio”, como dejó dicho don Quijote.



Jorge Molder, De la serie Desconhecemento Imediato, 2005


Rodaja, como Santa Teresa, vive desde el inicio sin vivir en sí. Parece que espera o aspira – como la de Ávila- a una vida más alta. Y para ser digno de ella lo primero que ha de hacer es abjurar de su naturaleza, de su pobre o parca poquedad. Aunque su apellido, y su vestimenta, ya nos hablan por él, o a pesar de él, como notan los dos hombres que lo encuentran en el Tormes:

“infirieron sus amos, por el nombre y el vestido, que debía de ser hijo de algún labrador pobre. A pocos días le vistieron de negro, y a pocas semanas dio Tomás muestras de tener raro ingenio,…”.



Los nombres y los vestidos constituyen, al final, nuestros identificadores, porque quizás, en definitiva, no somos más que un vacío, hombres de paja o de cristal que han de ser llenados, marcados, reconocidos con aderezos externos que formarán nuestra esencia, como acreditará de forma evidente el relato de Cervantes. A veces, pareciera que la trama, sostenida alrededor de los cambios de nombre y las transformaciones de la vestimenta, está al servicio de esta idea, obsesión barroca entre las obsesiones. 


Pero volvamos por ahora a la menesterosa finitud de carne y hueso de Tomás, dispuesto a su sacrificio particular para alcanzar el cielo de la sabiduría - y la fama que ella trae - que, como sabemos, reposa, con sus luces y claridades, en el cielo de Salamanca.





Fernando Gallego, Cielo de Salamanca, 1481-1486


Él mismo lo atestigua, sentencioso: ha oído decir “que de los hombres se hacen los obispos”. ¿Concebiría Rodaja el ámbito del saber y las letras, el ejercicio propio de la escritura, como la mayor posibilidad de separación de la experiencia corporal? El yo del Barroco –como han señalado tantos[4]- es un yo abnegado, que rechaza incómodo esa too solid flesh que lo marca y retiene en este valle de lágrimas, y sólo desea alzarse a la universalidad que lo constituye esencialmente. He ahí aquello que le promete acaso ser de veras yo. Tomás Rodaja, literalmente, quiere hacerse un nombre, igual por cierto que Alonso Quijano cuando duda entre diferentes posibilidades nominativas hasta que, acto decisorio definitivo, encuentra, en la estela de su admirado Lanzarote, aquél con que ya podrá salir por fin al campo de batalla: don Quijote. A Rodaja le sucede algo parecido: pierde o se libera de su cuerpo rudo - rural, al cabo- para volverse signo, construirse por los signos. Y con ellos se creerá capaz de llegar a ser, como se dice, alguien: por los nombres y las palabras, por los colores y las telas, por las letras y los diplomas que ofrece la universidad. Toda identidad es de papel, hecha de trapos, tramas y documentos. A esta conclusión llega el espíritu barroco, siempre a vueltas en una continua tensión entre la exaltación del yo y la depresión de una individualidad que no puede dejar de reconocer su carácter vulnerable y la contingencia de su vida. El vidrio, por ejemplo y especialmente, tiene apariencia de solidez y un aspecto brillante, pero es un material frágil que en realidad no contiene nada en su interior, y que, al romper, evidencia su insignificancia. Son estas características las que hacen de él un ejemplo moralizante, la gran metáfora, a un tiempo, del engaño y el desengaño.

A veces, esta metabolización radical del saber letrado nos recuerda – con su punto irónico y desaforado- como a un personaje de Borges: “Su principal estudio fue de leyes; pero en lo que más se mostraba era en letras humanas; y tenía tan felice memoria, que era cosa de espanto; e ilustrábala tanto con su buen entendimiento, que no era menos famoso por él que por ella”. Un personaje que tiene por descendiente al M. Teste de Valéry, quien al parecer inspiró al propio Funes borgiano. Dice Teste de sí algo que también podría haber dicho Mallarmé, y desde luego Vidriera, ya en su locura, en este sentido no otra cosa que la culminación de sus aspiraciones: “Tan recta es mi visión, tan pura mi sensación, tan desgraciadamente completo mi conocimiento, y tan sutil mi representación, tan nítida, y mi ciencia tan consumada, que desde la extremidad del mundo hasta mi palabra silenciosa me penetro; y levantándose de las cosas informe que se desea, a lo largo de fibras conocidas y centros ordenados, yo me soy, me respondo, me reflejo y repercuto, me estremezco en el infinito de los espejos – soy de cristal”[5].

Los nombres. Primero fue Rodaja, después Vidriera, y finalmente Rueda. La inestabilidad de los nombres puede ser un síntoma de un mundo que se ha vuelto confuso, él mismo inconsistente, frágil, variable; es el universo inconstante del que hablara Américo Castro en relación precisamente con Cervantes, allí donde empiezan a bascular viejos fundamentos como los de la razón o la fe. Pero tenemos en esta evolución del apellido toda una declaración implícita del destino tornadizo de nuestro personaje, con sus tres etapas de vida: formativa, crítica y activa. Se corresponderá también con tres ropajes distintos: el negro de estudiante, el pardo del sayal de loco y el traje tornasolado de soldado - “de papagayo”, como se apunta en la novela-.



Hábito de licenciado de Salamanca.





Bandera de los Tercios de Flandes


Este joven es más que nada un alma peregrina y errante: viajero de su pueblo desconocido a Salamanca, de ahí a Málaga y luego a Italia y a Flandes (Tomás visita Florencia, Roma, Nápoles, Palermo, Loreto, Venecia, Milán, Aste, Gante, Amberes, Bruselas…). Después vuelve a Castilla, primero de nuevo a la ciudad del Tormes, donde remata sus estudios, y finalmente a la corte. Tomás encarna, sin duda, un cuerpo en tránsito; de espíritu, lugar y de clase. Un fragmento separado de su conjunto o su comunidad: una rodaja. Así, a los requerimientos para que se enrole en el ejército, él responde que no está obligado a seguir su bandera, y que “más vale ir suelto que obligado”.

Rodaja, Rueda: el emblema de la Fortuna, la rueda invisible que hace girar los cielos y las estrellas, y a los hombres con ellos. Y que algunos incluso han imaginado como una rueda de cristal, para mayor abundamiento, porque la fortuna, claro, es quebradiza. El joven es alguien que, como vemos, circula o rueda en medio de la contienda entre el ideal estático de la Sabiduría y el capricho del azar o la ventura, más bien la desventura. ¿Habrá una identificación de fondo del escritor Cervantes con Vidriera?





Rodaja es una palabra bien cervantina, en el Quijote (II, 19), Sancho, hablando precisamente de la fortuna, dice así: “nadie sabe lo que está por venir: de aquí a mañana muchas horas hay, y en una, y aun en un momento, se cae la casa; yo he visto llover y hacer sol, todo a un mesmo punto; tal se acuesta sano la noche, que no se puede mover otro día. Y díganme, ¿por ventura habrá quien se alabe que tiene echado un clavo a la rodaja de la fortuna?”
Tomás, en fin, busca “un amo a quien servir, por sólo que le diese estudio”. Lo cierto es que el muchacho parece una especie de emblema viviente. Se cobija tras una pirámide textual para no tener que enfrentarse con la realidad o, más bien, para no tener que implicarse en ella. Y luego, ya en su locura - como Vidriera - semeja, en cierto modo, esa figura de El bibliotecario que pinta un coetáneo de Cevantes: Giuseppe Arcimboldo.



Guiseppe Arcimboldo, El bibliotecario, 1566


 Arcimboldo es un artista cuyo imaginario, como nos enseñó Barthes – otro estudioso incómodo con su cuerpo que optó por el límpido imperio de los signos-, también está articulado al modo de tropos retóricos, rodajas metonímicas que dibujan una extraña – a menudo inquietante- composición de una realidad troceada, amalgamada de modo bastante heteróclito. Entonces, como el personaje del pintor italiano, nos imaginamos a Vidriera todo él constituido de libros o por libros, pero digno de conmiseración y ridículo, en suma, en su estrambótica presencia:

“Pidió Tomás le diesen alguna funda donde pusiese aquel vaso quebradizo de su cuerpo, por que al vestirse algún vestido estrecho no se quebrase; y así, le dieron una ropa parda y una camisa muy ancha, que él se vistió con mucho tiento y se ciñó con una cuerda de algodón. No quiso calzarse zapatos en ninguna manera, y el orden que tuvo para que le diesen de comer sin que a él le llegasen fue poner en la punta de una vara una vasera de orinal, en la cual le ponían alguna cosa de fruta de las que la sazón del tiempo ofrecía”.




Médico del siglo XVII. Grabado anónimo  francés


Que Vidriera rechaza el mundo, y con ello el cuerpo y la carne en favor de la letra o del cuerpo de la escritura nos parece evidente; a fuer de ser, además, la causa de todos sus males. Ya desde el principio, sus señores notan que el muchacho sabe leer y escribir, de hecho este es el único rasgo que lo define. Luego, cuando prueba la vida militar, el joven se fija en el idiolecto – lingüísticamente mestizo- con que los soldados hablan, especialmente de las cosas del comer: “aconcha patrón, pasa acá manigoldo, venga la maceleta, li polastri, e li macarroni”. No hay duda de que Tomás - ¿o Cervantes?- tiene oído para los particularismos del lenguaje. Pero tampoco de que, aun presentándosele la vida militar como una promesa de libertad, festines, viajes y placeres abundantes, la rechaza, lo que enseguida nota su capitán, quien lo define como una “conciencia [que de]  tan escrupulosa, más es de religioso que de soldado”. 
En una conferencia de 1966, “El cuerpo utópico”, Foucault opone la utopía al cuerpo, toda vez que el cuerpo es lo único que no se puede trasladar a un espacio imaginario perfecto. En esta tensión podemos ubicar al melindroso Vidriera. Para estar a bien con su exigente conciencia – una suerte de superyo que le insta a cumplir su ambición única y primera, que es huir de su origen y volverse un famoso hombre de letras, Tomás tenía que sublimar sus pulsiones. Incluso nos atreveríamos a decir que se refugia en la voluntad libresca para escapar del desarreglo y del dominio mismo de las pasiones del cuerpo, o del deseo. El deseo es, seguramente, un campo de batalla. Es como el mar proceloso de la corte del que nos habla el relato: en él también se producen todo tipo de colisiones, azares y venturas. 
La transformación en vidrio no deja de ser lógica: con ella posee un cuerpo sutil, frío, delicado, lúcido para toda especulación. Como si el saber pudiese funcionar al modo de un sortilegio, un exorcismo que lo proteja del mal nefando, que es el de la carne, claro. La cristalización somática supone el colapso de la “circulación misteriosa de la sangre y el deseo” de que se admiraba Proust. Así, requerido de amores – más bien carnales- por una cortesana, “como él atendía más a sus libros que a otros pasatiempos, en ninguna manera respondía al gusto de la señora, la cual, viéndose desdeñada y, a su parecer, aborrecida y que por medios ordinarios y comunes no podía conquistar la roca de la voluntad de Tomás, acordó de buscar otros modos a su parecer más eficaces y bastantes para salir con el cumplimiento de sus deseos”. Es entonces cuando la mujer, malévola y despechada, le hace ingerir un membrillo envenenado que provocará el ataque del joven y, posteriormente, su locura. Sobrevendrá luego el delirio de poseer un cuerpo cristalizado, que es, como si dijésemos, lo mismo que ser un puro y seco espíritu, muy lejos ya de cualquier corporeidad pringosa, también de todo contacto.


Lucas Cranach, Adán y Eva, 1530



Vemos también en la ingesta del membrillo envenado – fruto por cierto de evidente simbolismo sexual-  un rasgo irónico cervantino: como Adán y Eva cuando comen la manzana del árbol del conocimiento y se dan cuenta por ello de que están desnudos, Tomás adquiere su impresión de ser de vidrio al comer el membrillo, pecado de su codicia por alcanzar la sabiduría. Pero, al igual que sucede con la desnudez de la pareja adánica, la impresión del vidrio sólo existe en la mente del joven, es evidente. Como si el veneno no hiciese más que evidenciar dramáticamente la existencia de una ambición sobrehumana de resplandor y lucidez que a la vez está indudablemente teñida de la íntima sospecha de su propia fragilidad y penuria.

Por ello, el apellido, como vieron bien los estudiantes ricos que se dirigían a Salamanca, delata el origen aldeano de Tomás, pero también nos ofrece mucha información, si queremos, tácita. Rodajasignificaba, asimismo, un círculo en torno a un vacío. La voz rodaja,  según el Diccionario del castellano tradicional, alude a un apero de labranza, una pieza redonda de hierro, en forma de argolla o de anilla, que servía para sujetar a las bestias de carga. Conviene notar, en este sentido, que, desde el principio, el protagonista ha hecho el vacío sobre sí, y lo ha custodiado sólo por las palabras. De ahí que, con toda lógica, su locura – que, como señalamos, no está nada lejos de la locura libresca del Quijote - evidencie un claro terror al contacto:

“Imaginose el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba terribles voces pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían: que real y verdaderamente él no era como los otros hombres, que todo era de vidrio de pies a cabeza”.

Cuando alguien trataba entonces de abrazarlo, para demostrarle que nada ocurría, el loco se tiraba al suelo gritando y se desmayaba. Una vez recuperado el sentido, imploraba que le hablasen desde lejos y que le preguntaran cualquier cosa, porque él respondería con mayor inteligencia, al estar hecho de vidrio y no de carne:

“Decía que le hablasen desde lejos y le preguntasen lo que quisiesen, porque a todo les respondería con más entendimiento, por ser hombre de vidrio y no de carne, que por ser de materia sutil y delicada, obraba por ella el alma con más prontitud y eficacia que por la del cuerpo, pesada y terrestre. (…) le preguntaron muchas y difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con grandísima agudeza de ingenio; cosa que causó la admiración a los más letrados de la universidad y a los profesores de la medicina y filosofía…”

De manera que el loco habla siempre como desde un cerco de protección, una ilusoria rueda de vacío cuyos radios están hechos de “palabras y razones concertadas”. Aún más: la fama de ingenio agudo de Vidriera se sostiene fundamentalmente en su dominio del lenguaje: sus respuestas enigmáticas y sus latigazos oraculares están construidos con continuos juegos de palabras, retruécanos y calambures. Obligan desde luego al interlocutor a un trabajo de desciframiento en donde la verdad de la respuesta sólo se alcanza si uno es capaz de entrar en el juego o el espíritu de la letra[6].  La lección parece clara, ejemplar incluso, cartesiana: el espacio de la invención lingüística, o su cumplimiento de máxima intensidad - la mayor creatividad del saber o del pensamiento- sólo se consigue obliterando las funciones del cuerpo; dominando y controlando con justeza, rigor y claridad la dimensión pasional y orgánica de un sujeto que ha de ser transparente como el cristal al ejercicio de su mente. Incluso virginal como lo es, en la imaginería mariana, la metáfora del vaso, jarra o envase traspasado por la luz.



Roger van der Weyden, Anunciación, panel central, 1440.


Finalmente, cuando Tomás llegue al patio de Consejos de Valladolid y curado vea cómo “le acabaron de circundar cuantos con él estaban. Él viéndose con  tanta turba a la redonda, alzo la voz y dijo: - Señores, yo soy el licenciado Vidriera, pero no el que solía: soy ahora el licenciado Rueda”. Extrañísima negación, más compleja aún que la declaración del propio Quijote cuando afirma: “Yo sé quien soy”. Rueda alega ser otro del que es, y del que era. Es Vidriera, pero ahora es Rueda. Y esa rueda, que antes congregaba en torno muchedumbres en la plaza, pide ahora, sin embargo, romper su cerco y acoger en su casa a los que se maravillaban de su afamada palabra pública. “Por las cosas que dicen que dije cuando loco, podéis considerar las que diré y haré cuando cuerdo”. Ya es tarde, pues ahora es el contorno quien lo rechaza: no atiende ya a sus sermones y nadie lo sigue. Será finalmente este vacío el que, en definitiva, como el propio licenciado avisa, lo conducirá a la muerte.

Ocurre como si hubiese en Cervantes una clara desconfianza platónica hacia los libros. Por más que, como sabemos por el propio Quijote(capítulo IX, 1ª parte) sea Cervantes mismo un “aficionado a leer”, tanto, que lee hasta los “papeles rotos”, de esos que – dice también – andan, se arrastran por la calle. ¿Acaso no sugiere este detalle mucho más que una natural inclinación? Bien podría achacar Cervantes los males de su destino a esta tendencia lectora que lo llevó por caminos de pobreza y desventuras. De hecho, en el propio Quijote (capítulo VI, 1ª parte), cuando el Cura y el Barbero están expurgando la biblioteca del ingenioso hidalgo, y ante la aparición en sus estanterías de La Galatea, Cervantes hace hablar al Cura así: “Muchos año ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos”. 

Las letras, en todo caso, van unidas a las desdichas. Todavía más, la desconfianza hacia las letras se vuelve ciertamente sarcástica si comprendemos que, en realidad, Rodaja alcanza el don de la palabra gracias precisamente a la locura. Es sólo entonces cuando es escuchado y requerido, y su palabra y espíritu de agudeza reconocidos. La licenciatura, en verdad, sólo la ejerce durante su trastorno, a través de los juicios críticos que realiza. Esto es: cuando el licenciado pierde la razón es cuando demuestra y lleva a la práctica sus estudios y su saber. De hecho, como ha apuntado algún comentador, “en la vida práctica, Tomás se vuelve completamente loco, mientras que, enunciativamente, alcanza el máximo de sabiduría”. (Cesare Segre[7]).

De modo que, como sucedía en el caso de don Quijote, vemos cómo el autor sana al protagonista, pero para acabar presentando el estado de salud como un empobrecimiento fatal respecto al período precedente. No será esta una de las menores ironías del enigmático escrito cervantino, que está plagado de ellas; connotándolo con un carácter diabólicamente tortuoso y, al mismo tiempo, inocente y amargo, casi angélico, como si de uno de los últimos extraños cuentos de Melville se tratase; incluso de Kafka - pienso, por ejemplo, en El artista del hambre-. En todo caso, la ejemplaridad, de haberla, es desde luego sibilinamente despiadada, y muy triste. No sólo con el personaje: para con todos. Comenzando por esa sociedad hipócrita e inhumana que se complace en escuchar las diatribas violentas de los discursos de Vidriera, porque en el fondo dice las verdades que nadie se atreve a exteriorizar – y que sólo a un loco estarían quizás permitidas- ; pero le da la espalda a ese mismo espíritu cuando éste retoma la cordura. Como si el mundo, entonces, sólo quisiese apreciar el espectáculo del conocimiento cuando se muestra justamente en tanto que un espectáculo, tan hiriente como histriónico, en buena medida sustentado  – y degradado -  por la distancia que hay entre el contenido notable de la enunciación y el carácter desfachatado del sujeto que la comunica. Y como de Vidriera a Rueda lo que se ha perdido es ese componente espectacular y mordaz, la población no dudará en darle la espalda. Hasta empujarlo, de hambre, a la emigración y a la milicia, donde morirá, se dice que con valentía.

