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Channel: Vicente Luis Mora. Diario de Lecturas
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Luis Rodríguez, cuando uno y uno no son dos

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Luis Rodríguez, El retablo de no; Tropo, Barcelona, 2017.



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Luis Rodríguez es uno de los narradores más excéntricos, en todos los sentidos, que tenemos en España. Lo cual no es bueno, ni malo, es excéntrico.



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Su novela anterior, La herida se mueve, tenía partes y detalles incomprensibles. Aníbal, uno de sus personajes, se desliza subrepticiamente en El retablo de no.



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El personaje central de El retablo de no, un director de teatro llamado José Ángel, puede viajar por su pasado como nosotros viajamos hacia nuestro futuro, sin saber qué va a encontrar allí.



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El retablo de no es un libro reversible -no es el primero, ni mucho menos-, con dos portadas; una de las partes reproduce una versión de la novela de 20.000 palabras; la otra, una versión de 10.000. 





Una nota editorial de la benemérita Tropo nos dice que una de las dos es la versión penúltima de la novela, y la otra es la redacción definitiva. Es decir, que el volumen contiene la novela y el borrador previo de la novela.



Por lo poco que conocemos de Luis Rodríguez (lo que le hemos leído, pues no lo conocemos en persona), eso tiene pinta de ser perfectamente falso.



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Pero es casi más divertido aceptar que sí, que nos lo creemos, que las dos versiones recogidas son el borrador y el original definitivo. Porque entonces eso implicaría que el libro recoge un viaje en el tiempo, el que lleva desde la versión a medio hacer a la versión definitiva.



Una es el pasado de la otra.



Ergo, como su personaje, la novela El retablo de no viaja también hacia atrás o hacia delante -dependiendo por qué versión comencemos, y no sabemos cuál es la definitiva-, sin saber los detalles su identidad. Estamos embarcados como lectores en un viaje temporal cuya característica nuclear es la ausencia de puntos de referencia fiables. No es que no sepamos dónde vamos, es que ignoramos sobre qué suelo camina la lectura.



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A ciertos lectores, la falta de referencias le produce angustia; quieren saber a toda costa dónde están y quiénes son los personajes, qué hacen, cuándo existen, etcétera; se reconoce fácilmente a esos lectores, son los que se desmayan tras 20 páginas de El innombrable de Beckett.



El comercio no es país para ciegos.



Creo que Luis Rodríguez teje en sus cuatro libros (cinco, si entendemos que El retablo de no reúne dos libros) una metáfora: la existencia consiste en atravesar lugares inseguros y borrosos, rodeados de gente que no conocemos en absoluto, sin tener muy claro quiénes somos, “desenfocados en la intensidad” (p. 80), movidos por una especie de energía cárnica que nos impulsa hacia un ahí delante que ignoramos. Pero ni de eso estoy seguro. Tampoco me importa.



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Leer una novela de Luis Rodríguez es leer una novela de Luis Rodríguez. Sus páginas son uno de los pocos espacios del mundo donde puede suceder literalmente cualquier cosa, incluso ninguna.



Sus personajes comienzan una conversación en un bar con un conocido y se descubren pensando en asesinarlo, mientras asienten gentilmente a sus palabras. A nosotros nos pasa igual con el autor, bendito sea. Le deseamos el mal por volatilizar las parcas presunciones que hemos cogitado sobre nuestro lugar en el mundo.



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El retablo de no tiene una característica que lo hace precioso: no hay sentido ni sinsentido en él, no hay razón para pronunciar palabras como irracionalismo o verosimilitud; estamos ante un tercer estado de la materia mental, donde la narración nos convierte en puro flujo lector, un dejarse hacer carente de preguntas. Somos el espejo donde aparecen los personajes.



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El retablo de no tiene páginas como ésta:



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El retablo de no es una obra sobre la identidad. Sobre los problemas de reconocerse, de no discernir cuándo interpretamos un papel. Por eso está ambientada -más o menos- en el mundo del teatro. Porque, como decía Erving Goffman en Presentation of Self in Every Day Life (1959), los dramáticos son los recursos con los que nos presentamos ante los demás en el día a día. Cuando en la página 45 Rodríguez habla de un personaje que actuaba “como si interpretara diversos papeles, pero en la calle, con los amigos, en su casa”, no está refiriéndose a un caso patológico, sino a todos nosotros.



También la novela duda de su identidad, por eso la pregunta con la que se cierra apela a un personaje secundario de La herida se mueve, otra novela de Rodríguez. Porque la obra duda de sí misma, porque tiene trazas esquizoides, se cree otra.



Por eso es la suma de una versión de 10.000 y otra de 20.000 palabras, porque El retablo de no es una novela con doble, se publica junto a su Doppelgänger.



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Yo no necesito mucho más. Tampoco necesito jerarquizar a Luis Rodríguez, ni ubicarlo con exactitud en un panorama narrativo lleno de obras que se parecen entre sí o que recuerdan a otras, salvo las excepciones que vamos comentando en este blog y en los ensayos que vamos editando.



Sé que Rodríguez, por fortuna, está aislado, pero no está solo; en España hay otros narradores tan raros y excéntricos como él: Javier Avilés, Colectivo Juan de Madre, Rubén Martín Giráldez, Cristina Morales.



No se parecen a nadie, ni a ellos mismos, cambian en cada libro.



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Aquí siempre tendrán su casa.





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[Relación con el autor: correspondencia sobre su obra, no le conozco en persona. Relación con la editorial: ninguna]



Nota sobre Hologramas y la narrativa española actual

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Teresa Gómez Trueba, y Carmen Morán Rodríguez, Hologramas. Realidad y relato del siglo XXI; Trea, Gijón, 2017.


No me es posible reseñarla, pero al menos quiero dejar constancia de la salida de esta importante monografía, que resume con bastante acierto varias de las líneas de fuga de la narrativa española de lo que va de siglo. Las autoras, que suman cada una sus propias preocupaciones y enfoques, a veces claramente detectables, también logran un tercer discurso, superador o sintético de sus posiciones, que constituye una de las mayores riquezas del volumen. Su propósito es claro y Hologramas se ajusta a él: “aunque muy diferentes entre sí, todas las novelas de las que hablaremos […] se hallan incardinadas en una corriente de sospecha ante la realidad y su enunciación” (p. 56). Y así es, y una de las virtudes del volumen es demostrar que esa corriente de sospecha -no “frankfurtiana”, salvo excepciones puntuales- es mucho más extendida de lo que pudiera pensarse, y quizá es hija de estos tiempos de espectáculo, simulacro y postverdad en los que nos encontramos.

Entre los puntos fuertes de la monografía, las autoras entran al trapo del uso y el abuso de lo metaficcional; examinan -con alguna reserva, pero, en general, con demasiada benevolencia- en la epidemia de autoficcionalidad o “hibridez”, como ellas prefieren denominar al fenómeno; prefieren hábilmente hablar de la distinción entre discurso y realidad, en vez de distinguir entre ficción y no-ficción, para apreciar la “creciente fluidez entre compartimentos” (p. 156); hacen una excelente lectura de las relaciones de la literatura actual con la tecnología, la televisión y la fotografía, y llevan a cabo una necesaria recuperación de la figura del novelista Mariano Antolín Rato como antecesor necesario en el XX de algunos fenómenos literarios del XXI. En efecto, antes de Loriga y Casavella, Antolín Rato había llevado a cabo un claro movimiento de apertura a otras realidades literarias, y está por estudiar su huella en los contemporáneos y en las añadas siguientes.

Como reparo, pondría la excesiva presencia de Javier Cercas en el volumen, inversamente proporcional a sus méritos literarios -a mi juicio, por supuesto-. Para una segunda edición sugeriría a las autoras una referencia a los complejos juegos metaficcionales con los cuatro narradores que Ramón Buenaventura en NWTY (2013, que a su vez traen causa de los narradores de su novela El año que viene en Tánger), añadir a la parte de “falsos documentales” una referencia a La fórmula Miralbes (2016) de Braulio Ortiz Poole, y a Los últimos días de Adelaida García Morales (2016) de Elvira Navarro (imagino que el volumen se cerró antes de la aparición de estos libros), y sería conveniente rectificar el apellido de Rafael Pérez Estrada, llamado “López Estrada” en la p. 241.

En suma, es el de Gómez Trueba y Morán Rodríguez un manual más que útil para entender lo que ha cambiado y crecido en este siglo la narrativa española actual.

Entrevista por Ernesto Castro

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El joven filósofo Ernesto Castro me ha realizado una extensa entrevista, en la que aborda casi todos los libros que he escrito -trabajo ímprobo a estas alturas, y que le agradezco- y los comenta y me hace preguntas al respecto. Además, hablamos de crítica literaria, me animo a plantear las líneas estéticas de fuga de la literatura actual, intento buscar lo que serían actualmente en literatura modelos similares al "conceptual institucional" de un Haacke, me pregunta sobre cuestiones de campo, expongo los mecanismos de la "institucionalización inversa" en que puede caer un crítico de la cultura, comentamos fenómenos de inmigración y globalización cultural, Ernesto me pregunta por la nueva poesía, y, lo que es más difícil aún, sobre el futuro.


Juan Goytisolo desde cerca

El creciente papel del lector

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Hoy se publica este reportaje de Lorena Oliva en La Nación de Buenos Aires, donde participo junto a otros expertos en temas de lectura, editoriales, tecnología y crítica. 


http://www.lanacion.com.ar/2033950-los-lectores-al-poder-del-ultimo-eslabon-al-centro-de-la-escena





Reproduzco las respuestas enteras que di al medio, por si fuesen de interés para alguien.




- ¿Cómo dialoga este reposicionamiento de la figura del lector con otra figura relevante, la del crítico? ¿Y con otras figuras, como las del editor o el autor?



Cualquiera puede opinar sobre libros, pero no todas las opiniones valen igual; yo puedo opinar sobre la rotura de una pierna, pero mejor que la trate un médico traumatólogo. Hay distintos grados de competencia lectora, y decir “este libro me gusta” es como decir que la integral de Riemann es un dibujo muy bonito. Las redes sociales crean en nosotros la falsa impresión de que debemos opinar o tener una opinión sobre todo, cuando eso no es cierto; en temas literarios, por ejemplo, la opinión seria y consciente requiere de una formación previa: un trabajo de años y años de lecturas y de lecturas sobre lecturas. Con esto no desmerezco la opinión libre de un lector sobre el libro que lee, me limito a no glorificarla, a darle su lugar (el lícito derecho a compartir sus gustos lectores), recordando que hay otros lugares. Todo crítico es lector -esencialmente-, pero no todo lector es crítico. El crítico literario no sólo nace, también se hace; debe tener un don y desarrollarlo a lo largo de años con esfuerzo y dedicación y autocrítica. Creo que un crítico sólido, como Ron Charles, que trabaja para el Washington Post, puede utilizar con acierto YouTube para difundir sus mensajes, como él lo hace, con gracia y tino. Pero por cada Ron Charles hay diez mil personas que hacen en la red un discurso plano sobre los libros. Los críticos literarios no tienen sustituto, como no lo tienen los escritores, ni los editores, ni los traductores. De todos los trabajos de la industria del libro, esos cuatro son los únicos insustituibles: puedes distribuir sin distribuidor, vender sin librero, encontrar sello sin agente y editar sin impresor, gracias a la técnica. Pero el trabajo de escritura, el editorial (mejorar un manuscrito y editarlo correctamente para su circulación), el de traducción y el de crítica sólo pueden ser realizados a la perfección por personas competentes y expertas, con una trayectoria y una formación a sus espaldas. El lector no puede sustituir al crítico, porque sus trabajos son diferentes: el del crítico, simplificando mucho, es analizar la obra y aconsejar al lector, ayudando a clarificar el panorama o contexto literario en el que aparece una novedad. El trabajo del lector es leer.



- ¿Qué aspectos propios del mundo editorial podrían estar incidiendo en el creciente protagonismo de la figura del lector?



Sobre el creciente papel del lector creo que es muy significativo que el último premio Formentor haya recaído en Alberto Manguel, por su “minuciosa recreación del arte de leer”, según declaró el jurado. Parece que el lector en nuestros días no sólo intenta reemplazar al crítico, también lo intenta con el escritor. Quizá es el signo de estos tiempos del selfie: la gente no quiere un libro, sino un espejo; quieren verse a sí mismos, llevando al extremo aquella actitud “adolescente” que, según Terry Eagleton, tienen los lectores poco formados y primerizos: “me gusta este libro, porque me identifico con sus personajes” -una de las causas clave del éxito de Bridget Jones, entre otros incontables ejemplos-. Quizá el libro perfecto de esta época narcisista en que vivimos sea el libro de un youtuber que nunca había leído libros: “sólo voy a leer el libro que yo mismo escriba, o el que escriba basándose en mí un escritor contratado”. El último caso genera un chiste memorable, del cual hay varios casos en España: las personas que han publicado un libro, sin haber leído jamás uno, ni siquiera el propio.





- ¿Qué le aporta esta novedad -que promueve conversaciones más de tipo horizontal- al mundo del libro, con dinámicas tradicionalmente más verticales?



Creo que se ha incrementado lo que suele llamarse “la conversación” respecto al libro; lo que no tengo tan claro es que hablar más sobre libros, o hacerlo con más gente, estimule la lectura o incremente la venta de ejemplares. Creo que simplemente se cambia el lugar de la antigua charla sobre “qué es lo último que has leído” (en la actualidad completamente sustituida por “cuál es la última serie que has visto”): al ver que sus intereses lectores no son satisfechos por las charlas entre amigos, los lectores buscan interlocutores y cómplices en línea, para departir con ellos acerca de sus lecturas en blogs, chats, redes sociales, plataformas, etcétera.



En el mundo editorial, veo cierto pánico ante una serie de cambios tan amplia y todos los frentes; algunas editoriales han reaccionado negándose a hacer ningún cambio, lo que me parece un error, y otras lo han cambiado todo (una equivocación todavía mayor). Sí detecto una creciente preocupación por el eco de la actividad propia en internet, con mayor presencia de editoriales activas en las redes sociales: es obvio que un vendedor tiene que acercarse a los potenciales compradores. Algunos editores dicen que ese esfuerzo no merece la pena y que se vende un libro por cada 500 seguidores en Twitter, pero nunca se preguntan cuántos libros venden por cada 500 médicos, carpinteros o pescadores. Para colocar ejemplares lo primero es hacerle saber a los posibles interesados que publicas libros.



Veo nervios en la industria ante estos lectores que comienzan a tener iniciativa. Algunas editoriales reaccionan bien, y envían ejemplares a libreros influyentes (incluso recogiendo sus opiniones en las fajas o solapas de cubierta), a blogueros y a booktubers. Me parece lógico, si yo fuera editor lo haría, siempre que editara libros que pueden interesar a un booktuber adolescente.