Esta oposición armas-letras, que es característica del universo cervantino – en todos los sentidos- está sugerida desde el inicio del relato: Tomás coquetea con los tercios, viaja a Italia con el capitán Diego de Valdivia, igual que Cervantes, por cierto, lo hizo en la compañía del capitán Diego Urbina. Lleva además consigo el libro de Garcilaso, el máximo ejemplo logrado del poeta-soldado. He ahí un ideal que se volverá inalcanzable para todos, para Tomás, para Cervantes – cuerpo definitivamente quebrado tras Lepanto-, para la patria incluso. Pero Tomás, como hemos dicho, no tiene el cuerpo para las armas – que piden por cierto cuerpos dóciles, fuertes y sanos, hechos para ser rotos y atropellados en batalla, como el de Cervantes-, sino para las letras, para su mal. Por eso en su loco proceso de espiritualización, o de cristalización, se nos dice que ha reducido su dieta a agua y fruta, mientras que “carne ni pescado, no lo quería”. En realidad, tal polaridad de armas y letras no es más que la variante de la gran oposición entre cuerpo y saber, como también lo es la de la carne frente al vidrio. Y está presente hasta el final mismo de la novela, cuando el Licenciado Rueda, “viéndose morir de hambre” – notémoslo- vuelve a Flandes, a “valerse de las fuerzas de su brazo, pues no se podía valer de las de su ingenio”. ¿No es este, por lo demás, parecido destino al del pobre Cervantes?

Morirá al fin en batalla el soldado ¿Rueda? como valiente guerrero. Alcanzando mediante las armas y el sacrificio entero de su cuerpo el reconocimiento y fama que no había logrado por las letras- último sarcasmo del destino y de la historia -: “la vida que había comenzado a eternizar por las letras – termina con aire lánguido y sobriedad melancólica el cuento- la acabó de eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el capitán Valdivia, dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado”.

Finalmente: el cristal, y la melancolía. Todo parece indicar que Cervantes inventa su personaje a partir de la lectura del diálogo del médico vallisoletano Alonso de Santa Cruz titulado Dignotio et cura affectuum melancholicorum, conocido como Sobre la melancolía[8].



No fue publicado hasta 1622 por su hijo, Antonio Ponce de Santa Cruz, amigo del escritor y médico de Felipe III, pero se sabe que circulaba el texto manuscrito desde mucho antes en los círculos allegados a los Santa Cruz. En este escrito, el autor repasa y clasifica muchos tipos de melancolía, sus causas, síntomas y terapias. Entre los casos que el texto proporciona está el de un melancólico que se creía de vidrio. También Robert Burton, en su The Anatomy of Melancholy de 1621 menciona ese trastorno, y hasta René Descartes lo cita en sus Meditacionescomo ejemplo de cierta clase de locos cuya percepción del mundo difiere de la mayoría, pues, ofuscados sus cerebros por un pertinaz vapor “meláncolico”, se creen reyes siendo en realidad pobres, o que están vestidos de púrpura estando desnudos, o que tienen la cabeza de barro, o son enteramente unas calabazas, o están hechos de cristal[9].  Hay, por cierto, algo de Vidriera en Descartes, filósofo de salud quebradiza. Su obsesión con la salud llegó a tal punto que fue denunciado por sus vecinos, en los últimos años de su vida, porque algunos pisos que había alquilado olían literalmente a muerto. Sucedía que en ellos conservaba cadáveres, que abría, y en los que quería encontrar, mirando en su interior como si todo fuese transparente o visible, dónde radicaba el origen de la vida. El mismo Spinoza conoció a un doctor Vidriera, en su entorno intelectual de Ámsterdam. Se llamaba Gaspar van Baerle, y era – para variar- profesor de Filosofía.


También Erasmo, quien según algunos es un referente para el espíritu humanista cervantino, se sirve, para hablar de sí mismo, de la expresión homuncio vitreus, en la carta-prólogo que precede a una edición de la Historia Natural de Plinio el Viejo. Pero hay casos verdaderamente curiosos; por ejemplo, en 1582 Lorenzo Selva, en Della metamorphosi cioê transformazione del virtuoso, cuenta de un hombre que creía ser un vaso de cristal, y Tommaso Garzoni, en Teatro de vari e diversi cervelli mondani (1583) habla de uno que, creyendo que se había vuelto de vidrio fue a Murano para que le dieran forma de garrafa. Otro loco famoso es aquél que, cuenta el padre Nieremberg unos quince años después de la segunda parte del Quijote, se negaba a andar porque tenía los pies de cristal[10].



Domenico Fetti, La melancolía, 1622


Bien parece que la época de Cervantes es el momento de esta rara enfermedad. Lo cierto es que el diagnóstico de este síntoma fue tan abundante en la Europa del momento que llegó a adquirir tintes de epidemia. Podía afectar a partes aisladas como nalgas, cabeza, corazón, pecho o extenderse a todo el cuerpo, como padeció Vidriera. Pero la tradición viene de más lejos. Gill Speak ha estudiado con detenimiento muchos de estos ejemplos de lo que se ha denominado glass delusion[11]. El caso más conocido y antiguo es el del rey de Francia Carlos VI (1369-1422) quien, por creerse de vidrio, requería de una armadura especial que protegiese su cuerpo. También el de Boccaccio, a quien un amigo llama uomo di vetro, en la medida en que el escritor parece que se había tornado dramáticamente consciente de la poquedad y fragilidad humana,  y por eso – le recordaba el amigo- todos estamos expuestos a innumerables peligros e “per piccola sospinta siamo rotti e torniamo in nulla”[12].







Jorge Molder, De la serie Desconhecemento Imediato, 2005


El hombre de vidrio es equiparable, entonces, - y aun más si es efecto de la acción del soplado- al homo bulla, el hombre burbuja que ya la tradición latina mencionaba por su fragilidad e inconsistencia. El Renacimiento, con la inestimable ayuda de Erasmo, volvió a poner esta metáfora en circulación, junto con toda la sintomatología del melancólico, cuyo carácter o patología procede justamente de asumir tal vulnerabilidad, o la fracturabilidad, junto con  la impotencia[13]. Sólo que, en este tiempo – tiempo, diríamos, de “duelos y quebrantos”- dicha condición etérea, quebradiza y volátil puede incluso abarcar el mundo entero, de forma que, en ocasiones, el orbe se compara con una esfera de vidrio. Un tapiz anónimo del siglo XVI titulado Las tribulaciones de la vida humana nos muestra, así, al mundo como una gran bolade cristal que realiza una alegórica travesía por un mar lleno de peligros.




No puede haber mejor emblema para ilustrar que el melancólico enflaquece su razón, o hasta la pierde, porque, aun dotado de gran sabiduría, se ve incapaz de gobernar y gobernarse en el mundo. Tienen así los sujetos de melancolía un cuerpo y un ánima de irrisión o de dolor ante la realidad, y por eso construyen, como los místicos – de nuevo Santa Teresa- castillos de cristal en sus adentros o con sus adentros, hasta que su cuerpo languidece y enferma y se torna de cristal él mismo. La enfermedad o el síntoma de un mundo que ha engendrado la propia concepción del sujeto moderno no puede al cabo ser otra que la sospecha de que toda forma de interioridad – y por tanto la constitución del propio sujeto- es hueca, un vacío cuya misma transitoriedad o evanescencia resulta siempre el producto de movimientos del afuera. Porque, en definitiva, el sujeto moderno es el cuerpo como pura abstracción, por eso nunca es efectivo, no tiene ni lugar, ni actualidad. No es sustancial, no impone por sí mismo cualidad alguna sino, más bien al contrario, funciona solamente bajo la condición de un vaciamiento sustancial. Y es por ello también que el sujeto siempre limita a un extremo con la angustia y al otro con la culpa: la angustia de la impotencia o del cuerpo imposible y la culpa de la responsabilidad: impotencia para hacer cuerpo, para ser cuerpo…y culpa, de pertenecer a uno que no se desea, culpa como contención del deseo de fuga, culpa pues del cuerpo indeseable. En ese quicio problemático hemos de situar el gran proyecto de la subjetividad moderna.

Sólo que, como es sabido desde Aristóteles, los condenados a melancolía también están sometidos a los vapores más intensos de la inspiración y a la propia fuerza imaginativa. El médico Huarte de San Juan, autor del celebérrimo Examen de ingenios[14], vuelve de hecho a recordar, en la España cervantina y vía Erasmo, esta capacidad fantástica del melancólico – que, por otra parte, ya Durero parecía reivindicar en su famoso grabado, tal como ha demostrado Giorgo Agamben[15]-. Vis imaginativa que le permite al médico navarro trazar toda una defensa del melancólico que, indudablemente, alcanza nuestra lectura de El Licenciado Vidriera.
Durero, Melancolía, 1514


La melancolía, sostiene Huarte, produce una lesión que dispara la capacidad imaginante y que, en consecuencia, es causa o evidencia de una verdadera lozanía del entendimiento. Algo parecido comenta Alonso de Santa Cruz en su tratado: de todos los humores del cuerpo, el producido por la bilis negra se caracteriza – como el vidrio, por cierto- por su sequedad y frialdad, por lo tanto parece entrar en contradicción con la vida, que siempre exige humedad y calor. Pero esta atrabilis posee a la vez una fuerza incitadora de diversas funciones, entre ellas aguzar el ingenio en el cerebro, por eso los individuos melancólicos son inteligentes, vivaces, con destellos de genialidad, aunque por lo mismo pueden resultar inestables y desconcertantes. Es aquí donde encontramos el carácter ingenioso o agudo, y a veces violento o lleno de acritud, tanto de Vidriera como del Quijote: en ambos la locura ha disparado su aguda inteligencia y desbocado, por decir así, su fértil imaginación. 
Hay un grabado de Alberto Durero, nuevamente, titulado San Jerónimo en su Estudio, que puede representar muy bien este estado que podemos llamar de melancolía inspirada, por utilizar una expresión de Cornelio Agrippa.


Durero, San Jerónimo en su estudio, 1514

En ella, según Agrippa, “el intelecto se convierte en morada de los espíritus superiores y sublimes” y el melancólico “no sujeto ya a los impedimentos del cuerpo recibe más fácilmente la luz de la revelación”[16].
Con lógica demoledora nos cuenta el narrador de Cervantes que Vidriera fue curado por un monje de la orden de San Jerónimo, que “tomó a su cargo de curar a Vidriera, movido de caridad, y le curó y sanó, y volvió a su primer juicio, entendimiento y discurso. Y así como le vio sano, le vistió como letrado y le hizo volver a la Corte”. Notemos, otra vez, el asunto del hábito, que, en este mundo plenamente apariencial del barroco, parece que hace definitivamente al monje. Y decimos que no deja de haber aquí una solución lógica porque, si algún santo tiene que ver con la melancolía, ése no es otro que este padre de las Escrituras. A menudo hemos visto al monje erudito rodeado de libros, o en su cueva anacorética despreciando el mundo y la mitra de Roma, selvático penitente acompañado de sus anteojos y su león. Por momentos no parece tampoco muy lejos del trastorno.


Pieter Coeke van Aest el viejo, San Jerónimo en su estudio, 1530




Y es que ya lo dijo San Pablo a los Corintios, y lo recordaba precisamente Erasmo en su Elogio de la locura: “El que de vosotros se crea sabio, vuélvase estulto para encontrar la verdadera sabiduría”[17]. Estamos aquí en la conclusión de lo que ya apuntara el romanticismo alemán, por boca de F. Schlegel: “El sabio  debe ser al mismo tiempo loco, santo y malvado, exaltado e ingenioso. De otra forma no comprende todo”[18].Si bien, como demostró Foucault, no se trata tanto de que la locura sea sabia, o viceversa: la sabiduría loca, que es lo que a menudo escuchamos. Sino que en la problemática articulación entre entendimiento y locura es donde se alimenta el saber, en una tensión cuyo jugo melancólico, por tanto, no se extingue nunca.  Lacan lo dijo muy claramente: “Locura, no eres ya objeto del elogio ambiguo en que el sabio dispuso la guardia inexpugnable de su temor. Si, después de todo, no está tan mal alojada allí, es porque el agente supremo que cava desde siempre sus galerías y su dédalo, sirve en realidad a la razón misma, al mismo logos”[19].



Anónimo, El mundo bajo la máscara de un loco, 1600



El vidrio, apuntó también Walter Benjamin, es frío y sombrío. La predilección por el cristal – ese elemento que nunca se descompone y donde, como dijimos, no es posible dejar huellas- remitía, a juicio del pensador alemán, al deseo de liberarse de toda experiencia y, en un ímpetu algo apocalíptico, alcanzar una especie de tabula rasa existencial: propiciar un “empezar de nuevo”, como “desde el principio”. Es ahí, por ejemplo, donde debemos situar la metafórica del cristal ya en los inicios de la Modernidad, con la dióptrica de Descartes y las lentes de Spinoza, pero también en los arquitectos de las vanguardias, como Bruno Taut, con su utopía de un imaginario perfecto y transparente,  traslúcido: inmaculado, liberado por el cristal, precisamente.

Acaso también este saber tremendamente desengañado de Vidriera, saber de hombre frágil y letrado, desventurado pero – o por- imaginativo, saber que toca la verdad más honda, inspirada y triste y peligrosa, sea el mismo que el del escritor Miguel de Cervantes, soldado y decepcionado y hasta desesperado, menesteroso del espíritu, el cuerpo y la corte. Alguien que, en definitiva, vertió en el vaso o recipiente de dos cuerpos locos toda su ironía desesperanzada, y su fracaso. Las almas rotas abundan, como los cuerpos rotos o colisionados, en las narraciones cervantinas. Y todo ello sin embargo contemplado con la distancia que se le concede a quien siente que está ya en los márgenes. Cervantes es y no es Vidriera, por eso deja en boca de un individuo que delira de pureza angélica y cristalina los denuestos más mordaces para con su sociedad. 

Quizás, en el sarcasmo cínico y a veces brutal de Vidriera, eso que provoca la admiración del vulgo, debemos ver el desahogo de la frustración del escritor, igual que lo sentimos en sus apreciaciones – perspicaces- de contenido metaliterario y estético.  Pero también hemos de intuirlo en la inseguridad ontológica, la fragilidad y, al cabo, la vergüenza propia y ajena del Licenciado, donde está el Cervantes humanista que no encuentra, finalmente, su lugar en el Imperio. Notemos que cuando las noticias de la locura de Vidriera se extendieron por toda Castilla y llegaron a oídos de un príncipe que estaba en la corte, éste pidió que enviasen por él. Llegando a Salamanca le dijeron al loco que un gran caballero de la capital del reino deseaba verlo, a lo que Vidriera respondió: “Vuesa merced me excuse con ese señor; que yo no soy bueno para palacio, porque tengo vergüenza y no sé lisonjear”. Tal vez lo mismo pensase Cervantes.

Acabo con las últimas y significativas palabras que se conocen del Licenciado, antes de partir para Flandes; son tristes, elegíacas – ya lo apuntamos- como las de un Melville al final del Bartleby: “¡Oh Corte, que alargas las esperanzas de los atrevidos pretendientes y acortas las de los virtuosos encogidos, sustentas abundantemente a los truhanes desvergonzados y matas de hambre a los discretos vergonzosos!”

Son palabras escritas en torno a 1613, al final de una vida que se extinguirá tres años después.



Alberto Ruiz de Samaniego es profesor de Estética de la Universidad de Vigo, crítico cultural y comisario de exposiciones. Ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Maurice Blanchot. Una estética de lo neutro (1999), Semillas del tiempo(1999), La inflexión posmoderna: márgenes de la modernidad (2004), Belleza del otro mundo: apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo (2006), Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral (2013) o Las horas bellas. Escritos sobre cine (2015).



[1] Marcel Proust, Sobre la lectura; Pre-Textos, Valencia, 2002, pp, 39-42,

[2] Citamos siempre por la edición de Harry Sieber, Novelas ejemplares II, Ed. Cátedra, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1986.

[3] Emil Cioran, Del inconveniente de haber nacido, Taurus, Madrid, 1998, trad. de Esther Seligson, p. 145.

[4] Entre ellos Félix Duque, a quien aquí sigo: “Ácida comicidad. Don Quijote y el héroe invertebrado”, en VV. AA., El yo fracturado. Don Quijote y las figuras del barroco, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, p. 25.

[5] P. Valéry, Monsieur Teste, Ed. Visor, Madrid, 1999, trad. de José Luis Arántegui, p. 46

[6] Erminia Marcola & Adone Brndalise, Psicoanálisis y arte de ingenio. De Cervantes a María Zambrano, Miguel Gómez Ediciones, Málaga, 2004, p. 45.

[7] Cf. Cesare Segre, “La estructura psicológica de El licenciado Vidriera”. Actas del Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas, Anthropos, Barcelona, 1990, pp. 53-62.

[8] Hay edición reciente: Sobre la melancolía. Diagnóstico y curación de los efectos melancólicos, Eunsa, Pamplona, 2005.

[9]Meditación primera 18, 22-19.

[10] Seguimos en todos estos datos, y muchos más, a Sandra Ramos Maldonado, “De hominibus vitreis (I): de Erasmo a El Licenciado Vidriera cervantino y el Phantasiocratumenos sive homo vitreus de Gaspar Ens”, en Miscellanea Latina, pp. 581-588.

[11]Cf. G. Speak. “An odd kind of melancholy: reflections on the glass delusion in Europe (1440-1680)”, History of Psychiatry 1, 1990, Sagepublications, pp. 191-206 (puede consultarse aquí: http://hpy.sagepub.com/content/1/2/191). Y también: G. Speak, “El licenciado Vidriera and the glass men of early modern Europe”, The Modern Language Review, 85, 1994, pp. 850-865.

[12] Cit. por Sandra Ramos Maldonado, loc. cit.

[13] Sobre esto, puede consultarse: Luis Vives-Ferrándiz Sánchez, “Cuerpos de aire: retórica visual de la vanidad”, en Revista Goya, nº 342, Madrid, 2013, págs. 44 y ss.

[14] Hay edición reciente: Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias, Cátedra, Madrid, 1989.

[15] Cf. Giorgio Agamben, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Pre-textos, Valencia, 1995.

[16] E. Cornelio Agrippa, La filosofia occulta o la magia, Mediterranee, Roma, 1972, vol. I, pp. 110-111. Cit. por Erminia Marcola & Adone Brndalise, Psicoanálisis y arte de ingenio. De Cervantes a María Zambrano, ed. cit., p. 47.

[17] Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura o encomio de la estulticia, Espasa-Calpe, Madrid, 2008, p. 175.

[18] Cit. por Sebastián Neumeister, en “Don Quijote, caballero grande, liberal y magnífico”, en El yo fracturado…, ed. cit., p. 121, nota 12.


[19] Jacques Lacan, Escritos 1, Siglo XXI editores, México, 1971, 1990 (16 ed.), trad. de Tomás Segovia, p. 211.

El sujeto boscoso

$
0
0


El sujeto boscoso.Tipologías subjetivas de la poesía española contemporánea entre el espejo y la notredad (1980-2015), recién publicado en Iberoamericana / Vervuert,continúa la investigación iniciada en La literatura egódica (2013), que se centraba en narrativa española actual. El sujeto boscoso examina la lírica peninsular desde 1978 hasta hoy, trabajando sobre las formas de sujeto poético excesivo. Este sujeto egódico, que admite numerosas tipologías, no sólo consiste en la representación desproporcionada o excesiva del “yo” que sostiene la voz del poema, sino que abarca también el sujeto en pos de una desaparición subjetiva radical.



A través de la hipótesis de la tensión inherente como brecha ontológica de la subjetividad contemporánea, el ensayo, que obtuvo el I Premio Internacional de Investigación Ángel González de la Universidad de Oviedo, aborda la pervivencia de formas históricas y mitemas relacionados con el yo poético: el yo dramático, el Narciso, el Doppelgänger, el sujeto múltiple, la metamorfosis, el yo vacío y el yo hueco, el sujeto como ficción parabólica, el Nadie, etcétera; máscaras por lo común unidas a un objeto “metafísico”, el espejo, que potencia la disolución del sujeto contemplado en él. A través del azogue se estudian poetas como Antonio Gamoneda, Olvido García Valdés, Concha García, Ángel González, Ángel Cerviño y otros muchos.



Una de sus novedades es la existencia de un "Suplemento Digital", que puede descargarse en la web de la editorial y también aquí. En este suplemento se incluyen más ejemplos a los que remite el ensayo de forma directa, y también muchas otras muestras ejemplificadoras y citas que apoyan lo argumentado tanto en El sujeto boscoso como en La literatura egódica.

Espero que el libro sea de vuestro interés. A continuación, el índice del libro: 



Prólogo
I. La disolución del sujeto y su relación con el símbolo del espejo.
I.1. Fracturas ontológicas: la disolución del sujeto como arquetipo cultural en Occidente
I.1.1. La disolución del sujeto como arquetipo cultural.
I.1.1.1. Dialéctica histórica moderna del sujeto.
I.1.1.2.: Correspondencias: cambios en el sujeto / cambios en la Elocución.
I.1.2. Los espejos y la disolución psiquiátrica y psicológica
I.1.3. El espejo como instrumento de conocimiento
I.1.4. El espejo como mito y como símbolo receptor del arquetipo cultural de la disolución de la identidad.
I.1.5. La tesis de la “tensión inherente” de Slavoj Žižek como horizonte ontológico de acercamiento.
I.2. Fracturas literarias: modos poéticos representacionales de la disolución del sujeto.
I.2.1. Las cáscaras de la identidad: tipologías poéticas del sujeto.
I.2.2. El espejo como tema y como motivo.
II. Supuestos de una subjetividad y una identidad. La construcción y/o destrucción subjetiva a través del motivo del espejo. El caso de Narciso como modo ficticio de construcción identitaria.
II.1. La sedimentación de la identidad.
II.1.1. El espejo y el tiempo: la memoria.
II.1.2. La construcción de la identidad a través del tema del espejo en la obra poética de Antonio Gamoneda.
II.2. El espejo como espacio onírico.
II.2.1. El motivo de los espejos enfrentados.
II.2.2. A través del espejo: los azogues mágicos o comunicadores de mundos.
II.3. La disgregación identitaria.
II.3.1. El espejo roto: la multiplicidad.
II.3.2. Sujeto múltiple posmoderno y transformismo. Heterónimos.
II.3.3. Poéticas de la ruptura en la literatura posmoderna en castellano.
II.3.3.1. Ángel Cerviño y el autoanálisis poético y subjetivo.
II.3.4. La metamorfosis como crisis identitaria en la poesía actual.
II.4. El caso de Narciso como modo ficticio de construcción identitaria.
III. Supuestos de una subjetividad y dos o más identidades. El tema del doble y las formas de otredad en la poesía contemporánea, en su relación con el motivo del espejo.
III.1. El tema del doble.
III.1.1. El mitema histórico y cultural del doble.
III.1.2. Duplicaciones posmodernas: el yo penúltimo.
III.2. El tema del otro en la literatura española.
III.2.1. El no reconocimiento.
III.2.2. Formas básicas en poesía: La poesía de la experiencia.
III.2.3. Otras tendencias de la otredad. El caso de Ángel González.
III.2.4. Yo es un otro. La herencia de Rimbaud.          
III.2.5. Alteridad. El espacio social íntimo.
III.2.6. Variantes negativas: ajenidad, el intruso, yo negativo, sombra, demonio.
III.2.7. Yo es otra. La subjetividad femenina en la poesía contemporánea.
III.2.7.1. Los yoes femeninos vaciados de Olvido García Valdés y Concha García.
III.2.8. Salir del yo: El espacio narrativo del poema. La construcción de personajes.
III.2.9. Metafísica cotidiana del espejo del baño.
III.2.10. El otro como ficción parabólica
III.2.11. La metáfora del individuo como ciudad: el centro y las afueras.
IV. La destrucción identitaria: la notredad
IV.1. Nadificación y crisis de identidad.
IV.2. La notredad poética.
V. Conclusiones. El síndrome Delouit.

Índice conceptual
Índice onomástico
Bibliografía
VI.1. Bibliografía primaria
VI.1.1. Ediciones de los poemas en castellano citados.
VI.1.2. Ediciones de las novelas, diarios, libros de aforismos, dietarios, obras de teatro y libros de cuentos en castellano citados.
VI.1.3. Bibliografía de los poemarios, novelas y libros de cuentos en otras lenguas citados.
VI.2. Bibliografía Estudios
VI.3. Prensa periódica y blogs citados






Extractos de un diario de lecturas y andanzas, 2

$
0
0



04/10/2016
De camino a Córdoba, el vagón se llena por completo de la conversación inane y estentórea de una chica que llama a un chico y le explica lo que tiene que hacer con su nueva novia. Justo en esos momentos leo un pasaje de Cada día es del ladrón de Teju Cole (Acantilado, 2016), en el que explica las dificultades que tenía para concentrarse en Nigeria por los olores y los ruidos.

Pienso si el ruido, proveniente o no de la mala educación, es la peste global del siglo 21.

Llego a Córdoba. Es el homenaje a Eduardo García en el teatro Góngora. Jesús Urceloy me entrega, al terminar el acto, unos poemas inéditos que escribió Eduardo con 24 años, que tenían guardados sus amigos de Madrid. Me enfrento con esos poemas de juventud, en los que ya se aprecia el poeta hondo y vital que vendrá después. Leo: “prefiero al enunciado la sustancia, / al mero verbo la acción / y el ser complejo y entrañable que la anima. / Sostengo que la piel nació para ser acariciada”.

En el tren de vuelta, asombrosamente tranquilo esta vez, estoy tan sobrepasado por las circunstancias que no puedo leer ni concentrarme en nada. Me pongo música y la escucho por los auriculares a todo volumen, dejando fluir los recuerdos. Me suministro mi propia dosis de ruido.


07/10/2016
Me ha gustado mucho el libro de Teju Cole. Leerlo produce esa sensación que tienes al introducir la mano en agua tibia: unas veces te parece fría y otras caliente. Cada día es del ladrón demuestra que no hay libros menores si el escritor tiene talento y se vigila para no desperdiciarlo. Este librito que en apariencia cuenta un viaje a su Nigeria natal, a la que Cole no regresaba desde que la abandonó en la adolescencia, narra en realidad muchas cosas y la mayoría muy interesantes (y muy bien traducidas por Marcelo Cohen), como por ejemplo los nada baladíes problemas éticos inherentes a la mirada postcolonial de un colonizado. El modo vibrante en que el autor de Ciudad abierta describe el linchamiento de un niño y otra situación violenta vivida en su propia carne se quedan tan adheridos a la piel como el olor de gasóleo que flota en el ambiente de Lagos. Es envidiable su capacidad para las imágenes, las comparaciones (“la electricidad vuelve a las cuatro de la mañana […] los ventiladores vuelven a girar como si reanudaran una conversación interrumpida a mitad de una frase”, p. 63), las descripciones y los apuntes de penetración sociológica, y leyéndole da la impresión de que tiene recursos narrativos para cualquier envite. Una obra deliciosa para cualquier lector, y más aún para quienes hemos vivido en África varios años y participamos del asombro y la suspicacia que tan agudamente se acogen en estas páginas.


08/10/2016
Escucho tras las ventanas a un niño gritar de una forma sincopada y aguda, un grito-hipido que me recuerda el canto de un pájaro exótico que oí de niño en un par de zoológicos. El sonido abre en el melón de la memoria y mi mente se puebla de hipopótamos con las fauces abiertas esperando pan seco y sandías, olor a cagada de elefante y chimpacés alterados al ver un cucurucho de cacahuetes en mis manos.

Cuando en aquellos tiempos oía en en los zoos aquel canto de ave, pensaba que parecía un niño extranjero gritando.


13/10/2016
Le dan el Nobel a Dylan. En redes sociales se lía una tangana impresionante respecto a si es o no escritor o a la duda de si, siendo Dylan poeta (yo creo que lo es), lo merece. Todos los opinadores, salvo rarísimas excepciones, parecen tener clarísimo cualquier extremo, y denuestan sin paliativos a quienes piensan de modo contrario. Me quedan dos impresiones de ese falso debate, que es más bien cruce de monólogos airados: la primera, que las personas dedicadas al intelecto prefieren imponer el suyo que pulirlo; la segunda, que, como sabíamos quienes estudiamos de continuo Teoría de la Literatura, hay una definición de literatura por persona. A veces, incluso más de una por persona.


Dentro de los diversos argumentos que he tenido la ocasión de leer a este respecto, me ha llamado la atención uno, bastante extendido, que compara a las canciones de Dylan con la lírica arcaica antigua, especialmente la griega, por sus valores “musicales”, “orales” y “populares”. Creo que podríamos detenernos un poco en esto.


Como a pesar de mi interés por el período -tuve una de mis escasas matrículas de honor universitarias en la asignatura de Filosofía griega- no soy experto en literaturas clásicas, creo que lo prudente sería analizar, a través de los expertos en aquel período, para ver si la poesía griega era tan oral y tan popular. Así que comencemos citando a Erick A. Havelock, para quien la originalidad literaria nace con la cultura escrita y la actitud libresca. En tiempo de los griegos, como recuerda Havelock en su Prefacio a Platón, es “indiscutible (…) que todos los poetas, a partir de Homero, son ya escritores. Pero no menos indiscutible es el hecho de que tales escritores escribían para ser recitados y escuchar. Puede decirse, por tanto, que componían para un público de oyentes. (…) Tenían que moldear sus palabras y frases de modo que resultaran repetibles, que fueran ‘musicales’ (…) Y el contenido tenía que ser tradicional. La osadía inventiva es privilegio de escritores asentados en una cultura de libros[1]. El subrayado de la última frase es mío. Como es lógico, hay que entender por “libros”, referido a aquella época y como recuerdan Luciano Canfora, García Gual, Emilio Lledó o Fernando Báez, las formas impresas de tradición textual (desde las inscripciones a los papiros y rollos). Walter J. Ong recoge y desarrolla estas y otras tesis de Havelock en su conocido y clásico ensayo Oralidad y escritura. Incluso un estudioso de la literatura tan filológico y tradicional como Kurt Spang reconoce que la “oralidad” es sólo uno de los “diez rasgos fundamentales de lo lírico”[2]que él estudia como posibles.

En un sentido similar, escribe Arnold Hauser: “los rapsodas eran con toda probabilidad gentes capaces de escribir, pues aunque en tiempos muy tardíos existían aún recitadores que se sabían su Homero de memoria, la recitación ininterrumpida sin un texto escrito habría provocado con el tiempo la descomposición total de los poemas. Tenemos que imaginarnos a los rapsodas como literatos diestros y prácticos, cuya tarea artística gremial consistía más bien en conservar que en incrementar los poemas recibidos.”[3]. Lo más curioso aparece cuando Hauser detalla algunos extremos del funcionamiento creativo de estos poetas antiguos: “lo cierto es que los rapsodas formaban una clase profesional cerrada, separada de otros grupos, una clase de literatos muy especializados, formados en antiguas tradiciones, que nada tenían que ver con lo que llamamos ‘poesía popular’. La ‘poesía épica popular’ griega es un invento de la filología romántica; los poemas o médicos son cualquier cosa menos poemas populares, y esto no sólo en su forma definitiva, sino incluso en sus comienzos” (pp. 85-86, subrayado mío). Después de exponer las ideas de H. M. Chadwick en The Heroic Age (1912), Hauser añade que “los poemas homéricos sería la continuación inmediata de la poesía cortesana de la época heroica; los aqueos y eolios habrían llevado consigo a pensar su nueva patria no sólo sus cantos heroicos, sino también sus cantores, y éstos habrían trasmitido a los poetas de la épica las canciones que ellos habían cantado antes en las cortes de los príncipes. En consecuencia, el núcleo de la poesía homérica habría estado formado no por romances populares tesalios, sino por canciones alérgicas cortesanas, que no  estaban destinadas a las masas, sino a los oídos exigentes de los entendidos” (p. 86). Jacob Burkhardt apunta en su Historia de la cultura griega, en el mismo sentido, que “es posible que los rapsodas hayan sido los principales transmisores y que hayan frecuentado los palacios de los nobles”[4].

Por tal motivo, denominar “literatura popular” a la poesía griega arcaica parece una temeridad; como sigue diciendo Hauser, “es algo que choca con todas las concepciones románticas de la naturaleza del arte y del artista -concepciones que pertenecen a los fundamentos de la estética del siglo XIX- el que la epopeya homérica, ese inigualado modelo de poesía, no pueda ser considerado ni como la creación de un individuo ni como producto de la poesía popular, sino como poesía artística anónima, obra colectiva de elegantes poetas cortesanos y literatos eruditos, en los cuales los límites entre las aportaciones de las diversas personalidades, escuelas y generaciones son completamente imprecisos” (pp. 86-67). Y, aún más claro: “El cantar heroico se dirigía todavía exclusivamente a los príncipes y a los nobles; sólo se interesaba por ellos, por sus costumbres, normas e ideales. Aunque en la epopeya el mundo no está ya tan estrictamente limitado, sin embargo el hombre común del pueblo carece todavía de nombre y el guerrero vulgar no tiene ninguna importancia. En todo Homero no existe ni un único caso en el que un personaje no noble se eleve por encima de su propia clase” (p. 87). Y durante los siglos siguientes no mejora demasiado la situación: “Todos los espíritus importantes de los siglos V y IV están, con la excepción de los sofistas y de Eurípides” -ningún poeta, por tanto- “al lado de la aristocracia y la reacción. Píndaro, Esquilo, Heráclito, Parménides, Empédocles, Herodoto, Tucídides son aristócratas” (p. 108).

En fin, parece que leyendo a los estudiosos resulta que la llamada “poesía oral popular griega” no parece demasiado oral, ni muy popular. A ver si en realidad va a resultar que era “libresca” (Havelock), antipopular y elitista. Creo que la raíz de esta confusión late en la alegría con la que se utiliza en nuestros días la expresión “literatura popular”. Sobre ese tema, aunque algo hemos avanzado ya en este blog recientemente, ya hablaremos otro día, en otro lugar.



[1] Erick A. Havelock, Prefacio a Platón (1963); Antonio Machado Libros, Madrid, 2002, p. 57.
[2]Kurt Spang, Géneros literarios; Síntesis, Madrid, 2000, pp. 58-61.
[3]A. Hauser, Historia social de la literatura y el arte; vol. II, Debate, Madrid, 1998, p. 85.
[4]Jacob Burkhardt, Historia de la cultura griega; tomo I, RBA, Barcelona, 2005, p. 75.
 


14/10/2016
Leo en el Diario de Carlos Edmundo de Ory una magnífica entrada de 1949 que parece de George Steiner -y, de hecho, anticipa algunas cosas que dice Steiner en Presencias reales-:

Sobre música.

Valiéndose de ciertas humoradas de tipo musical, algunos clavecinistas del XVI se complacían en demostrar que la melodía es infinita trazando un pentagrama circular en el que escribían una melodía. Esta melodía podía empezarse en cualquiera de sus notas, de manera que no terminaba nunca, siguiendo así infinitamente como una melodía que se muerde la cola: canum perpetuo por motus contrario. Es la época de los jeroglíficos musicales, como el elefante de piel blanca y colmillos negros o el de la noche en día. La época de los cangrizantes. Fue cuando la música se hizo una ciencia oculta y dejó de ser arte. el músico Vito Frazzi, autor del Rey Lear, creía firmemente en la existencia de un acorde inicial fijo, absoluto, que no procede de los hombres porque es de origine sobrenatural, o sea transmitido por Dios. Ese acorde son los armónicos que nos da cualquier sonido puro. Cuando a Saint-Saëns le preguntaron: ‘¿Qué nota da esa campana?’, respondió: ‘Muchas’.
La humanidad de la música nace del sentimiento que despierta en los corazones. Este sentimiento es de tristeza. La vida de la música está sensiblemente unida a la vida del dolor. La música y la fiebre, la agonía, la muerte. En vísperas del tránsito, o en las melancolías del amor, el espíritu desea hundirse en un más alto país irracional. En busca de las armonías puras, beatíficas y calmas. Estando para morir, Sócrates sintió que su demonio le repetía: ‘Sócrates, haz música, estudia la música’. La música es triste, sí. Bella y triste. Herodoto cuenta que mientras permaneció en Egipto no oyó más que una canción, y era una canción triste. La melancolía es inherente a la música. Tal cosa lo demuestra también Jessica, en El mercader de Venecia, cuando dice: ‘Nunca estoy alegre al escuchar dulces melodías’. El pobre Nietzsche (que exigía gustos especiales en la música, y gustaba tan distintas músicas) escribió: ‘Yo no sé hacer diferencia entre las lágrimas y la música’.
La poesía me duerme. La música me despierta. No puedo dormir cuando oigo dulces sonidos. Entonces muerto de dolor y siento que vivo. Y siento que he caído en un lugar donde todo lo que existe es hermoso y amoroso, y considero la calma de mi espíritu mecido por esas horribles, digo verdaderas, olas de misteriosos sonidos.”
Carlos Edmundo de Ory, Diario (1944-1956); Barral, Barcelona, 1975, pp. 57-58.