- ¿Estamos ante un fenómeno que ocurre necesariamente propiciado por el impacto de las TIC?



Las TIC no se mueven solas, alguien las mueve detrás, y creo que tras ellas hay conocedores del mundo editorial que actúan guiados por intereses económicos, lo que es normal, porque en el mundo del libro todos han vivido siempre del negocio… menos los escritores. Otis Chandler, el fundador de la pionera red social de lectores Goodreads, es ingeniero informático y empresario, y su familia fue editora del periódico Los Angeles Times. Los empresarios tomaron el control de las grandes editoriales en los años 80 y 90, como señaló André Schiffrin, y ahora lanzan plataformas de lectores. Lo que intento decir es que estas “tecnologías de y para lectores” no son autogestionadas, no son asociaciones benéficas de amantes de las letras que intenten saltarse intermediarios, sino diseños empresariales que ven un hueco de mercado (tanto Goodreads, como Bookish o The Copia venden libros y / o publicidad). Es cierto que dan servicio a los lectores y establecen canales de comunicación entre ellos, y entre lectores y escritores, pero no son filántropos. Como bien apunta un artículo de Forbes sobre Goodreads, su objetivo es romper las antiguas jerarquías económicas para imponer otras.



Las técnicas en sí no son un problema; yo llevo haciendo videorreseñas desde 2008, seis o siete años antes de la aparición del fenómeno booktuber. YouTube se fundó hace 12 años, nada menos. Creo que el vídeo tiene muchas posibilidades para la difusión de la crítica -y también para la crítica de la difusión-. Creo que en este boom del “lector activo” hay otros motivos más allá de la técnica, que expongo en la siguiente respuesta.



- ¿Dice algo este rol más activo del lector sobre el contexto socio-cultural global?



Este “viralector” o lector viral, cuyas legiones de fans nos asombran, me parece un síntoma del individualismo creciente que nos acucia; no hay mucha diferencia entre hacerse un selfie para Instagram (donde alguien se sueña supermodelo, sin serlo) y hacer un comentario sobre libros (donde alguien se piensa crítico literario, sin serlo). La propaganda mediática nos dice que podemos ser lo que queramos; inconscientes de que apenas podremos ser lo que nos dejen, nos lanzamos a exportar nuestra individualidad al universo. No creo que los jóvenes booktubers sean un hecho negativo, pero tampoco hay que santificarlo. Es parte de un fenómeno mayor: el incesante hipercomentario global, el enjambre humano que ha roto a dar opiniones sobre cualquier tema.

Noticia de libros recientes

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Jorgenrique Adoum, Los cuadernos de la tierra; Ultramarinos, Barcelona, 2016.



Aunque uno es más proclive al tono y a la forma de las entregas finales del poeta ecuatoriano Jorge Enrique o Jorgenrique Adoum (1926-2009), como Prepoemas en postespañol (1973), ha sido un placer descubrir en toda su plenitud esta importante parte de su producción, Los cuadernos de la tierra, a la que dedicó buena parte de su trabajo literario. Algunos estudiosos han señalado que esta parte de la obra de Adoum es más nerudiana, frente a la última más vallejiana que citábamos al principio, y hay algo del Canto general de Neruda en estos cuadernos térreos de Adoum, aunque -personalmente- me parece más cercano, eficaz y contenido el riego por goteo del poeta ecuatoriano que el aspersor de grandilocuencias del chileno. Los cuadernos de la tierra son épica pura, y eso es lo primero que puede sorprender al lector actual: Alfonso Reyes decía que la obra épica se conseguía por elevación y asfixia, primero del escritor y luego de los lectores. Aunque a ratos este libro deja a los lectores sin oxígeno, una vez superado el mal de altura el resultado es más que grato.Es difícil decidirse por una muestra en concreto, pero entre las grandes bellezas que pueden espigarse en Los cuadernos de la tierra, elijo ésta para que el lector pueda tener una idea de la propuesta de Adoum:




Aprovecho para felicitar a la editorial Ultramarinos, que está haciendo un lento y escogido trabajo de edición, tan cuidado en lo formal como valiente en lo tocante a la selección de libros y autores. 







Ángel Cerviño, Exogamia; Liliputienses, Cáceres, 2017.

Transcribo un extracto de un texto que preparo sobre Ángel Cerviño: «Las ‘Tomas falsas’ añadidas a esta versión no sólo la enriquecen cualitativa y cuantitativamente […], sino que tejen líneas con otras partes de la obra de Cerviño; pienso, por ejemplo, en ‘Lagar’, última parte de ‘Impersonal’ (2015), y su obsesivo tratamiento del espacio escénico; un asunto éste del 'drama em gente' pessoano que retoma el autor gallego en estas tomas falsas y también en la espléndida parte “XXIII” de “Exogamia”, donde un espectador-narrador asiste a la delirante representación interpretada por un perro, una pieza donde Beckett se encuentra con Kafka o con los perros expresivos del Robert Walser de La rosa (1925). En “¿Salpica Dios como un expresionista abstracto?” también aborda el autor el tema escénico, a partir de una cita de John Barth, y apunta su voluntad de construir “una polifonía mal controlada”, dentro de un proyecto general: “la poesía -y, por añadidura, toda escritura que se precie de serlo- entendida como campo de pruebas del lenguaje”, para añadir en la página siguiente: “teatro de sombras, juegos de lenguaje: vivir a salto de código”. Del mismo modo que César Aira, Ángel Cerviño va sembrando sus obras creativas de todas las herramientas críticas y conceptuales que son necesarias para comprenderlo. Es el mago que muestra sus trucos y, aun así, asombra al lectoespectador.»







Pedro Provencio, Un curso sobre verso libre; Libros de la resistencia, Madrid, 2017.



Agradezco, asimismo, que mi primer Maestro no escribiera en verso libre, pues habría tenido la tentación de creer que el verso libre es mucho más fácil de escribir que el verso tradicional, mientras que ahora sé que es infinitamente más difícil.

W. H. Auden, “Hacer, saber y juzgar”[1]



Este original libro es un aporte capital sobre uno de los puntos basales de la poesía moderna, el verso libre, aunque el autor sabe retrotraer cuidadosamente su presencia en poéticas más antiguas. Provencio es uno de los estudiosos más interesantes de la poesía contemporánea, si bien no de los más conocidos; creo que lo primero suyo que leí fue una guía didáctica de lectura tan completa que parecía otra cosa, Poesía española contemporánea (1939-1989), publicada por Akal en 1993. Un curso sobre verso libre está construido de un modo muy inteligente, como un diálogo entre el profesor de un curso libre y la única alumna matriculada en el mismo, sostenido durante tres  sesiones. Esta estrategia conversacional permite a Provencio un método mayéutico de exponer el conocimiento (menos vertical que el socrático), pero también un hábil medio de exponer las reticencias o alternativas al propio discurso, apuntando también mediante la oposición de ideas las posibilidades que podrían quedar fuera del mismo. Para Provencio, el verso libre busca “una lengua particular, un idiolecto” (p. 60). Tras aceptar, como la preceptiva clásica de la métrica, que es una excepción al régimen estrófico marcado por el poema, añade que un verso libre no debe ser contado o computado silábicamente de un modo que coincida con el número estricto de sonidos, tónicos o no, sino que “ni su número de sílabas ni sus combinaciones inevitables de tónicas o átonas son pertinentes: la fonética básica es la misma, porque se escribe en la misma lengua, pero la marca discursiva sobre la prosodia, no” (p. 27). Es, en consecuencia, un régimen de libertad que se debe a la concepción del poema, y no a la del verso común o más frecuente o regulador de ese poema.



Lo importante es que para Provencio, todo rigor proviente de la autoconsciencia (p. 15), y por ello una de las características del versolibrismo es precisamente su sana ruptura con el régimen general de versificación, evitando la musiquilla de la tradición mal leída; Álvaro García lo expresaba así en su ensayo Poesía sin estatua: “Siglos de endecasílabos [...] han logrado que hoy casi cualquier escritor de versos pueda hacerlos de corrido como un balbuceo más de escritura no distanciada de su argumento, no sometida en el fondo a rigor, puesto que algunas formas métricas o estróficas están ya de sobra incorporadas al sistema de expresiones viciadas o de expresiones fijas. […] Para un oído familiarizado con la métrica, hacer versos medidos puede ser una forma de balbuceo academicista, algo así como una segunda piel del balbuceo expresivo del individuo”[2]. Siguiendo un patrón formalista, diríamos que el verso libre busca la desautomatización del discurso lírico, su reactivación como forma consciente alternativa, no sólo a la tradición, no sólo la expresión contemporánea, sino incluso alternativa a los otros versos del mismo poema en que está incluido. De un modo similar lo veía Pierre Bourdieu, analizando el campo literario francés del XIX: “(…) las luchas que se desarrollan en cada uno de los diferentes campos llevan a aislar poco a poco el principio esencial de lo que define propiamente cada arte y cada género, la ‘literalidad’, como dicen los formalistas rusos […] Así por ejemplo, despojando la poesía, con el verso libre, de rasgos como la rima o el ritmo, la historia del campo sólo permite que subsista una especie de extracto de alta concentración (como en Francis Ponge) de las propiedades más idóneas para producir el efecto poético de desbanalización de las palabras y las cosas, la ostranenia de los formalistas rusos, sin recurrir a técnicas socialmente designadas como ‘poéticas’”[3]. Sin embargo, y esta es una de las aportaciones más interesantes del libro de Provencio, en la poesía clásica también hay algunos ejemplos de “extralimitación” (el libro apunta algunos de Garcilaso y Góngora, pp. 59 y 79), de lucha del significante contra el significado, de forma que el verso libre no nace contra la poesía clásica, sino aprovechando los recursos expresivos de una pequeña parte -la mejor- de la misma. Como aquélla, el verso libre no “desdibuja el metro”, sino que “busca otro dibujo” (p. 80), dentro de una deliberada (p. 156) concepción de la poesía entendida como “prosodia imprevisible […] el arte de sobrepasar discursivamente los límites del discurso” (p. 85).



El libro de Provencio es muy exhaustivo; diferencia entre varios tipos de verso libre, dando ejemplos de todos ellos y discutiéndolos con ejemplos; ahonda en las singularidades del versículo; hace guiños jakobsonianos analizando una página de publicidad (pp. 104-105); revisa el concepto de ritmo[4] y lleva a cabo una lectura global del tema del versolibrismo, en la que las dudas están incorporadas a la forma dialógica del discurso. La libertad reflexiva de Un curso de verso libre podría ser el resultado de aplicar formalmente al ensayo los principios del verso libre al poema, si me permiten la forzada comparación. Juan Ramón Jiménez decía: “en el poema en verso libre […] todo es del poeta. No así en otro género de composiciones donde es la rima quien dirige y tuerce el desarrollo natural del poema: las ideas vienen de la mano del consonante, en tanto que cuando éste falta, como sucede en el verso libre, no hay bastón en el que apoyarse y la poesía debe sostenerse sola”[5]


Y el ensayo también.


[1]W. H. Auden, “Hacer, saber y juzgar”, Los señores del límite. Selección de poemas y ensayos (1927-1973); Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2007, p. 402.

[2]Álvaro García, Poesía sin estatua. Ser y no ser en poesía; Pre-Textos, 2005, pp. 170-71.

[3]Pierre Bourdieu, Las reglas del arte; Anagrama, Barcelona, 1995, p. 210.

[4]Acerca del ritmo Provencio ha publicado también un interesante artículo incluido en Miguel Casado (ed.), Cuestiones de poética en la actual poesía en castellano; Iberoamericana / Vervuet, Madrid, 2009.


[5] JRJ en Ricardo Gullón, Conversaciones con Juan Ramón Jiménez; Sibila / Fundación BBVA, Sevilla, 2008, p. 93.




Extracto de un trabajo en marcha sobre José Ángel Cilleruelo, que aparecerá en otoño:



Además, Formas débiles contiene algún gesto de virtuosismo técnico escondido: en su sección “Túneles”, que está compuesta de 14 sonetos blancos (14 x 14 líneas), el primer y el último soneto son palindrómicos, y se leen, verso por verso, con el mismo contenido expuesto en orden inverso. La palabra “túnel” aparece en los 14 poemas, haciendo de túnel entre ellos, y en cada poema está incluida en un verso distinto, por orden del primero al último: sólo hay que ver el número que titula cada poema y sabremos en qué verso estará la palabra “túnel”. De este modo, cuando llegamos al final del túnel textual -esto es, al final del poema 14-, que a su vez es el trasunto de un túnel real entre una calle y un mercado, vemos el principio del túnel, que está en el primer poema. Este tipo de constricciones, casi oulipianas (véase otro ejemplo en “Veinticuatro sílabas”), son pequeños auto-desafíos de Cilleruelo, que los deja ahí, más o menos ocultos, al alcance de ese detective que, según Piglia, es el crítico literario (Crítica y ficción 15).





[Relación con las editoriales: ninguna. Relación con los autores: ninguna con Adoum, cordial con Ángel Cerviño, ninguna con Provencio, amistad con Cilleruelo]




La narrativa conspiranoica de Tom McCarthy

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Tom McCarthy,Satin Island (2015); Pálido Fuego, Málaga, 2016, traducción de José Luis Amores.

Tom McCarthy, Hombres en el espacio (Men in Space, 2007); Pálido Fuego, Málaga, 2016, traducción de José Luis Amores.

Tom McCarthy, Residuos (Remainder, 2005); Lengua de Trapo, Madrid, 2007, traducción de Andrea Vidal.





La teoría de señales plantea las herramientas básicas para el tratamiento, transmisión y recepción de información.  Trata de establecer las bases matemáticas y físicas de los modelos y sistemas de telecomunicaciones análogas y digitales.  La teoría de señales es una característica medible de un fenómeno observado; por lo tanto es el resultado de una medida del fenómeno bajo observación. La mayoría de las veces el fenómeno que se observa es de naturaleza física.

Xiomara Aponte



Había demasiada información, supongo, viajando entre los servidores, por los cables, a través del aire.

Tom McCarthy, Satin Island





He leído varios libros de Tom McCarthy y creo que su literatura es el resultado de convertir el sistema de la teoría de la conspiración en un método narrativo.



Así que vamos a utilizar el mismo método para leerle a él.