En estos días leo también El álbum de las rejas (2016) de Omar Pimienta (Liliputienses), Incertidumbre (Jekyll&Jill, 2016) de Paco Inclán y La narración como realidad virtual (2004) de Marie-Laure Ryan.


16/10/2016
Termino La fórmula Miralbes (Caballo de Troya, 2016) de Braulio Ortiz Poole, que comencé ayer. Muy interesante, hablaré sobre ella en algún lugar conectándola con Los últimos días de Adelaida García Morales de Elvira Navarro, a la que todavía no he podido hincar el diente. Las dos obras están construidas como documentales falsos sobre escritoras.

Comienzo Mar desterrado (Anagrama, 1988), de Mariano Antolín Rato.




17/10/2016
En el diario de Carlos Edmundo de Ory veo algo que me parece feo: el poeta apunta los elogios que recibe de otros. Por ejemplo, recoge este piropo de Pepe Caballero:

“Me preguntó por ella. Yo le dije:
-¡Me preguntas por Eurídice!
-¿Por qué la llamas así?
-Porque yo soy Orfeo y porque me ha abandonado en el infierno.
-¡Tú estás por encima de Orfeo!
También me dice:
-Has hecho unos poemas estupendos.” (p. 132)

De pronto pienso que cuando retuiteamos algún elogio o lo destacamos, al enlazar las reseñas, en nuestro perfil de Facebook, estamos cometiendo la misma ridiculez narcisista.


18/10/2016
Advierto en bastantes países de Hispanoamérica, desde Guatemala a Argentina pasando por México, una atención al trabajo sobre archivos (Cristina Rivera Garza, Bárbara Göbel, Daniel Noemi Voionmaa, Manuela Garau, etc.). No sólo sobre los archivos públicos, por ejemplo los archivos policíacos de las épocas de represión, sino también sobre archivos privados, contemplados a veces desde una perspectiva política. 

Este es el caso de El álbum de las rejas (2016) de Omar Pimienta, donde el poeta y fotógrafo mexicano hace una lectura de la frontera con Estados Unidos y de la vida de los trabajadores fronterizos a partir de la lectura textovisual del archivo de su familia. El poemario tiene un sentido geopolítico y documental -voluntad visible en el fechado de los nombres reales mencionados en los poemas-, que transforma la experiencia individual del poeta en colectiva y social, en condiciones de ser “apropiada” por el lector, como si la obra fuese una fuerza de trabajo. El álbum de las rejas alcanza más altura, sin embargo y a mi personal juicio, cuando la ideología cede a la mirada íntima y nostálgica de Pimienta:

de esos días recuerdo bien unos soldaditos
americanos hechos en china que perdí
en uma montaña de arena junto a la parra
el pelotón entero sucumió ante una avalancha

con esa arena mezclaron el cemento
que convirtió mi patio en una explanada
si ahora lo pienso un poco más      aunque no quiero
cada vez que visito a don Marcos
camino sobre los restos arqueológicos de mi infancia.


18/10/2016
Me pregunto si la cultura de estos tiempos no es demasiado documental. Me gusta la no-ficción, pero añoro una mayor presencia de imaginación desatada.


19/10/2016
Tengo un coloquio con José Manuel Benítez Ariza, titulado “Escritura íntimo-pública en Internet: de la sociabilidad en red a las redes sociales”. Como nuestra anfitriona es la Fundación Carlos Edmundo de Ory, comento más o menos esto:

Aunque en varios lugares de su Diario Carlos Edmundo de Ory expresa su “naturalidad” a la hora de escribirlo, lo anotado por él en varias jornadas de escritura y el prólogo nos advierten de que era un gran lector de diarios, e incluso lleva a establecer clasificaciones de diarios íntimos. Pocas pruebas más necesitamos para saber que no hay naturalidad ninguna en su escritura diarística y que es plenamente consciente de que escribe para un lector ajeno, esto es, de que “posa” para su diario, como casi todos los diaristas.

Respecto al parecido entre lo que él hace y el uso de las redes sociales en nuestros días, en su Diario habla Carlos Edmundo de lo que lee, de lo que oye, de lo que hace. Por ese motivo, su comportamiento es muy parecido al nuestro en las redes sociales. Como nosotros, él se hace selfiesekfrásticos -escritos y descriptivos- con Cirlot, con Nieva, con Chicharro, con Gregorio Prieto, etcétera. Se retrata con ellos y lo fecha. Igual que nosotros en Facebook o Instagram. Cuando le gusta algo, lo fotografía y lo “cuelga” en el timeline de su diario, sólo que lo fotografía con palabras, en vez de con cámara digital. Muchas de sus entradas tienen la longitud de un estado de Facebook o Google +, y algunas anotaciones tienen la extensión de un tuit: “El estilo es el alma”[1],apunta el 5 de abril de 1949.

Como decíamos antes, Carlos Edmundo sabe que va a ser leído, escribe para lectores, no sólo para sí. Que diga que escribe para sí en el prólogo -esto es, en un texto específicamente pensado para anteceder a otro en un libro por imprimir- es más que revelador. Incluso en algún lugar del diario (el 28 de noviembre de 1949) lo reconoce: “todas las frases están pensadas para que sean leídas mañana” (p. 57). La única diferencia entre estos diarios y un perfil de red social es la dilación, el aplazamiento, el tiempo transcurrido entre la publicación y la lectura, el hecho de que la escritura no sea en “directo”. Lo demás, esto es, el ansia de comunicar, la instantaneidad, la contextualización social y amical, el gusto de compartir lecturas y gustos, la sentimentalidad algo exhibicionista, es idéntico.

Como ha escrito Charles Simic en sus memorias,

Los poetas todavía tienen mucho de diarista puritano. Como sus antepasados, introducen observaciones sobre el estado de su vida interior en entradas de su diario que hablan del clima. El problema de la identidad siempre está presente, al igual que la persistente sospecha de que la existencia carece de sentido. La premisa de trabajo, sin embargo, es que cada individuo es representativo hasta en sus preocupaciones más íntimas, que el ‘problema estético’, como ha dicho John Ashbery, es un ‘microcosmos de todos los problemas humanos’, que el poema es el lugar donde el ‘Yo’ del poeta, por cortesía de una alquimia visionaria, se convierte en el espejo de todos nosotros.[2]

Se puede conectar esto con lo que dice Carlos Edmundo en diciembre de 1949, cuando apunta: “No es ése un Diario que siga el ejemplo del de los Goncourt. Éste es el diario que refleja un espejo: el espejo de mis espejos” (p. 59). O con lo que escribe el 14 de octubre de 1950, cuando escribe: “De la misma manera que mi frase nocturna ‘Todo es sufrimiento’ nació como nudo de un poema…, del propio sufrimiento, el sujeto debe ser considerado como ‘materia artística’” (p. 76). En efecto, el diario es una especie de autopsia diaria del propio cuerpo considerado como materia analizable, como cobaya donde se van explorando las huellas y rastros que deja la vida. El diarista, como un forense, deduce las causas de las agresiones examinando los hematomas dejados en la piel (propia). El diarista convierte al yo en un experimento, en un laboratorio, durante años. “Estoy notando que yo soy el elemento principal de mi creación. Creo sobre mí mismo. Mi inspiración sale de mi ser y no de ninguna fuente extraña (…) Soy aquello que no puedo negar: un experimentador” (p. 83). Y ese es otro punto de contacto con nuestro uso de Internet en la actualidad, todo gira alrededor de la burbuja de nuestras preocupaciones, sometiéndonos a un experimento de comunicación continua del yo.

Veamos otro parecido entre el Diario de Ory y nuestro comportamiento digital. Hay un momento (pp. 59-60) en que Carlos Edmundo describe una fiesta poética en casa de unos diplomáticos, a la que ha sido invitado junto con otros vates. Carlos Edmundo se queda algo alejado, en otra habitación, “voluntariamente retirado del parlamentario Parnaso”, departiendo con un joven sobre pintura. Cuando finalmente le reclaman para participar leyendo sus propios poemas, Carlos Edmundo adopta un papel discordante y, tras tomar un libro de poesía de uno de los anaqueles, recita la obra de otro. Esta escena podemos traspasar términos cibernéticos; Carlos Edmundo estaba en un canal de mensajes privados de Facebook con un artista, ajeno a la conversación general, y cuando es etiquetado decide no dar su propia opinión, no dar su propia obra, sino que hace una foto a un poema que le gusta y lo cuelga en su muro.


20/10/2016
En Cáceres, dentro del encuentro “Transversales”, que me ha permitido conocer al poeta uruguayo Eduardo Espina, hago un elogio de la dificultad narrativa, presentándola como una forma de resistencia de la literatura ante estos tiempos donde todo tiene que ser fácil, mascado, espectacular y de rápido consumo. Partiendo de los experimentalistas de los 70 (Ríos, Cela, Torrente Ballester, Goytisolo, Miguel Espinosa) llego a lo que denomino la “escuela de la última dificultad”, donde incluyo Un acontecimiento excesivo de Javier Avilés, Menos joven de Rubén Martín Giráldez y La herida se mueve de Luis Rodríguez, tres de los libros más literarios y más sugestivamente difíciles que ha dado la narrativa española última.

En el mismo encuentro, Eduardo Espina se pregunta, en una magnífica charla sobre ensayo literario, si sus pensamientos piensan lo mismo que él.



[1]Carlos Edmundo de Ory, Diario (1944-1956); Barral, Barcelona, 1975, p. 52.
[2] Charles Simic, Una mosca en la sopa. Memorias; Vaso Roto, Madrid, 2010, p. 215.

Veinte años de Fabulosas narraciones por historias

$
0
0








La palabra “historia” en español designa tanto el relato dehechos verdaderos como el relato de hechos falsos.

Antonio Orejudo[1]



¿Para qué tanto esfuerzo en parecer real si todo el mundo sabe que no es más que un libro?

Antonio Orejudo, Ventajas de viajar en tren (2000)



Creo que uno de los trabajos a los que puede dedicarse la crítica literaria en nuestros días, habida cuenta de que ha perdido parte de su influencia prescriptora -por causas que hemos expresado en varios lugares, y sobre las que aún volveremos más adelante-, es el de fijar poco a poco el corpus de obras de finales del XX que están pasando la durísima prueba del tiempo y que sobreviven, décadas después, en el interés de los lectores y escritores. Y de una de esas novelas vamos a hablar hoy, una novela cuya lectura sigue practicándose entre lectores y escritores jóvenes como obra de culto, considerada muchas veces como novela de la que aprender.



En 1996 Antonio Orejudo publica su primera novela, un debut ambicioso en el que llevó a cabo un nada execrable atentado contra el canon de la literatura española del XX, cansado quizá del perenne e idealizado cierre de filas alrededor de unas cuantas nombradías. Dos años antes de la aparición de El maestro en el erialde Gregorio Morán, Orejudo revisaba a la baja la figura de Ortega y Gasset y recortaba las ínfulas extrañas de los moradores de la Residencia de Estudiantes, o más bien de algunos de ellos (Dalí y Buñuel, entre otros, quedan fuera del recuento de palos). Comportándose un poco como los tres protagonistas principales, Pátric/Patricio, Santos y Martiniano, tres jóvenes residentes que hoy serían trolls en Internet, Orejudo se enfrenta a la autoridad histórica con tanta virulencia como sentido del humor, reescribiendo situaciones y hasta textos reales, sin abandonar una atractiva verosimilitud. El lector de Fabulosas narraciones por historias, de hecho, corre tras su lectura el peligro de recordar aquella época tal y como Orejudo la cuenta.



La novela tuvo un enorme éxito crítico, catapultada por su calidad y por el hecho insólito de que un narrador novel hubiese sido capaz de escribir una novela tan compleja, madura y bien acabada. El año siguiente a su publicación obtuvo el premio Tigre Juan, y fue saludada por la crítica y los lectores con todo tipo de elogios y parabienes. La prueba de que era un libro que no cabía dejar en el olvido es que en 2007 fue reeditada por Tusquets, con pocos cambios. Los diálogos sustituyeron las comillas por guiones, algún “repanchingado” (1996, p. 301) pasó a estar “repantingado” (2007, p. 293), se eliminan algunas repeticiones (desaparece un “de pie” de la p. 164 original en la 162 definitiva) o faltas de concordancia, se pule alguna expresión, pero son alteraciones muy menores.



Una obra tan poliédrica y polifacética como ésta puede ser definida de diversas maneras. Una de las definiciones podría categorizar a de Fabulosas narraciones por historias como la parodia cervantina y posmoderna de aquellas novelas fragmentarias que hacían en los años 20 Ramón Gómez de la Serna o Benjamín Jarnés (o incluso como una parodia posmoderna de cierta novela española e hispanoamericana experimental de los 70, como queda claro en el caso de la alusión paródica a Rayuela, a través del personaje de María Catarata). Otra definición válida la define como “mezcla de erudición e inteligencia como argumento de una fábula divertidísima y plagada de claves literarias” (Gracia y Ródenas[2]). Pero hay más posibilidades. Como ha explicado una fina lectora de este libro, María del Pilar Lozano Mijares, el relato de Orejudo es una “metaficción historiográfica” (término tomado de APoetics of Posmodernity, de Linda Hutcheon) en la que no se busca despejar la veracidad de la historia contada; muy al contrario, se persigue, o bien falsearla con fines literarios, o bien declarar la ausencia de linderos entre lo narrativo y de lo histórico. A esto último apuntaba la respuesta de Antonio de Guevara a Pedro Da Rúa que Orejudo incluía, como nota final al lector, en la primera edición, y que fue quitada de la nueva edición de 2007[3]; una respuesta que podría ligarse a la “Nota del autor” con la que Orejudo abría Reconstrucción (2005): “Esta es una obra de ficción, pero contiene datos y juicios que han sido tomados de otros libros y colocados aquí, más o menor retocados, en boca del narrador y de algunos personajes”[4]. De hecho, como indica Lozano Mijares, “la complejidad estructural de Fabulosas narraciones por historias no residesólo en su fragmentación y en la intertextualidad, sino también en el ámbito de la metaficción” (pp. 302-303), y es cierto que Orejudo da varias vueltas de tuerca autoreferenciales al libro, cuyo rompecabezas sólo acaba de armarse al final (como ha señalado Yaw Agawu-Kakraba[5]), con rotunda maestría irónica, pero dejando flecos deliberadamente abiertos e irresueltos. Por ejemplo, Lozano Mijares señalaba la aparente contradicción de que un fragmento escrito por Pátric para su novela acabe siendo parte de la novela donde esa novela se incluye (pp. 267 y 301 de la edición de 1996; 260 y 292 de la de 2007), al repetir algunos fragmentos; pero el asunto es aún más complejo si se tiene en cuenta que otro fragmento de la novela de Pátric está casi repetido al final de la novela de Orejudo:



Mientras la tía Pili y el tío Pedro se interesaban por la salud de toda la familia, el primo Pedrito caminaba delante, ligeramente inclinado hacia la izquierda para contrarrestar el peso de mi maleta (2007, pág. 260)



Todavía recuerda Santos cómo se alejaba la figura del primo Marcelino: levemente inclinada hacia un lado para compensar el peso de la vieja maleta que llevaba en el contrario. (2007, pág. 337)



Es obvio que la repetición es consciente y deliberada, al utilizar casi las mismas palabras para referirse a dos primos, pertenecientes a dos niveles diegéticos diferentes. Es imposible saber qué pretendía Orejudo con estos guiños, si construir una referencia abismática (en el sentido de myse en abyme,según la descripción del relato especular de Dällenbach), o si procurar una especie de agujero de gusano narrativo por el que algunos detalles y textos se comunican, con la intención de producir extrañamiento al lector. En este sentido creo que para leer esta novela es más útil la teoría narratológica de los mundos posibles (en su sentido constructivista[6]) que la perspectiva de la dilución posmoderna de los conceptos de verdad e historia, como se ha hecho hasta la saciedad con esta obra[7]. Desde la perspectiva de los mundos posibles, el mundo narrativo creado en Fabulosas narraciones por historias es autotélico, autosuficiente y no necesita de otras leyes que las de la confusión del lector para seguir siendo consistente y válido como narración. Otra posible prueba de esta naturaleza es que al incluir en su final al propio autor (en un régimen de “veracidad narrativa”, por cierto, superior al “Antonio Orejudo” de Un momento de descanso, sólo hipotéticamente más “real” por la identidad de nombre) se produce, como recordó Teresa Gómez Trueba al comentar Fabulosas narraciones por historias, “una inmediata ficcionalización de todo lo demás”[8]. Por ello, y por jugar con un hilo argumental histórico por todos conocido, si tuviera que definir con una sola fraseFabulosas narraciones por historias, diría que es una de las mejores novelas que he leído donde la trama se conjura contra el argumento.



La alegría con la que Orejudo mezcla elementos y recursos, verdades y fábulas, consigue introducirnos en un total escepticismo respecto a la verosimilitud de la historia, escepticismo que pronto deja de ser incómodo para convertirse no sólo en una de las características esenciales de la novela (convertida en uno de esos amigos canallas de los que no te fías, pero a los cuales no puedes dejar de querer), sino incluso en retrato de una época, no tanto aquélla como ésta, la nuestra: “Orejudo consigue convencernos de que los límites entre verdad y mentira, historia y fábula no existen”, dice Lozano Mijares, “que vivimos en un mundo en el que la diferencia ha sido deconstruida, o, más bien, que nunca hubo diferencia” (p. 304). Llegado cierto punto, y a pesar de las continuas menciones dirigidas a “probar” la verosimilitud de los documentos aportados (mediante la inclusión de fechas de las cartas, o páginas exactas de las citas aportadas, etc.), el lector deja de suspender su incredulidad, sabedor ya de que está siendo víctima de una añagaza narrativa dirigida a despistarle. Algo, por lo demás, que el narrador no oculta: “Las novelas, las poesías, los periódicos, las revistas, todos los libros están llenos de trampas para obligarnos a sentir y a pensar lo que ellos quieren que sintamos y pensemos” (p. 127). Un ejemplo claro de esta ruptura del pacto con el lector son los tres fragmentos incluidos en las páginas 240 y 241 de la edición de 2007; en ellas termina una carta de María Luisa -aunque el lector no sabe aún que es María Luisa quien firma esa carta-, hay un apunte narrativo sobre Ortega y María Luisa, y el tercer texto es un extracto de un libro real, Ortega y Gasset, mi padre, de Miguel Ortega, donde se menciona a una María Luisa auténtica, con la que su padre tuvo una “amistad de tipo intelectual”. De este modo se siembra una sombra de sospecha; novelesca, sí, pero creada a la vez con elementos verídicos e inventados. Historia y literatura se ponen al servicio del desorden creativo, con la intención de que el lector pierda sus referencias y comprenda que el hábitat natural del mundo narrativo de Fabulosas narraciones por historias es la ausencia de referentes claros. En un momento dado, Homero Mur, uno de los personajes demiúrgicos de la novela, así parece resumirlo, dándole título a la novela: “nos pasamos toda la vida tomando las narraciones fabulosas por historias y, cuando al fin conseguimos entrever la historia verdadera, ésta nos suena tan fantasiosa que nos la creemos” (p. 289). Con notable inteligencia, Orejudo consigue que algunos textos reales de Ortega parezcan apócrifos, de puro ajustados a la historia; así, cuando se reproduce el texto real de La España invertebrada según el cual en nuestro país los “se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles” (Fabulosas…,p. 307), la carga de vehemencia del texto orteguiano parece personalmente dirigida contra Patricio Cordero, el personaje que por entonces vende por centenares de miles sus novelas ficticias, y al que Ortega aborrece en la ficción. El detalle -también ficticio- de que Ortega pudiera esconder una novela realista de juventud (La desalmada), de la que se arrepintiese, es también un enorme hallazgo por las posibilidades argumentales que despliega.