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Sus protagonistas están obsesionados con varios elementos caracterizados por la idea de ocultación o invisibilidad, elementos que además generan conexiones entre ellos: los patrones ocultos (Satin Island, Men in Space), las redes de señales, transmisión y radioescucha (Men in Space, C), los sistemas informáticos (Satin Island), las ondas de radio (C, INS Founding Manifesto), las similitudes entre culturas lejanas, las sincronicidades junguianas (Satin Island), la telepatía emocional entre personas (todas sus novelas), las pautas económicas (Remainder), las huellas míticas legibles por la antropología (Satin Island), los códigos y parámetros mesurables por la estadística (Remainder), los algoritmos, los vectores (Satin Island, Men in Space), la correspondencia simbólica entre una imagen y sus posibles significados (Men in Space), la teoría de la información, la radioactividad, el ADN, los hormigueros y otros sistemas biológicos (Remainder, Satin Island), las casualidades aparentes que acaban siendo el resultado de tramas preestablecidas (Hombres en el espacio, p. 218). McCarthy ama todo aquello que, como los hubs aeroportuarios[1], sirve para conectar cosas o sistemas enormes.





*



Peyman, el dueño de la empresa donde trabaja U. en Satin Island, es importante porque “conectaba, de manera individual como conjuntamente, nuestras nociones e intuiciones dispersas […] nos conectaba, en suma, a nuestra época. Y no sólo a nosotros: para los clientes de la Compañía funcionaba igual. Eso era lo que adquirían: conexión y conectividad, a ideas, experiencia, al universo de la consecuencia, a la época.” (p. 57). Su omnipresencia e invisibilidad, dos categorías que ejerce al mismo tiempo, llevan a U. a pensar que Peyman es parte de una conspiración: “¿Qué camarilla maquiavélica, qué turbio grupo de interés, qué perversa […] alianza de lo influyente y manipulativo, con qué herramientas y canales a su entera disposición, podía mantener este tipo de espejismo?” (Satin Island, p. 59). En realidad, si nos fijamos, el mecanismo es muy similar a la International Necronautical Society de la cual se supone que McCarthy es el “Secretario General” y Simon Critchley el “Filósofo en Jefe”: es una organización que no existe, pero que existe, por consistir en una serie de corpúsculos textuales y semánticos conectados, organizados por McCarthy, que intenta reproducir en la realidad -en la actividad performático/artística- la pauta de funcionamiento de sus ficciones conspiranoicas, donde todo está conectado por fuerzas ocultas o invisibles. En otras manos, estos materiales correrían serio peligro de rápida degradación, pero McCarthy tiene el mismo don natural que su personaje, el pintor Ivan Maňásek: “Un innato sentido estético evita que el experimento se convierta en una mera rayuela de marcas e interferencias” (Hombres en el espacio, p. 83). Frente a la opinión de Critchley, que sostiene en su epílogo a esta última novela que son la soledad y la desconexión las claves de la narrativa de McCarthy, entiendo -y perdón por llevar la contraria a un filósofo tan fino y perspicaz- que lo que más le fascina al narrador británico es, más bien, la posibilidad de acabar cohesionando las mónadas hasta convertirlas en nódulos de algo mayor: “partes de un sistema modulado que había que observar desde afuera” (Hombres en el espacio, p. 11); “cadenas y redes, partes que reaccionan a otras partes, sorteando los pasos y giros de una compleja danza” (Hombres en el espacio, p. 29); “satisfecho con esto: satisfecho con mi lugar dentro del campo total de transmisión” (Hombres en el espacio, p. 120), “el episodio, sus variantes, estaban reproduciéndose al mismo tiempo en tres continentes distintos. Esto me emocionó: que sólo yo empezara a percibir la sombra de un conjunto de permutaciones, a discernir la existencia de una morfología” (Satin Island, p. 139), y un largo etcétera.



*



Una de las líneas medulares de sus novelas, pues, sería descubrir las conexiones lejanas entre fenómenos, para lo cual el personaje debe funcionar como un hermeneuta-detective. El U. de Satin Island funciona como un “detective” (p. 48) de relaciones culturales, de conexiones entre cosas; de hecho, gran parte de su trabajo consiste en inventárselas cuando no existen. El único personaje que nos habla en primera persona de Hombres en el espacio también es un detective, un agente policial, cuyo trabajo es acomodar su instinto a una trama artística, cultural, con artistas por medio. Una cita de Hombres en el espacio: “el patrón posee cierta regularidad y, con cada giro que hace, cada nueva capa por la que es llevado resulta familiar” (p. 204).



La historia como crimen por descubrir.



*



De la misma forma que U. introduce “teoría de vanguardia, casi siempre del lado izquierdo del espectro, en la máquina corporativa” (Satin Island, p. 45), McCarthy hace lo mismo en la máquina narrativa -un concepto deleuziano, por cierto-.



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Hay un momento narratológicamente muy interesante en Hombres en el espacio; la prosa, funcional a lo largo de toda la novela, acomete la descripción de una larga fiesta, y en ese instante comienza adesfasarse; como Heidi, que llega a la fiesta y comienza a beber sin proporción, la prosa se achispa, el estilo se anima y coleguea (p. 109), empatiza y desbarra, hasta que vuelve a la serenidad tras la borrachera.



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“We shall attempt to tap into its frequencies -by radio, the internet and all sites where its processes and avatars are active” (INS Founding Manifesto, published 14 December 1999: The Times, London, p. 1). La novella C aborda, entre otras cosas, la invención de la radio. En Hombres en el espacio las escuchas explican también parte de la trama. Si imaginamos The Wire filmado por Kusturica, a partir de un guión escrito por DeLillo, tenemos algo parecido a Tom McCarthy.



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Otro de sus grandes temas es el simulacro; central en Remainder, un gran tratado novelístico sobre la construcción de deliberada de simulacros en el mundo real, se aborda también en Satin Island, con las cafeterías de Starbucks simuladas (p. 65), y en Hombres en el espacio, con las obras de arte simuladas. Su tratamiento es distinto que en otros autores contemporáneos: los simulacros de McCarthy, salvo en el caso de Remainder, no necesitan parecerse de verdad a lo simulado. Lo cual abre todo un abanico de posibilidades narrativas y reflexivas, frente a la pura especularidad (espectacularidad) con que no pocos autores abordan el tema del simulacro en la actualidad.



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Para McCarthy la formaes el modo de organización de la materia. Dos conceptos muy importantes en su obra:



“All art and literature is divided between these two temptations: either to extinguish matter and elevate it into form or to let matter matter by making form as formless as possible. The INS delivers itself solidly to the second temptation: to let matter matter, to let form touch absence, ellipsis and debris” (“Declaración de Inautenticidad” de la INS).



“tenía que aprender que la materia es lo que nos hace estar vivos, el flujo desarticulado, la cicatriz; es la firma del primer desastre del mundo y la nota promisoria que garantiza el último”; McCarthy, Residuos, p. 307.



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Uno de los hallazgos de Hombres en el espacio -también lo sostiene Simon Critchley en su epílogo a la novela- es que McCarthy materializa los vínculos entre las personas, las convierte en objetos virtuales -sin cosificarlas, sin reificarlas-, cuyas conexiones o vínculos generan o sufren efectos físicos y mecánicos. Las relaciones humanas se vuelven tramas, y las tramas vectores y campos de gravitación, y se leen como entidades físicas, esferas de atracción y repulsión, campos de fuerza:



Ve las líneas y vectores que conectan todas estas personas entre sí, las trayectorias que han recorrido para llegar a donde están. […] Ellas dos están en un nodo, un punto de alta intensidad; un punto que Toitov, tirando de la hebra que lleva desde él a Anton y a ellas, le están diciendo que es pivotante. Y Anton presiente que si es capaz de llegar a ese punto, tantear su eje, tirar de las hebras en una dirección en particular, en direcciones concretas a su alrededor, producirá una fuerza, un momento, y el efecto palanca se propagará un cambio por toda la red […] (Hombres en el espacio, pp. 206-207)



Salvando las distancias, los distintos narradores que utiliza en sus novelas serían una especie de actualización 2.0 de Sherlock Holmes, que también leía materialmente los actos de las personas, sus hechos delictivos, sus gestos. Recuerden su método: Holmes, al contrario que los agentes con los que competía, no hacía preguntas al llegar al lugar de un crimen: se arrodillaba, examinaba el suelo, tomaba muestras, rascaba los muebles, se fijaba en la altura en que una frase estaba escrita en la pared para saber la altura de la persona que la escribió (pues uno siempre escribe a la altura de sus ojos), etcétera. A Holmes no le interesa lo que las personas dicen, sino lo que hacen. McCarthy -salvando las distancias- piensa igual.



Y por ello crea complejas tramas psicológicas a partir de la materia involucrada en ellas.



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U. tiene que escribir el Gran Informe, pero su difusa -informe- materia, la globalidad de nuestro tiempo, no encuentra una forma para ser contada: “tenía, como fuese, que encontrar una forma. Todo se reducía a una cuestión de forma” (Satin Island, p. 91). La operación antropológica de U. es un trasunto de la operación literaria de McCarthy en la novela que la engloba: cómo encontrarle forma a una materia, como dar forma a un contenido.



En cierto sentido, Satin Island es un taller de narrativa contemporánea aplicada.



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Cada libro de McCarthy es una aguda solución narrativa para un peliagudo problema narrativo autoimpuesto por el autor. En cada libro son diferentes desafío y resultado, en todos son brillantes.



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Dentro de la gozosa polifonía de Hombres en el espacio, una de las voces más interesantes es la del agente de la policía secreta que elabora un informe (como U. en Satin Island), que acaba alcanzando una interesante subjetividad, una parcialidad (véase p. 266) que le dota del máximo interés: el informe, que debería ser una copia o una descripción ecfrástica de la película de la vida, deja de ser fiel, no está empeñado en ser un simulacro perfecto de lo “informado”.



Es la misma añagaza de los espejos: cuando Helena se mira en uno, su pequeño lunar está en el lado contrario al real: “está a la izquierda; o lo estaría si su imagen reflejada fuese una verdadera réplica de sí misma. Una auténtica falsificación” (Hombres en el espacio, p. 307).



Para McCarthy, parafraseando la conocida frase de Stendhal, la novela es un espejo consciente de su falsedad duplicadora a lo largo de un camino.



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Un hilo entre Satin Island y Remainder (Residuos),es la increíble capacidad de McCarthy de sacar oro de pequeños gestos inapreciables, de minúsculos detalles que desean ser repetidos, que buscan convertirse en una serie en el tiempo; reduplicar uno de ellos es el argumento de Remainder; repetir los gestos del personaje de un cuadro para entenderlo es un aspecto de Hombres en el espacio (p. 152); en Satin Island el mismo principio (un gesto físico casi invisible convertido en una obsesión temporal) puede verse en varias páginas (64, 83-85). Dentro de la lógica de McCarthy, este nivel de detalle sobre lo gestual tiene sentido: un gesto revelador es el momento en que la psique dibuja una forma en el espacio.



Es el instante en que la personalidad de alguien se vuelve tridimensional.



*



Hombres en el espacio es una novela; Satin Island, un dispositivo.



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El agente encargado de la investigación de Hombres del espacio no entiende por qué motivo es tan importante el icono que buscan; “a fin de cuentas, argumentó, por Praga pasaban obras de arte valiosas todas las semanas” (p. 74). Lo inexplicable, aquello cuya información no está del todo construida y da pábulo a la conspiración y la interpretación paranoide, se convierte de nuevo en el centro de la trama, que de este modo funciona por ausencia, dando vueltas en torno al núcleo vacío.



Para la cosmovisión de McCarthy, el entendimiento sólo se produce ante la presencia de la información suficiente:



-Por el… -comenzó a decir, luego hizo una pausa- (…) Nunca antes había manejado tanta información”; McCarthy, Residuos, p. 239.



*



McCarthy es uno de los narradores que mejor ha entendido la “sociedad de la información” en la que nos encontramos. Utiliza sus mismas herramientas, como las teorías conspiranoicas, para decodificarla, analizarla y someterla a crítica. Y lo hace en novelas sólidas, de una inteligencia infrecuente, poderosa, preñadas de momentos fascinantes, escritas con un pasmoso dominio de las formas e intensidades literarias. Quiero agradecer a Pálido Fuego la oportunidad de traer a los lectores españoles obras y autores de este calibre, enriqueciendo el panorama de posibles lecturas y llenándolo de los necesarios matices de diferencia y calidad.



[Relación con editorial y autor: ninguna]






[1]“El resultado, la conclusión de repetitivo grupo de asociaciones, fue que Turín, Torino-Caselle, adoptó con el tiempo una especie de aire sagrado: este aeropuerto, este flemático centro de distribución, esta corona de espinas del retraso, devino, para mí, lugar de misterio divino.”; Satin Island, p. 137.

La condición animal y Réplica

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Valeria Correa Fiz, La condición animal. Madrid: Páginas de Espuma, 2016.

La condición animal pone sobre la mesa un viejo debate respecto a los libros de cuentos: la añeja discusión acerca de si deben ser volúmenes orgánicos, donde un mismo clima (o tema) y parecido tono sostienen todos los relatos, o si es suficiente con que sean una buena recolección de relatos dispares entre sí, carentes de un aire de familia aglutinador. El libro de la argentina Valeria Correa Fiz pertenece al último grupo, y a pesar de que la autora ha tejido mañosamente entre los relatos el hilo de lo animal que mueve -como es natural- a todo lo humano, no es difícil detectar que La condición animal acoge cuentos pertenecientes a distintas épocas, e incluso, sospechamos, a diferentes geografías emocionales y estéticas (las variantes de castellano utilizadas en los relatos también nos invitan a pensar en esos términos). La disparidad de cronología, aludida en los “Agradecimientos” de la autora, incluidos en la página 163, influye en el diverso valor de los mismos, pero bastan tres piezas, los relatos “Una casa en las afueras”, el excelente “Nostalgia de la morgue” y el maravilloso “Criaturas”, para justificar la existencia del volumen, que además se acompaña de otras piezas más que eficaces, como “La vida interior de los probadores”, “Regreso a Villard” o “Leviatán”. Hay que destacar la versatilidad técnica de los relatos y la capacidad de la autora para crear ambientes, atmósferas y espacios visibles para el lector, así como para introducir destellos que resumen en una frase una idea o detalles reveladores: “eran unos ojos candorosos (ya lo dije), pero no sé cómo describirlos. Eran sin telarañas.” (p. 101). Los mundos que recrea Valeria Correa Fiz son enfermizos y no poco crueles, pero están oximorónicamente llenos de belleza y de compasión humana. “Criaturas” será una distopía terrible, sí, pero su horror fascinante ha iluminado un buen rato de mi existencia y volverá a hacerlo en el futuro. Son los minúsculos milagros que depara la buena literatura.



Miguel Serrano Larraz, Réplica; Candaya, Canet de Mar, 2017.