Fabulosas tiene otra dimensión argumental estética, al confirmar la lucha de principios de siglo entre la pulsión realista, la fiebre simbolista y el empuje vanguardista (v. Agawu-Kakraba); incluso en algún punto -una declaración de Huidobro en una tertulia madrileña- se plantea la discusión en términos que parecen atar esa tensión a la lucha entre la narrativa tradicional y la posmoderna: “estamos hartos de todas esas novelas del siglo pasado que se tomaban tan en serio a sí mismas y que tenían pretensiones tan intolerables como analizar la realidad, cuando no cambiarla. La realidad no existe, señores. Y si existe, es demasiado compleja para analizarla” (p. 93). De seguir este correlato que proponemos, si Ortega, Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón y demás correligionarios de la falsa “Junta de Apoyo a la Juventud y las Artes” pretendían imponer un programa vanguardista, Orejudo pretendería postularse a favor de un programa posmoderno que ayudara a renovar tanto las esclerotizadas estructuras de los continuadores del realismo decimonónico a finales del XX como las de los experimentalistas de los años 60 y 70. De hecho, la estrategia de Orejudo es vindicar un papel más activo por parte del lector, que no puede asomarse a Fabulosas narraciones por historias como si fuera una novela más, pues hablamos de un lector que va a ser desafiado en todo momento. Como nos sucede leyendo a veces leyendo a Stendhal, recorriendo Fabulosas tenemos de cuando en cuando la sensación de que el narrador nos está tomando el pelo[9]. Marta E. Cichochka, en su reciente ensayo Estrategias de la novela histórica contemporánea (2016), retoma las figuras de lectant y lisant de Lavergne para concluir que “evidentemente, el lector posmoderno de las novelas históricas contemporáneas se vuelve cada vez más un ‘leyente’ investigador y no un manso ‘leedor’”[10]. La novela de Orejudo reclama, como pocas, la figura de ese leyente activo, que acude de continuo a su biblioteca o a Internet para saber si los materiales ofrecidos por el autor son apócrifos o reales. Un lector que al final entiende que la veracidad no es lo importante, como nos recuerda el narrador de Reconstrucción, una excelente novela que merecería más re/conocimiento: “lo que Pfister cuenta no es lo que sucedió, sino el relato de lo que sucedió. Pero eso no le resta valor como testimonio ni como instrumento de análisis. Al contrario: lo que Pfister cuenta es una materia mucho más rica que la constituida únicamente por lo sucedido”[11].



Pero todo lo expuesto no es más que parte de la recompensa que aguarda a ese lector activo. No sólo la inteligencia y la ironía y el sentido del lector premiarán el esfuerzo de lectura; también una prosa exquisita, metamórfica, capaz de adaptarse al estilo, tono o código que la narración requiera en cada momento, del popular al elevado, del académico al pornográfico, del engolado al vulgar, con una desarmante capacidad de matices e irisaciones. Y el sentido del humor, no pocas veces oscuro, nos brinda momentos de altura: los actos literarios inventados para sembrar el caos en la Residencia (p. 165); las delirantes intervenciones del poeta Bernabé Hieza, que cita de continuo versos sus propios libros de poemas como Qué es de tu vida, Manuel; qué es de tu muerte, Raquel (p. 212); o la muerte de Patricio, contada como si fuese una matanza de cerdos, un hallazgo maravilloso; o que la mayoría de los personajes sublimen sus experiencias personales en sicalípticas para la revista ficticia La pasión. O la memorable andanada contra Juan Ramón Jiménez: “aunque era sabido que le molestaban mucho los ruidos, el de los aplausos no parecía hacerle el más mínimo daño” (p. 331). No merece la pena seguir acumulando méritos, porque la mejor forma de hacerlo es leyendo Fabulosas narraciones por historias, donde la excelencia se impone por sí sola. Orejudo demuestra una absoluta maestría en esta novela de culto, por la que no puede pasar el tiempo porque es, precisamente, una virtuosa demostración de cómo jugar con él.




[1] En M. Escobedo, “Antonio Orejudo: ‘El humor nos defiende de las agresiones del mundo’”, Cuadernos Hispanoamericanos, nº. 737, 2011, p. 110.

[2] Jordi Gracia y Domingo Ródenas, Historia de la literatura española. 7. Derrota y restitución de la modernidad; Crítica, Barcelona, 2011, p. 908.

[3]“No tenga vuestra merced hincapié en historias gentiles y profanas, pues no tenemos más certinidad que digan verdad unos que otros…”; en A. Orejudo, Fabulosas narraciones por historias; Lengua de Trapo, Madrid, 1996, p. 393.

[4] Antonio Orejudo, Reconstrucción; Tusquets, Barcelona, 2005, p. 11.

[5]“The narrative strategy that the narrator deploys in Fabulosas narraciones is a self-consciously fabricated artifice that is cognisant of its ontological status. Within the fiction’s internal configuration emerges a dramatised mirror of its own narrative and linguistic codes. This structural manoeuvre does not, however, become apparent until after the reader completes reading the novel.”; Yaw Agawu-Kakraba, “Reading Modernism Through Postmodernism: Antonio Orejudo Utrilla’s Fabulosas narraciones por historias”, Journal of Iberian and Latin American Studies, Vol. 9, No. 2, 2003, [pp. 125-38], p. 128.

[6] Dentro de los diferentes enfoques de lo ficcional, Antonio Garrido Domínguez apunta “el constructivista”, que “alude a los mundos de ficción como realidades construidas a partir de materiales previos” (Antonio Garrido Domínguez, Narración y ficción. Literatura e invención de mundos; Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2011, p. 60), enfoque que debe ser matizado a partir del modelo semántico de Dolezel, según apunta el propio autor más adelante (pp. 124ss).

[7] Cf. Jessica Cáliz Montes, “La descanonización de la Edad de Plata desde sus tertulias: Fabulosas narraciones por historias”, en Jesús Murillo Sagredo y Laura Peña (coors.), Sobremesas literarias: en torno a la gastronomía en las letras hispánicas; Biblioteca Nueva, Madrid, 2015, pp. 399-410. También Patrick Toumba, La representación narrativa y la identidad en la novela española contemporánea: Juan José Millás y Antonio Orejudo; Tesis doctoral, Universidad Complutense, Madrid, 2014, p. 240.

[8] Teresa Gómez Trueba, “El nuevo género de las novelas anti-género”, Letras hispanas. Revista de literatura y cultura, vol. 4, nº 1, 2007, Edición especial: “Manifestaciones narrativas en la España del siglo XXI" (http://letrashispanas.unlv.edu/).

[9] La idea, referida a Stendhal, es de Félix de Azúa, en su ensayo sobre este autor, pero no tengo el libro a mano para buscar la cita exacta.

[10] M. E. Cichocka, Estrategias de la novela histórica contemporánea. Pasado plural, postmemoria, pophistoria; Peter Lang, Frankfurt, 2016, p. 21. p. 20.


[11] Y continúa en estos términos: “Aquellos hechos que conserva en la memoria son semillas que han germinado con el tiempo gracias a la imaginación. Son sucesos que se enriquecen sólo por el hecho de contarlos, de someterlos al juicio de otra persona”; A. Orejudo, Reconstrucción, op. cit., p. 256.

Dos apuntes sobre El extranjero de Albert Camus

$
0
0


1) Releeo El extranjero de Camus, para explicarlo en una clase. En cada ocasión algo me inquieta, esta vez fue el “ahora” desde el que en ocasiones está escrito el texto:

“Tuve incluso la impresión de que esta muerta, tendida en medio de ellos, nada significaba a sus ojos. Creo ahora, sin embargo, que era una impresión falsa”[1]. Al principio del capítulo siguiente ese ahora parece explicarse, puesto que el narrador nos dice “hoy es sábado”[2]y parece que es desde ahí desde donde nos cuenta, pero relata la jornada sabatina en pasado, como si estuviese escrita a última hora, y luego pasa sin aspavientos al día siguiente, domingo, que sigue narrando en el mismo pasado. Ese “hoy es sábado”, por tanto, se queda en ningún lugar, sin sujeción. Acudo al original para ver si se trata de una licencia de José Ángel Valente al traducir, pero no: “c’est aujourd’hui samedi”. No hay duda. También la novela comienza en presente, como es sabido (“Aujourd’hui, maman est morte”, “Hoy, mamá ha muerto”), y luego pasa brevemente al futuro para, en el segundo párrafo de la novela, instalarse en nuestro pretérito -que en el original es passé composé-. Cuando acaba el libro, una vez dictada la sentencia, aparece de nuevo el presente: “por tercera vez me he negado a recibir al capellán” (p. 118). La novela termina en un subjuntivo con el que se enuncia el futuro -la ejecución- por llegar.

El recurso me parece muy interesante: Camus va situando al narrador en cierto presente, desde el cual recuerda los hechos, pero el recuerdo en pasado se estira hasta englobar y superar el momento en que rememora. Es una paradoja temporal que, por alguna razón fascinante, funciona. Como funciona Meursault, un personaje insostenible si lo piensas, pero que en El extranjero funciona con una una naturalidad ilógica a la que el lector se acostumbra sin resistencia.


2) Y otra meditación. Si a Wordsworth le aterraba la brutal indiferencia de la naturaleza, el desdén de montañas y lagos por nuestras minúsculas tribulaciones, Albert Camus lleva a cabo una lectura completamente diferente: somos nosotros los que debemos ajustarnos a su indiferencia, los que debemos apreciarla y darnos cuenta de que la Tierra tiene valores, uno de los cuales es, precisamente, su despreocupación, su insistencia inerte en seguir siendo ella misma, con independencia de todo lo demás, incluyéndonos nosotros en el saco de ese todo. Pero Camus veía esto de un modo diferente. Lo recuerda Paul de Man, que señala con agudeza el papel de la naturaleza en la obra del argelino, rescatando unas reveladoras líneas de sus Carnets: “(…) un día, la tierra nos muestra su sonrisa primitiva e inocente. Entonces es como si quedaran borradas las luchas, incluso la vida misma. Millones de miradas han contemplado este paisaje, pero para mí es como la sonrisa del mundo. En el sentido más profundo del término, me hace salir de mí mismo (…) La gran verdad que el mundo nos enseña con paciencia es que el corazón y la mente no son nada. Y que la piedra caliente por los rayos del sol, el ciprés magnificado por el azul del cielo, son los límites del único mundo en el que algo significa lo que está bien: la naturaleza sin el hombre”[3]. Es decir, la tierra sonríe cuando nos recuerda que no somos nada, pero este pensamiento, que llenaba de angustia a Wordsworth, es feliz para Camus, porque relativiza instantáneamente nuestros problemas y preocupaciones. Las vuelve absurdas, un término sobre el que Camus, como recuerda Tony Judt[4], reflexionó mucho, pero su absurdo puede ser una sacudida que nos haga despertar, con el objetivo final de reconciliarnos con una existencia desnuda, otro término muy querido para Camus. Queda claro en el final de El extranjero, cuando el Meursault ya condenado a muerte dice: “como si esa gran cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, ante esta noche cargada de signos y de estrellas me abría por vez primera a la tierna indiferencia del mundo”[5]. Ese tierna es la única palabra tierna de El extranjero, y no se aplica a una persona, sino a la hosca apatía de una Naturaleza que no nos necesita.


[1] Albert Camus, El extranjero; traducción de José Ángel Valente, Círculo de Lectores, Barcelona, 2001, p. 16.
[2] A. Camus, op. cit., p. 24.
[3]Citado en Paul de Man, “La máscara de Albert Camus” (1965), Estudios críticos (1953-1978); Visor Distribuciones, Madrid, 1996, p. 243.
[4]T. Judt, El peso de la responsabilidad; Taurus, Madrid, 2014, pp. 135-36.
[5]Albert Camus, El extranjero; traducción de José Ángel Valente, Círculo de Lectores, Barcelona, 2001, p. 131.

Diario de andanzas y lecturas, 3

$
0
0




11/11/2016
Estoy tan ocupado y azacaneado estos días que apenas tengo tiempo para escribir. Cuando disfruto de algunas horas libres prefiero leer. De lo que escribo me arrepiento a veces, de lo que leo no me arrepiento nunca.

Incluso cuando leo un mal libro. Un libro deficiente leído es una duda menos, una incertidumbre eliminada.

Estoy tan ocupado que debo escribir las reflexiones retroactivamente; aunque ésta la he fechado el 11 de noviembre, en realidad está redactada el 19, en un autobús que cruza bajo la lluvia la distancia entre Grenoble y Lyon.

Días encontrados en los transportes públicos.

Para un escritor la lectura es la carretera y los malos libros el peaje.

Cuando llueve lo suficiente, el paisaje desaparece y se vuelve lluvia.


14/12/ 2016

Ángel Zapata, Materia oscura; Páginas de Espuma, Madrid, 2016.

En una época madura y cansada, los productos de la movilidad del espíritu, comienzan a solidificarse en una masa negativa, en un ‘sol negro’ que produce un efecto invernadero allá donde se proyecta su sombra.
Fernando R. de la Flor

Cada nuevo libro de Ángel Zapata nos apela como lectores -y no sé si agregar: como ciudadanos, como entes políticos-, porque intenta dinamitar nuestra idea de lo que entendemos por real, de lo que entendemos por literario y de lo que supone incardinar el hecho creativo dentro de un proyecto de vida. Zapata es un caso singular dentro de nuestras letras, por su dedicación casi absoluta al relato breve; es teórico, sí, pero teoriza sobre o a partir del cuento; es prosista, pero sólo escribe relatos; es profesor de escritura creativa, aunque centrado -tengo entendido- en relato breve. Es pues practicante, teórico y profesor de relato corto, y por eso cada nueva entrega de sus piezas debe ser leída con atención, porque no es sólo un autor intuitivo que pone por escrito sus pulsiones -disculpen el vocabulario psicoanalítico que teñirá esta reseña, pero no hacerlo en el caso de Zapata supondría renunciar a buena parte de lo esencial-, que también, sino un fino diseccionador de la obra propia y ajena que no “hace” libros, sino que los talla como diamantes.

Materia oscura es un libro que puede extrañar a los lectores de relato más tradicional, aunque algunas colecciones más o menos recientes -pienso en los espectaculares Técnicas de iluminación, de Eloy Tizón, o Mirar al agua, de Javier Sáez de Ibarra- han estirado el género de tal modo que la llegada de Materia oscura puede acogerse sin dificultades como parte del mismo movimiento de apertura y ensanchamiento del género. Si en su anterior libro de relatos, La vida ausente, la presencia de cierto irracionalismo era notoria desde el guiño rimbaudiano del título, en Materia oscura es la razón de ser (o de no ser) de las piezas, resueltas muchas de ellas en estampas surrealistas donde las imágenes visionarias se aherrojan con un lenguaje flexible y firme a la vez, hermoso y resistente como un junco doblado por el viento -la imagen es de un poeta chino-. Hay bastante poesía o mirada poética en este libro, que no en vano se abre con una cita del poeta filósofo Paul Valéry sobre el vaciado de los objetos por la mirada, de la misma forma que la materia oscura forma gran parte del universo y es invisible a los ojos (es decir, es la realidad que a Zapata le interesa: la no evidente, la no palpable, la no descriptible de modo “realista”). Algunos relatos convierten al cuerpo en naturaleza, y otros transmutan la naturaleza en cuerpo; no en vano comparecen disfrazadas la alquimia juguiana (p. 78), los relatos proteicos de transformación o los soles negros de Lucrecio, en aras de una creación donde el sentido y la inmanencia son importantes, trascendentes dentro de su inapelable “aquendidad”, dentro de su aquí y de su ahora, que es donde se cuece lo literario -y lo político, una dimensión inevitable en Zapata-. Terminamos con una de las excelentes piezas recogidas, que dará una idea al lector de lo que puede encontrar en Materia oscura:



25/12/2016

Laura Erber, Ardillas de Pavlov; traducción de Julia Tomasini, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2016.

Esta singular novela de Laura Erber puede leerse de muchas formas: una confesión posromántica narrada de forma fragmentaria, un relato textovisual sobre el mundo del arte contemporáneo, pero también puede ser -y esta es mi lectura- una Bildungsroman irónica sobre la progresiva destrucción de un artista, Ciprian, a la vez que se forma su personalidad. Bajo este prisma de observación, Ardillas de Pavlos es una meditación crítica y a contrapelo acerca de cómo las prácticas del arte contemporáneo pueden causar, a través de becas y residencias, que el artista se deforme, en vez de formarse, cayendo en la banalidad igualitaria. La carrera artística descrita como rauda llegada a ninguna parte. El internacionalismo de bienales y residencias para artistas como modelo global de uniformización de los gustos y los comportamientos, en aras de una koiné tranversal y fácilmente intercambiable.