“Hay algo de ideal en todo lo real (social), lo que no implica que todo sea ideal en lo real. Las ideas no son una instancia independiente de las relaciones sociales, sino que las representan retrospectivamente al pensamiento. Lo ideal es el pensamiento en todas sus funciones, presente y actuante en todas las actividades del hombre, el cual sólo existe en sociedad. Lo ideal no se contrapone a lo material, puesto que pensar es poner en movimiento la materia, el cerebro: la idea es una realidad, aunque una realidad no sensible”, escribió Maurice Godelier en Lo ideal y lo material. Podría haber escogido esta reflexión por la lucha que hay en Serrano Larraz entre el humanista actual y el antiguo materialista que estudió Física antes de pasarse al lado oscuro de las ideas no demostrables científicamente. Pero lo que me interesa en realidad de la frase de Godelier para hablar deRéplica, el último libro de relatos de Serrano Larraz, es la expresión “poner en movimiento la materia”. Cuando la crítica se refiere a algunos grandes poemas del XX, como Zona de Apollinaire, los denomina “poemas en movimiento”, imagen dirigida a recoger su capacidad de dirigir una estrategia semántica variable a través de una canalización formal que asuma la digresión, la atención al detalle casual y pasajero, la anécdota que no da la impresión de venir del todo “a cuento”, lo crudo y lo cocido, lo importante entreverado con lo secundario. Serrano Larraz ha logrado en dos piezas de Réplica (“La disolución” y el magistral cuento que da título al volumen) esa misma artesanía del relato-en-movimiento en el que puede incluirse cualquier cosa sin disfunción ni sensación inarmónica, donde los elementos encajan con naturalidad en el argumento o ausencia de argumento, de la misma manera que el personaje de Réplica tiene claro que “en la vida hay que hacer lo que sea para encajar” (p. 167). Son dos relatos de gran altura en un conjunto que, como su primer libro de relatos, Órbita (2009), también tiene altibajos y piezas menos acertadas, como “Logos”. Pero, como hemos dicho más arriba, bastan un puñado de buenos textos para hacer recomendable un libro de relatos, y además de las dos excelentes piezas ya dichas Réplica aporta “Recalificación” y “La frontera” (dos relatos notables que dan una original retorsión a temas muy trillados por la narrativa de la crisis), así como “El payaso” (una inteligente reflexión metaliteraria) y “Central”, una extraña y sugerente relatonovela o cuenovela.

*


Al margen, pero al mismo tiempo indisolublemente unido a lo ya dicho: gracias a Candaya y Páginas de Espuma por sus continuas aportaciones al panorama de ediciones alternativas que siguen ofreciendo gran parte de la narrativa en castellano más interesante de la actualidad. 



[Relación con las editoriales: ninguna. Relación con los autores: limitada a correspondencia sobre sus libros.]



El efecto de la bruja de Blair

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En el último número de la revista Excodra participo con un artículo titulado "El efecto de la bruja de Blair", donde exploro algunas manifestaciones culturales de la cámara utilizada como modo de aislarse o defenderse de la realidad, sobre todo de la realidad traumática. 

A ver si os interesa. El enlace para leer la revista es éste: 

https://www.yumpu.com/es/embed/view/qusZ4NeGoScC0bdh

El ensayo desde las Humanidades digitales: el hiperensayo

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He publicado el artículo “El ensayo desde las Humanidades Digitales: el ensayismo errante como hiperensayo”; Artes del ensayo. Revista internacional sobre el ensayo hispánico, n.º 1 (2017), pp. 05-22.


 Lo podéis leer aquí: https://www.academia.edu/34021653/El_ensayo_desde_las_Humanidades_Digitales_el_ensayismo_errante_como_hiperensayo


O aquí:

http://www.raco.cat/index.php/artesdelensayo/article/view/327265


RESUMEN

En tanto que las Humanidades Digitales demandan el uso de las herramientas de las que nos proveen las tecnologías para analizar los textos, columbrar la relación entre el ensayo y lo digital puede animar al investigador a buscar otra estrategia metodológica, como por ejemplo el hiperensayo. El texto resultante explorará las mutaciones y evoluciones del género ensayo en el ciberespacio y los medios digitales, intentando demostrar las posibilidades de blogs, redes sociales y otras tecnologías a la hora de escribir ensayos tan válidos y profundos como los tradicionales.

Escribimos como paseamos

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[1. Anotación de mi dietario, escrita aproximadamente en 1999]





Una variable poco tratada en el estudio científico de la mente y que me parece fundamental es el ritmo. Contaré una historia. Una vez me pregunté por qué en determinados momentos en los que desarrollamos una actividad mecánica o física nos asalta una canción, música o melodía determinada, y no pude encontrar una explicación convincente. Se me ocurrieron tres aproximaciones intuitivas: porque habíamos escuchado alguna vez esa música o melodía al realizar antes esa misma actividad, porque teníamos un estado de ánimo semejante, o porque alguna palabra, sonido u olor del entorno nos la recordaban.



El pensamiento es recurrente, como la memoria. Como ella se mueve por impregnación y admite injerencias de sabores, lugares, olores, sentimientos, etcétera. Como la magdalena de Proust, que le hizo temblar los pliegues del hipotálamo, y abrirle de par en par las puertas del recuerdo, así también el pensamiento acepta ser adherido o alterado a ciertas circunstancias. Recuerdo un verano de mi adolescencia en que cortaba el césped de un jardín para sacarme un dinerillo extra. Era una actividad pesada, por el calor y el esfuerzo físico, que durante varias horas me obligaba a recorrer una serie de trayectos muy amplios por los que iba guiando la máquina, de forma que a lo mejor tardaba cuatro o cinco minutos en segar en una zona contigua a otra por la que antes había pasado. A los pocos rectángulos me cercioré de que retornar a una zona concreta me situaba mentalmente en el mismo espacio de pensamiento, de modo que las reflexiones que había tenido cinco minutos atrás sobre un tema determinado volvían a mí en su mismo orden y con su mismo ritmo, siguiendo una serie de reflexiones, como si el tiempo no hubiera pasado. Así, tras pisar tres o cuatro veces la misma área podía reconstruir por entero una cadena de pensamiento, como hacía el hábil detective Auguste Dupin en un relato de Edgar Allan Poe del que ahora he olvidado el título -en el cuento, por cierto, Dupin y su acompañante también caminaban-.



Bien. Esta tarde he tenido que esperar diez o doce minutos a mi padre en el garaje. Se me había olvidado llevar algo para leer, como es mi costumbre en tales situaciones, de modo que tomé la segunda posibilidad: caminar. Transitaba un espacio no demasiado amplio, en línea recta, yendo y viniendo. Al principio, demasiado rápido, como siempre; pero consciente de que el efecto terapéutico del caminar (véase Patrick Süskind, La paloma,o El viajero del siglo de Andrés Neuman[1]) pronto iría ralentizando el ritmo, como así fue. Llegó un momento en que mi paso era muy parecido al de algunos soldados haciendo la guardia: pasos muy altos y muy espaciados. Y al rato llegó la tercera de mis ocupaciones habituales cuando espero: cantar. Y me dio por susurrar una canción infantil que hacía tiempo que no entonaba, cuyas notas simples atravesaron la planta llena de coches durante algunos minutos. Obsesionado como estoy con el asalto súbito de las canciones a nuestra mente, volví en mí y me pregunté por qué habría llegado hasta mí ésa música precisamente y no otra, intentando encontrar la respuesta en una de las tres aproximaciones arriba citadas, sin éxito. Fue en el mismo instante en que comencé a caminar de nuevo, cuando apareció por sí sola:



El ritmo de la canción era exactamente igual al del paseo.



Mantuve la frecuencia de los pasos deliberadamente. Intenté encontrar en mi memoria musical, bastante variada, otra canción o melodía que tuviera la misma secuencia rítmica, aunque ya preveía que buscaba en balde. Y me di cuenta del hecho siguiente: de haberla habido, era probable que la elección entre las dos se hubiera producido por el estado de ánimo, regurgitando aquélla de tema o melodía más apropiados para esta tarde de domingo -la más melancólica, en suma-.



Cambié el paso, bajé la frecuencia; al principio la canción se resistió pero, en efecto, acabó dejando espacio a un blues lento de Clapton.


Y seguí pensando. Más o menos esto: el ritmo trae la música. Pero, ¿y en los casos en que se está sentado, o en reposo, en los cuales no se camina? ¿Qué determina entonces la frecuencia de onda que nos sugestiona esa música que aparece de pronto en nuestra mente? Y apareció esta posible respuesta: el ritmo del propio pensamiento. Según el tipo de razonamiento (o el ritmo de actividad, si es mecánica o continua) que desarrollemos, así se establece de un determinado modo secuencialla cadena de pensamiento a la que antes nos referíamos, y su orden acentual, rítmico, llama al recuerdo musical, abriendo los pliegues de la memoria justo por la canción o melodía que encaje en los parámetros métricos del esquema mental en funcionamiento.


¿Que si tengo pruebas de todo esto? Ninguna, por supuesto. Pero si alguien demuestra que estoy equivocado, no dude en hacerme llegar sus pruebas. Me temo que sólo de este modo, lento y dialéctico, podremos llegar a establecer algún día la forma de pensar de la mente. Forma en la que, desde luego, cada vez estoy más seguro, el elemento fundamental es el ritmo o frecuencia. Piénsese en el poder sugestivo de la poesía, que puede hacer recordar campanas (Valéry) o una marcha fúnebre (Celan) al lector con una simple distribución acentual.





[2.]


Fragmento de Nuevo tratado de armonía, de Antonio Colinas, publicado meses después de escribir lo anterior: “Observo que, durante el paseo que suelo dar cada tarde, mi concentración depende de la mayor o menor rapidez con que recorro el camino. Hoy he paseado de manera extremadamente lenta y, por ello, muy concentrado. Acabo por detenerme y sentarme. ¿Para qué? Simplemente para contemplar y, luego, para cerrar los ojos y percibir los aromas y los murmullos leves del pinar. No llegué hasta mi meta habitual: el pozo que hay al final del valle. Acaso porque sentía el pozo dentro de mí. O acaso porque yo era el pozo”.


Por Nuria Amat accedo a un texto anónimo que cuenta cómo Joyce solía pasear por Trieste repitiendo en voz alta sus frases “a la espera de que sus pasos la perfeccionaran”.





[3.]


Roger Bartra: “debo confesar que no me hubiese atrevido a realizar este viaje si, durante un paseo solitario por el barrio gótico de Barcelona en 1999, no hubiese tenido una ocurrencia que se clavó en mi cerebro sin que nada pudiese borrarla”[2].







[4.]



Perejaume: “Naturalmente, escribir no es andar, pero es lo que más se le parece. Ambas actividades comparten un sentido hilante, de singladura, de rumbo. A mano o a pie, hay una línea que hacemos o que seguimos, y de la forma de esa línea depende lo que veremos. Tintas y caminos obedecen a un mecanismo similar, en el acto de maniobrar con la mirada según por donde vamos, y asimismo participan de una misma visión fluídrica en la que las cosas adoptan un curso narrativo a medida que van avanzando, se ordenan conforme van sucediéndose, a fin de que el rumbo nos deje ver a hileras una realidad que, de otro modo, vista de pronto y en sosiego, sería completamente inabordable”[3].








[5.]



Osip Mandelmstan: “Cuántas sandalias desgastó Alighieri en el curso de su labor poética por los senderos de cabras de Italia. El Infierno, y sobre todo el Purgatorio, glorifican la andadura humana, la medida y el ritmo de la marcha, el pie y la forma. El paso, asociado a la respiración y saturado de pensamiento: esto es lo que Dante entiende como comienzo de la prosodia”[4].








[6.]



Copiado en algún momento de la Enciclopedia Espasa[5]: “Tirteo. Biog. Poeta griego del siglo VII a. De Jesucristo, cuya fecha de nacimiento y muerte se ignoran. Nació en Mileto [...] Sólo se sabe de fijo que vivió en la época de la segunda guerra mesénica entre Esparta y Mesenia, y que sirvió en las filas de los espartanos, prestándoles grandes servicios, por inflamar con sus cantos el valor de los soldados de Esparta, mereciendo de ella los honores de la ciudadanía. Los lacedemonios, [...] al verse derrotados cuando siempre habían sido vencedores, fueron a consultar al oráculo de Delfos, el cual les ordenó que pidieran un general a los atenienses. Supone la leyenda que éstos, por burla, les enviaron a Tirteo maestro de escuela, cojo, tuerto y con fama de loco. [...] Aunque según Suidas, compusiese cinco libros de poemas, sólo conocemos unos cuantos fragmentos. Unos, cortísimos, pertenecían a una clase de cantos llamados embaterias o marchas, que se cantaban al son de la flauta al emprender el ataque. El ritmo de sus versos era el de los anapestos, o sea de dos breves y una larga, que da la impresión de la marcha, y estaban escritos en estilo dórico, más rudo [...]”.








[7.]



Parece que nuestra época, repleta de medios mecánicos de transporte, considera que el paseo se ha vuelto celebratorio, contracultural, casi revolucionario; una especie de oposición natural al telos de la tecnología, un antídoto de lentitud contra la prisa venenosa de los coches y los trenes de alta velocidad. Nunca se han escrito tantos libros sobre el tema; entre las decenas de publicaciones posibles, estarían Frédéric Gros, Andar. Una filosofía (Taurus, 2014), David Le Breton, Elogio del caminar (Siruela, 2014) y las perennes y continuas reediciones de la obra de Thoreau. En alguna librería he visto incluso una mesa dedicada a novedades a este tema, repleta de libros-elogio del hecho de caminar.



(Aprovecho para hacer/hacerme una pregunta incómoda: cuando una manifestación contracultural se convierte en un exitoso fenómeno de mercado, ¿sigue siendo contracultural?)



Miguel Morey, en un texto incluido en Pequeñas doctrinas de la soledad (2015) acerca de la figura del paseante de Benjamin, apunta: “lo que aquí defiende el Paseante es la dignidad de una experiencia desde la cual la verdad siempre es un trance: y la posibilidad de comunicarla en tanto que trance, mediante la narración -porque sólo así la sabiduría a la que el filósofo aspira tiene que ver con la existencia y no con la gestión de nuestros (¿nuestros?) empleos del tiempo”[6].








[8.]



Alberto Ruiz de Samaniego es un pensador al que procuro seguir; de hecho le cedí la palabra en este mismo blog para recoger un interesante artículo suyo sobre el Licenciado Vidriera. En su último y recomendable libro, Cuerpos a la deriva (Abada, 2017), recoge la singladura de varias personas que en cierto momento se sitúan en circunstancias vitales apartadas (cabañas, desiertos), incluso en condiciones de aislamiento extremo y peligroso para la vida (Shackleton en la Antártida, Wittgentein en su atalaya de observación del frente bélico), y la repercusión que tal extrañamientoproduce en su vida y en la mirada de su escritura. Su primer capítulo, “Seguir la línea. Apuntes sobre el caminar”, elabora una mirada diacrónica sobre el paseo como ejercicio intelectual y recorre varios puntales previsibles dentro del “género paseante” (Thoreau, Nietzsche, Walser), y muestra otros menos predecibles (Cézanne, Long, Klee), con los que teje un interesante collage en movimiento.