Para luchar contra cualquier uniformización estilística, Erber (artista y editora, amén de escritora), no cae en la insalvable contradicción de utilizar un estilo manido o convencional; muy por el contrario, crea una forma propia de contar, singular y con pocos parangones. Aunque hay novelas de Annie Ernaux, Mario Bellatin o Jimena Néspolo con las que podríamos emparentar su trabajo, las conexiones sólo serían superficiales: el uso de fotografía como elemento expresivo es muy diferente en los cuatro autores. En el caso de Erber, su condición de artista plástica nos invita a ser muy cautos a la hora de valorar por qué ha querido insertar numerosas imágenes pertenecientes a distintos archivos familiares, mezcladas con imágenes propias y de otros artistas. Como ha señalado Óscar García López en un artículo reciente, “dentro de un texto no podremos hallar otra cosa que no sean letras sin que el procedimiento de lectura cambie de tal modo que sea inevitable pensar que nos encontramos frente a algo modalmente distinto”[1]; en efecto, esto es siempre así, y el caso de Erber podríamos plantearnos si la imagen no convierte además al artefacto resultante en algo categorialmente distinto, en una suma de arte y literatura, o en el pensamiento artístico de una forma literaria, a través de una documentación cuyo registro no es el de la novela, sino el de la investigación artística sobre archivos, un movimiento muy vigente por motivos sociopolíticos en el Cono Sur y Centroamérica, como apuntamos al comentar El álbum de las rejas de Omar Pimienta.

“Me interesa muchí­simo la zona de frontera como zona de flujos y de contrabandos, la apertura de un lugar a otro, de un campo de percepción a otro, de un lenguaje a otro”, ha dicho la autora en una entrevista; en otraaclara -u oscurece- algo la relación crítica entre texto e imagen: “Quis manter uma tensão entre a aleatoriedade de algumas imagens e um nexo mais forte e jogar com essa expectativa do leitor que tem o impulso de pensar que existe uma associação afirmativa entre eles”. En efecto, aunque como lectores “queremos” que exista una afinidad entre lo narrado y las imágenes, en realidad Erber parece buscar una tensión entre lenguajes, una discordancia. Podemos fabular que esa distancia es similar a la que rige el lenguaje de la “ficción de origen” de Ciprian al contar su vida y su propia vida. Queda la duda de si los lenguajes se entienden o no entre ellos, pero quizá esa vacilación sea la almendra misma de la novela: Ardillas de Pavlov puede entenderse una elucidación sobre las posibilidades expresivas (del lenguaje, del arte, de la novela, del arte de la novela). También podemos entender, desde un enfoque más teórico, que la autora ahonda en lo expositivo y que su operación textovisual responde a la voluntad de redefinir el marco donde aparece la representación (Bolter y Grusin[2]), remediándola al convertir el texto en el lugar de exhibición de la imagen. Un libro que es, al mismo tiempo, una galería de arte o una exposición de fotografía documental[3].

Esto en lo tocante al afuera de la escritura; en lo interno, en lo “textual” entendido al modo antiguo, el relato de Erber agavilla decenas de historias que involucran a Ciprian y a su familia, así como a sus colegas y a sus amantes, creando una retícula de historias unida por su mediación interesada. “O romance acabou sendo um lugar onde eu pude fazer uma articulação, uma mistura de colagens desses relatos que eu vinha acumulando”, ha declarado la autora, y esa factura de patchwork o de collage está bien hilvanada a lo largo del libro, volviendo de cuando en cuando la recolección de casos biográficos a los mismos temas y obsesiones, muy ligadas a la convulsa historia de la Rumanía natal del protagonista. Hay una narradora que va apremiando a Ciprian para que no se estanque en su relato (véase, por ejemplo, p. 42), y avance en la narración de los acontecimientos. El resultado es casi siempre bueno y en no pocas páginas (pp. 68-69) se alcanzan cotas memorables. Ciprian no nos dice mucho sobre su arte, pero sí sobre las condiciones materiales de producción del mismo, sobre los circuitos internacionales donde debe integrarse para sobrevivir, para ganar una beca más u otra residencia artística en la que poder encontrar alimentación y cobijo. Eso le hace por un lado muy proclive y por otro muy resistente al memorable discurso de Ulrikka Pavlov (pp. 115ss), donde esta mentora denuncia las fallas estucturales del sistema artístico actual, gobernadas por pautas neoliberales que admiten cualquier crítica artística que contribuya a normalizar su existencia bajo el reflejo pavloviano de la denuncia pacíficamente expuesta en un museo o una galería. El arte crítico, parece decirnos Pavlov, parece decirnos Erber, no muerde tras el cristal de lujo de nuestros museos transparentes. Esa transparencia es enemiga del artista, que debería vivir apartado, fuera de los circuitos, independiente, para crear un arte digno de su nombre y capaz de una oposición real al estado de cosas. Ciprian escucha ese discurso con mucho interés, pero su guerra está en otra parte. Él se limita a recoger detalles, anécdotas, historias, como una ardilla entrenada (p. 58), para hacer arte después con ellos.

El trabajo del narrador, parece decirnos Erber, es exactamente el mismo.




.
[Relación con las editoriales: ninguna; relación con Erber, ninguna, cordial con Zapata]



[1]Óscar García López, “¿Por qué lo llaman icono cuando quieren decir diagrama? Cimientos para una apologética exponencial de Charles Sanders Peirce en la teoría del cómic”, en CuCo, Cuadernos de cómic, n.º 7 (2016), [pp. 35-65], p. 39.
[2]Jay David Bolter y Richard Grusin (1996),“Remediation”. Configurations 4 (3), [pp. 311-358], p. 354.
[3]Véase El lectoespectador; Seix Barral, 2012, pp. 118-119.


Videorreseña de varias novedades literarias

$
0
0

Hay dos vídeos; tardan unos segundos en abrir, después de pinchar en el enlace. Cada vídeo comenta los libros de las fotos que suceden a los enlaces; todos los libros han sido publicados en editoriales independientes o alternativas:

http://www.screencast.com/t/iYD4txdqvY23 :





http://www.screencast.com/t/kWMAAwIN :






[Relación con los autores: ninguna, salvo con Cantavella y Cebrián, cordial. Relación con las 8 editoriales: ninguna.]

Los otros Flatiron

$
0
0

La primera vez que vi el edificio Flatiron de New York me quedé estupefacto ante su elegancia, sus proporciones y su personalidad -si no es algo impropio utilizar esa palabra para una construcción-. Desde entonces voy guardando edificios o imágenes que me lo recuerdan. Aquí van algunas:

 Flatiron, NY


 Kenzo Tage, Chicago



 "Paris, a Rainy Day", de Gustave Caillebotte



 "The OH house", del Atelier Tekuto



 Traveler © La Habana


[Sin referencia] 


 Alumnos de la fzdschool.com of design


Estambul, Turquía


 Flood Building, San Francisco


Edificio en Toronto






Discusión interna sobre Prólogo para una guerra de Iván Repila

$
0
0




Mientras leía la última novela de Iván Repila, Prólogo para una guerra (Seix Barral, 2017), dos voces contradictorias en mi cabeza exponían sus pros y sus contras. Lo mismo sucedió al terminarla y al recordarla. Así que he pensado que lo mejor es mantener esas dudas tal cual se producen.






Crítico interno, 1: Lo primero que tengo que decir es que no creo que esta novela sea una especie de alegoría de la crisis europea, ni una obra sobre la inmigración.
Crítico interno, 2: Pero… el autor lo ha dicho en alguna entrevista.
1: Sí, pero hay que tener cuidado con las entrevistas, los escritores posan en ellas más que en las fotos que las acompañan.
2: De todas formas, hay un epígrafe al comienzo donde se habla de Europa. ¿Para qué iba a estar ahí, si no fuera como advertencia al lector de que debe tener presente la idea de Europa en el resto de la novela?
1: Los epígrafes no forman parte de la obra.
2: ¿Qué chorrada es esa?
1: No, querido 2, están fuera de la obra.
2: Perdona, cuando compras los libros, ¿te da el librero un post-it con los epígrafes, o van dentro del volumen?
1: Muy gracioso, pero escucha esto: cuando un artista hace el catálogo de su exposición, el texto del curador o comisario, que suele dar comienzo al catálogo, ¿es parte de la obra?
2: No son cosas comparables, 1.
1: Yo creo que sí, son textos ajenos que funcionan apenas como “paratextos”, según la definición de Genette. Dan pistas, orientan, pero considerarlos parte de la obra es ir muy allá. Hay narradores que ponen algunos epígrafes para despistar o para bromear, conocemos algún caso.
2: En todo caso, Prólogo para una guerra “parece” ir sobre Europa.
1: ¿De verdad lo crees?
2: Esa es la impresión que me ha dado.
1: Querido 2, mi semejante, mi hermano, complementario mío, los narradores tenemos un problema: creemos que nuestras novelas dicen lo que nosotros hemos imaginado que van a decir, sin darnos cuenta de que el “mundo” de la novela en nuestra cabeza es mucho más vasto que el reflejado en el texto: incluye también las ideas desechadas, los dobles sentidos, los distintos niveles de comprensión de un mismo pasaje, etcétera…
2: Dime algo que no sepa.
1: … pero el texto final no expresa todo ese mundo, sólo una parte de él, y los lectores leen otra novela distinta de la nuestra. En consecuencia, los críticos tenemos que desconfiar de lo que los autores dicen sobre sus obras, precisamente por lo antes expuesto, porque no son conscientes de lo dejado por el camino, entre la ideación y la plasmación final, perdido entre el mundo platónico de sus ideas y la novela desnuda que llega a los anaqueles y a las manos del lector.
2: Pero las entrevistas…
1: Las entrevistas las carga el diablo de lo que los autores quieren que veamos en sus obras, y por eso evito leer entrevistas sobre los libros -salvo que sean de ensayo, claro, donde lo que importan son las ideas mismas- antes de leerlos.
2: No te soporto cuando te pones intenso.
1: Por eso leí Prólogo para una guerra antes de leer las entrevistas de Repila sobre ella. Y no, no es una novela sobre Europa, ni sobre la crisis europea. Quizá Repila tenía el propósito en la cabeza, pero eso no es lo que la novela dice. La novela habla de una crisis civilizatoria que puede tener lugar en los cinco continentes. Su deslocalización, la ausencia de referencias geográficas, el lenguaje sin localismos, su condición alegórica y no referencial, permiten al lector ubicar el espacio novelístico en Bilbao y en Singapur, o, mejor dicho, en ningún lugar, en una especie de lugar utópico donde la única clave es la condición simbólica. El lector no está viendo Europa; ve, en todo caso, “la civilización industrializada -o más bien desindustrializada- occidental”. Incluso aunque en la novela hubiera alguna mención europea singularizada[1], no hay una preocupación escenográfica concreta, y de hecho lo que hay es un canto a la abstracción arquitectónica. Mira la reseñade José Ignacio González, ¿aparece Europa por algún lado? ¿Es necesario que aparezca?
2: Es cierto, hay mucho urbanismo utópico explicitado: Chandigarh, la Ciudad Espacial, esas locuras de los años 60. Eso hace abstracto al resto, lo descontextualiza históricamente, tanto cuidado para no mancharse las manos de un presente concreto la utopiza y la ucroniza. Cae en la misma distorsión espacio-temporal del utopismo que pretende denunciar.
1: Eso es lo que quería decir. Y no sé hasta qué punto esa ambigüedad, esa vaguedad geográfica e histórica, desactiva parcialmente su carga ideológica de profundidad.
2: Hum, yo tampoco, puede que tengas razón, puede que no. Porque al menos muestra el proceso de descomposición social en el que estamos inmersos -lo cual no es poco, en un espectro literario autista, incapaz desde sus autoficciones individualistas de elevarse a lo colectivo-. Pero me has hecho cavilar. Quizá por ello, y sin dejar de reconocer el valor de Prólogo para una guerra, me gustó más El niño que robó el caballo de Atila (Libros del Silencio, 2013), que comentamos de forma casi entusiástica en su momento. Lo alegórico estaba allí mejor conseguido, en un texto que parecía tener forma distópica, pero que no era tal, pues no había ubicación temporal exacta en un futuro. El tono era menos grandilocuente, más eficaz y contenido y ajustado a lo que se contaba; Repila no se pensaba entonces gran escritor y, quizá precisamente por eso, lo era. Prólogo para una guerra es a ratos más grandilocuente que grande, y eso la rebaja.
1: Esto no me lo habías dicho.
2: No me habías preguntado.
1: ¿No crees, entonces, que su estilo literario ha crecido?
2: No, creo que lo ha intensificado, que no es lo mismo. A veces es mejor, pero en varias ocasiones sólo es más ampuloso, una amplificación.
1: ¿Puedes poner ejemplos?
2: Claro, es mi trabajo. Compara lo que has leído con El niño..., p. 18:




1: No sé, a mí también me gusta el Repila nuevo. Es como nosotros, y como todos los demás: hay varias voces en él. Repila es boscoso, no único -ni falta que hace-.
2: Pero… ¿no te parece que la escena sexual de la página 38, por ejemplo, es un poco cursi?
1: Sí, lo es, pero hay otras que están bien, las páginas 208 y 209, por ejemplo.
2: Sí, ahí me puse palote.
1: ¿Palote? ¿Te parece un término plausible para formar parte de una crítica literaria?
2: Que me excité sexualmente, vamos. Que se me puso como la del Coloso de Rodas, ya que te gustan las referencias culturales.
1: Contente, número 2, hay personas mirando.
2: No digas eso, porque me pongo todavía más bruto si hay gente mirando.
1: ¿Puedes levantarte de tu penosa charca de cieno y testosterona y remontar un poco el vuelo intelectual, si es que aún te queda alguno?
2: Sí, abuelo. Decíamos que hay zonas de hojarasca estilística.
1: Bueno, eso lo decía yo.
2: Es cierto.
1: Quizá, en algún caso, en algún párrafo, tengas razón, pero queda claro que es un cambio de estilo deliberado del narrador.
2: ¿Y así debemos tomarlo?
1: ¿Qué intentas decir?
2: Que no acepto eso del cambio de estilo: si el cambio no ha funcionado, o si creemos como críticos que ha mutado a peor, deberíamos decirlo también.
1: Pero es que yo no estoy seguro de que haya empeorado. En algunas páginas se ajusta a la perfección al tema mayor de esta obra; es lógico que la mayor ambición semántica encuentre un paralelo en mayor ambición formal.
2: Pero si falla…
1: Habrá que criticarlo cuando falle, no en cualquier caso.
2: Vale, te concedo eso. Concédeme tú que esto no ha quedado bien:





1: Lo reconozco. Ahora tú lee esto:




2: Eso me parece estupendo. ¿Y por qué no lo ha hecho así todo el tiempo?
1: ¿Conoces un narrador español que sea sublime sin interrupción?
2: (Tras pensarlo un momento) No. Ni extranjero tampoco. Ni Baudelaire lo era, así que imagina.
1: Entonces, ¿por qué habría que exigírselo a Repila?
2: Vale, vale, tema zanjado. Es cierto que las novelas deben tomar aire de cuando en cuando. Pero reconóceme que en El niño que robó el caballo de Atila había menos altibajos estilísticos y formales.
1: Ningún problema al respecto.
2: Eso no quiere decir que estemos ante una novela menor, es una novela estupenda con momentos excelentes, pero de la que salimos, y bien que lo siento, algo desangelados, porque esperábamos más o, quizá mejor expresado, porque esperábamos menos: menos retórica, menos hojarasca, menos grandilocuencia, menos mano en el pecho al escribir.
1: Hay algunos momentos espectaculares (las dinámicas sociales descritas, los impresionantes sueños de los personajes, la idea genialoide del barrio-trampa, etcétera), que convierten a Prólogo para una guerra en una novela que hay que leer, sí, y que se lee con provecho y con aprendizaje de sus puntuales maestrías, sobre todo al final, pero que se recorre con cierta melancolía, como cuando uno visita la Basílica de san Pedro y admira la cúpula de Miguel Ángel con algo de distancia, añorando las bondades de la Pietà.
2: Oye, eso no ha estado mal.
1: Tengo mis momentos. ¿Un rioja?
2: Now you’re talking.



[Relación con el autor: ninguna, sólo hemos mantenido comunicación puntual referente a su obra. Le sigo en Twitter, como a otras 1.278 personas. Relación con Seix Barral: en la actualidad, ninguna.]


[1]1: En la página 106 se indica que el barrio de la última parte de la novela se instalará en una zona cuyo origen etimológico, “lo que no se puede llenar”, no coincide con ninguno de los orígenes etimológicos aceptados para Europa.
2: Eres incapaz de hacer una reseña sin poner una nota al pie, ¿verdad?

Por qué triunfa La la land, explicado en términos literarios

$
0
0


[Este post contiene spoilers]


La la land, escrita y dirigida por Damien Chazelle,arrasó en los Globos de Oro y, previsiblemente, lo hará esta noche. Y lo hará por varios motivos.

Porque los Óscar son premios de industria, no de arte.

Porque están concedidos por los miembros de la propia industria.

Porque La la land ha gustado mucho al público, y eso se premia en los Óscar -quizá es lo que se premia, porque la industria necesita taquillazos para sobrevivir-.

Y la pregunta interesante es por qué ha triunfado esta película en taquilla y entre los medios de comunicación

Y creo que su éxito se debe a lo mismo por lo que triunfa la mala literatura. Daremos algunas razones: 

Porque La la land es, formalmente, un melodrama. Como el 95% de las películas de Hollywood y de las novelas actuales.

El melodrama es un formato aceptado, sin fisuras, que se asume natural e inconscientemente por el lectoespectador. Un modo de contar tan archisabido que hay que estar alerta para verlo. El melodrama, además, tiene mucho que ver con la música -desde la propia etimología del término-: “tiene razón Steiner cuando precisa que el carácter teatral que inspiró a Dostoievski estaba en contacto directo con el melodrama, un género en el que originalmente la música subraya la acción representada, pero que hoy se usa de una forma mucho más amplia para describir cualquier hecho, artístico o no, que se nos presente cargado de efecto”[1].

El efectismo puro del melodrama guía al espectador entre giros argumentales tan pautados como las señales de tráfico para recabar de él una emoción pasajera y prefabricada, un humanismo de baja intensidad. Es el kitsch emocional globalizado[2].

Mientras la veía sentí, a ratos, agrado, y mi parte cerebral no terminaba de entender el "confort" irracional que sentía mi parte reptiliana. Es sobre ese agrado sobre lo que estoy escribiendo. Un agrado dirigido.

La la land triunfa porque su género es el musical nostálgico, un entretenimiento con musiquita que nos recuerda entretenimientos pegadizos que ya hemos visto.

Triunfa porque está hábilmente construida para traer al recuerdo de los espectadores las cintas que forman su memoriasentimental y su formación cinéfila, aunque hayan visto pocas películas, mediante los consabidos y predecibles guiños a Cantando bajo la lluvia y otros musicales vistos por todos, hasta por quien odia los musicales (y que quizá los odia por culpa de esos clásicos antonomásticos).

Ese recurso a la memoria se ejecuta de la misma forma que en La sombra del viento,de Ruiz Zafón, donde había referencias literarias: el objetivo es que los lectores crean que están leyendo literatura y crean asimismo que al comprar el libro de moda se incluyen en un círculo de cómplices prestigiados por conocer algunas referencias literarias escolares

Creo que, salvando un poco las distancias, es el mismo motivo que explica el -para mí incomprensible- éxito de Alberto Manguel: sus textos mencionan libros que todos hemos leído, en tono “buenrrolista” y en términos que todos pueden entender.

Lo que se premia en todos los casos: la retroalimentación del gusto propio.

De nuevo Bourdieu y la distinción: dame un melodrama facilito, bien construido, que me permita considerarme parte de un inexistente círculo social de connaiseurs, prestigiados por nuestras elecciones “culturales”: “Oh, querida, ¿viste el guiño a Gene Kelly en la escena de la farola?” Claro que lo vi, querido, ¡y también me encantó el homenaje a Fred Astaire y Ginger Rogers!” “Cuánto cine conocemos, pastelito” “Qué grande es el cine, pichurrín”.

Jugada maestra de los directivos de las productoras de cine y de la televisión: sembrar por doquier el equívoco de que puedes estar haciéndote más culto y coolsin dejar de participar en la conversación general. Que consumiendo sus productos tienes la ocasión de ser moderno y mainstream a la vez, con un pie en la vanguardia y otro en la tendencia becerril. El secreto del éxito de las teleseries, como ya apuntamos en otro lugar.

Eso sí, los responsables “artísticos” del producto, los directores, que algo de pundonor tienen, introducen algunas referencias cinematográficas más difíciles, dirigidas a los cinéfilos, que vienen a significar: “oye, que de cine sabemos, aunque estemos haciendo esto ahora por el bien del estudio”. Esta estrategia referencial, que Tarantino elevó a seña de identidad y a un arte propio, me parece que también late detrás de algunas obras de Nicolas Winding Refn, pero no soy crítico de cine y puedo estar equivocado.


 [Imagen tomada de aquí]

La la land triunfa porque está encantada de mostrar los rudimentos del capitalismo tardío: no dejes que los sentimientos afecten a tu carrera profesional, deja a tu pareja, renuncia a tus ideales artísticos difíciles, olvídate de tus aspiraciones juveniles: lo importante es tu futuro (económico).

Tu carrera bien merece un melodrama, unas lagrimitas.

“No tener nada que decir y decirlo de una manera trágica no es lo mismo que tener algo que decir”; Wallace Stevens, Adagia

La la land triunfa porque proporciona a sus fans los objetivos habituales del melodrama: 1) “ingresar en el deleite de la expiación sin consecuencias” -es decir, drama sin catarsis, folletín sin sufrimiento del espectador, que contempla los problemas ajenos con una ininterrumpida sonrisa en la cara, comiendo palomitas y tarareando las canciones; y 2): “el melodrama se responsabiliza por el resguardo de lo tradicional”[3]. Y La la land es muy tradicional: la chica acaba realizada en Paríscon un buen tipo y una criatura en las manos. Sebastian, el guaperas, es un desastre afectivo, sí, “pero oye, el chico sienta la cabeza y se convierte en un emprendedor, abriendo un club”.

Y estéticamente, desde mi escasa competencia cinematográfica, La la land es un musical tradicionalista hasta el hartazgo, que no se cuestiona su lenguaje, que no avanza un ápice en el género, que no explora las posibilidades del cine. Del mismo modo que la novela triunfante en ventas no discute el lenguaje de la novela, ni el idioma con que está escrita, ni lleva el género más allá, ni se cuestiona la literatura y sus funciones.

La la land triunfa porque consigue el milagro de que la lógica socioeconómica convierta en aceptable un final presuntamente triste o agridulce, porque los chicos guapos no acaban juntos: “No es triste, porque es lo que yo haría, yo también le / la hubiera mandado a tomar por saco, pese a ser mi media naranja, porque la vida es así”. Por eso Sebastian sigue tocando al final, porque la vida sigue. The Show Must Go On: no importa que muramos, el espectáculo -y el negocio- deben continuar.No es un final agridulce, al espectador le encanta que la vida siga, le hace feliz, sobre todo si el sufrimiento contemplado no es el suyo. Ahora que lo pienso, ¡es un final feliz!

La la land triunfa porque es un espejo social, en el que sus miembros están encantados de mirarse.
Y eso vuelve locos a la industria y a los medios. Porque ellos fabrican los espejos.


.


[1]Francisco Calvo Serraller, Extravíos; Fondo de Cultura Económica de España, Madrid, 2011, p. 88.
[2]Como se deduce de Chantal Maillard, Contra el arte y otras imposturas; Pre-Textos, Valencia, 2009, p. 35.
[3]Carlos Monsiváis, Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina; Anagrama, Barcelona, 2000, p. 78.

Nanomoralia

$
0
0



Nanomoralia (Ediciones de La Isla de Siltolá, 2017)



Recomendaciones

$
0
0
Libros que he leído en las últimas semanas y que me parecen recomendables.









[Relación con autores y editoriales: ninguna]

La escena ausente de Martín Kohan

$
0
0



[Se advierte que esta entrada revela el final de la novela de Kohan]


Días antes había terminado de leer la novela de Martín Kohan, Fuera de lugar(Anagrama, 2016), pero ella no había terminado de leerme a mí.



Su tajante final seguía reverberando en mi cabeza. Mientras yo intentaba leer otros textos, algunas frases de Fuera de lugar, algunas escenas, algunos detalles,hacían honor a su título y se desquiciaban, salían fuera de su lugar propio, ubicándose en una atención que yo creía tener puesta en otra cosa, en otra idea, en otro libro.



Me gustó mucho del final de la novela de Kohan su escena ausente; esa conversación entre Santiago Correa y su mujer, Elena, que no aparece en la novela, pero que explicaría el asesinato de Marcelo a manos de unos delincuentes comunes (unos chorros, dirían allá). Deducimos, a la vista de los acontecimientos, que Elena y Santiago Correa hablan o discuten y, finalmente y para salvar la cómoda monotonía de sus existencias, deciden quitar de un plumazo el problema que amenaza su futuro. Pero esa tensa conversación marital está brillantemente excluida por Kohan, que nos pone como cebo otras imágenes y otras escenas menos importantes, escamoteándonos lo principal, dejándonos distraídos con la superficie del iceberg.



Al terminar la novela estaba seguro de que esa conversación elidida, esa escena ausente, era la explicación del final de la novela, y me pareció atrevido -valiente- el modo en que Kohan ahorraba al lector la extricación de la trama. Sin embargo, hoy, hace un rato, mientras leía un ensayo sobre etnocentrismo, una escena de Fuera de lugar me ha asaltado, ha venido por sorpresa a revelarme el momento en que Kohan había “plantado” la semilla de la resolución, la página que marcaba el modo en que iba a resolverse el argumento, el instante en que se nos revela que es Elena, y sólo ella, la que va a tomar la decisión de eliminar a Marcelo, tendiéndole una trampa y sin que le tiemble la mano en el último momento (página 219) en el que todavía tiene la oportunidad de salvarlo.



La escena en la que -creo, sospecho- se resuelve el interrogante final de la novela, mediante una especie de prolepsis oblicua, nos aguarda cargada de metralla en la página 171, cincuenta páginas antes del desenlace:

XVII



                En los sueltos había montones en el pueblo, lo mismo que en todos los pueblos. […] No obstante, uno muy bravo, rabioso no se sabía por qué, se había metido en el parque de la hostería y había empezado a gruñirles a los otros huéspedes en evidente amenaza de ataque.

                Los gritos de todos despertaron a Marcelo. Salió de la cama de un salto, dejó la pieza y se asomó a ver lo que pasaba. La gente de la ciudad retrocedía, él habría hecho lo mismo. Algo tenía ese perro de toro, algo tenía de chancho enardecido.

                Apareció Elena sin dar aviso y lo corrió a palazo limpio. El perro le hizo frente por poco tiempo. Los golpes secos en el lomo lo forzaron a adelgazar los ladridos, y uno solo, brutal, artero, descargado en pleno hocico, le arrancó un aullido espantoso.

                El perro se fue, gimoteando. Correa miró todo desde un costado, fue Elena la que se ocupó.



Entrevista a Gonzalo Torné

$
0
0



Gonzalo Torné, Años felices; Anagrama, Barcelona, 2017.



we don’t like
Henry James so much we like Herman Melville
                Frank O’Hara, “Personal poem”

Tal es la condición de la vida (…) que nadie está contento si no se anticipa algún cambio; cuando ya lo tenemos, lo siguiente que se desea es una nueva mudanza. El mundo no está todavía agotado, dejadme ver algo mañana que nunca antes haya visto.
Samuel Johnson, La historia de Rasselas[1]

En el espacio miramos el mismo objeto desde perspectivas distintas, a través del tiempo las vamos observando con otros ojos. Que nadie se sorprenda si sus juicios se alteran.
Blaise Pascal[2]



1. Si te parece, vamos a entrar directamente al trapo. Me parece que el gran acierto de Años felices en particular, y de tu literatura en general, es su capacidad única para plasmar el espesor de la vida, ese complejísimo sustrato compuesto de capas y capas edafológicas de actos, motivos, razones, recuerdos, decisiones, odios privados, tensiones amicales o sexuales -resueltas o no-, motivaciones, renuncias, palabras a medio decir, frases a medio terminar, párrafos que escamotean lo importante, deseos, propósitos de enmiendas, “certezas veladas, […] leves mentiras” (p. 48), pequeños detalles que llevan a otros pormenores, gestos que rememoran otros gestos, personajes que se desplazan hacia otros (“no es así como se ponen en marcha las historias, con gente que se cruza”, p. 20), estratos temporales, la capilaridad familiar y la amalgama social como ramas intrincadas de un bosque, creando un larguísimo e inacabable etcétera de espesura intrahistórica, que no sólo constituye la vida, sino que vertebra -a escala, como es normal y hasta deseable- tus novelas. “La realidad”, decías en Hilos de sangre, “es demasiado amplia para llenar la cabeza con una sola cosa”[3], y por eso, entiendo, llenas tus novelas de cosas, de ideas, de personajes, tramas y subtramas y microtramas.



Creo que tu escuela para conseguir esa densidad vital ha sido la novela inglesa y cierta novela norteamericana -Bellow, por ejemplo-, pero quizá quieras ahondar en esto, o acerca de tus referentes.





            Buenas tardes, Vicente, pues está muy bien dicho lo que comentas, radiografías algunos de mis propósitos, ojalá fuese verdad en el plano de los logros.

            Todo este asunto de las influencias es un poco lioso y equívoco. En la primera reseña que se publicó de “Hilos de sangre” me relacionaban con Use Lahoz, Gironella y Luisa Forrellad, autores en boca de todos. Me pareció oportuno establecer ciertas coordenadas de lectura que no fuesen irredimiblemente marcianas. En “Tres maestros” hablé de Bellow, Naipaul y Marías. De Bellow me interesaba tanto su empeño por capturar literariamente el presente como el manejo de una lengua que violentaba el registro literario del norteamericano WASP ampliando los registros vulgares (y también especulativos) mientras transparentaba modismos y estructuras del ruso y del yiddish. Todavía hoy cuando me acusan de no escribir en castellano me lo tomo como un elogio.

            Bien mirado hubiese podido citar otros treinta novelistas que tengo presente cuando escribo. Aspiro a “dialogar” con tanta tradición como sea capaz de absorber. Es muy difícil hilar fino, depende un poco del libro, y, en cualquier caso, lo interesante es ver dónde nos separamos de los “maestros” y no donde los seguimos a pies juntillas. Si es que lo logramos, claro.

            Las cosas están ahora mismo muy complicadas. Me han comparado con Foster Wallace, Reza, Knausgard… autores que no he leído… y con otros que tienen poquísima importancia para mí como Fitzgerald. Pero da un poco igual, entiendo que este derrame de referencias es una forma de amabilidad y una invitción a que otros lectores se sumen al libro.






2. El papel del narrador me recuerda un poco -con las diferencias que se puedan ver- al “estilo suelto” que M. W. Croll veía para la prosa barroca de Burton y otros autores ingleses y franceses, dirigido a “reflejar la flexibilidad y la ocasional inconsecuencia y vaguedad de los procesos del pensamiento”[4], un estilo que luego refinarían Proust, Joyce y Virginia Woolf. Has definido en algún momento a Años felices como anti-James (de Henry James), y otras veces has dicho -como Virginia Woolf, Barnes o Amis- que Middlemarch es la gran novela (no sólo inglesa). ¿Cómo oscila tu novela entre esos dos polos?





Sí, solo he contado este asunto una vez porque creo que es un poco pesado, pero allí voy. Como sabes los novelistas replicamos el mundo, pero también nos inspiramos en otras novelas, esta “historia interna” de la literatura está completamente desatendida por la crítica académica, pero es crucial para entender porque las novelas se escriben como se escriben. A mí me inspiró la reseña que Henry James escribió de Middlemarch; pese a lo mucho que admiraba a George Eliot, James le reprochó que la novela perdía fuerza al repartir el foco de atención en dos matrimonios, en lugar de centrarse en el de la protagonista.

La de James es la habitual mirada sesgada de un joven novelista ambicioso, que en una obra de arte enorme, casi perfecta, encuentra la grieta desde donde desarrollar su propio proyecto. James se propuso escribir una historia similar (por resumir: un mal matrimonio, donde la mujer es superior en todo a su marido) concentrando toda la acción en el personaje principal para evitar la dispersión. La novela es Retrato de una dama y James se pasó la vida reescribiéndola, la última versión es una obra maestra, pero no está nada claro que mejore Middlemarch, aunque sea más “compacta”.

            Lo que James señala es un problema general de la doble trama del XIX, se aprecia bien en las novelas de Dickens y un poco menos en Ana Karenina porque Tolstoi hace avanzar a los dos matrimonios a un ritmo distinto. No tenían manera de pasar de un grupo de personajes a otro de manera fluida, tenían que cortar, pasar de un capítulo a otro.

            Nosotros ya no tenemos ese problema. V. Woolf inventó una manera muy flexible y fluida de pasar de una mente a otra, de un grupo de personajes a otro, pero la emplea en unas novelas casi estáticas, concentradas en un presente lentísimo, la primera parte de Al faro, por ejemplo. Y tanto a Eliot como James les preocupaba imprimir sobre sus protagonistas los efectos del paso del tiempo.

            Lo que se me ocurrió fue aplicar esa técnica fluida de Woolf no de manera estática sino progresiva, incorporando el paso del tiempo. James trabaja en línea, Woolf en círculo, y yo en espiral. Al menos en la tercera parte de la novela que, bueno o malo, es lo mejor que he escrito nunca.

            En cuanto a James: es un maestro, se propuso cosas dificilísimas en todas las distancias posibles y durante una cantidad de años intimidante. En cierta manera es el mejor de todos nosotros y le rezo todas las semanas con unos versos de Auden. Cuando digo que Años felices es una novela anti-James es porque sé cuándo estoy haciendo cosas que le horrorizarían y que no puedo dejar de hacer porque estoy escribiendo cien años después y tengo propósitos distintos. Para mí es muy importante que el narrador se “encarne” por sorpresa como un personaje más y que hayan cortes y saltos temporales y que la quinta parte sea por completo una invención del narrador… Todo esto le hubiese parecido una grosería aunque estoy casi convencido que con tiempo por delante podría persuadirle de su interés y conveniencia…









3. En Años felices se mantienen algunas constantes de tu “proyecto Montsalvatges”, del cual es la tercera entrega: la voluntad de trazar un marco complejo de caracteres, la reflexión socio-histórica, las bromas con los nombres de los personajes (que han pasado de las variaciones socarronas que hacían Galdós, Benet y Marías de un mismo nombre, aunque alguna hay, como Carlos Williams Carlos en vez de William Carlos Williams, a alusiones exógenas, como ese Harry Osborn que apela a tu gusto por el cómic, o apellidos reconocibles de tus contactos de Twitter), o las apelaciones a la “ruta de la sangre” (p. 77) o a los “hilos de sangre” (p. 165), que daban título a la primera y monumental novela de la serie. Otras constantes se han afinado, como la habilidad para radiografiar la mente del lector, al mismo tiempo que el narrador omnisciente escanea la de los personajes, un recurso jamesiano al que das un giro -literalmente, sacas la cámara narrativa de la acción novelesca y la giras hacia un nosotros que nos incluye a todos los lectores, como una ruptura de la cuarta pared-: “Por supuesto, la escena tenía algo de artificioso, pero ¿no prospera la ilusión a base de componer cuidados escenarios mentales, premoniciones de diálogos, expectativas dramáticas? ¿Cuándo nos hemos alimentado de otra cosa?” (p. 123). Todas estas cosas me interesan mucho. También tu modo de reelaborar: he detectado algunas citas deslizadas de cuando en cuando, intertextos literarios, entre ellos varios de Wallace Stevens: “(qué hacer, cómo vivir)” (p. 135) o la “mente de invierno” que aparecen en la página 147 y en algún otro lugar. ¿Qué función tienen estas menciones ocultas en la novela?



Hay muchas, muchísimas. Algunas alteradas por la imaginación, otras que ni me acuerdo hasta que no me las encuentro en el original. No sé si tienen una función (fuera del juego del reconocimiento con algunos lectores), sencillamente no tengo reparo en utilizarlas. Un poco por homenaje, otro poco porque me gustan o me encajan.

Como dice Álvaro Montsalvatge la gente se equivoca cuando piensa que los novelistas tomamos apuntes del natural y luego los copiamos bien que mal en el libro. La mayoría de veces desarrollamos con la imaginación hasta volverlas irreconocibles situaciones vividas, pero también escuchadas o leídas. Algunas de estas frases son un motivo de reflexión prolongada, el clima de mi mente, y si encajan sin forzar no tengo mucho reparo en introducirlas. Mi única exigencia es alterar un tanto su sentido y su función.

Lo que si trato de evitar es la exhibición de la cita, me da vergüenza ajena y me parece un recurso tramposo. En “Divorcio en el aire” por ejemplo no hay un solo entrecomillado y solo se cita a Freud en un contexto que se hubiese podido cambiar por Disney. Para no hacer sangre pondré un ejemplo de series: Lost me divertía mucho pero cada vez que exhibían un fetiche cultural me daba urticaria. ¿Te acuerdas que un personaje llevaba un libro de Joyce? Sin la menor función narrativa, solo por… bueno, ¡por lo que fuese! En cambio de qué manera admirable mezcla Steven Moffat en los diálogos de Doctor Who episodios de Dickens o versos de T. S. Eliot sin aspavientos. En “The name of the doctor” hay una escena muy emocionante donde cita a Eliot que a su vez está citando el Eclesiastés, y que yo cito (la escena, no los versos) por boca de Harry hacia el final de la novela. Igual alguien se da cuenta, igual no, da igual, porque no se trata de exhibir ni de jugar a la identificación.