Casi al principio, al comentar algunas reflexiones de Nietzsche sobre la necesidad de movimiento y exterioridad para pensar, Ruiz de Samaniego anota algo muy en consonancia con lo arriba dicho: “Lo que nos interesa destacar aquí es la idea de una íntima e intensísima relación entre la prosodia, la encarnación del lenguaje en uno mismo y el paseo, ambos sustentados en un ritmo, un marcaje o cadencia temporal, un trazado que interviene irremisiblemente sobre nuestro organismo, que nos afecta en lo más íntimo” (p. 13). El autor se adentra en la mirada de estos “individuos, digamos, eminentemente geográficos” (p. 30), amantes del nomadismo y el periplo azaroso, cuyas obras escritas o pictóricas guardan profundas diferencias frente a otros creadores.








[9.]



De seguir este razonamiento, el personaje encerrado y perseguido de Wolfgang Hildesheimer en Tynset (El Olivo Azul, 2007), que pasea cada noche por dentro de su casa, caminando su insomnio, es una imagen análoga al Viaje alrededor de mi cuarto (Voyage autour de ma chambre, 1794) de Xavier de Maistre. Ambos delimitan al mínimo el recorrido de su pensamiento, espacial o mentalmente.



Pensamos como paseamos. Y escribimos como pensamos. Luego escribimos como paseamos.








[10.]



Anota Paul Valéry: “Había salido de casa para distraerme, con el paseo y las variadas miradas que genera, de alguna tarea molesta. Mientras seguía la calle en que vivo, me sentí de repente embargado por un ritmo que se me imponía y de pronto me dio la impresión de un funcionamiento extraño. Como si alguien se sirviera de mi máquina para vivir. Otro ritmo vino entonces a doblar el primero y combinarse con él, y se establecieron no sé qué relaciones transversales entre esas dos leyes (me explico como puedo). Esto combinaba el movimiento de mis piernas andantes y no sé qué canto que yo murmuraba, o mejor que se murmuraba por medio de mí. Esta composición se hizo cada vez más complicada, y pronto superó en complejidad a todo aquello que yo podía razonablemente producir de acuerdo con mis facultades rítmicas ordinarias y utilizables. Entonces, la sensación de extrañeza de la que he hablado se hizo casi penosa, casi inquietante. No soy músico, ignoro enteramente la técnica musical, y he aquí que era presa de un desarrollo en varias partes, de una complicación en la que nunca pudo soñar un poeta. Me dije entonces que había una equivocación de persona, que esa gracia se equivocaba de cabeza, puesto que yo nada podía hacer de tal don -que en un músico, sin duda, hubiera adquirido valor, forma y duración, mientras que esas partes que se mezclaban y deslizaban me ofrecían vanamente una producción cuya continuación culta y organizada maravillaba y desesperaba mi ignorancia. […] Sabía que pasear me lleva a menudo a una viva emisión de ideas, y que se crea cierta reciprocidad entre mi paso y mis pensamientos, modificando mis pensamientos mi paso; algo notable, pero relativamente comprensible. Se crea, sin duda, una armonización de nuestros diversos ‘tiempos de reacción’, y es bastante interesante tener que admitir que hay una modificación recíproca posible entre un régimen de acción que es puramente muscular y una producción variada de imágenes, de juicios y de razonamientos”[7].








[11.]



Doy los últimos pasos, llego a casa, abro la puerta.





.




[1]“Cuando la incertidumbre lo abrumaba, caminar era lo único que conseguía tranquilizarlo. El movimiento tenía la propiedad de consolarlo con la sensación de que todo quedaba atrás”; Andrés Neuman, El viajero del siglo; Alfaguara, Madrid, 2009, p. 509.
[2]Roger Bartra, Antropología del cerebro. La conciencia y los sistemas simbólicos; FCE / Pre-Textos, México, 2007, p. 15.
[3]Perejaume, “El curso de escrita”, en Martín Perán y Glòria Picazo, Naturalezas. Una travesía por el arte contemporáneo; MACBA, Barcelona, 2000, p. 159.
[4]Osip Mandelmstan, Coloquio sobre Dante, Cita de apertura de Jorge Carrión, Los turistas; Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015.
[5] Para lectores nacidos después de 1995: una enciclopedia era un conjunto de anchos volúmenes editados en papel, construidos alfabética o temáticamente y dirigidos a contener todo el saber acumulado por la Humanidad. Se abrían con la mano y tenían en su parte superior más polvo blanco que una película de Scorsese. ¿Imagináis toda la Wikipedia impresa en papel? Pues eso.
[6] Miguel Morey, Pequeñas doctrinas de la soledad; Sexto Piso, Madrid, 2015, p. 334.
[7]Paul Valéry, Teoría poética y estética; Visor Distribuciones, Madrid, 1998, p. 81.

Pieles, poesía y poetas

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Leo bastante poesía actual, especialmente española aunque no sólo, y sigo viendo un mal muy común, sobre el que he escrito alguna vez: el poema entendido como testimonio del momento en que el poeta se siente poeta. El poeta da un paseo puntual por el campo y, aterido por el brusco reencuentro con la naturaleza, quiere recuperar los lazos perdidos con el mundo y escribe un poema. El poeta sale a ligar un sábado, no liga, se emborracha y al llegar a casa escribe un poema triste sobre escribir poemas tristes. El poeta visita el Louvre, ve la Gioconda de lejos, y escribe un poema sobre la Belleza o sobre el turismo de masas. El poeta liga y escribe un poema (es posible que yo haya publicado alguno de este tipo). El poeta escucha Lohengrin, recuerda súbitamente que es poeta, y escribe un poema. Y así vamos tirando. 

En realidad, la poesía suele aparecer de otra manera. “Un poeta -no les choquen mis palabras- no tiene como función sentir el estado poético: eso es un asunto privado. Tiene como función crearlo en los otros.”[1], decía Paul Valéry, y creo que tenía razón. La poesía no debería ser un desahogo, sino un ahogo: el provocado por el esfuerzo de escribir un poema digno. Dejarse la piel en el poema, sí, pero no por la “veracidad” de la emoción expresada, sino por el esfuerzo invertido en crear un texto a la altura de los lectores. Ya se trate de la “emotion recollected in tranquillity”de la que habla Wordsworth en el famoso prefacio a las Lyrical Ballads, o la serenidad con que fray Luis de León aborda “lo que es, lo que será, lo que ha pasado”, lo importante de las emociones es qué se hace literariamente con ellas, pues emociones tenemos todos, ya las conocemos; estamos sobreemocionados, de hecho. Demasiado corazón, decía la copla de Willy DeVille. La minúscula emoción de saberse poeta también la tenemos, así que incluso ésa hay que someterla a crítica -autocrítica- y hacer de ella algo valioso. El escritor es libre de decidir si sufre o no escribiendo, pero el texto ha de sufrir siempre.


En fin, que voy a hablar de algunos libros cuyos autores se han tomado la molestia de trabajar con dignidad, esfuerzo y humildad, de forma que nos resulta posible disfrutar de esos valores en el resultado final.


En Cuerpos a la deriva (2017) recuerda Alberto Ruiz Samaniego que la potencia del pensamiento nietzscheano proviene, en parte, de que siempre está categóricamente unida a un cuerpo, a lo orgánico. La materialidad, la carne, nutre o da asiento a lo abstracto, sujetándolo a un lugar y recordando que no es posible disociar mente y cuerpo, pensamiento y carnalidad. Quizá en esta evidencia reside también la potencia expresiva de Historial (Calambur, 2017), de Marta Agudo, un poemario sobre la enfermedad que, partiendo de los lugares teóricos conocidos, como la Susan Sontag de La enfermedad y sus metáforas, llega, vía metafórica, a lugares más complejos e irisados. Si en el anterior libro de la autora, 28010(2011), leíamos “Me llamo Marta, me llaman Marta y me persigue el idioma en que se expresa el moribundo”, en Historial la voz y el idioma se ceden a otra garganta: no al yo que reflexiona sobre el mal del cuerpo, sino a la propia enfermedad. Historial busca, a mi juicio, un lenguaje del negror y de la expresión de lo terminal, en todos los sentidos de la palabra, a través de una sintaxis poética rota -cuál otra podría explicar mejor la rotura-. Versos blancos, libres y versículos chocan contra fragmentos en prosa y estancias alucinadas, en las que me parece apreciar algún eco de Gamoneda y donde queda explícita la huella lorquiana, ese otro cantante del dolor de los insomnios enfermizos (“Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos / y hay barcos que desean ser mirados para poder hundirse tranquilos”, Poeta en Nueva York). Si en 28010 era su nombre propio el que le permitía juegos mitad lingüísticos, mitad identitarios, ahora es su apellido el nomenque sitúa a la autora en el umbral del sentido, identificándose con los casos agudos, los terminales, a los que “se les llenan de arena los pulmones” (p. 72).

Un tema, el de la enfermedad, que no es nuevo en Marta Agudo; en su primer libro, Fragmento (2004), ya podía leerse este poema:

Ser en destrozos.
Adentro el cáncer
                concede a la metralla
                               su trazo sosegado.
Así,
                serena y eficaz perduras:

                                               naturaleza

Casi década y media después el padecimiento sigue rondando a esta voz singular, a la que no le importa adentrarse en los demonios propios y ajenos, en los que con toda naturalidad entra a hierro con la espada del lenguaje y con el acero del pensamiento: “las dos gestiones más señaladas de nuestra vida no las cursamos nosotros”. Y el dolor expuesto como un cuchillo, a veces en poemas de una sola línea, que nos dejan imágenes de puro desasosiego:

Mientras, la anciana lleva en su carrito vacío al niño que no tuvo.

La enfermedad está en el cuerpo y nos recuerda que tenemos cuerpo -esto ya se ha dicho mucho, Thomas Mann lo dejó escrito en La montaña mágica-, pero también es un asunto mental, y un trabajo íntimo de aceptación. Es en ese momento cuando comprendemos que los neurocientíficos tienen razón, y que pensar que existe una dualidad mente-cuerpo es un cartesianismo superado. No hay un más allá del cuerpo -aunque el cuerpo está roto-, no hay más límite que la capacidad de sentir el dolor. Es el lenguaje del mundo. “Estamos prisioneros en nuestra piel”[2], escribió Ludwig Wittgenstein en sus diarios. “Así la piel, con veinte uñas mordidas”, responde con fiereza Marta Agudo.



[1]P. Valéry, “Poesía y pensamiento abstracto”, Teoría poética y estética; Visor Distribuciones, Madrid, 1998, p. 80.El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma; análogamente (diría yo) la poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro. Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física que suscita cada lectura”; Jorge Luis Borges, “Prólogo”, Obra poética 1923-1964; Emecé, Buenos Aires, 1972, p. 11.


[2]Ludwig Wittgenstein, Movimientos del pensar. Diarios 1930-1932 / 1936-1937; Pre-Textos, Valencia, 2000, p. 52.








José Vicente Quirante, Vesubios; Los Libros de la Frontera, col. El Bardo, Alhaurín el Grande, 2017.


José Vicente Quirante ha escrito un libro grecorromano, donde pueden encontrarse sin dificultad ecos virgilianos, horacianos, pindáricos, y también odas anacreónticas y epigramas catulianos. A pesar de su entronque con la ciudad de Nápoles, donde residiera el poeta un tiempo, la anécdota local es transcendida y los poemas se insertan en propósitos de mayor alcance, intentando encontrar un tono moderno y clasicista al mismo tiempo, algo nada fácil de hacer y que de cuando en cuando cosecha excelentes frutos. Su estilo puede recordar a algunos poemas de Juan Antonio González Iglesias, aunque Quirante tiene su propia voz y su acidez brinda a veces poemas algo nihilistas, pero que atraviesan la diana, como “Mistificaciones”. Detrás de cualquier paraíso, leemos en varios poemas, lo único que acecha es la nada: “No basta un viaje para alejarme / de mí”, dice el poeta, con ecos senequistas. El Vesubio puede ser leído también como la causa de que la diversión más honda se cubra al instante de ceniza. Una poesía muy personal y cuajada de culturalismo con momentos de desolado acierto:









Comentando unos versos de El jornal (1965), primer libro de José-Miguel Ullán, en los que el poeta salmantino reproduce hablas campesinas (“estripa / terrones / Paco / Estripa / pasado / amigo,”), Julián Jiménez Heffernan se pregunta: “Pero: ¿quién ha expresado la tierra? Ahí yace parte del misterio”[1].Recuerdo los versos de Ullán y las palabras de Jiménez Heffernan al leer el último libro de versos de la gallega Luz Pichel, CO CO CO U (La uÑa RoTa, Salamanca, 2017, versión de Ángela Segovia), un libro configurado como un ahondamiento en el habla rural gallega, que Segovia traduce, inteligentemente, al “navero” hablado en los campos de Las Navas del Marqués, en Ávila. Un libro cuya escritura se convirtió en una lucha contra el corrector de errores del procesador de textos Word (según señala en su excelente epílogo la siempre atenta María Salgado), programa ridiculizado en algunos de los versos por su pulsión normativa. Un libro deslenguado que trae a mi memoria los interesantes juegos con el idioma gallego que Pichel había desarrollado en Cativa en su lughar / casa pechada (2013), un poemario del que hablamos aquí que reescribía versos antiguos y defendía el castrapo y su pronunciación de la gh en la zona de Alén, para elevarlo a símbolo de la resistencia lingüística contra la uniformidad. Y después de leer esta búsqueda de un habla local, donde subyace un elemento político (el de devolver la voz a las personas que usan un idioma devenido casi literatura menor en el sentido deleuziano), recuerdo al Fruela Fernández de Una paz europea (2016) y al Juan Carlos Reche de Los nuestros (2016), empeñados también en un retorno al origen mítico -digo mítico porque el origen, una vez alcanzada cierta autoconsciencia cultural y tras residir en otros lugares y países, es esencialmente irrecuperable- a través de la reconstrucción poética de sus hablas en los poemas. Y me vienen también a la cabeza los últimos libros de Hasier Larretxea y el Juan Manuel Uría de Harria (2016), que escriben sobre las raíces a través de las prácticas de herri kirolak familiares. Y no olvido que Amalia Iglesias Serna también retrocede en La sed del río (2016) a sus antecedentes ancestrales y su geografía rural, incorporando incluso unas “Bucólicas” en la parte final del poemario. Y es entonces que me doy cuenta de que debería de hacer algo largo y complejo con todo este corpus, pero eso será el próximo año, porque éste ya tengo suficientes líneas de investigación abiertas y no puedo estirarme más. Pero lo importante es recomendar el libro de Luz Pichel, y felicitar a la traductora, a la epiloguista y a La uÑa RoTa por su esmerada edición.


[1]Julián Jiménez Heffernan, “No hay más cera que la que arde. José-Miguel Ullán”, en Los papeles rotos; Abada, Madrid, 2004, p. 297.



[Relación con las editoriales: ninguna. Relación con Luz Pichel y José Vicente Quirante, ninguna; con Marta Agudo, muy cordial.]



Una crónica de Sam Shepard

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Con motivo del fallecimiento del escritor Sam Shepard (1943-2017) rescato este texto escrito con ventipocos años y nunca publicado, en el que se advierten algunas ingenuidades críticas que he ido (creo) rectificando con los años. He preferido no cambiar demasiado el original ni reescribirlo, dejándolo casi tal y como estaba, con el propósito de salvaguardar en lo posible el claro impacto que me produjo en su momento la lectura de estos libros. 






Una crónica de Sam Shepard





[Dedicado a Javier Fernández, Pablo García Casado y Antonio 
Luis Ginés, que me descubrieron a Shepard]



“Amigo, hay que moverse” “¿Hacia dónde?” “No lo sé, pero hay que moverse”
Jack Kerouac, On the road

El hecho central en relación con América es el espacio.
Charles Olson

Se trataba de uno de esos hoteles situados en medio de ninguna parte, rodeado por unas seis autopistas, ante el que pasas y te preguntas quién se alojará ahí y por qué.
Peter Cameron, This Pain Will Be Useful To You

Aunque por delante, en realidad, no había horizonte.
Joyce Carol Oates, The Gravedigger’s Daughter


El gran problema de algunos textos de crítica no es desarrollarlos sino darles comienzo. Este es uno de ellos. Cuando se está ante una obra circular, ante una literatura, tomar cualquiera de los puntos de su esfera es en cierta forma rechazar, menospreciar, ningunear el resto, corriéndose el añadido peligro de haber equivocado el punto de mira al efectuar el disparo. Entiendo que Sam Shepard es una de las figuras más significativas de la Norteamérica contemporánea, y lo es porque no es muy conocido en Europa. Cuando algún americano dedicado al espectáculo es una celebridad en este viejo continente, se debe por lo general más a su belleza o a su conducta sexual que a cualquier otro motivo. Ilustre excepción a esta regla es uno de los talentos excéntricos del cine reciente (hablo de Woody Allen, claro[1]). El desconocimiento, el falso anonimato universal de Shepard se debe a que la mayoría de los europeos piensa que es demasiado americano como para ser entendido fuera de los límites de su país. Esto es y no es falso.

No es falso porque, como ha dicho alguien, es cierto que Shepard es esencialmente estadounidense, como lo es Mark Twain (inimaginable fuera de América, según Borges). Dramaturgo, poeta, narrador, actor de cine, músico, letrista, batería de grupo, superviviente de la contracultura. En fin, es todo lo que a este joven escribidor le gustaría ser. Creo que todos los jóvenes del mundo que le han conocido quieren ser Sam Shepard, y poder decir que estuvieron con Jessica Lange y Patti Smith, que han escrito canciones con Dylan, que idearon Crónicas de Motel y que firmaron el guión adaptado de la fascinante París, Texas, de Wenders. Pero no estamos aquí, en medio de un pequeño ensayo, para hablar de lo que queremos ser. Estamos para hablar de una minúscula parte de la obra literaria de Shepard.

Nos quedaremos con Hawkmoon y Motel Chronicles, las dos obras que más conocido le han hecho como narrador-poeta, puesto que ambos son conjuntos de prosa y poema (con los inevitables y tópicos cruces de estilo entre bloques); si bien con la particularidad de que, sobre todo en las Crónicas, hay una voluntad clara de homogeneidad a lo largo de todas sus partes. Luego veremos qué patrón creó esa coherencia en el tejido final. No cabe duda de que ambos libros ocupan un espacio singular en la literatura estadounidense de fines del XX; se diferencian porque Luna Halcón es más variada en tonos, registros y sintaxis, lo cual, al contrario de lo que parece, juega en su favor frente a Crónicas de motel. A pesar de que a este último debe su fama Shepard, y es unánimemente más alabado por crítica y lectores, considero que los buenos momentos de Luna Halcón son más logrados y esclarecedores que los homogéneos fragmentos de Crónicas. No debemos dejarnos llevar por las apariencias. Sí, está claro que en este último libro Shepard tiene la feraz ocurrencia de narrar en minúsculos episodios o fragmentos un viaje alucinante por los moteles de USA, de una a otra costa, durante 1980 y 1981, incluyendo algún texto anterior y varias notas autobiográficas; no es menos cierto que su técnica está más depurada y su prosa es un bisturí, libre de alguna concesión a la galería que ensucia a ratos Luna Halcón; claro que sí, pero en Luna Halcón están ya presentes las bases, el motivo, el espíritu de las Crónicas.

En Luna Halcón podemos leer que “el gran asesino era el aburrimiento”. Al llegar unos yanquis a un tranquilo pueblo canadiense “evasores del reclutamiento, delincuentes, gente que huía de las ciudades, tipos que se pavoneaban a derecha e izquierda”, “comenzó a circular por los pueblos cierta extraña literatura pornográfica”, “las drogas se filtraron por todas partes colándose con la facilidad del aire salado del mar”. Rock & Roll. “Y desde lejos te llegaba el ruido de Estados Unidos, resquebrajándose por la mitad y hundiéndose estrepitosamente en el mar”. Este párrafo de “Allá por los años setenta” resume, temática y formalmente, buena parte de esta etapa de la obra de Shepard. Los cortes sintácticos, las frases breves, la aguda metáfora o la imagen hiperbólica y precisa que detalla lo que el escritor intenta narrarnos. Un país que se quema. Un país que le quema. Algo que quiere, a lo que está inevitable, indisolublemente unido, pero que le atenaza y le duele; una especie de noventayochismo yanqui. La crítica de un país anclado en su propio hastío.

“Montana”, del mismo volumen, es la exasperación del tema. El puro “Aburrimiento” (título de otro relato) llevado al vacío, provoca que el protagonista mate a una chica, la cubra con parsimonia de billetes de cien, se vista de vaquero pies a cabeza, se tome una copa y después la incinere, todo ello con bastante buen humor y con el mejor rock de fondo. Salvando las distancias, Shepard escribirá una historia parecida, con mayor emoción, eso sí, en Fool for Love (1983), una obra de teatro que fue nominada al Pulitzer y que Anagrama ha editado como Locos de amor. Un argumento así es una exageración, una hipérbole de la causa, y a nosotros nos interesa la causa. Es el vacío, el nihilismo, el hueco en la cabeza de toda una generación que hay que llenar de lo que sea, a toda velocidad, antes de que el aire se lo coma todo. Lo ilegal, lo sucio, lo colma antes que cualquier otra cosa. Le pone emoción. Este es el escéptico diagnóstico de Shepard. El tema no era nuevo (Martin Amis estaba haciendo algo similar y lo publicaría dos años después, en 1975: Dead Babies), tampoco Shepard se lo ha apuntado, pero consigue llegar a un punto más difícil. Esperemos aún un poco para compartirlo.

Estoy harto de los sentimentalismos Pop
Recuerdo de los Ford de los Cuarenta
Y de los Beach Boys
Qué me dicen de los Cincuenta
Los Cincuenta eran una puta mierda
Y lo mismo tú
Y lo mismo tu madre

Estos versos abundan en el tema, desde el otro prisma estético, el versal. Y añaden un elemento clave en toda la obra de Shepard: el malestar, el vacío, tienen mucho que ver con el coche. En “¿Puede volar una camioneta de media tonelada?” queda patente una de las manifestaciones más típicas de esa relación. Tres amigos, que la reveladora prosa del autor hace que nos imaginemos como parados, solteros de mediana edad, borrachuzos y bastante feos, se les ocurre saltar por un puente levadizo, para ver si es posible alcanzar el otro lado. Nada pierden si fallan en el intento. Fallan. Los tres amigos lo celebran bebiendo. Agua del fondo. Un relato de Quim Monzó, “Cacofonía”[2], recuerda por su estilo y su temática (una pareja aburrida que se dedica a recorrer en sentido contrario calles de Barcelona) a éste de Shepard. El coche (no sólo en Shepard; léanse Kerouac, Bukowski, letras de Springsteen) es un símbolo, un mito norteamericano. A nuestro escritor no le interesa la distancia, ni la capacidad de desplazamiento, sino esa ilusoria configuración del automóvil como “máquina de escape”, aunque luego sea para enfrentarse al otro tópico: no se llega a ninguna parte. O se vuelve al mismo sitio.

Como el bobo-listo-cursi de Forrest Gump, los personajes de Shepard sólo quieren correr, sin importarles adónde, sin que les moleste la idea de llegar a otro sitio no deseado. Su justificación es la huida; una forma de rebeldía. Inclasificables por inalcanzables. C.L.R. James, en Beyond a Boundary (1984), escribe lo siguiente:

El tiempo pasaría, caerían los viejos imperios y otros nuevos ocuparían su lugar. Las relaciones de clase habrían de cambiar antes de descubrir que lo que importa no es la calidad o la utilidad de los bienes, sino el movimiento; no lo que uno tiene o el lugar que ocupa, sino de dónde viene, a dónde va y el ritmo a que avanza en esa dirección.

Ese mismo año de 1984, en L’anello de Clarisse, escribía Claudio Magris: “la huida se convierte en la mímesis gelatinosa de ese mundo del que se desea huir, tal como las inmensas autopistas de Jack Kerouac (On the Road, 1957) impulsan a los personajes, en continua fuga, a retornar de modo constante y frenético a su punto de partida”[3].

Tres años antes, en 1981, Shepard ya había llegado a esa conclusión, sin expresarla de forma tan contundente, sólo sugiriéndola: “Me tranquilizo y me siento maravillosamente bien pensando que ya vuelvo a estar en la carretera. En la carretera, en la carretera, en la carretera”. En “La maldición de la pluma negra del cuervo”, de Luna Halcón, leemos: “sigo conduciendo, sigo conduciendo como si me persiguieran. Huyo”. Insistamos en lo que hay de espacioen todos estos textos. Kapuscinski escribió con acierto: “Para Estados unidos siempre fue un problema la gran extensión del país. ¿Cómo dominar este espacio, cómo enfrentarse a él? En su afán [...] los americanos desarrollaron hasta la perfección tres ramas de la técnica: la producción de automóviles, la producción de aviones y la producción de toda clase de técnicas de comunicación”[4]. Teniendo en cuenta que en aquella época no existía Internet, y conocida la legendaria aversión a volar de Shepard (véase al respecto su libro Cruzando el paraíso), entendemos que el autor centrara en el universo del automóvil el desenvolvimiento de sus personajes escépticos. Podemos ver su particular forma de contemplar el destino: “Destino: de un lugar a otro lugar. Pero el jaleo está entre los dos puntos”. Sin embargo, el personaje miente. No hay nada tampoco en medio. Sólo el pensamiento del personaje. En realidad, la escapatoria es imposible; aunque se intenta la técnica explicada por Poe en su relato “Un descenso al Maelström”, esto es, introducirse girando en el abismo para mantenerse a flote, la realidad es que en los viajes de Shepard o Kerouac los personajes acaban solamente mareados.

El pensamiento de los personajes de Shepard, que él reparte con alegría, es también digno de estudio, por lo que nos clarifica el argumento de su prosa: los personajes piensan como viven; van de una idea a otra sin importarles mucho los pasos intermedios. De un pensamiento a otro pensamiento: “Ahora empiezo a temer no tanto las consecuencias de la idea como la idea misma. Empiezo a desear que no regrese la idea. Empiezo a luchar contra ella. Intento evitar que penetre. Después me envalentono y actúo en sentido contrario. Empiezo a atreverme a tener esa idea. La invito a venir” (Crónicas de motel). Las partes surrealistas que abundan en Luna Halcón no son menos irracionales que los párrafos–monólogos de las Crónicas. El pensamiento es un hilo que gira sobre sí mismo; no señala ni une dos puntos: forma una rueca. Del traje nacional estadounidense Shepard desteje hilos hasta formar un ovillo compacto, duro, nucleado, nuclear, radioactivo. La realidad contamina lo cotidiano. Lo exterior es el fatum. Los otros son el medio. Sólo cabe ocultarse de ellos, huir, meterse en el coche, arrancar, acelerar, entender la vida como una roadmovie aunque no se mueva. Cada uno en su coche, adelantando, mintiendo a los demás:

La gente de aquí
se ha convertido
en la gente
que finge ser

Correr más. Más lejos. Con drogas o alcohol. El ritmo, el rock, el cine, la noche. Para luego arribar a la resaca, al mono, al vacío, al the end.

intentó arrojarse por la ventana
y le dije que no valía la pena
no es más que una estúpida película
no tan estúpida, dijo ella, como la vida

El autor está obsesionado por lo lejos que se sienten las personas unas de otras. La desolación paisajística se completa con la deshabitación interior. Los personajes son hangares vacíos de los cuerpos de los otros. En otro poema, a la pregunta de “¿Por qué pienso / Este tipo está completamente loco”, responde:

Se por qué
porque no oculta
la desesperada distancia que le separa de la gente.

Está claro que la elección de Shepard de escribir desde moteles, o sobre moteles, no es casual. Es el marco perfecto para sus descripciones. El porqué nos lo brinda el sesudo antropólogo americano James Clifford en su ensayo “Las culturas del viaje”:

El motel no tiene auténtico vestíbulo, es inseparable de una red de autopistas; es más un relevo de postas o un nudo de comunicaciones que un lugar de encuentro entre sujetos culturales diferentes.[5]

Lo cual encaja, según Frederic Jameson, en la lógica cultural de la posmodernidad:

En efecto, a las posmodernidades les ha fascinado precisamente este paisaje “degradado”, chapucero y y kitsch, de las series televisivas y la cultura del Readers's Digest, de la publicidad y los moteles, del cine de Hollywood de serie-B [...] No se limitan a “citar” estos materiales [...] sino que los incorporan a su propia sustancia.[6]

Digamos que es una sala de espera a gran escala, en la que el escritor discurre, imagina, observa a gusto a las personas que vienen a tratar su patología. En este caso, la patología del viaje. Shepard se mete con su pluma en una especie de antesala de médico, en la que los pacientes tienen en sus caras los signos de la enfermedad y el miedo al diagnóstico. A partir de aquí, escribe a placer sobre sus comportamientos e ideas. La carretera es el médico, el motel es la sala de espera, América es el paciente. El antropólogo Clifford recoge un texto de Meaghan Morris: “los moteles, a diferencia de los hoteles, destruyen las formas establecidas de percibir el lugar, el escenario y la historia. Son únicamente monumentos al movimiento, la velocidad y la circulación perpetua”. Según la moderna y difundida terminología de Marc Augé, los moteles y las carreteras en las que Shepard localiza sus funciones son no lugares, caracterizados por una distorsión de las categorías de tiempo y espacio que Mauss asociaba al lugar entendido en su antiguo sentido sociológico, ahora y ahí desaparecido[7].