5. Algunas referencias ocultas, por cierto, apelan a tu propia obra:

“ése es el auténtico aceite del mundo: queremos ver qué pasa a continuación” (Hilos de sangre, p. 416).

“Y también estoy deseando ver qué viene a continuación, pero a la vida no se la puede adelantar” (Años felices, p. 141)



            Bueno, estas tienen una función distinta. En mi imaginación “Hilos de sangre” y “Años felices” están muy vinculadas. Más de lo que parece a simple vista, pero creo que se necesitaría una tercera novela para que se apreciasen mejor las similitudes y las distintas modulaciones. Y ahora mismo no sé si voy a escribirla. A estas alturas escribir una trilogía (y ya no te digo anunciarla) suena un poco ridículo.





6. Aunque has tocado el tema en otros libros, creo que Años felices puede ser considerada como tus “meditaciones pascalianas”; amén de alguna mención casi explícita (“el cielo está vacío, las estrellas no sienten su propio ardor, toda la conciencia está de nuestro lado”, p. 307, vs. “El hombre sabría que muere, y ése es su privilegio y su ventaja en relación con el universo: el universo no sabe nada”; Blaise Pascal, en tu selección de sus Pensées, p. 60),uno de los leitmotiv de la novela es la “insensibilidad del cosmos” (p. 359) ante nuestras acciones, la pasividad con que los bólidos fríos ignoran desde el cosmos quiénes somos, la ausencia de sentido moral en la naturaleza, la falta de existencia de un tiempo que sólo existe en nuestra imaginación y desde el cual nos miramos, como si tuviera un sentido la trayectoria entre los dos puntos (y ya sabemos cuáles son los dos puntos). Me estoy poniendo estupendo, párame.



            Para ser sincero Pascal es para mí una influencia “puenteada”. Hasta hace poco era para mí una lectura pendiente, un señor que citaba Thomas Bernhard cada dos por tres. Solo conocía la “apuesta”, la “caña” y el “silencio aterrador de los espacios infinitos”. Los temas que señalas me interesan vía romántica, en especial vía Wordsworth. Hace un par de años edité a Pascal para Alejandro Hermida y resultó un inesperado precursor de los románticos con una diferencia de programa: allí donde Wordsworth se horrorizaba de que el hombre fuese el único ser que muere con los ojos abiertos entre una naturaleza completamente insensible, Pascal emplea esas ideas para forzar que presos del terror nos arrojemos en brazos de Dios.

            Digo “románticos” pero en puridad debería decir “Wordsworth” porque el resto de la tropa no tiene esos problemas o los tiene en relación a la poesía de Wordsworth que es el mejor de todos y al contaminarles la imaginación les obliga a posicionarse.

            En cualquier caso, cuando estas imágenes compartidas aparecen en “Hilos de sangre” y “Años felices” (otro de sus vínculos) ni pretendo lamentarme presa del ensimismamiento como Wordsworth ni que el lector se arroje a los brazos de Dios. De hecho persigo casi lo contrario, que el silencio y la imbecilidad moral de la naturaleza revierta en una toma de conciencia de la responsabilidad colectiva de que el mundo sea más amable (cuando no me atrevo a decir bueno).

            Uso las imágenes de un solipsista y de un cura francés pero mi intención está más cerca de Tolstoi cuando dice en su diario que no le impresiona toda esa cantinela del espacio vacío y los mundos yermos, que son escayola al lado de un hombre que sufre.







7. Uno de los puntos fuertes de la novela es el estilo, en tu caso marca de la casa, pero que en algunos momentos logra cotas de excelencia impar: en las páginas 164-65 tu descripción de la ciudad me ha recordado al modo en que Benet describe los campos en Volverás a región -no digo que lo imites, digo que me parece a la altura de lo de Benet, lo cual no es nada fácil-. También me parece que es una novela muy política, sobre todo al final: la entropía que disuelve al grupo no es la de los años, ni la del paso del tiempo, sino la del dinero y la comodidad, la de ajustar a toda prisa las aspiraciones a la realidad neoliberal que rodea a los personajes y que nunca cuestionan. A lo mejor no estás cómodo con la comparación, pero algún detalle me ha recordado a la Gopegui de La conquista del aire (1998), donde un préstamo de dinero entre amigos dinamita la relación entre ellos. Creo que la última página de Años felices es especialmente reveladora -y triste- de los efectos de lo macroeconómico en lo microsocial: sin reventar la lectura de la novela a los posibles lectores de esta entrevista, diríamos que Alfred acaba repitiendo el comportamiento que lo alejó de su familia barcelonesa: acaba haciendo todo lo necesario para abrirse paso en el régimen, sólo que el régimen al que llega en Nueva York es el del poder económico. Tu narrativa denuncia ese proceso y, en cierta y parcial forma, lo revierte, como si aquel “España y yo somos así, señora” de Marquina deviniera en Años felices un “si lo cuento, si lo represento sin aspavientos ni moralinas, es precisamente porque no todos somos así”.





            Lo has dicho tan bien que no sé qué añadir. En lo único que discrepo es en la conclusión que es demasiado amable conmigo. He dicho muchas veces que soy un “artista de izquierdas” y además lo digo convencido. De ser cierto, con independencia de lo que vote, mis novelas deberían estimular las políticas y las conciencia de izquierda. No tengo demasiado claro que lo consiga. Mis personajes no son ejemplares pero en la medida que no pueden hacer nada que yo no les permita son “ejemplares” de lo que pretendo decir. ¿Basta con la frase final de Alfred para disipar la sensación de que el egoísmo es inevitable? ¿La novela ayuda a disipar o contribuye al pesimismo biológico que está en la base de todos los relatos exculpatorios de la derecha depredadora? A veces creo que puedo responder a estas preguntas desagradables a mi favor, pero las sombras revolotean por allí y no me permiten ver con tanta claridad esa “reversión” de la que hablas, y en la que me gustaría creer.







8. Un pequeño tirón de orejas: mientras que Hilos de sangre tenía una ambición brutal, Años felices y, sobre todo, Divorcio en el aire -siendo buena novela ésta y excelente Años felices-, palidecen un poco ante aquélla, que podríamos adscribir a los grandes relatos que acompañaban a los “métarécits” de Lyotard antes de la llegada de la postmodernidad -aunque algunas novelas posmodernistas, desde Gaddis a Vollmann pasando por Pynchon, merecen sin duda esa calificación-. Hilos de sangre reconstruye o quizá crea un imaginario colectivo, del cual desmenuzas la intrahistoria en las siguientes novelas. Creo que a un escritor de tu talento, sobre todo si vas a hacer, como parece, una cuarta parte de esta “saga” familiar, hay que pedirle más; esta desmesura merece un final que rime con el principio. Si no estás de acuerdo, si crees que me equivoco y que Años felices está a la altura de Hilos de sangre(admitiendo que Años felices está más afinada, por la madurez personal y narrativa), éste es el momento para rebatirme y dar argumentos.



            Bueno, no te voy a contradecir, porque “Hilos de sangre” es la favorita de mis novelas. Pero en cualquier caso, este asunto de la ambición es muy extraño, al menos yo no siempre sé qué queréis decir. A veces creo que sería mejor hablar de “alcance”. Y en ese sentido sí que “Hilos de sangre” es una novela de mayor alcance que “Divorcio en el aire”, por ejemplo, que se centra en la crisis de un individuo de mediana edad. Pero si te soy sincero el “alcance” no siempre va en paralelo con la “ambición”. Hay un montón de novelas sobre el Holocausto que me parecen un churro. Hay una de Menéndez Salmón que le dan el Nobel al protagonista y de la que se destacó mucho su ambición y alcance universal y que… bueno, en fin, da un apuro tremendo. En cambio, hay novelas de Gopegui que van de una gente tratando de cultivar espirulina o la de Elvira Navarro sobre dos amigas medio vampiras y las patologías del trabajo que a mí me parecen ambiciosísimas. Vamos, que estoy bastante en contra de asociar “ambición” con “alcance”.

Mi criterio es la dificultad. Yo percibo que está pasando algo interesante cuando me cuesta, cuando no sé cómo contarlo, cuando me da pudor... En este sentido, la tercera parte de “Años felices” me parece ahora mismo lo más ambicioso que he escrito, aunque sean una serie de movimientos discretos en la intimidad de un puñado de mentes.     







9. Si tuviese tiempo para estas cosas, me gustaría hacer un estudio de campo literario muy concreto: observo desde hace lustros que varios narradores españoles con cierto éxito (algunos buenos y otros no), cuando comienzan a ser traducidos a otros idiomas, sitúan casualmente las tramas de sus siguientes obras en los países donde son traducidos, o escenifican escenas puntuales en los países de acogida. ¿Sucede esto así en tu caso, y la ambientación neoyorkina está relacionada con tu más que merecida internacionalización, o era un plan preconcebido años atrás? Es cierto que en Hilos de sangre ya se anuncia que Alfred regresa de los Estados Unidos con su mujer rubia, pero se podía haber elegido otra rama familiar para continuar con la saga. ¿A qué se debe esa diríamos “extraterritorialización” de la catalanísima familia Montsalvatges, qué te decidió a ambientar la novela en -la literariamente tan trillada- Nueva York?



             

            Me sorprende lo que dices porque mi experiencia es que en el extranjero lo que esperan son novelas con “sabor local” y escritas en una prosa sencilla de traducir. Por eso me he pasado la promoción repitiendo que pese al “éxito” internacional de “Divorcio en el aire” las traducciones no son para nada una instancia legitimadora. Lo mejor de Marsé no está traducido al inglés, tampoco Benet ni Ferlosio ni el Diccionario de Azúa. Y en cambio circula cada tontería…

            En cuanto a los motivos. Hace diez años la sitúe allí porque estaba muy disgustado con la recepción de mi primer libro (que ahora ni sale en mi bibliografía) y quería escribir sobre un poeta al que no reconocen en su tierra y se iba a lo que entonces me parecía la meca. Cuando retomé el material aproveché la localización en Nueva York para otros propósitos. El principal, la novela plantea si es posible que incluso en las condiciones más favorables los valores de la amistad pervivan en una sociedad dominada por el neoliberalismo. Me parece que Nueva York en tanto que fantasía mundial contribuía a ese “todo es posible”, como dice un personaje Nueva York es “el acceso fácil a la esperanza”, así que lo despojé de referencias evidentes y lo convertí en mi país de las hadas particular. Algo así.

           





10. Como lector, quiero agradecer al autor de Años felicesel esfuerzo por hacer una novela imaginativa, un despliegue fabulador y lleno de personajes inventados y verosímiles, de carne y hueso, que viene a impartir algo parecido a una lección en medio de un panorama plagado de autoficciones, historias basadas en hechos reales, novelas históricas y confesiones en primera persona de autores que creen de sumo interés para sus lectores que sepamos cómo se sacan los mocos, cómo se pelean con sus padres e hijas, o que tienen dudas sobre si podrán escribir su próxima novela. Javier Gomá decía hace poco en una entrevista que la sinceridad se ha convertido en un valor literario como efecto de la hipertrofia del yo (algo que Orwell, by the way, consideraba peligroso para la literatura, cuya libertad reside en la insinceridad), y hablaba Gomá de “literatura maleducada”. Yo hablaría, salvo escasas excepciones, de mala literatura y punto, pero la cuestión es si estás de acuerdo en que hay una preocupante carencia de imaginación en la literatura española actual.



            No sé como responder esta pregunta sin sonar desagradable. Pero bueno, vamos allá. El nivel medio de la literatura actual en España o en otro sitio, en este siglo o en cualquiera de los precedentes no me interesa. Creo que el destino último del “nivel medio” de la literatura de cualquier país es la mediocridad. Como lector solo estoy interesado en los mejores libros, y la verdad es que esos se pueden escribir de cualquier manera. Cualquier esfuerzo teórico por señalar una línea o una escuela de literatura avanzada es una ingenuidad. Con los mismos mimbres teóricos, estilísticos y poéticos te puede salir una obra maestra o una gansada. Me parece una ingenuidad valorar positivamente la imaginación y negativamente el trato directo con la experiencia. Las novelas más imbéciles de la ciencia-ficción también están hipertrofiadas de imaginación. Y no sé cómo la imaginación mejoraría “Un pedigrí” de Modiano. La cruda verdad para un artista es que ninguna escuela puede protegernos y ninguna poética puede justificarnos, trabajamos en la intemperie. 
       



No estoy de acuerdo; la imaginación a la que me refiero (quizá debí explicar mi visión del término) no puede ser opuesta sin más “al trato directo con la experiencia”, pues ese trato puede recrearse tanto de forma trivial como de forma imaginativa. Hablo de una imaginación transversal, que también puede encontrarse en textos trabados con/hacia la vida (pienso en Los apuntes de Malte Laurids Brigge de Rilke, como ejemplo señero), pero que echo en falta en la narrativa española de mayor éxito comercial. En cualquier caso, como estoy elaborando en extenso mi punto de vista sobre esa falta de imaginación, a ese futuro texto me remito. 

Gracias, Gonzalo, por tus opiniones, y enhorabuena de nuevo por tu novela.


[1]Samuel Johnson, La historia de Rasselas, príncipe de Abisinia; Berenice, Córdoba, 2007, p. 189, traducción de María Luisa Pascual.
[2]B. Pascal, Tratados de la desesperación; Hermida Editores, Madrid, 2016, edición de Gonzalo Torné, p. 41.
[3]Gonzalo Torné, Hilos de sangre; Mondadori, Barcelona, 2010, p. 373.
[4]Gilbert Highet, La tradición clásica; tomo II, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1978, p. 60.

Poesía completa de Eduardo García

$
0
0





Acaba de aparecer, por fin, la poesía completa de Eduardo García (1964-2016), en un volumen editado con exquisito buen hacer por la Fundación José Manuel Lara de Sevilla.

El libro, amén de reunir la obra de uno de los poetas contemporáneos a mi juicio más relevantes, aporta varias novedades de interés. En primer lugar, un "Prólogo del autor" donde García, con su clarividencia habitual, deja por escrito algunas ideas importantes para comprender su trabajo, en el que "la poesía revela y genera realidad" (p. 32). En segundo lugar, unos apéndices que recopilan poemas publicados en revistas y otros que dejó a su muerte sin pertenecer a una colección concreta. Y en tercer y muy importante lugar, dos pequeños poemarios inéditos, que me parecen valiosísimos: La hora de la ira, un libro de rotunda claridad, donde lo político está a la misma altura de lo poético, y Bailando con la muerte, un conjunto estremecedor de poemas escritos desde la cruda certidumbre de la proximidad del monstruo. Son unos poemas que no pueden leerse con un desgarro, pese a que la singular entereza de García le permitió añadir incluso detalles de humor a la sordidez de la enfermedad.

Lleva un prólogo íntimo e inteligente de Andrés Neuman, y un largo epílogo a mi cargo, donde intento esclarecer algunas claves poéticas e intelectuales de la obra de García, ahondando particularmente en su metáfora arquetípica de la lluvia en el desierto. Como muestra de la valía de los poemas inéditos, véase este texto de La hora de la ira, en el que García engarza algunas marcas del imaginario de la posguerra española con hechos insertos en la lógica actual de crisis económica:





Como dije en la presentación del libro en Córdoba el pasado viernes, Eduardo era profesor a veces, pero maestro siempre. Un ser afable y cercano que siempre enseñaba y daba ejemplo, tanto en lo intelecual como en lo personal. Amén de esta recopilación de su obra poética el lector puede disfrutar de la inteligencia y alcance de su ensayoUna poética del límite (2005), de la calidad de un texto que es mucho más que un manual de escritura creativa, Escribir un poema (2000, 2003, 2011), o de los aforismos brillantes y comprometidos de Las islas sumergidas (2014). Quedan todos estos testimonios de un poeta único y, sobre todo, de una persona irrepetible.

Lo último de Orejudo

$
0
0



Antonio Orejudo, Los Cinco y yo; Tusquets Editores, Barcelona, 2017.





Ojalá todas las autoficciones que uno debe leer por razones profesionales fuesen como Los Cinco y yo: más preocupadas por el afuera del autor que por su imagen propia; más centradas en contar que encontarse; llenas de anécdotas e historias inventadas, o reinventadas, más sugerentes que la narración del detalle autobiográfico refrito; repletas de ficción, de humor y de ingenio; preñadas de autocrítica y de una visión nada complaciente ni reconciliatoria de uno mismo; más orientadas a observar y describir las conductas ajenas que las propias; bien escritas y ejecutadas, con solvencia narrativa y no con gestos masturbatorios disfrazados de autocrítica hecha “con escaso derrame seminal”, según el irónico verso de José Ángel Valente. El Toni que protagoniza el relato sólo habla bien de los demás, sobre todo de ese “Rafael Reig” a quien tanto quiere y admira, mientras que al discurrir sobre sí apenas exhibe sus demonios, sus miedos, sus patologías y sus pequeñas miserias y carencias. En algún momento se habla del ego como pequeño dictador, pero Orejudo ha sabido empequeñecerlo, morigerarlo hasta la mínima expresión -en este caso, la de hilo conductor de la trama-. Las historias intercaladas que, al cervantino modo, desarrollan las vidas plausibles de los protagonistas de las novelas de Enid Blyton, resultan imaginativas siempre, verosímiles en unos casos y deliciosamente disparatadas (p. 208) en otros. Los Cinco y yo de Orejudo tiene todo eso y aglutina otras virtudes, como el dominio de los registros y de su sana mezcla, el sometimiento del virtuosismo técnico a las necesidades expresivas de argumento y personajes -característica en un autor cuya aquilatada solvencia narrativa no precisa ya de exhibiciones gratuitas-, y, sobre todo, la felicidad lectora de quien se asoma a este libro y queda prisionero de un festín relator, imaginativo y bienhumorado, dentro de cierto fatalismo senequista que presta a las páginas celebratorias un necesario contrapunto reflexivo: la existencia entendida como una fórmula que no sabemos leer (p. 120). Intento decir que, si bien Los Cinco y yo no está al nivel de las mejores obras de Orejudo -que mejoran cuando el autor se aleja de su entorno personal y universitario y se zambulle en mundos más imaginados que recreados-, se disfruta como lo que es: una fiesta fría, donde los personajes reunidos junto a la tarta de aniversario no pueden contener los tiritones causados por la congelación del tiempo; pero es una cachupinada llena de detalles, escenas y gestos de talento que atestiguan que estamos en manos de uno de nuestros mejores narradores.


.
[Relación con el autor: muy cordial. Relación con la editorial: ninguna]
Viewing all 158 articles
Browse latest View live