De los trastornos de comportamiento que los textos registran (similares a los de las novelas de Ballard, otro teórico de los espacios de circulación masiva[8]), se deduce que para Shepard la población yanqui es carne de psiquiatra en su totalidad, dando la razón al Williams Carlos Williams que escribiera en uno de sus poemas que “los productos genuinamente americanos se vuelven locos”, en un poema, “To Elsie”, que termina con estos bellísimos versos, tan apropiados en el contexto shepardiano:

No one
to witness
and adjust, no one to drive the car

Los lugares que describe Shepard son inhóspitos, duros, fríos; o lo contrario, insoportablemente húmedos y calurosos. Espacios donde no se puede estar, en los que nadie puede sentirse bien. Los paisajes, ya se sabe, son a lo que inspiran. A Shepard los lugares que visita entre moteles, como aquellos traídos desde la infancia, sólo le inspiran cansancio y nostalgia. No melancolía frente a lo perdido y añorado, sino sólo respecto de lo perdido y de lo que se va perdiendo. La de sus personajes es una senda de perdedores, de personas que tropiezan entre sí y que elevan su incomunicación a un teléfono, que consideran que cohabitar es compartir y que la amistad es emborracharse juntos (como dice en algún cuento Raymond Carver).

Las enumeraciones inacabables de Shepard tienen virtudes hipnóticas, sugestivas, y no es difícil reconocerse en los pensamientos de sus perdedores. Al terminar la lectura consecutiva de estos dos libros tuve la impresión de haber estado leyendo una suerte de falsa novela, un solo y enorme texto, un paisaje. Norteamérica era la protagonista de esa novela. Entendí que si Eric Fischl pintaba “el fracaso del sueño americano”, que si otros prosistas como Pynchon, Joyce Carol Oates o DeLillo lo había narrado con exactitud, Shepard había construido el decorado; que si Hopper retrataba la soledad del paisaje, que si Bukowski cantaba la pérdida de la sensación de pensarse el mejor país del mundo, que si Doctorow había logrado explicar por qué los Estados Unidos eran el país del presente eterno, Shepard construía al detalle el lugar donde eso acontecía, logrando lo que llama Wenders la “atmósfera”: el universo estadounidense de bares, moteles, carreteras y copas que constituyen el fresco en carne viva de lo que podríamos llamar la Norteamérica profunda; un descenso a las profundidades del país-continente. Esa generación estadounidense compuesta por dos generaciones, 50-75, 76-90, se encuentra perdida, con todas las guerras, salvo una, ganadas; con todas las islas, salvo una, colonizadas; una nación que se da cuenta de que lo tiene todo y no sabe qué hacer con ello: eso es lo que nos cuenta la literatura de Shepard. “Quién nos iba a decir que el tiempo estaba de nuestro lado”, termina una de sus reflexiones. EEUU no pudo adivinar su propia victoria. Su éxito, nos dice Shepard, se la ha comido.


*

Aunque para ser un pueblo pequeño nos hallamos notablemente libres de resentimiento, la ausencia de una metrópoli que polarice nuestra atención hace que en nuestros momentos más íntimos nos sintamos algo solos.
Don DeLillo, Ruido de fondo


(Addenda de 1998). Shepard publica Cruzando el paraíso, inestimable colección de relatos breves que ahondan en la temática expuesta, si bien ahora el elemento autobiográfico, que parece a primera vista más evidente, sirve de lanzadera para un tejido narrativo más profundo, más enraizado en la ficción. Shepard ya no busca el efecto ambiental, sino llegar a los sentimientos, como su amado Chéjov, contando historias cercanas, cercanas al estadounidense medio y cercanas a él mismo, para acortar aún más la distancia que le separa del lector.

Si en su primer libro Shepard daba buena cuenta del sueño americano y en el segundo del suyo propio dentro de aquél, Cruzando el paraíso se establece como una profundización temática en ambos terrenos, si bien dejando el segundo libro muy al margen, puesto que los numerosos fragmentos autobiográficos, casi la mitad de los relatos del libro, son más directos y con menor distancia que en las Crónicas. El resto de Cruzando el paraíso sigue en la dirección de Luna Halcón, aunque el autor ha prescindido ya de personajes patéticos por sus modos y prefiere dejar hablar a perdedores normales, cotidianos; los que uno se encuentra, parece decirnos, en cualquier rincón de la mañana. Las ficciones, no cerradas, al estilo de Katherine Mansfield, son mucho más elaboradas y muestran un camino. Todo el libro es un cuaderno de bitácora de un periplo continuo entre las dos costas de los Estados Unidos, que Shepard ha recorrido infinidad de veces en coche por su aversión al avión, y que, influenciado por Peter Handke, autor de Carta breve para un largo adiós(magistral relato de un viaje estadounidense parecido a los de Shepard), va convirtiendo en material literario. El movimiento, amén de delatar el paisaje, va calando también en los personajes. Se cuentan historias de gente que se mueve por el país, o de gente que no sabe muy bien a dónde ir (“Una fina capa de piel”, “Polvo”), pero que por si acaso no se detiene. Las relaciones acaban cuando dos personajes coinciden en un mismo punto (“Totalmente accidental”), y se terminan sólo si se ponen kilómetros por medio (“Sólo espacio”). El armazón del libro, por tanto, es magnífico. Los cuentos dicen mucho por separado e infinito juntos. No la considero, en contra de varios maniáticos del género, una novela, porque no le hace falta esa adscripción. Hay una rúbrica más exacta y apropiada para textos así: son prosas de Sam Shepard. Y con eso basta.







[1] Quien nos iba a decir entonces que poco después de redactarse esta frase Woody Allen iba a aumentar su fama precisamente a costa de un mayúsculo escándalo sexual.

[2] Q. Monzó, Ochenta y seis cuentos, Anagrama, 2001, pp. 90 y ss.

[3] Claudio Magris, El anillo de Clarisse; Península, 1993, p. 415.

[4] Ryszard Kapuscinski, “Impresiones americanas”, Letra internacional, nº 70, 2001, p. 19. En el mismo sentido, y referido al cine estadounidense, lo entendió Serge Daney en Ciné–Journal.

[5] J. Clifford, “Las culturas del viaje”, Revista de Occidente, n.º 170-171, 1995, pp. 45-74.

[6] F. Jameson, Teoría de la postmodernidad, Trotta, 1996, p. 25.

[7] M. Augé: Los no lugares. Espacios del anonimato; Gedisa, Barcelona, 2001, p. 40.


[8] Su novela La isla de cemento transcurre en un espacio acotado por varias autopistas cruzadas, del que no puede salir un automovilista accidentado. También en Crash la preocupación por el tráfico, los espacios flotantes y el movimiento es una constante.

El yo asambleario de Los días de la peste

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Edmundo Paz Soldán, Los días de la peste. Barcelona: Malpaso, 2017.








Después de dos novelas ambientadas en Estados Unidos (Los vivos y los muertos y Norte), y una en el espacio exterior (Iris), la narrativa de Edmundo Paz Soldán vuelve a Bolivia, y lo hace con una fuerza inusitada. Los días de la peste, con ese título que recuerda a La peste (1948) de Albert Camus, presenta una trama similar a la del escritor francés: los efectos de una plaga en un territorio acotado, en este caso la Casona, una enorme prisión de régimen abierto donde viven familias enteras junto a los presos, y como La peste aborda los aspectos humanos y metafísicos que la enfermedad contagiosa va generando en los personajes. Lo interesante en la novela de Paz Soldán es la forma en la que aborda la plaga, que, en puridad, es una plaga dentro de otra: la corrupción económico-institucional que afecta por igual a funcionarios, autoridades, vigilantes y presos, reos todos de un sistema mayor de cadenas (de favores). La enfermedad como metáfora, en la línea de Sontag, pero también encontramos la metáfora como enfermedad: la negociación de los símiles por las autoridades carcelarias para esconder la crudeza de la realidad inconveniente, para cubrir bajo capas de lenguaje la instrumentación del régimen cerrado. Aunque la obra no menciona en ningún momento -creo- a Bolivia, la cárcel está basada en una prisión boliviana, y algunos términos locales como “turril” o “barbijo”, así como menciones gastronómicas y lingüísticas (las más de 30 lenguas indígenas, por ejemplo), sitúan el argumento en el país de origen del autor. Aunque es claro que éste ha preferido -como Diamela Eltit en alguna novela- no anclar nacionalmente la obra, con la intención de ensanchar el campo de interpretación e incrementar su clara dimensión hispanoamericana. En la misma dirección podemos entender alguna mención de lugar, como "Los Confines", que remite al lugar homónimo de Pedro Páramo de Juan Rulfo. En lo estilístico, Los días de la peste es una de las obras más ricas de Paz Soldán, capaz de poblar de voces distintas y creíbles a la colmena carcelaria, y hábil para esculpir detalles como la construcción discursiva del personaje de Lya, cuya adolescencia mental se trasluce en una expresividad creada a base de frases cortas, eléctricas, simples, sin desarrollar, inmaduras.



Volvamos por un momento al tema de la peste aludida en el título de la novela, a la parte relativa a la enfermedad. “¿Qué son los virus sino seres fantasmales, fantasmas puros que flotan en el mundo esperando poseer una célula humana para corporizarse y hacerse vida? Ahí los ve y no los ve. Todos los días. Monstruos perfectos”. Estas frases pueden leerse en la página 212 de Los días de la peste, pero están en cursiva, y lo están porque en realidad son un intertexto, una cita del narrador peruano Carlos Yushimito, quien las incluyó en su relato “Los que esperan” (en Rizoma, 2015). No es la única cita existente en la novela de Paz Soldán, que reconoce varias de ellas en una nota final, pero la intertextual es la menor de las partes de esta imaginativa y excelente novela del narrador boliviano. La mención a la monstruosidad perfecta de los virus tiene otras potencialidades en la novela que no vamos a desvelar, y que van tejiendo sus ecos hasta la última línea de la novela. Con Los días de la peste vuelve Paz Soldán a varias de sus obsesiones recurrentes: la manipulación informativa, la política latinoamericana, el esoterismo -se crea, como en Iris, un culto maligno de gran poder sobre los personajes-, el poder de la pulsión sexual, la violencia, el dinero (todo en la Casona es dinero, véase p. 88), y la esperanza de los seres individuales inmersos en el marasmo colectivo del “gótico microbiano” (p. 285).



Y esta última idea me lleva a uno de los grandes descubrimientos del libro, el personaje de Rigo. He dedicado 15 años de vida y dos libros al estudio de la disolución subjetiva en la literatura hispánica actual, y en muy pocas ocasiones me he topado con un ejercicio tan sofisticado de desintegración de la identidad tan hábil como el que Paz Soldán realiza con Rigo, un personaje que podríamos definir como un yo micropolítico, una identidad asamblearia que el autor emplea inteligentemente como muestra de la desconexión y la falta de comunicación de la pareja, de la familia, de la Casona, de las clases sociales del Cono Sur, de las etnias nacionales, de la sociedad actual. Rigo, tras una conversión esotérica, advierte la separación entre las distintas partes que lo unen (voz, ojos, piel, mente, etcétera), dotadas cada una de voz propia y volición; pasa entonces del yo al nosotros, hablando en plural al referirse a sí mismo, consciente de su dimensión sociopolítica a escala: “aprendíamos a disolver el yo en el nosotros, el yo era un pueblo y debíamos cuidarlo” (p. 36). Un ser entendido como organismo pluricelular consensuado, regido por la negociación “social”: una identidad que haría las delicias de Foucault -tanto más cuanto descrito dentro de una cárcel-. Un yo benthamiano, donde sus creencias establecen las reglas (y las rejas) de vigilancia. Rigo es nuestro presente y, al mismo tiempo, es cada uno de nosotros.



La personalidad asamblearia de Rigo es un espejo a escala de la Casona, colectiva e individual al mismo tiempo, que a su vez es presentada como un microcosmos de la poliédrica sociedad boliviana (pp. 44 y 203) y que, no por casualidad, es un reflejo de la estructura reticular de la novela, concebida como una faulkneriana sucesión de voces que vertebra un espejo roto, cuyas multiplicadas piezas reflejan a escala todas las preocupaciones políticas, temáticas y estéticas desarrolladas hasta ahora por Edmundo Paz Soldán. 





[Relación con la editorial: ninguna; relación con el autor: muy cordial]

Fred Cabeza de Vaca

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Tras un largo período de escritura y revisiones (unos cinco años en total), es un placer para mí compartir con vosotros la salida de la novela Fred Cabeza de Vaca, con la que tuve la suerte de obtener el XVIII Premio Torrente Ballester de Narrativa. 





La novela, publicada por Sexto Piso, se propone desafíos diversos y toca temas muy diferentes: el arte contemporáneo, el problema de cómo contar la vida de una persona desde varios puntos de vista (la biografía y las memorias entre ellos), la sociedad actual, la práctica artística, la pulsión sexual como motor creativo, la amistad, la fama y algunos otros. 

En cuanto al argumento, es fácil de sintetizar: la novela cuenta la vida de Fred Cabeza de Vaca, un crítico de arte que decide convertirse en artista por varias razones, casi ninguna de ellas benéfica. La trama ya se vuelve más compleja, gracias a la argucias y estructuras que Natalia, la narradora de la historia, va tejiendo para poder contar ese argumento.

Agradezco a la editorial Sexto Piso su esmerado trabajo, y a Riki Blanco su inteligente ilustración de cubierta, que define de un plumazo a Fred.

Está ya disponible en algunas librerías desde la semana pasada, y creo que a partir de mañana estará en las restantes. Ojalá os interese y su lectura colme vuestras expectativas.




Cuestionario sobre realidad y relato en el siglo XXI en El Cuaderno

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El Cuaderno ha publicado en cinco entregas durante esta semana de septiembre un Cuestionario sobre realidad y relato en el siglo XXI, con preguntas de las profesoras Teresa Gómez Trueba y Carmen Morán, a raíz de su libro Hologramas, que comentamos aquí hace pocos meses. Los encuestados somos Francisca Noguerol, Ricardo Menéndez Salmón, Mercedes Cebrián, Jorge Carrión, Cristina Gutiérrez Valencia, Agustín Fernández Mallo y moi. Creo que el resultado es muy interesante por la mezcla variopinta de respuestas-propuestas recogidas por las dos autoras. Aquí los enlaces, y, a continuación, reproduzco las cinco preguntas y mi contestación a cada una:





https://elcuadernodigital.com/2017/09/23/cuestionario-sobre-realidad-y-relato-en-el-siglo-xxi-5/



Pregunta de las encuestadoras: En las últimas décadas, buena parte de la narrativa ha seguido el camino de los experimentos intermediales entre la página y la pantalla (búsqueda de conexiones e interferencias entre los discursos literario, cinematográfico, televisivo, cibernético, etc.) Paralelamente, la crítica –pero también el receptor— se interesa cada vez más por los procedimientos compositivos –retóricos, cabría decir— de formas como las series televisivas o los videojuegos. ¿Significa esto que es pertinente un concepto de narrativa que rebase lo literario y comprenda también otras formas, como las mencionadas?  ¿Es únicamente una cuestión de moda o de influencias extraliterarias que no modifican el concepto de literatura heredado y vigente hasta el siglo XX?
Respuesta: El concepto de narrativa, en el sentido de acto de contar una historia, es muy anterior al nacimiento de la literatura, término que apela a la decantación o sofisticación retórica de algunos modos de contar acaecidos en los últimos tres milenios -y que se acuña como lo que hoy entendemos por literatura hace pocos siglos-. Son también narrativos algunos fenómenos (comunicativos, artísticos, judiciales, etcétera) que no tienen que ver con la literatura de un modo estricto. Lo narrativo es más antiguo y más amplio que lo literario, y una de las líneas de fuga de la literatura actual (especialmente de la narrativa, pero también de la poesía), entra en colisión directa con otras formas de narratividad, sobre todo audiovisual. Este proceso es paralelo al que ya atisbara Horacio respecto a la poesía y la pintura, hace 2050 años, nada menos. Son evoluciones lógicas, en las que los sectores más avanzados de la literatura se cuestionan, se autocritican, se ponen en crisis e intentan dilucidar su situación respecto a otras artes de su tiempo. Ha pasado siempre y es normal que suceda ahora de nuevo.

Pregunta: En Hologramas hemos tratado de plantear una explicación única para fenómenos literarios que aparentemente poco o nada tienen que ver entre sí, tales como pueden ser las autoficciones y la intertextualidad, la fragmentación extrema, las estrategias narrativas (y comerciales) de literatura expandida, etc. En nuestra opinión, todas estas formas apuntan en última instancia a una visión de la vida como un relato-marco más, que incluye a otros (la novela, las novelas dentro de la novela… ) y puede ser, a su vez, incluida en una mise en abyme infinita. Creemos ver en ello una corriente neoplatónica, en el sentido de que conciben la vida y el universo humanos como una ilusión, ficción o caverna dentro de otra. ¿Considera plausible esta interpretación?
Respuesta: Son innumerables las obras que, en efecto, respaldarían esta visión; en La luz nueva (2007), apunté que el mito de la caverna es central en el imaginario contemporáneo. No obstante, me parece entrever que esa imagen tecnológica del simulacro de realidad está dejando paso, poco a poco, a otra metáfora, con raíz en los Vedantas, usada por Shakespeare, formulada por Schopenhauer y recogida por Nietzsche, entre muchos otros pensadores y artistas: la imagen hindú del Velo de Maya, según la cual hay un engaño interpuesto entre nosotros y el mundo, pero a fuerza de pensar podemos llegar a romperlo o a ver a su través. Marco Aurelio lo formuló a su manera: “Las cosas están cubiertas, por decirlo así, de un velo que hace que los principales filósofos las consideren incomprensibles, y que incluso a los estoicos les resulten difíciles de comprender” (Meditaciones, V, 10). La diferencia con el relato platónico es que el que sufre el ardid sabe que se le intenta engañar. Gran parte de la mejor narrativa actual, de Coetzee a Pynchon, pasando por Juan Goytisolo o Margaret Atwood, tiene que ver con la hiperconsciencia respecto a la construcción del relato, la consideración del escritor como hermeneuta que descubre conspiraciones, la escritura como representación parcial del mundo y la necesidad de trascender los recursos para llegar a la realidad de las cosas. Gran parte de la narrativa crítica española actual se inserta en esta visión, y, como escritor, intento anclarme también en ella.

Pregunta: Esa misma explicación podría aplicarse a la utilización de la Historia (por ejemplo, la Historia reciente de España) como argumento narrativo o materia de ficción. ¿Existen límites a la expresión artística políticos y éticos en ese uso? ¿Cuáles son?
Respuesta: He respondido a la pregunta anterior antes de leer ésta, y creo que está parcialmente contestada en mi reflexión previa: si pensamos en los casos de Elvira Navarro, Isaac Rosa, Belén Gopegui, Sara Mesa o Gonzalo Torné, nos damos cuenta de que sus novelas suelen girar alrededor de cómo se han construido los discursos históricos y la representación de las identidades geográficas y políticas de nuestro país. No soy muy partidario de marcar límites a la expresión artística, ya intentan otros ocuparse de ello. Prefiero pensar que los discursos que traspasen ciertas fronteras acaban desactivándose por sí solos: por desgracia, la literatura cada vez tiene menos calado social, con lo que las tonterías puestas por escrito cobran cada vez menos importancia.

Pregunta: La consideración de la vida como marco ficcional de la obra (y particularmente la vida del escritor, con sus registros fotográficos, sonoros, vídeos, etc.), junto con los juegos intertextuales, reescrituras, copias, plagios, etc., parecen desembocar en una literatura concebida como gran libro de arena, una Obra única que contiene todas las obras, escritas y reescritas por todos, con todas sus variables escritas y por escribir. Ante una noción así, ¿dónde queda el autor? ¿su identidad se diluye hasta hacerse líquida? ¿o, a pesar de ser uno más en la gran reescritura colectiva de La Obra, se exacerba merced a una presencia hipertrofiada en fotografías, perfiles y comentarios de redes sociales?
Respuesta: Quizá habría que preguntarles a los autores que practican ese tipo de literatura, entre los que no me cuento. Como partidario acérrimo de la imaginación y defensor de la potencia estética y política de la fábula, creo que el escritor debe preocuparse por la obra, y no por su persona dentro de la obra. Me temo que cada vez somos menos lo que pensamos de este modo. Respecto a la identidad del autor, es un tema muy complejo, al que he dedicado quince años de mi vida, destinados en dos libros, La literatura egódica y El sujeto boscoso, a los que me remito.

Pregunta: La historiografía de la literatura española del siglo XX nos habla de varios momentos álgidos en relación con el afán experimental (las Vanguardias en los años veinte, el boom de experimentación de los sesenta, la narrativa mutante del siglo XXI…). Pero naturalmente esos momentos han ido seguidos de las voces críticas que se empeñan en denunciar, tras la apariencia de total innovación, las irremediables conexiones con el pasado y la tradición. En relación con este último boom de narrativa experimental, ¿qué función cumplen la tradición y el canon de la literatura española? ¿Tiene todavía sentido, en el mundo global, el concepto de literatura nacional o son ya otros los contextos de influencia? Es más, ¿conserva en la actualidad el concepto de canon la misma vigencia que tuvo en el pasado? O, por el contrario ¿este, al igual que supuestamente el autor, se ha vuelto irremediablemente líquido e inasible?
Respuesta: La posmodernidad tuvo cosas buenas, pero ha legado también bastantes ideas nocivas; entre estas últimas, la negativa a aceptar cualquier idea de canon estético me parece de las peores en el campo de la teoría de las ideas. En la introducción a La cuarta persona del plural (2016) ya expuse que una idea abierta, plural, sociológica y crítica de canon es indispensable si queremos seguir pensando que la teoría literaria en general y la crítica en particular tienen algún sentido nuestros días. El canon actual de libros clásicos, en muchos casos, se compone de obras en su tiempo lucharon contra la tradición existente, con la intención de superarla o, por lo menos, de ir más allá de sus planteamientos. Galdós era literariamente mucho más avanzado y valiente que los numerosos imitadores de Galdós. Creo el papel de la literatura nuestros días debe seguir parámetros de actuación similares, de otro modo cae inmediatamente en el peligro de la repetición y el eco involuntario -que es la peor forma posible de eco-.






Lecturas y entrevistas sobre Fred Cabeza de Vaca

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En esta entrada iré sumando algunas reflexiones ajenas (y también algunas propias) sobre Fred Cabeza de Vaca, así como las noticias y entrevistas que se vayan produciendo al efecto.

Comparto, para empezar, una foto de la primera presentación, en A Coruña, que resultó espléndida gracias a la cariñosa hospitalidad de todo el personal de la Diputación y de la Biblioteca Provincial:







Algunas reseñas de Fred Cabeza de Vaca hasta la fecha:





En El Descodificador de Javier Pérez de Albéniz: http://www.eldescodificador.com/2017/09/17/la-lista-de-torrijos/




Algunas menciones en prensa y entrevistas:


Entrevista en El Cultural, 1 de septiembre 2017: http://www.elcultural.com/noticias/letras/Fred-Cabeza-de-Vaca/11107


 



























Un paseo por la desgracia ajena

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 Javier Moreno, Un paseo por la desgracia ajena. Salto de Página, Madrid, 2017.



He procurado juntar lo seco de la filosofía con lo entretenido de la invención, lo picante de la sátira con lo dulce de la épica (...) En cada uno de los autores de buen genio he atendido a imitar lo que siempre me agradó: las alegorías de Homero, las ficciones de Esopo, lo doctrinal de Séneca, lo juicioso de Luciano, las descripciones de Apuleyo, las moralidades de Plutarco, los empeños de Heliodoro, las suspensiones del Ariosto, las crisis del Boquelino y las mordacidades de Barclayo.

Gracián, “A quien leyere”, El Criticón



“[…] una muestra de la abismal distancia que separa el virtuosismo del verdadero talento” (p. 111). Esta frase del relato “Dos camisas iguales”: puede funcionar para explicar la obra literaria de Javier Moreno (Murcia, 1972): si en novela y poesía Moreno es un virtuoso, alguien que domina los recursos técnicos y los lleva a cabo con apabullante capacidad, en el cuento es donde creo que Moreno alcanza el verdadero talento. Si su poesía y sus obras narrativas largas se dejan llevar a veces por el alcance conceptual y la endiablada capacidad de observación sociológica y diagnóstico del autor (en este sentido, Moreno es lo más parecido que tenemos a Don DeLillo, que gustosamente firmaría un cuento BlackMirroriano como “ELLO”), en el relato breve Moreno encuentra la libertad, la extensión y la variedad de tonos necesarios para que sus desafíos estéticos se encuentren ferazmente con el desarrollo justo de unos personajes, sin que ello signifique que están ahí como simples instrumentos al servicio de sus ideas, al modo de teorías personificadas o de máquinas lullianas de pensar (como pasaba a veces en sus novelas La Hermogeniada o Acontecimiento). Desde Atractores extraños (2009), Moreno resuelve en sus cuentos  con un par de detalles sintéticos la psique y sus posibilidades de sus criaturas, emplazándolas en una situación crítica (“El discurso del método”, “Dos parejas”, “Un accidente”), lo que le permite exponer sus cul de sac vitales y sus recorridos psicológicos sin salida (como en “Dos camisas iguales”, donde el protagonista, que tiene dos camisas idénticas, cree que una le queda bien y otra mal). La camisa del cuento le sienta a Moreno a la perfección, lo que no significa que no le ajusten las de la poesía (sobre todo, Cortes publicitarios, 2006, y Renacimiento, 2009), o las de la novela (quizá las mejores sean Alma, Acontecimiento y 2020). Además, hay que explorar los pasadizos que Moreno tiende entre sus obras de uno y otro género, que revelan un proyecto coherente, en el que las obsesiones de su autor adoptan diferentes encarnaciones:








(Un paseo por la desgracia ajena, p. 17)








(Javier Moreno, La imagen y su semejanza; Santa Coloma de Gramenet: La Garúa, 2015, p. 205)




Javier Moreno es un escritor tan complejo que le gusta trabajar con niveles de accesibilidad, para no expulsar a ningún lector. Sus relatos se proyectan en dos dimensiones -al menos-: una, digamos de close reading o lectura próxima al texto, donde aparecen tramas ambientadas en nuestros días y protagonizadas por personajes bastante reconocibles. El otro plano es más conceptual y menos evidente, se materializa o desmaterializa en una hipótesis filosófica elaborada o sugerida por medio de lo contado en el relato. Si recordamos los diálogos platónicos, o algunos tratados filosóficos, donde el razonamiento se detiene para incluir alguna historia real o casoque viene a completar el análisis, los cuentos de Moreno son las historias o novelas intercaladas en una novela mayor, casi filosófica, que Moreno prefiere no escribir, dejando sólo los relatos que la prueban. Este modo de proceder, habitual también en sus libros de poemas, poblados de referencias filosóficas, artísticas y científicas más o menos ocultas, es una de las señas de identidad de Moreno y, de todos los escritores que conozco que usan o usamos parecidas herramientas, a mi juicio él es el que mejor las emplea, y el que más lejos las lleva.



Moreno es uno de los mayores tratadistas que tenemos sobre dos asuntos: la crítica frontal a la tecnología y el examen de la identidad. Sobre lo primero, ya desde el relato "Mnemosyne" de Atractores extraños el autor ha logrado una notable capacidad para encontrar metáforas adecuadas para expresar hasta qué punto podemos ser terminales al antojo de las máquinas o aplicaciones que se supone que vienen a "liberarnos". Sobre el segundo aspecto de Moreno, su profunda lectura de la subjetividad contemporánea, ya he hablado en La literatura egódica y en El sujeto boscoso, por lo que a ellos me remito para el lector interesado. Para terminar, de entre todos los relatos de Un paseo por la desgracia ajena quiero destacar “Selfie Vamps”, no sólo por su lugar central dentro del libro (de hecho, la sombra de sus aterradores personajes se proyecta sobre uno de los últimos relatos, “D.J.”), sino por su capacidad representativa del Zeitgeist de nuestra era de exhibicionismo icónico instagramero: “Ada y Cloe […] habían inventado, tal vez sin darse cuenta, llevadas por un método fundado a la par en la inconsciencia y en la frivolidad, un nuevo género. Se trataba del turismo por la desgracia ajena. Por eso su sonrisa y su belleza resultaban imprescindibles, el contrapunto erótico frente a la muerte y la catástrofe que transcurrían en segundo plano” (p.58). La historia de las dos chicas, sociópatas a la vez que ídolos sociales, toca la fibra del colectivo y revalúa y reinventa el clásico encuentro entre eros y tanatos, constituyéndose como uno de los mayores hallazgos de un cazador habitual de hallazgos, que logra un cuento que llevarse a la memoria para siempre.








[Relación con la editorial: ninguna; relación con el autor: cordial]
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